Presentación de Rosa Pereda en Foro Complutense. 2/12/2009

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El Jardín de los nombres que se bifurcan… o al revés.
Me perdonarán, lectores, que empiece con este homenaje a Borges, quizá
porque, mutatis mutandis, de un jardín se trata, y de un jardín mental. De un
refugio extraterritorial, enigmático, propiamente lingüístico. Y si aquí los
senderos de la mente, más que bifurcarse, se buscan y se encuentran, o no, es en
cualquier caso y expresamente, cosa de palabras.
De “nombres fundidos” habla Juana Vázquez cuando habla de “Con olor a
Naftalina”. De salvar el nombre propio, de esa fusión y confusión, habla Sharba,
cierta e incierta narradora del libro, y por su medio, Juana Vázquez, para abrir
su novela y hacernos su declaración de intenciones. Y de nombres va esta
novela, si por el nombre entendemos eso que las personas vamos construyendo
como un icono propio, como un esquema que nos abarca y nos deja fuera a la
vez.
Nombres que son y no son identidades en el mismo sentido y al mismo tiempo.
Nombres exóticos, como si fueran, y quizá lo son dentro de la propia novela,
fundamentalmente imaginarios: portavoces de inciertos conceptos identitarios y
culturales -de los que arrancan diferencias que debemos leer como delgadas
uniones y confusiones-: nombres exóticos, digo, como Sharba y Yaiza, para
separarlas a ambas de ese ambiente provinciano, casi rural, de casa antigua, y
construir esas sutilezas, y oscuras y viscosas percepciones de sí mismas sobre
todo, pero también de todos los demás, que contienen los personajes
protagonistas, esas dos mujeres, madre e hija, que, parecería, no son de ese, ni
de este, mundo.
Otros sí son de este mundo. Daniel, que se soporta sobre todo en un discurso en
cursiva y en segunda persona, como una invención o un destinatario cruel y
real, como un nombre supuesto, quién lo sabe, pero cotidiano y fuerte como el
del padre o como el del hermano. Nombres masculinos en contraste con el
exotismo de la feminidad de las distintas, controvertida y lujosa, de la madre y
de la hija….
Porque también hay nombres de mujer atados a la tradición: los de las criadas.
Y qué importantes son las criadas en la educación sentimental de generaciones
de burgueses y agricultores ricos españoles. Lo decía Juan García Hortelano, al
que se cita tan poco últimamente, y lo traigo a colación porque hay un ambiente
oclusivo y obsesivo en “Con olor a naftalina” que me ha recordado alguna
novela de Juan, “Los vaqueros en el pozo”, por ejemplo.
Yo creo que Juana hace, como Hortelano, un retrato de familia, muy
perspectivado, aunque la perspectiva se mistifique voluntariamente a veces, en
el que la trama feroz de los sentimientos, las pasiones y los juegos de poder, son
los verdaderos agentes de los personajes, esa atmósfera con la que tienen que
hacer sus cestos. Y entre todos –y sobre todos, ellas- ese único cesto en el que los
celos y los amores, la territorialidad y las invasiones parciales del territorio de
las distintas almas, irán tejiendo una tela que no puede, ni debe, volver atrás, y
que incluye premios de sentidos, y castigos de dolores. Donde la transgresión
es urgente, y la culpa, inevitable, y donde, como se verá al final, siempre habrá
una madre de él para poner las cosas en su sitio.
Porque esta es una novela de mujeres, aunque sea un hombre el que vertebra el
triángulo ambiguamente incestuoso. Al menos, mentalmente incestuoso. Pero
en la mente está lo que pasa en esta novela, en la mente se produce esa
polaridad amante y rival entre la madre y la hija, como se polariazan dos
edades: la primera adolescencia, la primera vejez. (Serán las viejas convencidas
las que lo arreglen todo, de vuelta ya de los avatares de la fascinación y la
seducción, y cuando tienen el poder…)
En torno a estos nombres trenzados y fundamentalmente jerarquizados
discurre la novela de Juana. Una novela fragmentaria –también lo anuncia
Vázquez al principio- en el sentido de su construcción que tiene tanto de
poética: un rosario de fragmentos, un hermoso mosaico en el que cada tesela
tiene su propio color, su propio aroma, su valor cerrado en sí misma, pero sólo
adquiere su total significación cuando pasa a formar parte del conjunto, cuando
colorea y dibuja la imagen total del muro o del suelo.
Y unos serán interiores y otros serán de calle, unos viajarán, unos huelen y en
otros se mira…. Ahí están los cielos y, desde el olor y el color, las flores, los
espejos, las maderas, los encajes, el detalle en fin de un album de fotos. Cómo
convoca entonces Juana Vázquez el ambiente, con unos adjetivos bien elegidos,
bien distribuidos, que mandan a los sentidos a buscar los equivalentes en la
propia memoria del lector. Y con unos detalles tan propiamente femeninos, a
veces hasta pueriles: el del vestido malva, por ejemplo.
Porque Juana, en “Con olor a naftalina” escribe de memoria y con la memoria.
Son materiales de la memoria los que usa, en un mundo intemporal, de tiempo
y espacio cerrados como son las novelas que nos interesan, porque nos hablan
de nosotros mismos, allí donde se está haciendo lo que más nos importa:
nuestra libertad, nuestra vida, nuestros afectos. Nosotros mismos. Es decir, y
como quiere Juana Vázquez, nuestro propio nombre.
Rosa Pereda
Madrid, 2 de Diciembre de 2009.
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