la sombra de la duda

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LA SOMBRA DE LA DUDA
He aquí la historia de un desengaño amoroso, la crónica de una frustración.
Hace mucho tiempo que Sandra y yo nos conocimos, y a pesar de todo lo ocurrido
después, aquel inolvidable momento todavía permanece grabado en mi memoria y seguirá
viviendo en el corazón el resto de mis días, porque representaba el preludio de nuestra
felicidad. Cuando fuimos presentados, nada hacía presagiar las consecuencias que se
derivarían de aquel casual encuentro. Apenas teníamos veinte años, pero desde el primer
instante, la atracción fue mutua, como dos polos de diferente signo, dado que a mi
extroversión y fogosidad, ella contraponía la cordura y sentido común. Y así lo que al
principio fue tan sólo amistad, pronto se convirtió en un vínculo mucho más sólido, dando
origen al afecto y al amor. Juntos descubrimos nuevas emociones, sensaciones hasta
entonces desconocidas, y también la fuerza con la que brotan los sentimientos entre una
joven pareja. Nos confesábamos las penas y alegrías, las ilusiones y desengaños con la
esperanza de conocernos mejor y no tener que arrepentirnos más tarde de la experiencia
que estábamos a punto de emprender. Tratábamos, sobre todo, de afianzar el vínculo
surgido entre ambos. Eran instantes mágicos, como un sueño maravilloso hecho realidad, y
esa felicidad la experimentábamos en la acuciante necesidad de la mutua compañía. En
aquella época, durante el día vivíamos gozando con la máxima intensidad de las horas que
pasábamos juntos y en la intimidad de la noche sucumbíamos al deseo carnal hasta que
nuestras energías quedaban exhaustas. Luego, agotados y satisfechos, permanecíamos
abrazados entre las sábanas hasta que el sopor nos rendía... Unos meses después,
dábamos el paso definitivo y nos unimos en matrimonio.
Los primeros meses, incluso los primeros años, todo resulta un camino de rosas.
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Entonces todo se perdona y ningún rencor aflige el alma, pero a medida que va
transcurriendo el tiempo y las discusiones se suceden con relativa frecuencia, el amor se
desvanece lentamente por las fisuras abiertas por cada una de las decepciones sufridas.
Los sentimientos son como una llama que se va apagando poco a poco. El apasionamiento
del principio se convierte en aburrimiento, el fervor que antaño hervía en nuestro interior se
va enfriando y las esperanzas de una maravillosa convivencia se vuelven noches de hastío
al cabo del tiempo. El primer enfado te sorprende y te angustia, el décimo te llena de una
extraña sensación de amargura, pero a base de disgustos el corazón acaba por hacerse
casi insensible al dolor, soportando con indiferencia cualquier situación. De forma gradual,
el amor va languideciendo bajo el efecto del resentimiento. Esta debilidad de los vínculos
familiares comporta el nacimiento de la nostalgia y la desaparición del encanto conyugal.
Entonces uno se percata que el matrimonio ha dejado de ser estimulante, de tener
cualquier clase de emoción, porque le falta la chispa del principio y se empieza a padecer la
hiel de la decepción.
La rutina se puede considerar como una enfermedad invisible que va destruyendo
lentamente los lazos afectivos más fuertes. Personalmente, los largos años de matrimonio
acabaron por sumirme en una existencia monótona y aburrida. Me atormentaba tener que
admitir que las relaciones conyugales no sólo no me llenaban, sino que alimentaban mi
alma de una angustia que poco a poco iba socavando las sólidas raíces del amor. Dicha
circunstancia se notaba sobre todo por las noches, cuando deseaba sexo y ella se
disculpaba alegando un cansancio ficticio. No obstante, a veces accedía. Pero si antes
Sandra solía hacer el amor con el apasionamiento de una mujer que se mete en la cama a
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escondidas con su amante, ahora lo hacía como una resignada esposa que debe cumplir
por obligación con sus deberes conyugales. ¡Qué cruel aburrimiento! La cuestión es que un
buen día, al mirar atrás, como otros maridos frustrados, me percaté que había malgastado
la vida engañándome, haciendo de tripas corazón y aceptando lo inaceptable. Entonces se
llega a la conclusión que se debe tener coraje para romper desde el principio, y uno se dice
que al día siguiente pondrá fin a tan absurda situación, pero la verdad es que ese mañana
no llega nunca. Cada cual se escuda en una serie de razones para no salir del marasmo. El
tiempo pasa poco a poco y uno sigue aburriéndose, simulando ser feliz cuando el corazón
ha dejado de sentir nada. Pese a todo, Sandra y yo continuábamos viviendo juntos. Para
combatir la soledad me refugié en los deportes y en los libros. Durante el día ocupaba el
tiempo libre practicando toda clase de deportes y por las noches procuraba abstraerme de
la realidad mediante la lectura de cualquier obra de actualidad. Resultaba evidente que ya
no formábamos una pareja sólida. Sin embargo, a cambio de todo aquello a lo que ambos
habíamos renunciado, exigíamos absoluta lealtad, cosa fácil de prometer aunque difícil de
garantizar. Mientras nos llevábamos bien y las cosas iban tirando, yo no necesitaba nada
más, pero parecía que ella no estaba del todo satisfecha.
El caso es que un día tuve una agorera premonición. Estaba convencido que mi
mujer me engañaba, aunque nunca había querido aceptar la posibilidad del adulterio. Sería
un golpe demasiado fuerte para mi altivo orgullo. No obstante, tantas reuniones,
conferencias y celebraciones podían haberme hecho sospechar, pero tenía una fe ciega en
mi esposa. Ya sé que en los tiempos de liberación sexual que corren esto es propio de un
iluso, pero no tenía motivos para sospechar nada y, además, aún tenía plena confianza en
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su lealtad. Lo cierto es que tarde o temprano tenía que ocurrir y quizás había llegado el
momento oportuno de hacer averiguaciones sobre su extraño comportamiento. Así que un
día, tras explicarme que la noche anterior había estado en la fiesta de una vieja amiga, la
llamé por teléfono para felicitarla y averiguar lo que en verdad me interesaba. Traté el
asunto con extrema delicadeza, sin dejar entrever el motivo esencial de la llamada. La
respuesta era clara: estaba enfadada porque ninguno de los dos habíamos acudido.
Entonces, surgieron las suspicacias y la angustia se hizo insoportable. La imagen de mi
esposa complaciendo los eróticos deseos de un desconocido me producía náuseas, me
rompía el corazón no ser el único destinatario de los placeres que ella podía ofrecer en la
cama. La aflicción empezó a extenderse por el cuerpo produciéndome estremecimientos de
indignación y rabia. Ella era culpable de romper la armonía familiar por el simple capricho
de querer gozar de las caricias de un amante. Desde entonces, las dudas no me dejaron
vivir tranquilo. La sospecha creció día tras día. Pude sentir la verdadera soledad, la angustia
del marido engañado y traicionado. Dormía mal y cada vez que mi mujer salía de casa,
notaba que una parte de mí moría sin remedio. Sólo así se entiende que llegara a ponerla a
prueba. Cuando yo salía a trabajar después de comer, dejaba conectada una minúscula
grabadora disimulada detrás del sofá. Confieso que esto puede calificarse de canallada,
pero era necesario asegurarme de su inocencia o culpabilidad antes de tomar las medidas
necesarias. Finalmente, averigüé lo que me interesaba. Sí, lo había conseguido. Para
desgracia mía, tenía una prueba irrefutable de su infidelidad: la ignominiosa conversación
con su misterioso amante planeando la próxima cita. Aquello me llenó de tristeza y logró
desmoralizarme. ¿Qué podía hacer? ¿Separarme? ¿Pedirle el divorcio? Claro que siempre
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podía rehacer mi vida en los brazos de otra mujer, pero en el fondo todavía la quería y aquel
sentimiento no merecía morir tan de repente. El matrimonio, con su interminable serie de
penas y alegrías, es un vínculo demasiado fuerte para que todo se vaya a hacer puñetas
debido a la insensatez de una frivolidad. En una situación así, uno llega a la conclusión que
mucha gente no consigue apreciar en su justo valor lo que posee en casa hasta que lo
pierde definitivamente.
El siguiente paso fue revisar sus memorias. Ella tenía la costumbre de escribir en el
ordenador sus vivencias y yo supuse con acierto que allí encontraría también pruebas
incriminatorias. Apenas sabía nada de informática y tuve que asesorarme por medio de un
amigo. Hasta aquel preciso instante jamás había tocado un aparato de inteligencia artificial,
pero en cuestión de horas aquel apreciado amigo me explicó los conceptos fundamentales
para acceder a un sistema operativo, abrir y cerrar un archivo, pasar páginas, revisar
cualquier clase de información, etc. Así pues, encontré lo que andaba buscando y la lectura
de las voluptuosas aventuras de mi mujer me llenaron de congoja y melancolía. Una
semana después, cedí al impulso de seguirla en una de sus típicas escapadas. Alquilé un
coche para observarla a distancia, sin levantar sospechas. Se paró en un motel de
carretera, donde, a juzgar por la desenvoltura con la que se movía, se adivinaba que no era
la primera vez que acudía. La espera duró dos largas horas. Luego, salió junto a un hombre
de mediana edad, atractivo y bien vestido. ¡Ahora ya conocía a mi competidor! ¡Comprendí
la razón de tantas ausencias del hogar, el motivo de su frialdad en la cama! ¡Cómo la
odiaba! Cualquiera que me hubiera visto en semejante trance hubiera jurado que había
envejecido diez años de repente. Contemplar a mi propia esposa coqueteando con un
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desconocido me llenó de rabia y el beso de despedida me produjo una extraña sensación
de asco. Escondido dentro del vehículo de alquiler, noté un súbito cansancio apoderándose
de mí y una especie de abatimiento que me impedía estallar en sollozos, pero que no me
imposibilitaba sentir cómo se desvanecía la ilusión de seguir viviendo.
Si difícil resultó contenerme en aquellos momentos, casi sobrehumano fue el
esfuerzo que desde entonces tuve que hacer para disimular mientras estábamos los dos
juntos en casa. ¿Quién puede llegar a comprender los sentimientos del corazón humano?
Cuando ya la había perdido afectivamente, me obstinaba en no perderla físicamente. Mi
único consuelo eran los recuerdos que me ayudaban a mantener la cordura. Deseaba que
pasara el tiempo rápido y que Sandra volviera a mis brazos. Era preciso tener paciencia y
yo estaba dispuesto a tenerla, e incluso a perdonar la falta de lealtad de mi esposa con tal
de retenerla a mi lado.
Los domingos acostumbraba a ir al fútbol, donde me desfogaba en compañía de los
amigos. Argumentando las típicas excusas de las tardes de los festivos, salí de casa con el
habitual buen humor. Pero aquel día permanecí en las cercanías, vigilando desde lejos para
averiguar si mi esposa permanecía en casa o, por el contrario, aprovechaba la ocasión para
ponerme cuernos. Para sorpresa mía, no le hacía falta ni siquiera salir del hogar, sino que
su amante venía a verla. Imaginar a un desconocido en mi propia cama trajinando con mi
propia esposa, era la gota que colmaba el vaso. Y de pronto, lo que hasta entonces había
sido paciencia, se volvió ira y odio. Me invadió un implacable deseo de venganza, un loco
afán de matar a los adúlteros en plena orgía sexual, a pesar de las consecuencias que
dicha acción pudiera acarrearme. ¿Al fin y al cabo qué podían hacerme? ¿Condenarme a
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cadena perpetua? ¿Qué importancia tiene permanecer recluido en una prisión estatal
cuando la vida ha dejado de tener sentido, cuando ya no restan esperanzas de volver a
disfrutar de la verdadera felicidad?
Ofuscado por los celos y el rencor de la infidelidad, tomé la terrible decisión de
desencadenar la tragedia en mi propio hogar, seguro que la razón me asistía y convencido
de la validez moral de aquel acto violento. Sin la menor vacilación, entré en casa por la
puerta trasera, descolgué la escopeta de cazar jabalíes y en silencio, evitando hacer ruido,
empecé a subir los escalones que conducían a los dormitorios, donde se escuchaban los
sensuales e infames gemidos de placer de mi infiel esposa...
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