GORDA Mi mujer está gorda. No es simplemente

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GORDA
Mi mujer está gorda. No es simplemente un caso de unos kilitos de más en su
cuerpo rollizo, sino que está verdaderamente obesa. Cuando visitamos a su
familia, los observo a todos tratando de descifrar si su descomunal tamaño
viene de alguna línea genética visible, pero hasta el día de hoy no he visto a
ninguno que se le asemeje en tamaño, ni siquiera un poco.
No siempre fue así. Cuando nos casamos tenía un cuerpecito delgado, con los
huesos marcados debajo de las axilas, unas piernas largas y bronceadas, y su
cuello se levantaba como una torrecita para sostener su rostro que brillaba
como si tuviera luz propia. Me acuerdo que en esa época no le podía quitar las
manos de encima y teníamos mucho sexo atlético y sudoroso. Hace poco
estábamos viendo fotos viejas, de antes de casarnos. En una de un paseo al
río, mi mujer tenía puesto un bikini rojo que me producía celos porque llamaba
mucho la atención de los hombres. Sus tetas se veían bien, paradas y duras, y
la pieza de abajo era un hilo dental que se metía entre sus nalgas para
desaparecer en la oscuridad de su entrepierna. Vimos las fotos con
detenimiento y, mientras sacaba una cuchara repleta de helado de vainilla y
almendras para llevarla a su boca, dijo “En esa época tenía mucho acné. Era
horrible.”
Hace dos años comenzó a comer, exactamente en su cumpleaños número
treinta. Se comió medio pastel de chocolate con caramelo, y luego dijo,
mientras cogía con las dos manos su entonces pequeño balón de estómago,
“quedé llenísima, pero quiero más…”. Desde entonces siempre piensa en
comida. Al cabo de un tiempo, también en las noches atacaba la cocina para
comer “una dosis”, como le decía a los antojos. Pero lo que en un principio fue
una serie de pequeños caprichos gastronómicos de medianoche que se llevaba
a la cama, se transformó en una cena adicional entre la comida y el desayuno,
que se comía sentada en el comedor a las tres de la mañana. A veces, para no
ensuciar la vajilla y tener que lavarla una y otra y otra vez, mi mujer se come
una mezcla de todo lo preparado directamente de la olla en donde cocina, de
modo que con una cuchara basta para consumir todos los alimentos de una
vez.
Mi mujer suda mientras come. Se sienta frente a la olla llena de comida picada
y revuelta, truena los dedos, coge su cuchara con la mano derecha, guarda la
otra bajo la mesa, enfrenta la montaña de comida y se pone a comer. Se mete
las cucharadas colmadas entre la boca a tal velocidad que se alcanzan a ver
los pedazos sin masticar del bocado anterior. Me ha dicho que le preocupa
quedarse sin dientes, pero le contesto que no se preocupe, que tengo un amigo
odontólogo que con gusto le haría una boca nueva con dientes más fuertes.
No sé cuánto ha crecido mi mujer desde que empezó a comer, pero creo que
estamos al borde de una crisis. Hace como un mes estaba yo en la cama
viendo televisión cuando comenzó a hacerme juegos y a tocarme con sus
manazas sobre el pantalón tratando de bajarme la cremallera. Al principio yo no
quería porque estaba algo cansado del trabajo, pero ella estaba como un
animal, mezcla de salvaje y burda carne caliente, con su enormidad
amenazante haciendo sombra sobre mi cama. Fue al clóset y se puso un
pequeño vestido rosa con encajes y un brasiercito negro que traslucía por el
velo sedoso. Se me acercó despacio y me dio un beso en la mejilla y comenzó
a jugar con sus tetas frente a mí. Luego salió un minuto del cuarto y volvió con
una pata de pavo en la mano masticando el mordisco que le había dado. La luz
que entraba por la ventana se reflejó en sus labios grasosos haciendo
destellos. Gotas de aceite caían de la pata al piso y ella las aprovechó para
jugar un poco más untándose grasa en sus gigantescos pezones. Se puso la
pata en la entrepierna como si fuera un pene y me lo mostró levantado hacia el
techo. Comenzó a masturbar lentamente la pata y a subir y bajar su mano
sobre ella. Luego la subió y le dio otro mordisco que, a medio masticar, me
escupió sobre el cuerpo y me dijo que me lo tenía que comer si quería seguir
viendo. Me tocó comerme su pedazo masticado, pero aún tenía algo de sabor.
Rogué para que no me fuera a tocar ponerme debajo de ella. Estaba
preocupado ante un aplastamiento.
Cuando terminamos, ella jadeaba exhausta boca arriba y su carne ocupaba
casi toda la cama. Yo en mi esquina, desnudo, me sentí al borde de la muerte.
Su respiración ocupaba casi todo el aire de la habitación y, como me sentía
algo mareado, le pedí que me dejara abrir la puerta. “Tengo hambre”, dijo. Le
dije, “te voy a preparar algo. Ya verás cómo te va a gustar”. Ella sonrió y me
preguntó si no le había parecido algo extraño lo que hizo con la pata del pavo.
Parecía que estaba preocupada por eso. Yo le dije que la gente en la intimidad
hace cosas así, y que no había de qué preocuparse. “Estoy brava contigo. Es
increíble que no la hayas encontrado.” Yo sabía que me hablaba del incidente,
pero no es fácil encontrar en la penumbra el pliegue exacto en donde está su
vagina. Cuando vio que me había equivocado, amorosamente corrigió el
camino y me llevó hasta donde debería ir. Lo que le molestó más, me dijo, fue
que yo no me hubiera dado cuenta, pero la sensación es prácticamente la
misma. Tengo eso para excusarme.
Ahora su tamaño está hecho de un conjunto balanceado de redondeces y
óvalos. La cabeza parece una protuberancia sobre sus hombros, como si
alguien hubiera metido la mano dentro de su cuerpo y hubiera sacado de sus
entrañas medio melón haciéndole luego un par de rayas para los ojos. Su piel
se agrupa en capas desde el cuello hasta los muslos, una encima de la otra,
como quedan los conos de helado cuando se sirven de una máquina. Cuando
se viste de verde y se pone los aretes grandes que le regalé, parece un árbol
de navidad. Otro día tuve curiosidad de ver si alcanzaba su ombligo. Ella me
retó con una sonrisa y meneó el dedo diciendo "no, no... No eres capaz..."
Claro, como a cualquiera cuando lo retan, no pude resistirme y tuve curiosidad
así que le dije que se quitara el camisón y antes de comenzar la búsqueda, dijo
"yo misma he intentado muchas veces, y nada. ¿Crees que no me baño?" Ella
parecía contenta. Me gusta verla así, de modo que le seguí el juego.
Remangué mi camisa en el brazo derecho hasta el bíceps, puse la punta de
mis dedos en el vórtice del remolino en donde calculaba yo que podría estar su
ombligo y entré. Pensé que podría haber usado algún lubricante, pero ya
estaba hecho. Era como meter la mano entre dos colchones cuando hay diez
personas sobre la cama. En un punto, cuando iba por el codo, sentí temor por
mis huesos, especialmente cuando ella se reía por las cosquillas y se movía de
arriba abajo: ya se sabe que el brazo de una persona puede doblarse sólo
hasta ciertos ángulos. Aunque el sudor me ayudaba a resbalar por los
vericuetos de su piel, estaba muy cansado. Me iba a dar por vencido cuando
toqué algo metálico que identifiqué inmediatamente como una moneda. La
agarré con fuerza y la saqué al exterior después de haber naufragado quién
sabe hace cuanto entre su piel. Se la mostré a mi mujer y se puso feliz. “Uy”,
dijo, “mis cuentas sí estaban mal, después de todo… pensé que alguien me
habría robado. Pero sigue, que esto será plata, pero no es ningún ombligo…”
Yo, la verdad, no quería seguir, pero habiendo encontrado algo me picó la
curiosidad y quise saber qué más podría encontrar entre su inmensidad.
Cuando terminé la exploración mi mujer estaba casi dormida. Yo estaba sin
camisa y sin pantalones, y en ocasiones tenía que tomar aire para meter mi
cabeza dentro de ella porque el brazo no alcanzaba el fondo. Tenía que hacer
fuerza con mis pies sobre la pared para entrar así fuera sólo un centímetro
más. Así estuvimos cerca de una hora, en un mete mano-saca cosas. Al final
había en un montoncito: un pasaporte, una caja con dos donas rancias y
aplastadas, mi reloj de pulsera perdido (sin pila), un llavero, un par de
calzoncillos míos y una bolsa con semillas que no pude identificar.
Seguramente hubiera encontrado más cosas, pero estábamos muy cansados
de modo que me quedé dormido sobre ella. Siempre fue cómodo acostarse
sobre su vientre. Por cierto, nunca encontré el ombligo; ella generalmente tiene
razón.
Hace una semana que no duermo en el cuarto. Ella dice que ha estado
enferma y que prefiere que no entre. Oigo bajar el agua del inodoro unas diez
veces al día, y la televisión está a todo volumen, pero no me dice nada. Le dejo
la olla con su mezcla de comida en la puerta y me pide que me aleje, incluso
que me vaya. Cuando regreso, así haya estado afuera sólo cinco minutos, la
olla está vacía en el mismo sitio en que la dejé. Eso pasa muchas veces
diarias. Ahora no tiene que pedírmelo: simplemente hace sonar una campana y
me pongo a cocinar. En mi trabajo ya no toman más excusas para ausentarme,
pero no soy capaz de dejarla sola y enferma.
Unos días antes de encerrarse, mi mujer me dijo que estaba preocupada
porque nada la saciaba. Su hambre estaba consumiéndola. Ese día volví del
trabajo y la vi sentada en medio de la sala viendo televisión. Estaban dando un
programa sobre la preparación de un cerdo rostizado. Estaba imbuida en el
programa tanto que no me sintió llegar. Le dije “hola” varias veces, pero su
mandíbula se suspendía abierta sobre una de las papadas que le caían del
cuello y de su boca salía un chorro constante de saliva. Como pude, subí una
pierna sobre una de sus rodillas, busqué una saliente de las caderas en dónde
apoyarme, me sostuve de una mano cerca de su cuello y logré balancearme
hasta subir al nivel superior de su cuerpo. Al no ver ninguna reacción con todo
el movimiento, me preocupé y di un último salto hasta sus hombros en donde le
grité al oído “¿QUÉ TE PASA?” y ella se asustó, obviamente, y levantó una
mano hasta su hombro como para espantar un insecto lanzándome al otro lado
de la sala, en donde caí casi inconsciente entre las dos neveras. Al verme
volvió en sí y dio un alarido mientras se me abalanzaba para recogerme. Me
dio un beso en la cabeza que me dejó saliva entre los oídos y me pidió perdón
mil veces en tanto me ponía en medio de sus tetas y se levantaba para
llevarme a hacer una curación de mis heridas. “No es grave”, le decía yo, pero
ella no paraba de pedirme mil perdones por lo que había hecho. Estaba de
verdad arrepentida. Me dijo que si hubiera de matar a todos alguna vez yo
sería el último. Luego se puso a llorar. Traje un vaso para recoger sus lágrimas,
pero se llenaba al poco tiempo y luego decidí ir por un balde que tampoco
sirvió. No quedaba más que mojarme, pero me pareció poético que lloviera
dentro de mi casa, así que me dejé llevar.
Anoche intenté entrar al cuarto. Quise ver cómo estaba y si podía dormir en la
cama, porque estaba cansado del sofá. Traté de abrir pero no pude. Parecía
que hubiera trancado la puerta con algo, posiblemente el armario de la ropa,
así que tomé impulso y me abalancé con todas mis fuerzas y le di una patada
tal que abrí un hoyo en la madera del tamaño de un balón de fútbol. Cuando
quise asomarme al hueco para ver cómo estaba mi mujer, me encontré con
una especie de líquido viscoso y rosado que salía despacio, a la velocidad en
que se mueve la miel dentro de un frasco. Di un paso atrás y comencé a ver
cómo brotaba esa masa con algunos pedazos de pelo, un ojo, una mano que
reconocí porque llevaba la alianza del matrimonio, sus pies, primero uno y a los
cinco minutos el otro, y kilos y kilos de piel imposible de identificar. La puerta
cedió al ímpetu de la carne y se rompió, dejando caer a mi mujer descuajada
sobre el piso. Pensé que estaría muerta, pero unos ruiditos dentro de las capas
de carne llamaron mi atención y comencé a buscar la fuente hasta que levanté
uno de los pliegues en donde encontré su boca que me decía, “tengo hambre…
tengo hambre…” No sé qué voy a hacer con ella. He pensado en dejarla ahí en
la sala, pero me preocupa que comience a tener mal olor y los vecinos puedan
decir algo. Yo seré el marido, pero no le voy a limpiar el culo ni aunque supiera
en dónde está. Por ahora voy a ver si duermo sobre ella hasta que encuentre la
forma de sacarla sin hacerle tanto daño.
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