FIESTA DE DESPEDIDA

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad 2014
FIESTA DE DESPEDIDA
SEBASTIÁN CORTÉS
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Todos los empleados de la Fábrica de Tedio están invitados a la
celebración de fin de año. Aquella vez alquilaron la azotea-tablero-de-ajedrez de
la torre más alta del Centro de la ciudad. La orquesta contratada tocaba salsa.
Celeste, jefe del departamento de los creativos, Salitre, Gigante, Esteban y
Relajado estaban en la mesa reservada para ellos. La caída de la tarde olía al
alcohol quemado en las antorchas ubicadas en cada esquina.
―Ahí viene Gordal ―dijo Gigante. Los de la mesa voltearon―. Malparida
tan fea.
―Pues no la mires ―dijo Salitre.
Los meseros alistaban la comida con afán. Celeste fue por su plato antes
que todos para romper los procedimientos establecidos. Cada mesero le sirvió la
respectiva porción. Mientras esperó, Celeste vio que tenía siete llamadas
perdidas. Guardó el celular.
―A esa no le dan comida en la casa ―dijo el mensajero. Todos los de
Administración rieron, excepto Ruth, la jefe de ellos. Cuando terminaron de
servir el plato de Celeste, el mensajero bostezó.
―Me voy a copiar de ti, linda ―dijo Ruth. Celeste no vio cuándo se le
acercó.
―Como quiera, doctora ―dijo Celeste. Se saludaron de beso en la mejilla.
La asistente de gerencia estaba sentada en la barra, sola. Bebía limonada
mientras miraba con desprecio. Celeste regresó a la mesa. Los meseros repartían
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el licor.
―Regálame un poquito ―dijo Relajado.
―No. Ve por tu propio plato ―dijo Celeste.
―Eres una mierda ―dijo Relajado y bebió de su copa hasta el fondo.
Celeste comenzó a comer y no tuvo reparo en dejar ver cuánto disfrutaba.
Los de la mesa de Administración empezaron a rumorar y reían. Unos minutos
después, Relajado insistió en que le diera un bocado.
―Qué fastidio ―dijo ella, y lo paladeó mientras sonó Gitana de Willie
Colón.
Él le dio un beso en la mejilla y una palmada en la cabeza.
―Qué asco tus besos ―dijo Celeste mientras restregó una mano en la
mejilla.― Y no me pegues que no soy balón.
Los de la mesa rieron. Un mesero volvió para llenar cada copa. Los
creativos tomaron en fondo blanco. Esteban se quedó dormido y Celeste dijo que
era un tonto porque la fiesta ni siquiera había empezado. Todos bebían licor,
excepto la asistente de gerencia.
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El presidente de la Fábrica mandó parar la música para pronunciar su
discurso:
―Señoras y señores, nos hemos reunido para celebrar un triunfo. No sólo
sobrepasamos las proyecciones, hemos vendido más tedio que todos los años
anteriores. Muchas gracias por sacrificar horas, turnos y fines de semana. Nada
de esto hubiera sido posible sin ustedes. Esta fiesta es suya. Coman y beban.
Todos aplaudieron.
―¡Que viva el doctor! ―gritó un tipo de corbata roja.
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La fila de la cena rodeaba cada borde de la azotea-tablero-de-ajedrez. Los
asistentes estaban alegres, aunque algunos peleaban por el puesto. Otros
tenían una copa en mano. Los meseros servían. Celeste fue por su segundo plato.
Al lado de ella sus compañeros de área se lamentaban por el hambre.
―Miren a Gordal comiendo. Qué vieja tan ordinaria.
―Qué cansón, Gigante, no la mires ―dijo Relajado― y muévete que la fila
corre.
―Sí. Más tarde rajas de tu Gordal ―dijo Salitre.
La orquesta empezó a tocar Lluvia con nieve. Muchos se levantaron a
bailar. Salitre acabó su cena, Celeste también. Se miraron.
―A lo que vinimos, rata ―dijo él.
Ella se paró sin dudarlo, porque le gustaba mucho el estilo de Salitre. Le
gustaba cómo olía, cómo la agarraba y cómo la hacía dar vueltas.
―¡Vamos a ver qué es lo que sabes!
―Ay, rata, no me busques.
Lluvia… nieve… Sincronía. Sabor. Sonrisas. Lluvia… con nieve… Muchas
parejas en el centro de la azotea-tablero-de-ajedrez. Salitre le preguntó por qué
fue tan bonita. Lluvia… nieve… Una vuelta. La melodía. El olor a él. Lluvia…
con nieve… Ella respondió que quería variar. Como ella no entendía por qué
alguien como él trabajaba para la Fábrica, se lo preguntó. Él le dijo que estaba
varado y le pareció una buena opción para financiar sus asuntos. Celeste le
contó que al principio sintió lo mismo, pero que pasaron diez y nueve años sin
darse cuenta. Le hizo prometer que no le sucedería lo mismo.
Celeste miró hacia la mesa de los ejecutivos y se estrelló con los ojos de
Ruth. Ella bebía su whisky y no hablaba con nadie. Lluvia… nieve… Salitre hizo
girar a Celeste. Lluvia… con nieve… Ella pensó que los tragos la estaban
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alterando. Justo cuando acabó la canción, Ruth la invitó a ir a la barra. Se
ubicaron al lado de la asistente de gerencia.
―Gracias doctora ―dijo Celeste.
―Tiempo sin hablar, ¿no? ―dijo Ruth.
Celeste notó que el mensajero invitó un trago a la asistente de gerencia.
Ruth y Celeste cruzaron varias frases protocolarias y algunas sonrisas. Luego
hablaron de sus vidas personales sin detalles. La asistente de gerencia ignoró las
cosas que el mensajero le dijo. No respondió sus preguntas, no lo miró y le dejó
la copa estirada.
Todos los amigos del mensajero rieron, pero callaron cuando él se acercó
a la asistente de gerencia y le dijo algo al oído. En ese momento ella aceptó la
copa, empezaron a charlar y ella empezó a reír. Celeste también rio durante
largo rato por los comentarios que hizo Ruth, hasta que mencionó el día que
entró a la Fábrica.
―Sí doctora ―dijo Celeste,― yo era muy niña.
La orquesta interpretó Payaso de Nelson y sus Estrellas. Las parejas no
tardaron en salir, incluidos el mensajero y la asistente de gerencia, quien ya iba
por su cuarta copa. Ella se quitó la chaqueta y se soltó el pelo. Ambos se hicieron
justo al frente de Celeste, quien miró hacia el corredor que llevaba a los baños.
Gordal entró por ahí. El tipo de la corbata roja tomó una silla, la llevó hasta la
mesa de los ejecutivos y se sentó al lado del presidente. Se explayó en elogios,
pero el presidente lo miró con despreció.
―Llegaste por las pasantías de tu colegio ―dijo Ruth.
Celeste asintió. Cuando mencionó que se había retirado del colegio para
engancharse en el trabajo y validar en la noche, Ruth la interrumpió:
―Me gustas desde entonces.
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―¿Qué dice, doctora?
El mensajero puso una mano sobre las nalgas de la asistente de gerencia.
―¿No lo habías notado? ―preguntó Ruth.
―No.
―Contéstame algo: ¿es verdad lo que dicen de ti?
―La gente dice muchas cosas, sin conocerla a una ―respondió Celeste.
Ruth dejó de mirarla, para ver cómo la ciudad se imponía ante ellas. Bebió
un sorbo. No dijo nada. Celeste también miró hacia el horizonte, pero no bebió
más.
―Yo a usted siempre la he admirado ―le dijo.
―¿Sólo admiración? ―preguntó Ruth.
El mensajero fue llevando a la asistente de gerencia hacia un extremo de
la pista, con el baile como excusa.
―Doctora, por favor ―dijo Celeste.
―No quiero molestarte, linda, sólo dime.
Celeste sonrió, pero se puso seria al ver que las observaban desde la mesa
de los ejecutivos. Se lo dijo a Ruth, pero ella contestó que no hiciera caso, que
ellos estaban ocupados pensando en la subasta. Ambas callaron un rato y Celeste
agregó:
―Me gusta mucho cómo se viste usted.
―No es eso a lo que me refiero ―dijo Ruth y le acarició las mejillas―. Tú
eres la más linda de toda la Fábrica.
―Contrólese, doctora, por favor.
Ruth tomó su copa a dos manos y dijo con finura:
―Lo he hecho durante muchos años, viajes, congresos y fiestas.
―Es que no quiero que nadie hable de usted ―dijo Celeste.
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―No me importa.
―A mí sí. Tal vez la defienda y me meta en problemas.
Ruth sonrió y se sonrojó. Copa en mano, ambas brindaron por los
secretos. Criticaron la forma de bailar de la abogada de la Fábrica. Ruth preguntó
por el mensajero y la asistente de gerencia. Celeste dijo que no los vio más.
Luego brindaron por la complicidad. Hablaron sobre el tipo de la corbata roja.
Después brindaron por las fiestas que aún compartirían. Celeste le pidió a Ruth
que la esperara mientras iba al baño.
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Camino a los baños, en medio de un pasillo lejos de la azotea y lleno de
puertas a cada lado, un ruido llamó la atención de Celeste. Abrió el primer
cuarto. Ahí estaba Gigante con Gordal.
―¡Rata, váyase, cierre la puerta y no cuente lo que vio! ―dijo Gigante.
Celeste se fue riendo. En la siguiente habitación estaban la asistente de
gerencia y el mensajero en su propia historia. Celeste no tuvo que abrir ninguna
puerta porque no se percataron de cerrarla. No se detuvo. Al llegar al baño, una
mano la agarró antes de entrar.
―Casi que no te encuentro sola ―dijo Relajado.
―Pues qué afán ―dijo Celeste.
―No seas así, ratica, mira que yo te quiero mucho.
―¿Otra vez con lo mismo?
―Pero es que no te puedo sacar de la mente, ¿cómo hago?
―Pensé que todo había quedado claro ―dijo Celeste.
―¡Pues no, rata, no!
Relajado besó a Celeste, a la fuerza. Ella se soltó:
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―Definitivamente no puedes tomar un trago ―dijo.
―No es eso, ratica ―dijo él.
―Hagamos una cosa ―dijo ella. Relajado sonrío y dijo que sí.
―Si sigues con esto cada vez que te emborraches, le voy a decir a tu
esposita.
Él bajó la mirada, pero le pidió un abrazo. Ella concedió.
―¿Cómo me deshago de lo que siento por ti?
―Alejándonos.
Él enmudeció unos segundos.
―Ay, nunca vayas a hacer eso por favor, rata.
Celeste le dijo que mejor regresara a la azotea. Él le hizo caso. Mientras
que ella estaba en el baño, oyó que Relajado gritó:
―¡Que vivan las amazonas, hijueputa!
―¡Qué vivan! ―dijo la multitud.
Cuando ella volvió a la azotea, Ruth le dijo que se fueran lejos.
―No sé ―dijo Celeste.
Ruth la hizo reír a carcajadas con sus bromas. Los escoltas del presidente
sacaron del salón al tipo de la corbata roja. El mensajero regresó a la azotea
apuntándose el pantalón, fue hasta la mesa de los creativos, despertó a Esteban
susurrándole algo al oído y le dio un preservativo. Él se recompuso, fue hasta el
corredor y entró a la habitación.
―Entonces ¿qué dices? ―preguntó Ruth.
Celeste respondió que sí. Ruth le dijo que iría al baño, que estuviera lista.
Minutos después Esteban regresó a la azotea, habló con un sujeto de Archivo.
Aquel se fue al corredor, entró al cuarto y rato después regresó riendo. Habló
con otro tipo. El tipo fue hasta el corredor, entró a la habitación, luego regresó,
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habló con otro, y ese acto se repitió varias veces. Algunos tenían preservativo y
otros no. La orquesta tocó el Son del Tren de Fruko y sus Tesos. Celeste recordó
el año que entró a la fábrica y todos los planes que tenía cuando recibió su
primer sueldo. Intentó buscar el momento en que renunció a todo lo que quería y
mientras repasó cada cosa que dejó de hacer por compartir tiempo con la gente
de la Fábrica, lo encontró justo en su primer día de trabajo. Celeste dijo para sí:
―Esta es la fiesta de despedida.
Como pudo bajó de la torre. En el parqueadero, los escoltas del presidente
obligaron al tipo de la corbata roja a bailar desnudo. Celeste sacó las llaves de su
moto y se fue.
El encargado de liquidar la nómina tomó un puñado de arroz y lo lanzó al
asistente del abogado, quien no dudó en hacer lo mismo con la carne. Varios
siguieron su ejemplo y arrojaron comida a diestra y siniestra, que terminó en la
cara y la ropa de la gente, en las mesas y en los cuadros del piso de la azoteatablero-de-ajedrez. Cuando la guerra de comida acabó, los meseros barrieron y
limpiaron. Al regresar, Ruth echó un vistazo y levantó una ceja. Sonrió al ver que
Celeste no estaba y regresó a la mesa de los ejecutivos. Tomó unas cuantas
copas más, pero no se quedó a ver la subasta.
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Los ejecutivos pidieron que las voluntarias pasaran al frente de su mesa.
Allí fueron Yadira, operaria; Antonieta, secretaria; y Donatella, de recepción. El
maestro de ceremonias dijo la edad, la talla y el peso de Yadira. El subgerente
financiero ofreció una suma. El jefe del Departamento Comercial la aumentó. El
jefe de personal también. Después de él nadie ofreció más.
―Vendida por esta noche ―dijo el maestro de ceremonias.
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Cuando subastaron a Antonieta, un operario que estaba enamorado de ella
aumentó la primera oferta, pero el maestro de ceremonias le recordó con
humillaciones que la subasta era un evento exclusivo de los ejecutivos. El
gerente de una seccional de la Costa se la llevó, aunque ella ya no quería. A
Donatella se la quedó el gerente general, luego de doblar la oferta que hizo uno
de los revisores fiscales.
Al final de la subasta, muchos hombres estaban haciendo fila en la
entrada de la habitación contigua a los baños. Algunos tenían preservativo y
otros no.
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Celeste condujo su moto bajo el efecto de los tragos simulando estar en
un juego de realidad virtual. No tardó en llegar a su apartamento.
―¿Por qué te demoraste tanto? ― dijo una voz firme― Te llamé varias
veces.
Prendió la luz. Su novia estaba sentada en el sofá, semidesnuda. Bebía
jerez.
―Perdona, mi vida, es que me quedé hablando con la doctora Ruth.
―¿Y qué te dijo la doctora Ruth?
―Que sus hijos estudiarán en Barcelona ―dijo Celeste con voz tierna.
―¿Y te fastidió Relajado?
―Como en todas las fiestas, pero lo paré a tiempo.
―Típico de mi hermanito ―dijo la Novia de Celeste― ¿Y cómo estuvo lo
demás?
―Un asco, como todos los años.
La novia de Celeste bebió un trago.
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―¿Y qué me cuentas? ―Preguntó la novia. Celeste se sentó al lado.
―Que renunciaré a la Fábrica de Tedio ―dijo Celeste.
La novia de Celeste sonrió. Le agarró la cara con una sola mano y la llevó
hasta la cama. Celeste le dijo que no la lastimara, pero no le importó. Cerró la
puerta. Celeste gritó, lloró, sollozó y gritó de nuevo. Le rogó a su novia que se
detuviera, pero ella no se cansaba.
―Puta ―dijo la novia.
―Sí, mami, soy tu puta.
Al fin se quedaron dormidas, Celeste con la cabeza sobre los senos de la
novia.
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Celeste pasó la carta de renuncia el lunes. El gerente general le dio un
discurso sobre la lealtad. Ella se le rió en la cara. Donatella, Antonieta y Yadira
fueron ascendidas. La asistente de gerencia miró mal a Celeste y no la saludó.
Relajado le dijo que no se perdiera, la abrazó y se metió al baño. Esteban la
abrazó también, dijo que la iba a extrañar, que estuvieran en contacto. Celeste le
dijo que sí. Por último se despidió de Salitre y le dijo que no se quedara ahí
mucho más. Cuando menos pensara ya no iba a tener alas. Él le robó un beso en
la boca. Ella le dijo que estaba muy vieja para él.
Al bajar a la planta, dio el último vistazo a todo el lugar. Los operarios
tenían caras largas y pálidas, allí en sus escritorios, al frente de sus
computadores. Algunos operarios controlaban la manofactura del tedio en
botellas de vidrio y latas. Otros controlaban su proceso de empaque en
cigarrillos. Era muchísimo tedio. Celeste quiso vomitar.
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Pasaron ocho días desde la fiesta. Veinticuatro de diciembre. Era la una de
la tarde. El cielo resplandecía. Hacía dos horas que la novia de Celeste había
salido rumbo a Cartagena para pasar la navidad con la familia. Celeste tampoco
estaría sola. Sonó el timbre de su apartamento. Abrió. Dos hombres entraron,
saludaron y sacaron dos maletas de viaje que estaban listas junto a la puerta.
Celeste sonrió cuando vio a Ruth parada en el umbral.
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