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En nombre del Padre, por Héctor Torres
Héctor Torres · Tuesday, December 17th, 2013
En la escuela nos repetían sistemáticamente que Bolívar, el Padre de la Patria, libertó
cinco naciones. Que nos libró del “yugo español”. Que le dimos la espalda y lo dejamos
morir solo y pobre lejos de su ciudad natal.
Cada gobernante de los que tuvo Venezuela a partir del siglo veinte (y valga acotar
que, con más ahínco y exagerada insistencia, los militares, sus “hijos” más obedientes
y celosos), puso su grano de arena en volver indestructible esa historia. Con la figura
de Bolívar se tejió una especie de totalitarismo del fervor: cada institución de
relevancia, cada premio de los premios, cada plaza y cada avenida principal de cada
pueblo, cada punto referencial de los hechos cotidianos de nuestra existencia, debía
girar en torno a su nombre.
Como me dijo un amigo austríaco que vivió durante un tiempo en Píritu, cuando le
pregunté ingenuamente el nombre de una plaza por la que estábamos atravesando:
“Bolívar”. “Ah, ¿esta es la plaza Bolívar?”, le repregunté, a lo que él, alzándose de
hombros, dijo: “No sé, aquí todo se llama Bolívar”.
Es decir, se tejió una red que, bajo ese nombre, abarcara todos los rincones de la
nación. Una vez que estuviese terminada, bastaba que el “vivo de turno” se erigiese en
su exégeta para que se convirtiese, por defecto, en el guía de nuestro destino. De
tanto en tanto aparece ese que proclama amar y venerar al Padre de la Patria más que
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sus contemporáneos, lo que lo convierte en un hermano mayor con derecho, no sólo a
decirnos qué hacer con su legado, sino a convertirse en el custodio de la hacienda.
Y ese razonamiento era aplicado hasta por los doctorcitos de pueblo, que solían
hacerse de los cargos de cronistas de su terruño, directores de la escuelita y, por
supuesto, presidentes de la versión local de esa iglesia denominada Sociedad
Bolivariana.
Es decir, que quien recitase con más caletre y fervor los pasajes de Su vida y los
postulados de Su pensamiento, era el que tenía más derecho a examinar nuestra
historia e indicar el camino adecuado por donde debíamos transitar, ya que Él lo dejó
marcado. Basta corregir el entuerto de nuestro pecado original al haberlo traicionado,
y retomar la senda, para que la nación alcance ese gran destino que él nos trazó a
cambio de sacrificar su vida.
Cuando se lee en su versión más infantil, el mito de Bolívar suena más a religión que a
la historia de una pequeña nación que nunca termina de ponerse de acuerdo, que
nunca termina de crecer y que nunca termina de deslastrarse de ese complejo de ser
una tierra marcada por la traición al más grande e incomprendido de sus hijos, lo que
explica nuestro fracaso fundacional.
Por eso es que estamos como estamos, rematan los viejos para explicar el resultado de
nuestra felonía. Es decir, que nuestros problemas no existirían si no lo hubiésemos
traicionado. Por tanto estamos condenados, como Adán y Eva, a vivir desterrados del
Paraíso soñado por desobedecer al dios de nuestra propia mitología.
Un dios incuestionable, como todo dios que se respete. Un dios con sacerdotes e
iglesias, como todo dios que se respete.
Y por eso somos y seremos los rehenes del exégeta de turno, ese que acometa la
titánica tarea (digna de su tamaño, lo que lo hace grande por extensión) de enderezar
ese entuerto histórico y devolvernos a la senda de gloria que trazó nuestro Padre. Por
tanto, sólo basta obedecer sus indiscutibles decisiones, azuzando el mito de nuestra
orfandad y de la necesidad de un custodio que la remiende.
Y con la urgencia histórica viene una inevitable imposición bajo el razonamiento de
que no se puede desaprovechar la oportunidad que nos ofrece el destino, solo por la
“sospechosa” duda de unos pocos, acerca de la naturaleza de la tarea emprendida.
Porque todo lo que haga será por nuestro bien. Y será en nombre del padre.
¿Cuántos dicen “amén”?
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on Tuesday, December 17th, 2013 at 8:00 am and is filed under
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