LA ORACIÓN CENTRAL DE LA MISA: LA PLEGARIA EUCARÍSTICA1 La Plegaria Eucarística es la oración más importante de la misa. La dice el sacerdote que preside la celebración, en nombre de toda la comunidad, que le escucha en silencio y le acompaña con sus aclamaciones en los momentos indicados. ¿Qué dice esta oración? ¿Cuál es su contenido? ¿Cuáles son las actitudes que pide de nosotros? Demos gracias al Señor, nuestro Dios Lo primero que hace el sacerdote, en nombre de todos, es alabar a Dios, bendecirle, darle gracias. Es la actitud primera de todo creyente: reconocer el amor de Dios y su continua iniciativa en la Historia de la Salvación. En las diversas Plegarias -y, en concreto, en los diversos prefacios con los que comienzan- le damos gracias por la creación del mundo, o por haber escogido y guiado en todo momento a su Pueblo y, sobre todo, por habernos enviado como Salvador a su Hijo, Cristo Jesús. Por eso, la comunidad, que escucha con atención lo que dice el sacerdote, se le une a la alabanza con su aclamación: “Santo es el Señor…llenos están los cielos y la tierra de tu gloria…Bendito el que viene en nombre del Señor…”. Lo hacemos en unión con los ángeles y los santos, y también como portavoces de toda la creación: “…y con los ángeles y los santos, también nosotros, llenos de alegría, y por nuestra voz las demás creaturas, aclamamos tu nombre cantando: Santo…”. Te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo En la Historia de la Salvación, el momento central y decisivo fue la entrega de Cristo Jesús, en la Cruz, por la salvación de la humanidad. Ese fue el sacrificio verdadero, el mejor que hemos podido ofrecer los hombres a Dios. Un sacrificio que no consistió en la inmolación de unos animales, como se hacía en el Templo de Jerusalén, sino en la ofrenda de la Persona misma de Jesús, de una vez por todas. En la misa no se da un sacrificio nuevo, sino que Jesús, en la Última Cena, nos encargó que celebráramos en la Eucaristía el “memorial” de su sacrificio único. Por eso, nos quiso dejar en el pan y en el vino su “Cuerpo entregado” y su “Sangre derramada”, para que una y otra vez pudiéramos ofrecer ese único sacrificio a Dios y participáramos de él en la comunión. En cada misa celebramos el memorial del sacrificio pascual de Jesús, o sea, de su muerte y resurrección, y lo ofrecemos a Dios. Por eso, oímos cómo el sacerdote dice: “Al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación”. 1 Cf. Centre de Pastoral Litúrgica, Misa Dominical, Nº 8 Año XXXVII, 2005, Barcelona. El “memorial” es, por una parte, recuerdo de la entrega de Jesús hace dos mil años. Es también anuncio de su vida gloriosa, al final de la historia. Y además, conciencia de que hoy se actualiza lo que pasó en la primera Pascua y se anticipa lo que sucederá en la Pascua final. Por eso, nos unimos de nuevo al sacerdote aclamando: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús”. Envía tu Espíritu, Señor… El sacerdote, no sólo alaba a Dios en nombre de todos, y le ofrece de nuevo el sacrifico que Cristo realizó en la cruz, sino que también le invoca para que envíe su Espíritu Santo sobre nuestra celebración. Y lo hace en dos ocasiones, una antes de la “consagración” y otra después. La primera vez pide a Dios que su Espíritu transforme el pan y el vino que hemos aportado en el ofertorio en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Oímos cómo el sacerdote pronuncia con énfasis las palabras que Jesús dijo: “este es mi Cuerpo…esta es mi Sangre”. Pero antes ha pedido al Padre: “Envía tu Espíritu, Señor, para que este pan y este vino sean para nosotros el Cuerpo y la Sangre de Cristo”. El sacerdote invoca otra vez a Dios para que envíe su Espíritu, esta vez sobre nosotros, sobre la comunidad. La finalidad de la Eucaristía no es sólo transformar el pan y el vino, sino a nosotros, a los que vamos a participar en la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo. Por eso el sacerdote pide: “Derrama sobre nosotros el Espíritu del Amor, el Espíritu de tu Hijo, fortalécenos a cuantos nos disponemos a recibir el Cuerpo y Sangre de tu Hijo…que formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”… Es el Espíritu, no nosotros, quien realiza el misterioso cambio que sucede en el pan y el vino. Las palabras de Cristo en la Última Cena -“esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”- se hace realidad una y otra vez en nuestra celebración por obra del Espíritu. Es el Espíritu, no nosotros, quien transforma a la comunidad, quien nos hace sacar fruto de la comunión eucarística y ser en verdad, en medio del mundo, el cuerpo eclesial de Cristo, unido y lleno de vida. Unidos a toda la Iglesia Nuestra Eucaristía es eclesial: la celebramos en comunidad. Nos une a Cristo Jesús, pero también nos une entre nosotros. En la Plegaria el sacerdote expresa de diversos modos: a) Que estamos unidos a los bienaventurados que ya gozan de Dios, a la Virgen y a los ángeles y a los Santos; b) Que estamos unidos a los difuntos, a los que nos sentimos muy unidos; y nombra a los más recientes, o a aquellos por los que se aplica la intención de la misa; c) Que estamos unidos a las comunidades cristianas esparcidas por todo el mundo; y por eso nombra siempre al Papa, centro de unidad de toda la Iglesia, y al obispo de la propia diócesis. Con el Amén final, rubricamos todo lo que el sacerdote ha dicho en nombre de la comunidad, y así, unidos a la Iglesia de la tierra y a la Iglesia del cielo, vamos caminando, animados por el Espíritu y fortalecidos con el don eucarístico de Cristo, intentando construir los cielos nuevos y la tierra nueva que Dios quiere.