Miradas – Maradona y la verdadera mano de Dios

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Maradona y la verdadera mano de Dios
Sección: Miradas
Autor: Norma Bao
Podría haber gambeteado las adversidades, pero las enfrentó aun a riesgo de salir
lesionado
En cada Copa del Mundo volvemos a recordar los hitos más relevantes de la Selección
Nacional a través de los años. Seguramente, las atajadas de Romero y el liderazgo de
Mascherano se sumarán a la fiereza del “Matador” Kempes, a los penales que tapó “el
Goyco” en el ‘90 y al famoso gol de Maradona a los ingleses que, según él mismo
declaró poco después del partido, lo habría hecho “un poco con la cabeza y un poco
con la mano de Dios".
Paradójicamente, en Argentina tenemos otro Maradona que, aunque no alcanzó la
popularidad de Diego Armando, en lo suyo, fue un grande. No sólo sus dos manos,
también su pensamiento y todo su ser fueron, sin duda alguna, instrumento de la
acción de Dios. Por talento personal y por herencia familiar, tenía todo dado para jugar
en Primera División, pero eligió embarrarse en el potrero porque comprendió que su
misión estaba ahí, donde más lo necesitaban. Y no se equivocó.
Esteban Laureano Maradona nació en Esperanza, Santa Fe, el 4 de julio de 1895. Su
padre, Waldino Maradona, era maestro, periodista, productor rural y llegó a ocupar
una banca en el Senado de Santa Fe. Su madre, Encarnación Villalba, era de familia
estanciera. Esteban se recibió de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1926.
Instaló un consultorio y trabajó unos meses en Buenos Aires hasta que se trasladó a la
ciudad de Resistencia, que en ese momento era la capital del Territorio Nacional del
Chaco. Allí realizó estudios de botánica y zoología y se dedicó también al periodismo,
colaborando en el diario La Voz.
Marca personal
En 1930, José Félix Uriburu encabezó el golpe de Estado que destituyó al por entonces
presidente Hipólito Yrigoyen. Maradona se opuso abiertamente, no por adherir a la
ideología yrigoyenista, sino como defensor de la democracia y las instituciones.
Perseguido por esta convicción, se vio obligado a emigrar a Paraguay, donde había
comenzado la Guerra del Chaco entre dicho país y Bolivia.
Se incorporó a la Armada como camillero voluntario y atendió a heridos de ambos
países, afirmando que “el dolor no tiene fronteras". En tres años de servicio llegó a ser
Director del Hospital Naval. Una vez finalizada la guerra decidió volver a la Argentina,
aunque el gobierno paraguayo le insistió para que permaneciera en el puesto por su
capacidad y sus valores.
Jugada preparada
Había planificado bien su viaje de regreso: en barco hasta Formosa y luego en el tren
que pasaba por Salta, Jujuy y Tucumán. Allí, pensaba visitar a uno de sus 13
hermanos. El destino final sería Buenos Aires, donde vivía su madre y lo esperaba su
consultorio. Una vez en Formosa, tomó el tren rumbo a Embarcación, punto donde se
hacía el trasbordo. En medio del monte chaqueño, el tren se detuvo en el Paraje
Guaycurri (hoy Estanislao del Campo). Maradona ignoraba que el imprevisto que lo
aguardaba allí cambiaría su vida para siempre.
Una joven parturienta llevaba tres días sin poder dar a luz por la posición en que se
encontraba el bebé; ambas vidas corrían grave peligro. Al enterarse los lugareños que
en el tren que acababa de llegar viajaba un médico, le rogaron que se bajara para
atenderla y el doctor logró salvar a la madre y a la niña. El tren siguió su camino.
Había que esperar tres o cuatro días para que pasara el próximo.
Parar la pelota
Era una zona extremadamente pobre y vulnerable, sin agua corriente, ni gas, ni luz.
No había médico ni hospital ni nada parecido en muchas leguas a la redonda. Pronto se
corrió la voz y los vecinos comenzaron a acercarse para que este hombre caído del
cielo los curara de sus dolencias. Cuando por fin llegó el momento de partir, los
pobladores volvieron a pedirle que se quedara con ellos.
La realidad de precariedad y abandono de esas personas conmovió al médico
profundamente. Así lo describiría, años después: “Había que tomar una decisión y la
tomé… quedarme donde me necesitaban. Y me quedé 51 años de mi vida. Fue
entonces cuando decidí perder mi pasaje en el tren y no volver nunca a las
comodidades de mi consultorio en Buenos Aires. La bienvenida me la dieron indios,
criollos y algún que otro inmigrante, todos enfermos, barbudos, harapientos. Yo mismo
me di la bienvenida a ese mundo nuevo, aún a riesgo de mi salud y mi vida”.
Durante los dos años que vivió en Resistencia, Maradona había entrado en contacto
con algunos pobladores originarios que habitaban una zona marginal de la ciudad. En
Estanislao del Campo estaban los tobas, los wichís y los pilagás. Ahora, tendría la
posibilidad de conocerlos mejor, en su hábitat natural, con sus costumbres y cultura
intactas. Los primeros intentos no dieron grandes resultados. Desconfiaban del blanco
y tenían motivos: ya otros se habían acercado antes, pero para engañarlos,
maltratarlos y explotarlos. Tuvo que lidiar especialmente con la oposición de los
curanderos que rechazaban su medicina y su saber. A base de paciencia y humildad
logró hacerse amigo de algunos caciques, que poco a poco le fueron allanando el
camino para que pudiera brindar su ayuda también en las tolderías.
Ponerse el equipo al hombro
Al enterarse de las numerosas necesidades que tenían, trató de ayudarlos más allá del
aspecto sanitario. Durante medio siglo dedicó su vida no sólo a curar enfermedades
físicas, sino también a recuperar y fortalecer la dignidad humana de estos argentinos
olvidados. Gestionó ante el Gobierno formoseño y logró que les adjudicaran una zona
de tierras fiscales, donde fundó una Colonia Aborigen en 1948. Les enseñó a cultivar el
algodón, a cocer ladrillos y a construir viviendas sencillas. Invirtió su propio dinero en
la compra de arados y semillas. Desde que se levantó la escuela hasta que llegó el
docente nombrado por el gobierno, pasaron tres años. Maradona fue el maestro
suplente durante todo ese tiempo. Aprendió su idioma para poder enseñarles a leer y
escribir en castellano.
Los aborígenes lo llamaban Piognak, que significa “Doctorcito Dios” en pilagá. Trabajó
sin descanso y en silencio, entregado por completo al bien común. Atendía a todos los
que acudían a él sin cobrarles las consultas. Como pago recibía frutas, panes de
mandioca, gallinas o pescado. Vivía solo en una casita de ladrillo y techo de zinc que
compró en 1939 por quinientos pesos. No tenía agua corriente ni luz eléctrica.
Compartía el retrete y el aljibe con una familia vecina. Llegó a afirmar que “muchas
veces se ha dicho que vivir en austeridad, humilde y solidariamente, es renunciar a
uno mismo. En realidad, ello es realizarse íntegramente como hombre en la dimensión
magnífica para la cual fue creado”.
Apasionado de las ciencias naturales, realizó numerosas investigaciones sobre
antropología, flora y fauna de la región. Escribió alrededor de 20 libros ("A través de la
selva", "Recuerdos campesinos", "Historia de la ganadería argentina", "Plantas
cauchígenas", "Una planta providencial", "Vocabulario Toba Pilagá", "La ciudad
muerta", "Páginas sueltas", "Historia de los obreros de las Ciencias Naturales", entre
otros), muchos de los cuales no fueron publicados todavía. Está pendiente que el
Congreso de la Nación Argentina cumpla con la resolución aprobada en 1994 de
editarlos y donarlos a bibliotecas públicas del país, según el pedido del propio doctor.
El mejor en la cancha, lejos
En 1981 lo distinguieron con el premio al “Médico Rural Iberoamericano”,
reconocimiento que hizo trascender su obra solidaria más allá de los límites del paraje
formoseño. El dinero que le correspondía por ese galardón lo donó para otorgar becas
de estudio a futuros médicos rurales. Con la misma serena convicción rechazó
honores, premios nacionales e internacionales, puestos públicos y pensiones vitalicias.
Para explicar su actitud afirmó: “si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño
de mi profesión, éste es bien limitado; yo no he hecho más que cumplir con el clásico
juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes”.
Recién a los 91 años se vio forzado a partir por problemas de salud y aceptó irse a
vivir a Rosario con su sobrino, el doctor José Ignacio Maradona. Conservó su lucidez
hasta el último momento y solía estudiar con los niños más pequeños de la casa. La
víspera de su muerte, repasaron juntos la historia del Virreinato del Río de la Plata.
Falleció sin sufrimientos, a causa de la vejez, el 14 de enero de 1995, unos meses
antes de cumplir cien años.
El Doctor Maradona podría haber gambeteado las adversidades, pero las enfrentó aun
a riesgo de salir lesionado.
Podría haberse lucido con una jugada personal y arrogarse el mérito del triunfo, pero
eligió ser el motor silencioso del equipo y salir a la cancha decidido a entregar lo mejor
de sí.
Podría haber cometido alguna infracción solapada para sacar ventaja, pero prefirió
jugar limpio, siempre.
Consciente de su limitación humana, tuvo bien en claro que eran las manos de Dios las
que estaban obrando y gestando cada milagro.
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