P. Damià Roure - Abadia de Montserrat

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JUBILEO DE PROFESIÓN DEL P. DAMIÀ ROURE
Misa Ritual en el 50º aniversario
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
8 de agosto de 2015
Fil 3, 8-14; Sal 26; Jn 15, 9-17
La primera lectura, hermanos y hermanas, presentaba la vida cristiana como una
carrera: corro hacia la meta -decía el Apóstol- para ganar el premio de la carrera.
Podríamos pensar que la vida cristiana es paz, es serenidad, es quietud, porque este
es el camino que lleva a la oración y al amor fraterno. En cambio, hoy el Apóstol nos
dice que hay que correr para llegar al Cristo. Y que por eso hay que desprenderse de
muchas cosas. Es lógico, si hablamos de una carrera. ¿Habéis visto alguien que
participe en una maratón y vaya cargado con una mochila llena en la espalda? Para
correr hay que ir ligero de ropa y de equipaje. San Benito, en varios lugares de su
Regla, también habla de la vida monástica como de una carrera: "es preciso ahora
correr y poner por obra lo que nos aprovechará para siempre" (cf. RB Prólogo, 44). Y,
evidentemente, también enseña que para hacer esta carrera hay que desprenderse de
muchas cosas.
Ya habréis comprendido que tanto San Pablo como san Benito, hablan de correr en un
sentido figurado, en referencia a la vida espiritual, que no debe estar estancada, ni ser
lenta. Porque al cristiano, al monje, le empuja a progresar, a correr, el amor a Cristo,
que se le ha manifestado en la fe y se ha apoderado de él. La motivación del correr
espiritual es, pues, el amor, el saberse amado primero por Jesucristo y quererle
corresponder. Pero, para corresponderle, para ir a su encuentro, hay que ir sin
rémoras, hay que desprenderse de todas las ventajas que podamos tener y dejarlo
atrás, hay que considerar como basura todo lo que sea un impedimento para
encontrarse con el Cristo. Dicho brevemente, hay que tener el corazón despegado de
las cosas materiales y de todo lo que no es evangélico.
Este proceso dura toda la vida. Nunca podremos decir que ya hemos obtenido la
plenitud que buscamos en la relación con Jesucristo. Hay que trabajar, hay que correr,
hay que mantener el dinamismo espiritual hasta el final. Se trata de compartir su
pasión y configurarse con su muerte a través del trozo de carrera que hacemos cada
día. También san Benito propone el mismo ideal: participar "en los sufrimientos de
Cristo con la paciencia, para que merezcamos compartir también su reino" (cf. RB
Prólogo, 50). Esto quiere decir que se trata de un despojamiento interior de los propios
deseos personales, pide un combate interior para entregarse cada día más a Cristo y,
probablemente, conllevará sufrir la incomprensión de quienes no entienden que nos
podamos tomar tan seriamente la vida cristiana. Haber descubierto a Jesucristo es una
gracia muy importante, porque significa que Cristo nos ha cogido para que no nos
perdamos en medio de la basura que encontramos en el camino, para lo que pide la
implicación de la propia vida.
En el evangelio según San Juan, hemos encontrado la misma realidad fundamental
expresada en otros términos, en términos de amistad. La relación que se establece
entre el Cristo y los que se han dejado tomar por él, es una relación de amistad en una
doble dirección. Porque está basada en el amor que Cristo nos tiene y en el que
nosotros, aunque sea torpemente, le tenemos a él. Esta relación supone, también, un
dinamismo espiritual progresivo. Porque implica, por nuestra parte, un conocimiento
cada vez más intenso de Cristo y, por parte de él hacia nosotros, una revelación de su
persona cada vez más profunda y más transformadora de nuestra vida. Lo que se
expresa concretamente por medio de una fidelidad creciente a su Palabra y, de modo
particular, a su mandamiento del amor fraterno. La consecuencia de esto es compartir
la alegría de Jesucristo. Una alegría íntima que es compatible con el sufrimiento que
supone compartir su pasión en las diversas circunstancias de la vida. Porque así como
la muerte en cruz de Jesús fue la expresión suprema de su amor al Padre, el tomar la
propia cruz es la prueba de la correspondencia a su amistad. Y, por tanto, da paz y
alegría.
Toda amistad supone una libre opción mutua. Jesús nos decía que él ha hecho opción
por nosotros, y sabemos que la ha hecho mucho antes de que nosotros lo
conociéramos. Es él quien nos ha elegido como amigos, para compartir con nosotros
lo que él es. Y esta elección es, también, elección del Padre. Maravillados por tanta
gratuidad y por tanto amor, cabe preguntarse cómo podemos corresponder. Tenemos
la respuesta en el evangelio: a través de una vida de fe confiada y de observar los
mandamientos de Cristo, entre los que se encuentra el del amor fraterno.
Correr para amar a Cristo. Vivir el dinamismo espiritual para compartir la amistad con
Jesucristo y participar de su alegría de resucitado. Este es el programa fundamental
de la vida cristina. Este es el programa de la vida de un monje, que se siente llamado,
por amor, no a ser siervo de Cristo sino amigo suyo. El siervo no sabe lo que hace su
amo, decía Jesús, porque es considerado un ejecutor de órdenes, de las que muy a
menudo no puede comprender ni el significado ni el alcance; el amigo, en cambio,
actúa con conocimiento de causa porque conoce los intenciones del otro y le ama. En
este sentido, toda la vida del monje es obra de amor y de libertad, en el proceso de ir
corriendo espiritualmente cada día para profundizar la relación amistosa con
Jesucristo. Que es, también como decía Jesús en el evangelio, conocimiento íntimo
del Padre del cielo.
La vocación monástica es una llamada particular dentro de la llamada que Jesús hace
a todo el mundo de entrar en relación de amistad con él. Y conlleva, esta vocación
monástica, la misión de anunciar a los demás el amor entrañable de Cristo y del
Padre. Para ello es necesario, como decía Jesús en el Evangelio, la oración confiada.
Una oración que es esencial en la amistad personal con Cristo, en la vivencia del amor
fraterno y en el testimonio. Esta oración es suscitada por el Espíritu Santo en nuestro
interior, pero es necesario que nos la hagamos nuestra.
Hoy damos gracias por los 50 años de profesión monástica del P. Damià Roure
Muntada. Unidos a él, agradecemos el fruto que ha dado su vida de monje tanto en él
como en muchas personas, entre las que se cuenta un buen número de alumnos de
estudios bíblicos. Y pedimos que, por muchos años, ensanchado el corazón, con la
inefable dulzura del amor, corra por el camino de los mandamientos de Dios (cf. RB
Prólogo, 49).
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