EL JUEGO DE HOLLYWOOD En el círculo se confunden el principio

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EL JUEGO DE HOLLYWOOD
En el círculo se confunden el principio y el fin.
Heráclito de Efeso
El problema más importante que podría haber tenido “El juego de Hollywood”
(The player. 1992) es que, arrancando con un principio sencillamente magistral y
terminando con uno de los finales más ácidos, sarcásticos y crueles de la historia
del cine; la parte central de la película no hubiera estado a la altura.
Pero Robert Altman, al comienzo de la última década del siglo XX, estaba en
estado de gracia y toda su “The player” es una obra maestra repleta de hallazgos,
matices, homenajes, ironía, crueldad, clarividencia y subjetiva objetividad.
Es un lugar común decir que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad. ¡Y
los veteranos, a veces! Porque, a sus más de 65 años de edad y con una sólida
filmografía a sus espaldas, Altman se pudo dar el lujo de filmar una película a
través de la que soltar todo el vitriolo acumulado contra una industria, la del cine,
que de artística ya tiene poco. Más bien nada.
¿Cómo deciden los estudios qué películas filmar, apenas diez o doce al año, de
las decenas de miles de propuestas que reciben por parte de todo tipo de
escritores, visionarios, productores y demás fauna que pulula por Hollywood y
sus aledaños?
De eso va la película de Altman. Bueno, de eso y de muchas más cosas. Como de
la ambición. Como concepto. La ambición en bruto. Y las ambiciones. Concretas
y determinadas. Obstinadas. Y de los celos. Y de las novísimas fórmulas de
gestión empresarial, del mundo de los altos directivos y las altísimas finanzas, de
los tiburones, tigres, corderitos y demás fauna que reina en los despachos. Y de
los sueños. Sueños cumplidos, rotos o aún por romper y traicionar.
Pero empecemos por el principio.
Para disfrutar en toda su magnificencia del portentoso arranque de “The Player”
conviene ver, antes, el principio de “Sed de mal” (Touch of evil. 1958), de Orson
Welles, posiblemente el cineasta que, junto a John Ford y Alfred Hitchcock, más
ha influido en las siguientes generaciones de cineastas. Como homenaje a una de
las grandes obras maestras de Welles, Robert Altman arranca su película con un
único plano secuencia de ocho minutos de duración que no sólo sirve para
mostrar los títulos de crédito, sino que aprovecha para presentar a todos los
personajes y el espacio en que se va a desarrollar la trama del filme: los
ejecutivos que trabajan de un estudio de cine de Hollywood.
Ocho minutos primorosamente trenzados en que la cámara filma sin parar,
recorriendo 250 metros, entrando y saliendo de despachos y edificios, siguiendo
y abandonando a diferentes personajes de la película y aprovechando para
introducir en la trama el elemento distorsionador que hará arrancar la historia: la
postal amenazadora que recibe Griffin Mill (Tim Robbins), uno de los altos
directivos del estudio, enviada por un guionista anónimo al que, seguramente, no
devolvería una llamada para darle respuesta sobre su trabajo.
A partir de ahí, la película cuenta las
reuniones de trabajo y la vida
doméstica (si tal es posible en
California) de la gente que, en la
década de los 80, convirtió el cine en
una ensalada de músculos, tiros, sexo
y finales felices. Un cine en el que
sólo contaba el éxito en taquilla y en
el que cualquier veleidad artística era
cínicamente despreciada.
Así, cuando los directivos escuchan
una idea para un guión, la pregunta
que inmediatamente hacen es:
-
¿Qué estrella la protagonizará?
De hecho, para felicitar la comprensión de las propuestas y permitir que los
ejecutivos las visualicen de la forma más sencilla posible, sus ayudantes las
resumen en frases plagadas de títulos de películas anteriores y actores famosos,
demostrando que cualquier rapto de originalidad, en Hollywood, es casi
sinónimo de la peste bubónica: hayque replicar clichés que han funcionado, con
levísimas modificaciones, para cosechar un éxito de taquilla. Ejecutivos que, por
supuesto, en su vida han visto un clásico del cine y para los que una película en
blanco y negro es una reliquia de un pasado lejanísimo, muerto y enterrado.
Y así va transcurriendo la vida de Mills. Amenazado por un guionista misterioso
y, a la vez, por un competidor que le puede quitar su puestazo en el estudio.
Entonces, como le ocurría al protagonista de “La hoguera de las vanidades” (¡qué
gran Amo del Universo hubiera sido Robbins!) un estúpido accidente hará que su
vida se convierta en una pesadilla. Como si fuera el protagonista de alguna de sus
propias producciones.
Hasta llegar a un final que, como lo describimos anteriormente, es uno de los
más salvajes y corrosivos de la historia del cine, digno de aparecer en cualquier
antología de Grandes Desenlaces de No Menos Grandes Películas.
Paradojas de la vida: el éxito de “The player” fue brutal y reactivó la filmaría otra
obra maestra, un prodigio de montaje: “Short cuts”, basada en los cuentos de
Robert Carver. Tres horas de puro cine.
Ironías de la vida, ahora: Altman consiguió que decenas y decenas de los actores
más famosos del cine de los ochenta y los noventa se interpretaran a sí mismos
en deliciosos y demoledores cameos. De hecho, el extraordinario final de “El
juego de Hollywood” juega con la iconografía de dos pesos pesados del cine que
aún siguen siendo muy taquilleros: Julia Roberts y Bruce Willis.
En 1994, Altman intentó repetir el éxito de “The player” con “Prêt-à-porter”,
metiendo su afilado bisturí en el mundo de la moda y utilizando de nuevo su
pedigrí para conseguir que las modelos y los modistos del momento se
interpretaran a sí mismos. Y, aunque tiene imágenes muy potentes, el director no
consiguió recrear la atmósfera parisina de las pasarelas de la misma forma que
ese Hollywood que tan bien conocía. En buena parte, por haberlo sufrido en sus
carnes.
Actualmente, la cadena de televisión HBO emite una serie, “El séquito”, sobre el
mundo del cine, más divertida y menos corrosiva que la película de Altman, pero
que muestra igualmente los entresijos del Hollywood contemporáneo y las
grandezas y miserias de sus protagonistas. Con la particularidad de que también
son numerosos los cameos de personalidades del cine que, como James Cameron,
Martin Scorsese, Dennis Hopper o Matt Damon, se interpretan a sí mismos, en
pariciones repletas de buen humor y buen rollo.
¡El cine, infatigable Fábrica de Sueños!
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