“Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la guardan” (Paolo) Carmen ha resaltado la palabra que es también tema de este Congreso: “Bendito el vientre que te ha engendrado” yo les hablaré de la segunda parte del paso de Lucas, que es la respuesta aparentemente dura de Jesús que dice: “Benditos más bien aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la guardan”. Sabemos por episodios del Evangelio que nos hacen ver y cómo lo hacía ver a los discípulos, que cuando se trataba de su madre, Jesús guarda una aparente distancia. Jesús debe hacer su camino en primer lugar, no por el vínculo de sangre, sino por el vínculo de la fe. Y María acepta esto. Entra en una vida de fe dolorosa. Entra en un camino oscuro, donde muchos son los sufrimientos y muchas son las cosas que no comprende. Desearía sufrir cien veces más, para estar siempre al lado, como la madre que lo comparte todo. Incluso cuando se enfrenta a su vida pública, ya que Jesús atiende más a los que le escuchan, que a su propia madre. En el Evangelio, sabemos de episodios que nos lo demuestran. El primero es aquel de la pérdida de Jesús en el templo. Por tres días María y José, angustiadísimos buscan a Jesús, para encontrarlo después de tres días, en alusión quizás a su misterio pascual de muerte y resurrección. María y José por tres días son llenos de angustia y miedo de perderlo para siempre, tenía miedo de que le haya sucedido cualquier cosa y se sienten también un poco responsables y culpables. Lo habían perdido de vista y cuando finalmente lo encuentran, lo encuentran para descubrir haberlo perdido, el delante del padre y la madre que angustiadamente lo buscaban, y le dicen: te hemos buscado angustiadamente, ¿qué cosa haces? Y Jesús a su vez les responde algo así: ¿pero qué cosa hacen ustedes? “no saben que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”, y así José queda excluido, también María queda excluida, a la que Jesús le dice: “¿por qué me buscan?”. Es como decir: ¡No me busquen más!, ¡Déjenme ir!, María entonces comprende que este hijo va a perderse, en el sentido que dejarlo ir, es el único modo de encontrarlo de verdad y que dejarlo ir es al mismo tiempo seguirlo en su misterio de abandono, en el misterio mismo de obediencia, en el misterio mismo de pérdida de sí, y reencontrarlo después al pié de la cruz, en ese momento cuando María acepta nuevamente perderlo. Pero no sólo acepta que muera, sino también acepta el mandato en alusión a Juan que estaba a su lado: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”. Otro episodio es en Caná de Galilea, donde Jesús inicia su ministerio público. Sabemos todos los hechos. ¿Qué escuchó María de Jesús ante su discreto pedido de intervención? ¿Qué quieres de mi, mujer? Probablemente si quisiéramos explicar estas palabras, que suenan un poco duras, mortificantes, hacen parecer que aquellas palabras ponen nuevamente distancia entre Jesús y su Madre. En otro pasaje, Jesús un día mientras predicaba se acercaron su madre y algunos parientes para hablarle. Quizás maría estaba preocupada por su salud, porque justo antes estaba escrito que Jesús no podía ni comer a causa de la multitud. María, la Madre, debe mendigar el derecho de ver al Hijo y hablarle, no hace cola entre la gente, haciendo valer el hecho de ser la madre. Esperó afuera, mientras otros fueron donde Jesús a contarle: “Afuera está tu madre, quien quiere hablarte” La respuesta de Jesús es también en la misma línea que en los otros episodios. “¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?” conocemos lo que sigue de la respuesta (Mc. 3, 33). Luego está el episodio que más nos interesa por ser más cercano al tema de este Congreso y de esta enseñanza. Cuenta el evangelista Lucas que una mujer entre la multitud, hace una exclamación entusiasta a Jesús: “¡Bendito el vientre que te ha engendrado y el seno que te amamantó!” Era uno de esos cumplidos que haría feliz a una mamá; pero María, si estaba presente o si llegó a saberlo, no pudo estar mucho tiempo alegre con estas palabras, porque Jesús de inmediato corrige: “Benditos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc. 11,27-28). La Kenosi de Jesús consiste en el hecho que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó, asumiendo el estado de siervo, pareciendo como un hombre como cualquiera. La Kenosi de María, consiste en el hecho de que en lugar de hacer valer su derecho de madre del Mesías, se deja despojar, pareciendo una mujer como las demás. La actitud de Jesús con su madre, no es de repudio ni de renegar de su madre, porque ella es su primera discípula: María ha escuchado la Palabra de Dios, con tanta plenitud, que en ella esta Palabra se hizo carne. Lo que estuvo diciendo es: “Fíjate que mi madre es grande, no tanto porque me engendró, sino más bien porque es mi discípula; porque escucha mi palabra”. Escúchenla como la escucha ella. La palabra que ella ha escuchado, es la voluntad de Dios que la quiere poner en un lugar al lado del Hijo, no obstante que no siempre comprenda todo lo que conlleva y las consecuencias. Pero este lugar al lado de Jesús, está disponible a todos: depende solamente de la capacidad de escucha y de la acogida de la Palabra de Dios. María es santa y verdaderamente madre, porque no solo ha escuchado la Palabra, sino porque la conserva en su corazón y la pone en práctica y esta es la misión de cada creyente y de cada uno de nosotros este es el camino de obediencia que se aplica a toda la Iglesia. Llevar la Palabra en el corazón, este peso ligero, es una escucha dócil, sin reservas, en cada instante de nuestra vida, sentados en casa o caminando por la calle, cuando nos acostamos y cuando nos levantamos, amando al Señor con todo el corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra fuerza, dejando que Su palabra se convierta en carne también en nosotros y se haga vida, vida para nosotros y para aquellos que se confíen a Dios. Es muy importante escuchar la Palabra de Dios, sea por nuestra vida o por la vida carismática, de la cual es fundamento. Tengamos presente que hemos nacido para esta escucha, para acoger al Señor como Señor de nuestra vida. Y cuando Jesús con tanta solemnidad, pone como fundamento de la ley su señorío, no lo hace solamente porque escuchemos una afirmación, sino porque de este anuncio, sacamos las consecuencias. Y las consecuencias son que cuanto el Señor es y cuánto el Señor hace, debe encontrar en nosotros el reconocimiento, la sumisión y el consentimiento. Este Señor omnipotente y misericordioso es el Señor de todas las cosas. ¿Y cómo crea las cosas? Las crea con la fuerza de su palabra. Dios habla. Dice el Señor: “Sea hecha la luz” y se hizo la luz. Sean hechas las aguas” y se hicieron las aguas. Y así sucesivamente en todo aquello que ha creado. Es el Señor el que habla. Tambien el nada lo escucha. Sus primeras palabras, las dirige a la nada; de la nada él dibuja las cosas, y no escucha a Dios, aunque no haya florecido nada, él lo hace realidad, crea vida. Esto es el Señor. Cuando el Señor dice “Yo soy el Señor”, lo es de verdad, y lo es con tal omnipotencia que todas las cosas le obedecen, incluso antes de ser; están a su entera disposición y armonizan la belleza del Universo, escuchándolo sólo a él. No tienen otra guía, otra voz, otra ley: solo la voz de Dios. El Señor observa la obra de su voz creadora, la encuentra tan hermosa y tan buena. Pero esta creación es muda. Por eso el Señor dice: “Haré al Hombre a mi imagen y semejanza”. E aquí la voz omnipotente del Señor que llama de la nada al hombre, que es hecho a imagen y semejanza Suya porque también Él habla, también Él sabe y conoce y también Él ama. El hombre es la corona de la creación, Dios lo pone en medio de las cosas como imagen de su señorío y de su soberanía. El hombre mira a su alrededor y movido interiormente de una sabiduría que no es la suya, sino del Creador, llama a las cosas por su nombre, las saca del anonimato mudo de la creación. Por la voz, la inteligencia y el corazón del hombre y toda la creación, finalmente responderá a Dios. No es sólo Dios el que habla, Dios habla con el hombre que tiene voz, que tiene capacidad de responder, de comprender, de aceptar. Nosotros estamos llamados por la Palabra de Dios, y nos diferenciamos de otras criaturas por el hecho que estas no la conocen, y el hombre si la conoce. Dios quiere ser escuchado, por esto el Señor se hace Señor. Y esto no para tiranizar nuestra vida, para explotarnos o quitarnos algo. Esto sólo lo hacen los señores terrenales. Dios no es Señor para quitar, sino para dar. No es Señor para empobrecer, sino para enriquecer; no para oprimir, sino para liberar, no para acosar a alguien, sino para extender su infinita alegría en la vida de todos. Por eso grita: “Escúchenme” La historia de la voz de Dios es gloriosa. El rechazo del primer hombre al primer diálogo con Dios no lo ha silenciado: con la fidelidad de su voz llena de verdad, Dios ha perseguido al hombre. Sabemos bien que el hombre está siempre metido en dificultades, dentro del laberinto de sus resistencias y rechazos, es Dios quien siempre lo sigue con su voz que ilumina y salva. Cuántas veces ha Hablado Dios! Ha hablado desde tiempos pasados muchas veces y de diversas formas a los padres, por medio de los profetas (Cf. Eb 1,1). Nuestro Dios siempre tiene algo que decir y no se cansa: habla en la nube del monte santo, a través de visiones o la iluminación de los patriarcas, a través de los profetas, nos guía, nos conduce. Y en estos tiempos, nos habla a través de Jesús – su Palabra hecha carne. Palabra que recoge todo, sabe todo, que hace todo. El Padre lo manda y Él escucha y viene: obedece, y viene a cumplir todo lo que Dios tiene por decir y todo lo que el hombre tiene que hacer. Así Dios finalmente descansa; por fin ha sido escuchado hasta el final. Estamos llamados a escuchar a Dios: esta escucha no es un peso que Él nos impone, es más bien una vocación que nos regala. La vocación de convertirnos en la voz del Universo para glorificarlo, para ser criaturas conscientes que Dios es Dios y que Él es glorioso por la grandeza de sus obras y por la misericordia de sus dones. ¡Señor, haz que nosotros te escuchemos! A primera vista parece fácil, pero no lo es. Porque este es el primer pecado del hombre y será el último del último de los hombres: resistirse a su ley. Pero sabemos que tu Palabra es omnipotente e inagotable, no se detiene delante de nuestra infidelidad ni la sordera de ninguno. Por eso Señor, haz que nos convirtamos en capaces de escucharte. ¿Por qué es tan difícil escuchar a Dios hasta el fin? Es una pregunta que debe interpelarnos y llevarnos a un examen de conciencia: ¿Cual es este misterio que vuelve al hombre sordo delante del Señor? ¿Acaso su Palabra es oscura? ¡No, es la propia luz; no es error, es verdad; no es opresión, es libertad; no es venganza, es amor! ¿Por qué el hombre escucha tan poco y mal?, ¿por qué tiene tanta fatiga de escuchar? Una parte de este misterio es porque también el hombre puede hablar. Hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene voz, habla y se hace escuchar, sabe expresarse y sabe ofrecer; pero también sabe sustituir al Señor. San Juan identifica esta voz del hombre con la soberbia de la vida, con la concupiscencia de los ojos y de la carne. El hombre así se convierte en orgulloso, se siente suficiente, tiene esta necesidad de absoluta autonomía, de súper vanidad, de dominio, de independencia que lo cierra a otras voces que no sean la suya: de aquí su sordera interior, su resistencia. El hombre se escucha a sí mismo, escucha a las criaturas que él ha elegido, más este silencio es reemplazado por el orgullo. Pues nosotros no sentimos Dios porque sentimos las criaturas, porque sentimos nosotros mismos, porque somos llevados fuera por los asuntos, de los hechos, de las circunstancias de la vida, porque todas las cosas se introducen prepotentemente en nuestra existencia con una especie de petulante pretensión: aquel de ser servidas, de ser aceptadas de ser elegidas. Atrapados en esa maraña de relaciones con todas las cosas, nos volvemos distraídos, sumergidos por el ruido de las cosas mismas, mientras la voz de Dios, desaparece, nuestra sordera empieza justamente aquí. Es la voz del mundo la que se opone a la de Dios. El mundo como expresión de la rebelión del pecado del hombre contra Dios. Hay otra voz que contradice ala de Dios más que el pecado del hombre, más que la maldad del mundo, hay alguien más y es el diablo. Hoy está pasado de moda hablar del diablo, sin embargo actúa sin alterarse. La historia del hombre que se rebela a Dios, está estrechamente ligada a la historia ay a la voz del maligno, enemigo de Dios y del hombre. Él es el más grande enemigo de Dios y el más grande aliado del pecado y el mundo. Con María debemos aprender a estar en escucha de la Palabra de Dios. La actitud de María fue la de escucha y obediencia. La escucha de María tiene también las características de adoración. La Madre, no comprendía ni lo sabía todo, pero creía y adoraba. El creer la llevaba a adorar. Hoy nos hemos convertido en devotos de una fe racionalizada, por lo que si no comprendemos, tampoco creemos. Nuestra Madre, se ha nombrado sierva en el creer y en el obedecer: “He aquí la esclava del Señor” Pero, además de escuchar, de adorar, la actitud de María es obedecer: “Que se haga en mi según tu voluntad” (Lc. 1,38). La Madre no se siente dueña de su propia vida, de su futuro, de sus elecciones: reconoce en el Señor un señorío incondicional. María es “sierva en el creer” pero también su fe ha conocido el momento de la oscuridad, ha conocido la noche de la fe. María nos acompaña en este viaje de la vida y si ella ha conocido las noches de la fe, no podemos dejar de pensar en nuestras propias crisis de fe. Debemos saber que no es una desgracia que la Fe conozca la noche; es la experiencia de las noches oscuras la que hace a una fe más iluminada. Y por otra parte, cómo podremos ayudar a nuestros hermanos a creer y esperar si primero nosotros no nos hemos acercado a estos momentos de oscuridad. María es también el modelo de nuestra esperanza. Se trata de un momento en la vida en el que nos nace una fe y una esperanza como la de María. Y esto pasa cuando Dios parece no escuchar más nuestras oraciones, cuando parece que se niega a sí mismo y a sus promesas, cuando nos hace pasar prueba tras prueba y las fuerzas de la oscuridad parecen triunfar sobre todo y todo lo que nos rodea se hace oscuro dentro de nosotros, como se hace oscuro el día “sobre toda la tierra”. Cuando llega esta hora, recuerden la fe de María, y grita también tú: “Padre mío, no te comprendo, pero me confío a ti”. Quizás el Señor nos está pidiendo precisamente el tiempo de sacrificarnos, como Abrahán a nuestro “Isacc” que es la persona, la cosa, el proyecto o la responsabilidad en la Comunidad, aquel servicio en la Iglesia que nos es muy preciado, que Dios mismo un día nos ha confiado, y por el cual hemos trabajado toda la vida. Si pudiésemos comprender esto, sabríamos que esta es la ocasión que Dios nos ofrece para demostrarnos que Él es más preciado que todo, más que sus dones, incluso más que el trabajo que hacemos para Él. Dios probó a María en el Calvario, así como probó a su pueblo en el desierto para ver lo que había en su corazón y en el corazón de María, encontró intacto y quizás más fuerte el “Si” y el “Amén” del día de la Anunciación. Puede el Señor encontrar hoy también en nuestros corazones presurosos a decirle “Si” y “Amén”. María al pié de la cruz de Jesús, es como si continuase repitiendo: “heme aquí Señor, estoy aquí, mi Dios; yo estoy siempre para ti!, humanamente habrían motivos para que María le gritara al Señor “ Me has engañado”!, y salir huyendo del Calvario. En cambio, no huye, más bien permanece “en pié”, en silencio, haciéndose y convirtiéndose de modo especial en mártir de la fe, testimonio supremo de la confianza en Dios. Ella siempre está cerca de nosotros, mientras nosotros nos alejamos de ella. María es nuestra compañera de viaje. Está presente en la vida de cada uno de nosotros, Par esto la ha mandado el Señor. Es peregrina, comparte nuestro andar, nuestro cansancio de vivir, pero tan pronto nuestros pensamientos, nuestros corazones, nuestras oraciones, nuestros deseos, nuestras tristezas, las abrimos a ella, todo cambia, entonces podemos verla, pensarla, amarla, entonces nuestra vida se ilumina. Nuestro caminar con ella, ya no es más un vagabundear, sino un camino de santidad. También por este camino llevaremos el peso de nuestros pecados, llevaremos la tristeza de nuestros miedos y de nuestras angustias, llevaremos también la mentalidad crónica de la duda, de la incredulidad, de la desconfianza que socaba constantemente nuestros días. Todo esto es una lucha de vivir y de superar, pero seguramente tendremos también momentos en los cuales la presencia de María nos consolará, fortalecerá, renovará nuestra vida y nuestra esperanza. Un día Dios dijo a Abrahán: “Por cuanto has hecho, no me has negado a tu hijo, tu único hijo, yo te bendeciré y multiplicaré tu descendencia... te haré padre de una multitud de naciones”. Lo mismo, y mucho más le dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos, Madre de mi Iglesia! En tu nombre serán bendecidas todas las estirpes de la Tierra. Todas las generaciones te llamarán santa. Los Israelitas en los momentos de gran prueba, se recogían a Dios diciendo:” Acuérdate de Abrahán nuestro padre”. Y otras veces decían: “No retires de nosotros tu misericordia, por amor de Abrahán tu amigo”, nosotros ahora podemos decir: No retires de nosotros tu misericordia, por amor a María, tú amiga. María nos conduce en nuestro camino a la plena transformación en Jesús y hacia la santidad. Deseamos contemplarla en su asunción al cielo “en cuerpo y alma”, esto nos hace recordar otra asunción al cielo, aunque ciertamente diferente a la suya: la de Elías. Antes de ver a su maestro y padre desaparecer en un carro de fuego, el joven discípulo Eliseo, le pide: “Dos tercios de tu Espíritu, vengan sobre mí”. (2Re. 2,9). Nosotros osamos obtener mucho más de María, nuestra madre y maestra: que todo tu espíritu, Oh Madre, venga a nosotros! Que tu fe, tu esperanza y tu caridad vengan a nosotros; que tu humildad y simplicidad, vengan a nosotros. ¡Qué tu amor por el Señor, venga a nosotros!. Abramos nuestro corazón a María, y ofrezcámosle lo que llevamos dentro; oremos porque ella nos abra el alma, que expanda su luz, su verdad, su humildad, nos ayude a confesar la necesidad de misericordia y de perdón de Dios , que puede llegar a ser consuelo de vida. A esta Consoladora, María, que ha sido ella misma consolada por Dios, deseamos confiarnos, con toda la realidad en la cual estamos envueltos: nuestras familias, nuestra Comunidad, la sociedad, el mundo del trabajo, de la escuela, de la enfermedad, de la pobreza, de la marginación. Incluso el mundo de la violencia y de los lugares, más amargos y ásperos, todo lo queremos encomendar a la maternidad de María, para que ella ponga en medio un poco de luz. Nos abandonamos al consuelo de esta Madre que nos conoce, que conoce nuestros corazones, que lo escruta y lo conforta con las intercesiónes incesantes de Mamà que la hace potente junto a Dios y lo hace cercano a nosotros como sólo una madre puede hacerlo. Tú Madre Santa, bendice nuestra oración, bendice nuestras penurias y también la alegría de este momento. Bendice todo y a todos. Madre bendita, ¡ayúdanos a escuchar a Jesús y a escucharte a Ti! Ayúdanos a creer que la fe crece más con el silencio pleno de adoración y de obediencia. Ayúdanos María a saber actuar como Tú; a escuchar y acoger en nuestro corazón las palabras de vida eterna, los misterios que salvan. Ayúdanos, Madre nuestra, a imitarte, para lograr comprender mejor a Jesús y dar testimonio de su Evangelio. Madre nuestra, hoy queremos decirte, ¿por qué siendo tú tan grande, hablabas tan poco y nosotros siendo tan pequeños no terminamos nunca de hablar? Haznos comprender, Madre, que se crece como cristiano mucho más escuchando que hablando, mucho más adorando que explicando, mucho más creyendo que viendo. Estos son nuestros deseos que te presentamos oh Madre del Señor, Madre de la escucha, Madre de la fe, haznos similares a Ti porque logramos ser la presencia de consolación y de esperanza en el mundo. Madre Santa, mira a nuestras familias: tienen necesidad de Ti para recuperar la serenidad, para creer en el amor eterno. Mira a nuestros jóvenes, a nuestros niños, a nuestros adolescentes: tienen necesidad de ti. Tantas veces miran a todas partes y no pueden encontrar ojos que les digan algo que los convenza y los fascine. A veces parecen distraídos y en vez de eso son solamente hijos desesperadamente necesitados de amor y de esperanza. Tú madre nuestra que has criado al pequeño Jesús, que por Él te has estremecido, has vivido y consumado tu vida, mira a nuestros jóvenes que son nuestro futuro y nuestra alegría. Hoy, bendícelos, apaciéntalos, hazlos fuertes, consérvalos puros, transfigúralos con los grandes ideales de la vida, con los grandes ideales de la fe. Madre nuestra, haz que nuestra Comunidad y en el mundo entero no hayan más jóvenes perdidos, extraviados, que no hayan más jóvenes que conozcan la tragedia y el drama de la soledad. Se tú su madre, la que los consuele. Madre nuestra, mira a nuestros enfermos: son tantos, te los confiamos, te pedimos intercedas por ellos para obtener la sanación de Jesús, así como estuviste presurosa en Caná de Galilea, haz que Jesús cambie una vez más el agua en vino, que cambie el destino de nuestros hermanos y hermanas que son probados en la enfermedad. Madre Santa, te confiamos a nuestros ancianos: tienen necesidad de ser consolados, tienen necesidad de encontrar hermanos y hermanas más jóvenes que vean en ellos recursos de sabiduría que no pueden ser despreciados. Que vean en ellos posibles patriarcas de un mundo nuevo, donde el amor, la justicia, la paz, encuentran su patria y su gloria. Consuéla también a nosotros, Madre bendita, ponnos dentro del corazón el deseo de Ti, de que nos acompañas en nuestro camino. Te miramos allá arriba y, mirándote allá arriba, sentimos que estás con nosotros, peregrina en un camino que acabará en cielo. Esta es nuestra alegría y nuestra vida. Amén.