Parapléjico - La Página del Médico

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AMORES DIFICILES
Carlos Renato Cengarle
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Julian, el paraplejico...
Domingo por la noche. Intersección de Avenida de los Constituyentes y Presidente Arturo
Illía. La ciudad nos ofrece muy pocas opciones para pasear en auto. Una, es degustar
sabrosos panchos, especialidad reconocida de la zona.
Cientos de jóvenes aparecen como por "generación espontánea" en los alrededores de esa
esquina.
- ¿Qué esta pasando, Julián? – le pregunto a mi marido.
- Este es el mundo de las “picadas”, Marianita. Este es el lugar para pasar la
noche a todo motor, con la quinta a fondo... Aquí hay automovilismo en vivo y
en directo con garantía de madrugada adrenalínica a puro vértigo, a pura
emoción... – sus ojos están patéticamente desorbitados, con demasiado
fanatismo. Me limito a sonreír.
Es uno de los tantos epicentros para los amantes de la velocidad desmedida, alocada e
ilegal, solo limitada por las revoluciones que ofrezcan sus motores y que se mezcla
peligrosamente con el tránsito habitual de la zona.
Observo extravagantes máquinas, mientras Julián me las explica detalle por detalle. Autos
particulares modificados para maximizar su rendimiento. Ciclomotores injertados con
piezas que duplican su velocidad original.
Autos, motos y ciclomotores se entremezclan en la avenida como en un carnavalesco
sambodromo. Retumban sus escapes libres, titilan sus cuadros reformados con cromados
que reflejan las luces de la noche y conductores de camperas negras y sin casco, que
desafían la vida en una ruleta rusa, montada sobre dos o cuatro ruedas...
Las competencias se suceden cada diez minutos. Calientan sus cubiertas dando un par de
vueltas en las manzanas aledañas. Luego se agrupan de dos en dos, ya sean autos, motos de
enormes cilindradas o cuatro por cuatro y se acercan al lugar de la partida, desde el cual un
joven de unos veinte años, oficiando de largador, eleva el brazo y lo baja con estudiada
teatralidad, mientras el rugido de los bólidos y el chirriar de los neumáticos hacen la delicia
de trescientas o más personas ubicadas al costado que, sin pagar entrada, apuestan a cuál
será el más rápido.
Un Falcon gris plateado con franjas negras, rojas y amarillas contra un Chevy. Un Torino
celeste como el cielo o un Toyota hecho pedazos por fuera, contra un Peugeot azul
eléctrico, último modelo, corren a más de ciento setenta kilómetros por hora, a las tres
cuadras de partir...
Julián hace una seña levantando el índice a tres muchachos que están en otro auto. Ellos le
responden con dos y él, replica con cuatro. Ellos aceptan...
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Carlos Renato Cengarle
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¿Qué estás haciendo? – le pregunto a Julián, extrañada por la escena.
Nos hicimos una apuesta por cuatrocientos pesos – me responde irreconocible,
mientras acelera y desacelera el motor...
¿Pero qué... vamos a correr nosotros? No Julián, no hagas locuras... yo me
bajo, pará el auto que yo me bajo... ¡basta ya!- le grito a todo pulmón, pero el
estruendo del motor ahoga mis palabras y él no quiere oírme, mientras se lanza
en una desesperada carrera en busca del destino.
Alcanzo a abrocharme el cinturón de seguridad cuando, al girar en la calle Echeverría hacia
la izquierda, dos autos, un taxi primero y luego, un particular, se estrellan contra el costado
derecho y nos hacen dar tumbos y vueltas interminables por el aire...
Golpes, explosiones y ruidos secos, el cinturón que se tensa y aprieta, vidrios que estallan
en un pandemonio que nunca va acabar... y luego nada. Silencio y agradecerle a Dios estar
con vida y prácticamente ilesa...
Lo primero que escucho son decenas de voces que me indignan cuando logro entender bien
que es lo que dicen:
- ¡Qué bueno que estuvo!... Lo vi completo... Hay que jugarle al 308, la patente,
el 308...
Me ayudan a salir de entre los hierros y chapas retorcidas, mientras le pregunto a gritos a
Julián como se siente.
- Bien – me responde con voz de innegable dolor – solamente molesta un poquito
la espalda...
Me contengo, muerdo mis labios y no le largo la frase que pugna por explotar dentro de mí:
“Viste, yo te dije...”. En la ambulancia, el seco ulular de la sirena nos perfora la cabeza y
solo espero despertarme de la horrible pesadilla. No puede ser real...
Julián se fracturó tres vértebras dorsales. Él médico me explica:
- La intervención quirúrgica, tiene como objetivo retirar fragmentos óseos que
comprimen la médula espinal. Está siendo operado por un equipo de cinco
cirujanos. Existe un riesgo muy grande de que cuando las células de la médula
se lesionan, el trabajo de reversión del cuadro sea difícil y demore mucho
tiempo...
“Viste, yo te dije...”. No puedo sacarme la frase de mi mente. Necesito seguir queriéndolo a
Julián. Y ahora más que nunca.
Pasaron las semanas y los meses. Al principio parecía condenado a ver pasar la vida
inmóvil en la cama. La parálisis y el dolor no le permitían desarrollar sus actividades
motoras, por lo que ni siquiera podía sentarse.
Al final, su condena se redujo a permanecer de por vida en una silla de ruedas con la mitad
del cuerpo inmóvil.
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Carlos Renato Cengarle
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Comenzaron a surgir las esperanzas en la rehabilitación.
- Si me dejo estar, la silla me devora - repetía con firmeza, golpeando con sus
puños el asiento con ruedas.
Pero un fin de semana creí que se moría. La cara se le puso rígida, colorada... y se le caían
impiadosas las lágrimas. Era la desesperación y la angustia en su expresión mayor. Sufría
tanta humillación que ya ni se sentía un hombre... Sus compañeros iban al gimnasio, podían
orinar solos, y él andaba con una bolsa a cuestas...
Compartía habitación con un tetrapléjico agudo, que una noche se despertó llorando de
alegría porque podía mover tres dedos de la mano. Esto lo hizo meditar: si él podía mover
todos, debía ser entonces inmensamente más feliz... Desde entonces comenzó a desclavar la
silla de la mente y a ponerla donde siempre debió estar: en su trasero...
Hasta que le tocó bajar al gimnasio. Pensó que iba a ser fácil porque siempre había hecho
deportes, pero le costó horrores...
Yo pasaba toda la semana en el instituto de rehabilitación con él. Y a la noche, sola en mi
departamento, mirando el techo, inundada en llantos, miedos y angustias.
Desde las ocho de la mañana lo ejercitaban. Le enseñaban a vestirse y a moverse en tareas
cotidianas. Con el tiempo comenzó con básquet y natación y en los ratos libres, a jugar
cartas y charlar con sus compañeros.
Había noches en que soñaba estar jugando a la pelota y galopando en un caballo. Cada vez
tomaba más conciencia que no movería nunca más las piernas, y eso lo volvía más y más
desquiciado... aunque se dominaba.
En el instituto estuvo ocho meses y siguió la rehabilitación en casa. A la silla la odiábamos.
Hablábamos de muletas, aunque con ellas solo anduviese a los saltitos... Un día tuvo un
cálculo renal. Rogaba a Dios morir de tan intenso que era su dolor. Pero se repuso.
- En la silla no me voy a quedar- solía gritar como consigna, golpeándola con el
puño.
Salió en silla de ruedas. Estaba muy flaco, le dolía
todo y parecía no entender. Me preguntaba si en un
par de días se le volverían a mover las piernas. Le
expliqué que tenía que hacer rehabilitación. No se
resignaba a terminar en silla de ruedas y lloraba
todo el día...
La rehabilitación en ambulatorio fue muy lenta.
Tenía escaras en los tobillos y en la cola. Aprendió
que cuando se está en silla de ruedas hay que
levantarse con los brazos un minuto cada media
hora, para que circule la sangre. Pensó que era más
fácil, mucho más fácil...
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Carlos Renato Cengarle
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Cuando empezó a pararse en las paralelas, creyó que se acercaba al primer paso... pero eso
lleva mucho, demasiado mucho tiempo. Los cangrejos pierden una pata y al tiempo les sale
otra.
- ¿Por qué Dios no hizo con nosotros algo parecido...?- solía preguntarme.
Le costó acostumbrarse a dormir y comer boca abajo. Sufría y sufríamos... Estuve un mes
curándole las escaras, vomitando a escondidas y en silencio.
Fue sintiendo que algo se le despertaba lentamente, que podía mover algo, que sentía ganas
de ir al baño... para luego darse cuenta que era solo una ilusión. Todo era lucha permanente.
Siempre existía el consuelo de que casos peores habían salido bien...
No queríamos preguntarle a los médicos si podría volver a caminar. Temíamos que nos
dijesen “no”, y sabíamos de gente que caminaba aun con una sola pierna. Si algo de fuerza
recuperaba en una, quizás trabajándola mucho habría algo de esperanzas...
Era cuestión de mucha, de muchísima voluntad. El repetía siempre algo que escuchó de
otro parapléjico: El secreto es tener “Las tres V: Valor, Voluntad y hueVos", y se reía a
carcajadas.
Poco a poco, fuimos readaptándonos a todo... y él, mejor que yo:
- No soy un paralítico, soy un discapacitado. Puedo hacer cosas como los demás.
Ahora estoy bien y eso es suficiente; no voy a esperar caminar, ya no me
importa. No puedo quedarme esperando caminar y sentirme bien al mismo
tiempo... No quiero compasión de nadie.
Juntos aprendimos que en la calle, al que está en silla de ruedas, la gente desconocida se
siente en total libertad de aproximarse y hacerle preguntas personales:
- ¿Cuánto tiempo hace que está en silla de ruedas? – era la más común…
- ¿Y cómo es la vida sexual con él? – era la más común… que me hacían mis
amigas.
- ¿Alguna vez pensó en suicidarse? – era la más común… entre los muchachos
jóvenes.
Ya han pasado ocho años conviviendo con esa maldita silla de ruedas. Siento que tan ilesa
del accidente no salí. Cuando voy caminando sola por las calles, no puedo dejar de buscar
el espacio más amplio entre los autos, como si tuviese que pasar empujándolo a él en la
silla. O de encarar hacia la rampa en vez de la escalera, cuando voy a una Oficina Pública.
En vez de entretenerme en las vidrieras, voy observando cual vereda tiene sus baldosas
menos rotas, o qué esquinas tienen o no, la subida y bajada para inválidos...
Pero lo más insoportable, cuando salgo con él, es no poder pasar desapercibida. Ya no
puedo ser una más entre la gente, y quisiera desaparecer cuando en el cine, en el restaurante
o en el supermercado, nos miran con lástima y nos atiborran de gentilezas, aumentándonos
la sensación de invalidez...
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Carlos Renato Cengarle
El ha luchado, ha vuelto a trabajar, aprendió a tocar guitarra y cada día está un poco
mejor... Hoy, me tiene preparada una sorpresa.
Estoy parada en una esquina y un auto rojo toca la bocina. Es Julián quien me saluda. Me
acerco y lo contemplo, mientras eufórico me explica los detalles: está amarrado a un
asiento diseñado para competición. Las piernas están sujetas con cintas, y la zona lumbar y
dorsal, encorsetadas con una faja ortopédica que le evita las lumbalgias. Dos aros
concéntricos delante y detrás del volante, le sirven de acelerador y freno.
- Al principio era cansador, pero ya me he adaptado y estoy gozando como un
enano – me lo dice, evocándome a un niño con su bicicleta nueva.
Me contengo, muerdo mis labios y no le largo la frase que pugna por explotar dentro de mí:
“¿¡Viste?! ¡Yo te lo dije...!”.
Fin
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