¿está pasada de moda la confesión privada?

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MICHAEL SIMPSON, S. I.
¿ESTÁ PASADA DE MODA LA CONFESIÓN
PRIVADA?
Is private confession outdated?, The Month, 36 (1969) 233-242
Para algunos católicos la práctica actual de la confesión privada no tiene ningún sentido
por consistir en algo artificial y estar separado de la experiencia diaria de la vida
cristiana, cuyo sentido religioso radica en las relaciones concretas de una persona con
las demás. Por otra parte, todo rito que no tenga ningún efecto sobre estas relaciones es
irrelevante.
El Vaticano II admite que la forma presente del sacramento no responde plenamente a
las necesidades y experiencias de los cristianos de hoy, y en su Constitución sobre la
sagrada liturgia dice: "Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que
expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento" (SC 72).
Planteamiento del problema
Los intentos más positivos de esta revisión sugerida por el concilio se iniciaron en la
diócesis holandesa de Hertogenbosch, en 1963, con unas discusiones pastorales entre
sacerdotes y laicos, según los cuales las dificultades que muchos sienten respecto a la
práctica de la confesión se deben a dos razones principales: primera, un fracaso en la
comunicación entre la Iglesia y las situaciones de la vida real; segunda, un cambio en el
punto de vista sobre la naturaleza del pecado al trasladar el énfasis de los actos
particulares a las actitudes y disposiciones profundas. Al considerar las posibles
revisiones en la forma del sacramento se sugirió que una forma más pública de
celebración podría ser valiosa. En la sesión de clausura, el obispo Bekkers al mismo
tiempo que apoyaba la idea subrayó que una celebración pública del sacramento no
debería eliminar la necesidad de la confesión privada y de la absolución de los pecados
mortales. Este punto de vista fue respaldado por una pastoral conjunta de la jerarquía
alemana, en 1964, la cual a la vez que daba gran valor a la celebración pública de la
penitencia insistía en que ésta no debería fomentarse a expensas de la privada, a la que
se reservaría el uso de la fórmula de la absolución.
W. Kasper, en su artículo ¿Confesión fuera del confesonario? (Concilium, abril 1967),
recuerda que la práctica de confesarse con laicos era común en la Iglesia primitiva y
subsistió durante toda la edad media hasta el tie mpo de la contrarreforma -cuando la
insistencia en el poder sacramental de la absolución sacerdotal hizo que se perdiese la
antigua tradición-. Esta práctica parece que tiene una base escriturística en Mt 18, 15-18
donde los representantes oficiales de la Iglesia sólo son exigidos en última instancia,
cuando las admoniciones privadas -como medios ordinarios de reconciliar al pecador
con la comunidad y con Dioshan sido inútiles. Un ulterior apoyo a este punto de vista
aparece en St 5, 16: "confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por
los otros, para que seáis curados". W. Kasper sugiere que esta forma de confesión
podría ser reintroducida con fruto ahora que ya no prevalece el ambiente
contrarreformista, y que podría ser de gran valor en situaciones tales como en las
relaciones entre padres e hijos, entre esposos y entre amigos.
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¿Qué valor debemos dar a estas sugerencias para una revisión de la práctica de la
penitencia? La comprensión teológica que tradicionalmente tenemos del sacramento
¿nos permite hacer cambios? Si las celebraciones públicas de la penitencia y el
confesarse con laicos fuesen más comunes, ¿hasta qué punto serían sacramentales y en
qué se diferenciarían de la naturaleza sacramental de la absolución sacerdotal dada en la
confesión privada? ¿Es necesario mantener de algún modo la práctica de la confesión
privada?
EVOLUCIÓN HISTÓRICA
Para responder a estas preguntas caigamos en la cuenta de que la confesión privada es el
resultado de una evolución que cristalizó en los siglos XII y XIII, y de que no hay bases
históricas para asignar un significado absoluto a esta forma de confesión.
Penitencia pública
En la Iglesia primitiva la práctica de la penitencia mantiene un fuerte carácter eclesial o
público. El pecado no se considera como el pecado del individuo contra Dios, sino
también como un pecado contra la Iglesia, comunidad de los que viven en el Espíritu y
han recibido la vida nueva gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por esta razón
toda la Iglesia está implicada en la reconciliación del pecador con la comunidad y con
Dios, reconciliación que debe recibir una expresión pública en la Iglesia.
La transformación gradual en la práctica de la penitencia tendría lugar principalmente
entre los siglos VI y X, y se llevaría a cabo como reacción contra las formas concretas
externas de un rigorismo excesivo. Este rigorismo llevaba a que una persona sólo
pudiese ser reconciliada con la Iglesia una vez en la vida. Si volvía a caer en el pecado
era signo de que su arrepentimiento no había sido sincero y, en consecuencia, no se le
volvía a admitir como público penitente. De aquí que la práctica de la penitencia tendía
a ser pospuesta al fin de la vida. Hacia el siglo VI la práctica de la penitencia pública y
reconciliación por la absolución episcopal llegó a ser bastante extraña.
Penitencia privada
La práctica de la así llamada penitencia privada surgió en Irlanda en el siglo VI, debido
a la costumbre monástica de confesar las propias faltas a un padre espiritual como
ejercicio piadoso de humildad. Esta práctica se extendió entre los laicos, surgiendo así
la posibilidad de repetidas reconciliaciones con la Iglesia a través del ministerio de los
sacerdotes. De Irlanda pasó a Inglaterra y en el siglo VII llegó al continente gracias al
movimiento misionero de los monjes ingleses e irlandeses. A pesar de la oposición de
las autoridades eclesiásticas el fenómeno era irreversible y, a partir del año 1000,
empieza a ser aprobado por los sínodos diocesanos, para ser después universalmente
aceptado por la Iglesia.
La nueva práctica respondía a una necesidad real de la vida cristiana del pueblo que,
aunque sus pecados no requerían una forma tan externa de reconciliación, como la
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exigida por la primitiva tradición penitencial, sentía sin embargo la necesidad de
repetidas expresiones de arrepentimiento y reconciliación a causa de su pecaminosidad.
Fórmula de absolución y teología penitencial
La práctica de la penitencia privada experimentó también su evolución. La fórmula de la
absolución surgió en el siglo X y poco a poco se convirtió en la expresión fundamental
del poder de perdonar, hasta quedar fijada en el siglo XIII. Los teólogos escolásticos de
la edad media acuñaron la formulación teológica del sacramento sobre la cual se ha
basado la enseñanza oficial de la Iglesia hasta hoy. Su principal contribución consistió
en considerar el signo sacramental formado conjuntamente por los actos del penitente
(dolor, confesión, satisfacción) y las palabras absolutorias del sacerdote.
Esta teología, basada en la práctica de la Iglesia, ha sido aceptada hasta nuestros días;
pero tal práctica penitencial, anclada en el siglo XIII, ha impedido a su vez toda
evolución. Sólo en estos últimos años la posibilidad de evolución o revisión ha sido
claramente admitida por algunos teólogos.
HACIA UNA RENOVACIÓN DE LA PENITENCIA
Reconciliación con la comunidad
Tanto el pueblo sencillo como los teólogos fueron olvidando, en la práctica, el sentido
de la penitencia como acto en la comunidad. El pecado y la restauración de la vida del
Espíritu empezó a considerarse como asunto privado entre el individuo y Dios, pasando
a segundo plano la importancia de la comunidad. Esta visión, hija de una comprensión
filosófica del hombre considerado como un ser encerrado en sí mismo, llevó al hombre
a considerar sus relaciones con los demás como extrínsecas a su propio ser y a su
relación con Dios.
Pero hoy día somos conscientes de que este tipo de relaciones son intrínsecas al propio
ser y sólo concebimos al hombre por medio de ellas. Esta comprensión subrayada por
los filósofos existencialistas está a la base de muchos de los progresos de la teología
moderna. El amor no es algo extrínseco a la persona, sino que le afecta totalmente. Esto
que es cierto para el amor del hombre respecto a cualquier persona, también lo es
respecto a Dios. Cualquier separación o alienación entre el hombre y Dios afectará a sus
relaciones con los demás, y de modo semejante cualquier desunión entre los hombres
afectará a su relación con Dios. Por esto toda autént ica reconciliación humana entre
personas deberá tener un valor sacramental, en un sentido amplio pero verdadero.
Restaurar la unidad entre dos personas implicará una más firme unión entre ellas
mismas y Dios. Por tanto las revisiones de la forma del sacramento de la penitencia
deben insistir en el valor de la comunidad para la reconciliación entre el hombre y Dios,
sin que esto haga perder de vista que el hombre mantiene una relación individual con
Dios y necesita de una reconciliación personal con él.
Aunq ue idealmente toda la comunidad debería tomar parte en la reconciliación del
pecador, esto es prácticamente imposible. Por eso la comunidad debe escoger alguien
que le represente, le corporice y actúe en su nombre. Este es el sacerdote.
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La confesión con un laico puede tener un valor real en la reconciliación del pecador con
un miembro particular de la Iglesia o con un pequeño grupo de la misma; tal
reconciliación puede tener valor sacramental en cuanto efectúe un cambio en la relación
entre el hombre y Dios.
La diferencia entre la confesión con el laico y con el sacerdote, miradas desde el punto
de vista de la comunidad, no radica en el hecho de que una sea sacramental y la otra no,
sino en el hecho de que el laico no es aceptado por toda la comunidad como su
representante y, por tanto, no puede decirse que reconcilie al penitente con toda la
comunidad. Esto sólo puede darse en la persona que es ordenada dentro de la
comunidad para ser su representante -aquel en quien la comunidad "se hace presente"-,
y que es considerado por el penitente como la corporización de la comunidad. Si el
penitente no es consciente, de un modo experiencial, de que la reconciliación a través de
un sacerdote es reconciliación con toda la comunidad cristiana, existe una deficiencia en
la forma del sacramento.
Al enseñar la Iglesia que la validez del sacramento no depende de la santidad o
cualidades personales del sacerdote, tiende a salvaguardar al penitente; pero el peligro
de esta enseñanza está en que el sacerdote aparezca como el cumplidor de una función
mecánica en lugar de corporizar una auténtica relación humana. Sólo si la reconciliación
es real y experimentada a nivel humano puede tener un valor sacramental; de lo
contrario el rito de la penitencia aparecerá como algo artificial. De aquí que el acto de la
reconciliación debería tener lugar en un ambiente apto para establecer una adecuada
relación entre penitente y sacerdote, y no en un armatoste oscuro situado en un rincón
de la iglesia. La práctica presente tiene el peligro de inculcar unas actitudes equivocadas
para con el sacramento.
Las celebraciones públicas de la penitencia pueden ser de gran valor para explicitar la
realidad de la penitencia como reconciliación con la comunidad, sobre todo si ésta
participa en los actos de reconciliación. Como es muy importante que la penitencia sea
siempre algo personal, debería existir, en esos ritos públicos de pequeños grupos que se
conocen mutuamente, una auténtica autoexpresión personal. En muchos casos esto
puede ser mucho más persona l que hablar a solas con un sacerdote desconocido. Con
todo, es dudoso que las formas públicas de la penitencia deban reemplazar del todo al
acto personal de reconciliación entre sacerdote y penitente en circunstancias en que
puede haber una más fácil apertura y comprensión mutua.
Allí donde las celebraciones públicas consigan una real reconciliación personal deben
tener un valor sacramental, que no dependerá de la confesión privada con un sacerdote
(compromiso que han adoptado algunas formas experimentales) aunque debería darse
algún reconocimiento personal de culpabilidad que supere la mera recitación del acto de
contricción. Este acto personal de reconocimiento de la propia pecaminosidad en la
comunidad, acompañado de la simbólica aceptación del pecador por la comunidad, es lo
que constituye el acto de reconciliación con valor sacramental.
Reconciliación con Dios
La relación personal del cristiano con Dios no puede identificarse sin más con su
relación con la comunidad. Consecuentemente el sacerdote debe considerarse en el
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sacramento de la penitencia no sólo como un reconciliador con la comunidad sino
también como un reconciliador del hombre con Dios. Ambas perspectivas están
intrínsecamente relacionadas. Cristo es el sumo sacerdote, mediador entre Dios y el
hombre. Dios se expresa en y a través de las acciones humanas de Cristo. Cristo
reconcilia al hombre con Dios y le lleva a una más estrecha unidad e identidad con
Dios: éste es el perdón del pecado.
Todo cristiano, por participar en el sacerdocio de Cristo, participa del papel de mediador
entre el hombre y Dios. Por esto el crecimiento en el amor y unión con los demás es
crecimiento en el amor y unión con Dios. De aquí que un auténtico acto de
reconciliación entre los hombres sea sacramental al llevar a cabo una genuina
reconciliación entre el hombre y Dios.
El sacerdote ocupa una posición especial porque ha sido ordenado para ser el
representante y corporalizador de la comunidad cristiana. El poder de perdonar, que
viene de Dios y es mediado por la comunidad cristiana, es hecho presente en el
sacerdote como representante y corporalizador de la comunidad. Esto no es negar que el
poder de perdonar los pecados venga de Dios, sino afirmar que este poder le es
concedido al sacerdote a través de la comunidad, la Iglesia. Esta mediación hay que
considerarla como una consecuencia de la encarnación.
Penitencia y naturaleza del pecado
El pecado sólo puede ser concebido en relación con el amor de Dios revelado y
comunicado en la persona de Cristo. En la experiencia de este amor se basa el
cristianismo. De aquí que el pecado no sea tanto la transgresión de una ley o enseñanza
moral cuanto el rechazo del amor, de la autodonación en la relación con Dios y con los
hombres.
Esta comprensión del pecado en términos de relación de amor implica que la confesión
como recitación de una lista de acciones particulares es un tanto artificial y forzada y
tiende a trivializar la vida moral. El cristianismo no es legalismo. Cuando el hijo
pródigo volvió a casa y manifestó abiertamente su pecaminosidad, su padre no esperó
una enumeración de acciones externas, sino que inmediatamente le dio la bienvenida y
con los brazos abiertos le reconcilió consigo. Siguiendo este modelo de la práctica
cristiana de la penitencia y reconciliación, deberíamos encontrar una fórmula que
permitiese un abierto y sincero reconocimiento de la propia pecaminosidad de un modo
más personal que la recitación comunitaria del "yo pecador", pero sin exigir un
detallado relato de las acciones externas. No hay ninguna razón teológica para que la
Iglesia -la comunidad- requiera más que esto.
Se ha sugerido que las principales situaciones de pecado de nuestro tiempo no están en
los pecados individuales como tales sino en los de las naciones o grupos de la sociedad
(intolerancia racial, falta de ayuda a los países subdesarrollados, guerra, etc.). ¿No
podrían someterse estos pecados corporativos a los actos sacramentales de
reconciliación? Al concentrarnos sobre nuestros asuntos individuales, ¿no olvidamos las
injusticias de la sociedad en que vivimos y de la que somos responsables? Aunque es
difícil asignar una responsabilidad personal por las acciones o actitudes de la comunidad
en conjunto, lo cierto es que la comunidad está compuesta por individuos sobre los que
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gravita, en última instancia, la responsabilidad de lo que es hecho en nombre de la
comunidad. Esta es otra razón en favor de una pública celebración de la penitencia, lo
cual daría a la comunidad una oportunidad para expresar su pecaminosidad corporativa
y buscar la reconciliación con Dios y con los hombres, de los cuales se ha alienado por
su pecaminosidad.
Tradujo y extractó: CARLOS MARÍA SANCHO
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