Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Maud estaba almorzando en el Ritz con su amigo lord Remarc, subsecretario del
Minis terio de Guerra. Johnny llevaba un chaleco nuevo de color lavanda. Cuando
atacaban el pot aufeu, ella le preguntó:
- ¿De veras está a punto de acabar la guerra?
- Eso piensa todo el mundo -respondió Johnny-. Los alemanes han sufrido sete
cientas mil bajas este año; no pueden seguir.
Maud se preguntó, angustiada, si sería Walter una de aquellas setecientas mil
víctimas. Podía estar muerto, lo sabía, y aquella posibilidad era como una losa fría que
le pesaba en el pecho, en el lugar donde tenía el corazón. No había vuelto a recibir
noticias suyas desde su segunda e idílica luna de miel en Estocolmo. Imaginaba que su
trabajo ya no lo llevaba a países neutrales desde los que poder escribirle cartas. La
terrible verdad era que, segura mente, habría vuelto al campo de batalla para llevar a
cabo la última y definitiva ofensiva de Alemania.
Eran pensamientos morbosos, pero realistas a fin de cuentas. Muchas mujeres habían
perdido a sus seres más queridos: maridos, hermanos, hijos, prometidos… Todos habían
vivido cuatro años en los que esa clase de tragedias sucedían a diario. A esas alturas, era
imposible ser demasiado pesimista: el luto era la norma.
Apartó su plato de caldo a un lado.
- ¿Hay alguna otra razón que avale la esperanza de que la paz esté próxima?
- Sí. Alemania tiene un nuevo canciller, y este le ha escrito al presidente Wilson
proponiéndole un armisticio basado en sus famosos Catorce Puntos.
- ¡Eso sí es esperanzador! ¿Y Wilson ha accedido?
- No. Ha dicho que, antes, Alemania debe retirarse de todos los territorios ocupados.
- ¿Qué piensa nuestro gobierno?
- Lloyd George está furioso. Los alemanes tratan a los estadounidenses como si
fueran sus socios en la alianza… y el presidente Wilson actúa como si pudiesen firmar
la paz sin consultarnos a nosotros.
- ¿E importa eso?
- Me temo que sí. Nuestro gobierno no está necesariamente de acuerdo con los
Catorce Puntos de Wilson.
Maud asintió con la cabeza.
- Supongo que estamos en contra del punto cinco, que aboga por el derecho de los ter
ritorios coloniales a tener voz y voto en su autogobierno.
- Exacto. ¿Qué pasa entonces con Rodesia, Barbados y la In dia? No pueden esperar
de nosotros que pidamos permiso a los nativos antes de civilizarlos. Los
norteamericanos son demasiado liberales. Y estamos completamente en contra del punto
dos, la absoluta libertad de navegación en la paz y en la guerra. La hegemonía británica
se asienta sobre la Ma rina. No habríamos podido doblegar a los alemanes si no
hubiéramos tenido la capacidad de es tablecer un bloqueo sobre su comercio marítimo.
- ¿Y qué opinan los franceses? Johnny sonrió.
- Clemenceau dijo que Wilson estaba tratando de superar al Todopoderoso: «Al
mismísimo Dios solo se le ocurrieron diez puntos», dijo.
- Tengo la impresión de que, en Gran Bretaña, a la mayor parte del pueblo llano le
gust an Wilson y sus puntos.
Johnny asintió con la cabeza.
- Y los jefes de Estado europeos no pueden decirle al presidente de Estados Unidos
que cese en sus intentos de firmar la paz.
Maud tenía tantas ganas de creerlo que se asustó, y se dijo que debía tranquilizarse,
que no debía alegrarse todavía. La vida aún podía depararle una gran decepción.
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