Aitor Lajarín «Rumiante»

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Aitor Lajarín
«Rumiante»
2 Jun - 31 Jul
Rumiante
Es bien sabido que desde principios del siglo XX, las vanguardias artísticas dirigieron su mirada a s
í mismas en un intento de ruptura absoluta con la tradición. Esto supuso un claro punto de inflexión que
se transformó en el paradigma de esa nueva forma de entender la creación y suscitó un enorme int
erés por redefinir las posturas que iban a marcar el devenir del arte. Esa disposición a la au
torreflexión caracteriza, como en un distorsionado eco lejano, la pintura de Aitor Lajarín. Pero, ad
emás, el artista busca en el artista las claves sobre las que se cimienta el discurso; el arte se mira a
sí mismo y el pintor hace lo propio, reivindicando también su autonomía.
Bajo el esclarecedor título de Rumiante, Lajarín pretende que el espectador se detenga en signos q
ue pasan habitualmente desapercibidos, casi como aquello que Walter Benjamin denominó “
inconsciente óptico”[1]. Bajo esta perspectiva, su trabajo se enmarca en los límites de la r
epresentabilidad de lo imposible, de la emergencia ya no sólo de mostrar aquello que de algún mo
do parece oculto, sino de tratar de dar una versión íntima y personal del mundo, generando otro al mi
smo tiempo donde experimentar múltiples formas, en la línea de las propuestas del filósofo Nelson Goo
dman. Su pintura no es sólo un testimonio que registra las huellas –como parte material de los ind
icios–, sino una expresión simbólica donde revelar lo que, en principio, no puede ser desvelado. Para
ello se sirve de unos elementos que se repiten de forma obsesiva (escaleras, ventanas, cuerdas,
madera, vasijas, muros de ladrillos o universos), símbolos que ocultan algo misterioso, casi m
ágico, interpretables desde infinidad de ángulos. Concibe insólitos y enigmáticos espacios con un leng
uaje propio, a los que dota una extraña familiaridad al reiterar esos sencillos principios. Estos o
bjetos, lejos de ser azarosos u ornamentales, encierran un simbolismo abierto. Lo que en otras
piezas eran lianas o plantas trepadoras se tornan cuerdas o escaleras, herramientas de ascenso.
La escalera, a este respecto, se convierte en un objeto que refuerza la idea de unión con otro c
ontexto, con otro lugar, lo que posibilita la vivencia de otra realidad, aunque a veces sea una
acción que suscite más frustración. En este sentido, también destacan sus abundantes ventanas; el c
uadro no sólo es una ventana, se incluyen en la pintura, pero no para abrir escenas; sino más bien pa
ra interrumpirlas, para traspasarlas. Sus vanos ofrecen otros muros aún más insalvables, en los qu
e sin embargo cabe una pequeña esperanza, una pequeña ilusión.
La ambivalencia o el juego de contrarios alcanza al propio universo, ese universo inmenso que
enmarca o sirve de fondo a sus composiciones, ese que lucha por ser infinito mientras deja
entrever que quizá se trate únicamente de una superficie horizontal jaspeada, o de una mesa cu
bierta de migas de pan. Su obra persigue lo macro y lo micro a la vez. No se trata de falta de
definición, sino de convicción de que todo es uno. El arte tiene aquí el poder de aludir a grandes int
errogantes partiendo de elementos que simulan ser inofensivos. Esa aparente economía de e
lementos plantea una sencillez fingida, ya que su propuesta apela a lo complejo, al sofisticado
engranaje del funcionamiento del mundo.
Es notable cómo ese juego de opuestos se traslada también a los objetos que completan la mu
estra. Leña es madera disfrazada de madera, madera de tilo que ha sido pintada para fingir que no
lo es, para reforzar una intencionada huida de la honestidad del material. Del mismo modo, Punta
de iceberg
rompe con la ilusión de la representación; el acabado tosco de la pasta de papel sólo nos remite
una inmensa masa de hielo tras conocer el título, y es entonces cuándo el radical cambio de es
calas nos permite entender que la distancia entre la realidad y la ficción es la misma que separa la a
bstracción y la figuración o el detalle y lo absoluto.
El juego, por otra parte, se hace fundamental en todo el proyecto, y es que en lo lúdico se pueden es
conder las reflexiones más profundas. Se identifica así Lajarín como un espécimen del Homo lude
ns que describió Johan Huizinga[2], y además lo hace desde la llamada a lo absurdo que, a todas l
uces, la esencia del humor en la contemporaneidad. Esa falta de sentido de sus escenas no
pretende provocar la carcajada, sino ser un desplazamiento de la racionalidad; una huida mordaz
a través de lo ilógico. No podemos obviar que lo absurdo es la brecha real que está separando la últ
imas generaciones, y que en este sentido Lajarín ha sido un visionario, un adelantado; como buen a
rtista ha sabido verlo venir, él maneja un lenguaje propio de la generación Z, habiendo nacido, no ob
stante, en la década de los 70.
Su pintura es plana, y alardea de esa condición en todos los sentidos. Pero esa planitud siempre e
s atravesada, interrumpida, contradicha. Siempre alejada de lo ornamental, reforzando el aspecto
vivencial y emotivo. A la postre, sus bruscos cambios de perspectiva revelan que las coordenadas
de los ejes x, y o z se han deshecho, rehusando cualquier lógica cartesiana. Y no sólo la pintura es pl
ana, en Cosecha
vemos un árbol que no es un manzano ofreciendo este fruto, que por medio de la pintura es
integrado en una escenografía que termina revelando que todo es estricta uniformidad; decorado.
En definitiva, rumiar es meditar, reflexionar o tramar. Es una tarea sin fin en la que sólo cabe urdir, e
n la que el proceso, la reiteración, es más importante que el resultado o las conclusiones. Y es que es
o es precisamente rumiar; un tipo muy concreto de digestión, de asimilación de las cosas. Es una fo
rma llana de contemplación. El rumiante necesita prolongar el proceso de deglución, reincidir en él. Las
piezas de Aitor Lajarín son una misma obra en diferentes momentos de ese necesario proceso n
utritivo: vital. Por este motivo sus propuestas tienen la virtud de atraparnos, porque son escenas
extremadamente estáticas que sin embargo sabemos que son el resultado de un impulso r
eiterativo, de una acción sosegada pero continua. El autor es el propio rumiante, y sus pinturas s
on los infructuosos intentos de digerir la realidad, de asimilar la existencia, en clave de humor pero
con una seriedad irrefutable.
El pintor que describió Charles Baudelaire buscaba lo que él llamó bien pronto la modernidad, esa cua
lidad de educir lo poético en lo histórico, de advertir lo eterno en lo transitorio. Por eso escribió que “la
modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo
eterno y lo inmutable”[3]
, y es en esta otra fracción se encuentra Lajarín, que a fuerza de repetición extrae las evidencias
del mundo contemporáneo. Si el hombre que andaba a la caza de la modernidad era un solitario d
otado de imaginación activa, que necesitaba viajar a través del gran desierto de hombres, el artista ru
miante aplica una forma de percepción infantil; fresca, aguda y honesta, pero absolutamente a
lejada de la ingenuidad, para explorar formas de imaginación que nos sumerjan en ignotos e
scenarios propios de la posmodernidad. Su lenguaje pictórico y escultórico crea, literalmente, re
alidades.
Parece que a Lajarín le apetece jugar continuamente con el espectador. Sus obras no son en n
ingún caso respuestas, sólo la insistencia en imaginar mundos posible, en formular una y otra vez la
misma pregunta: ¿y si…? Pues bien, seamos formales; juguemos.
Isabel Durante Asensio.
[1] Benjamin, W., Sobre la fotografía, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 28.
[2] Huizinga, G., Homo ludens, Madrid, Alianza Editorial, 1938.
[3] Baudelaire, C., El pintor de la vida moderna, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y
Arquitectos Técnicos, 2007, p. 92.
Ruminant
It is well known how the avant-garde since the beginning of the XX century focused its attention on
itself as an attempt of breaking with the traditional order. This supposed an important turning point
that became the paradigm of this new way of understanding creation. It also generated an
enormous interest on redefining the positions that would lead the way to the evolution of art. That
predisposition to self-reflection, like a distorted distant echo, characterizes Aitor Lajarín’s painting. But
, we also find how the artist searches in the artist himself the clues on which is founded the
discourse; art looks upon itself and the artist does likewise, claiming his autonomy too.
Under the clarifying title Ruminant
, Lajarín wants the viewer to stop in front of signs that are usually unnoticed, similarly to what
Walter Benjamin acknowledged as the “
optical unconscious”. From this perspective the work of the artist falls within the representability
limits of the impossible. Not only on the difficulty of representing what seems hidden, but also in his
attempt to offer an intimate and personal rendition of the world, creating at the same time another
place to experiment with multiple forms- following the ideas of the philosopher Nelson Goodman-.
His work is not only a testimony that registers fingerprints-like the signs sensible part-but a
symbolic expression that reveals what, in principle, cannot be revealed. Therefore, he uses
elements that are repeated in an obsessive way (stairs, windows, strings, wood, pottery, brick walls
or universes), symbols that hide something mysterious, almost magical, and explicable from
countless angles. He creates unimaginable and enigmatic spaces with a unique language, spaces
that he endows with a strange familiarity through the repetition of those principles. Those objects
far from being random or ornamental, they enclose an open symbolism. The liana plants or
climbing plants become ropes, ladders; instruments to ascend. The staircase becomes an object
that strengthens the idea of union with another place, enabling the experience of another reality,
although sometimes it is an action of frustration. In this respect, his many windows are also
notable; the artwork is not only a window, they are included in the painting, but not to open
scenarios but rather to interrupt them, to trespass them.
The ambivalence or the game of opposites grasp the own universe, that vast universe that frames
his compositions, the one that fights to be infinite while he starts to show that maybe it is not more
than a horizontal marbled surface or a table covered with bread crumbs. His work pursues the
macro and the micro at the same time. This is not due to a lack of definition, but from the conviction
that all is one. Art has the power to refer to big questions based on elements that here simulate
being harmless. This apparent economy of elements presents a feigned simplicity because the
artist’s proposal appeals to the complex and sophisticated way the world works.
It is remarkable how this game of opposites is also transferred to the objects that complete the
show. Firewood is wood disguised as wood, linden wood that has been painted in order to pretend
that it is not what it is, to reinforce a decided loss of the material’s truth. Similarly, Tip of the iceberg
breaks the illusion of representation. Only after knowing the title of the work, the rough finishing of
the paper pulp reminds us of a huge mass of ice, and that is when the radical change of scale
allows us to understand that the distance between reality and fiction is the same that separates
abstraction and figuration, or detail and totality. On the other hand, the game concept is a
fundamental piece of the project because in this playfulness deeper reflections can be buried.
Lajarín can be described as a kind of Homo Ludens like Johan Huizinga’s one because of his abs
urdity. This is the essence of humor today. That lack of sense presented in his scenes is not
intended to provoke laughter but to be a transfer from rationality; a biting escape through the
illogical. We cannot ignore that absurdity is the real gap separating the past generations, and in this
sense Lajarín has been a visionary, as a good artist he has managed to see this coming. He uses a l
anguage of the generation Z, having been born, however, in the early 70s.
His painting is flat, and brags about its condition in every possible way. But that flatness is always
crisscrossed, interrupted, contradicted. It is always absent from the ornamental, reinforcing an
experiential and emotional aspect. Ultimately, his sudden changes in perspective reveal that the
coordinates of the x, y or z have been undone, refusing any Cartesian logic. And not only the paint
is flat, in Harvest we find a tree that is not an apple tree offering this fruit, it is through painting that
it is integrated into a stage that ends up revealing that everything is sever uniformity: a setting.
In conclusion, ruminate is to meditate, reflect or scheming. It is an endless task in which we can
only contrive. An action in which the process, the repetition, is as important as the outcome or the
conclusions. And that is precisely to ruminate; a very specific type of digestion, an assimilation of
things. It is a smooth form of contemplation. The ruminate needs to extend the swallowing process,
to repeat it. Aitor Lajarín artworks are the same work at different times of this basic nutritive p
rocess. They are exceptionally static scenes, and because of this his proposals have the power to
trap us. However they are the result of an iterative pulse, a quiet but continuous action. The author
is the proper ruminant, and his paintings are the unsuccessful attempts of digesting reality, of
assimilating the existence, in a humorously way but with undeniable seriousness.
The painter described by Charles Baudelaire was in the search of what he called modernity, this is
the quality of drawing out the poetic from the historical, of discovering the eternal in the transitory.
So he wrote that "modernity is the transitory, the fleeting, and the contingent, the half part of art
who’s other half is the eternal and immutable" and in this other fraction we have Lajarín discovering the
evidences of the contemporary world through means of repetition. If the man pursuing modernity
was a solitary man with an active imagination that needed to travel through the great desert of men,
the ruminant artist counts with a childish perception form (fresh, sharp and honest, but far from
naïveté) exploring ways of imagination that immerse us into the unexplored scenarios of po
stmodernism. Here, literally, the artist’s pictorial and sculptural language creates realities.
It seems that Lajarín continually wants to play with the viewer. His works are never answers; they a
re only the insistence of imagining possible worlds, of formulating the same question once and
again: “What if ...?” Well, let's obey. Let’s play.
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