Lección 13: El destierro de Babilonia

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Catolicosenlinea2000
Lección 13: El destierro de Babilonia
“Los caminos de Sión están de duelo, porque nadie
acude a las fiestas. Todas sus puertas están
desoladas, gimen sus sacerdotes, sus vírgenes están
afligidas, ¡y qué amargura hay en ella! He Sus
adversarios han prevalecido, sus enemigos están
tranquilos, porque el Señor la ha llenado de
aflicción por sus muchas rebeldías. Sus niños han
partido al cautiverio delante del adversario. La hija
de Sión ha perdido todo su esplendor. Sus príncipes
parecían ciervos que no encuentran donde pastar:
iban caminando sin fuerzas delante del
perseguidor” (Lam. 1, 4-6)
La caída de Jerusalén (587) y la deportación marcan el final de la monarquía israelita. Podría
haberse creído entonces que el tiempo del destierro acabaría destruyendo en los corazones lo
que ya había sido destruido en las instituciones. Podría muy bien suceder que los desterrados
se vieran asimilados sin más a sus vencedores, seducidos por su brillante civilización, y que la
fe en las promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob desaparecerían para siempre en el olvido.
Pero Dios es fiel. Quizá estén ellos lejos de Jerusalén y del templo, pero la energía divina no
conoce fronteras. Con la velocidad del relámpago, su trono se desplaza de un lugar a otro de la
tierra. Dios ve a su pueblo y lo acompaña siempre, en cualquier sitio en que se encuentre; su
realeza por tanto sigue intacta. (Tal es el sentido del prodigioso primer capítulo de Ezequiel,
tan importante, dicen los judíos, que no debería leerlo ningún hombre de menos de 40 años).
De esta realeza continuada se deduce que, en lugar de la decadencia tan esperada, Israel se vio
elevado por una poderosa corriente espiritual que va a conducirlo hasta la madurez definitiva
de su fe.
A esta corriente se le ha dado el nombre de judaísmo, ya que nació de la meditación atenta de
las tradiciones bíblicas recogidas desde hacía dos siglos en Jerusalén, la capital del reino de
Judá.
Es verdad que los deportados tuvieron que abandonar su ciudad y su país, pero en su equipaje
se llevaban su biblia (al menos lo que de ella había por entonces, ya que estaba aún
incompleta). La meditación de estos textos fundacionales es lo que les fue ofreciendo día tras
día la ocasión de enraizar la confianza en su elección. En Babilonia, en el destierro, es donde
las gentes de Judá, los «judíos», empezaron a asumir su papel histórico de pueblo portavoz de
Dios.
Decir que Jesús era un judío es también una manera de recordar que su pensamiento y su obra
tienen su arraigo en aquel ambiente: el del destierro y el del retorno, del que vamos a hablar a
continuación.
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Lección 13: El destierro de Babilonia
I.- Las Lamentaciones
La primera expresión literaria que data de los tiempos del destierro es un grito de dolor. En el
Judá devastado, un poeta medita sobre las ruinas de la ciudad santa. A pesar de la situación
desolada, afirma que los acontecimientos que acaban de suceder tienen un sentido: Jerusalén
ha sido castigada por Dios por sus faltas, pero ese castigo no quiere decir que el Señor se haya
olvidado de su pueblo. Algún día le perdonará y la ciudad de David volverá a florecer.
La obra contiene cinco odas compuestas al estilo de los himnos fúnebres de su tiempo.
Describe en términos conmovedores el drama que se acaba de vivir y el carácter
aparentemente sin esperanzas del momento presente. A través de una confesión de las faltas
cometidas, lanza una llamada al Señor.
Prolongando de una forma nueva el mensaje de Jeremías, estas lamentaciones han sido
muchas veces publicadas con su nombre.
II.- El profeta Ezequiel
Al problema acuciante que plantea el hundimiento de
Judá, el profeta Ezequiel ofrece una respuesta radical:
era menester que el viejo organismo muriera para que
volviera a nacer algo nuevo.
Este sacerdote convertido en profeta había sido
deportado a Babilonia después de la primera invasión
caldea del año 598. Muy pronto se había opuesto a
todos los que seguían esperando todavía que la
rebelión de Sedecías contra Nabucodonosor les traería
una liberación rápida. Había proclamado que la causa
estaba perdida y que el templo mismo no podía ser una
garantía contra el desastre. Había descrito al Señor
abandonando aquel lugar en que se había instalado la
depravación del pueblo; el porvenir dependía en
adelante de la comunidad deportada.
Hablando en nombre del Señor que se le había
revelado, el profeta hace explotar la visión estrecha
nacionalista que todavía dominaba en muchos. Denunciando los delitos del pasado, introduce
una concepción nueva de la responsabilidad moral personal. Con su palabra, y sobre todo con
sus gestos-signos sorprendentes, invita a los deportados a la conversión.
El año 587, la caída definitiva de Jerusalén acaba con las ilusiones que todavía reinaban. A
contracorriente de la ola de desconfianza, Ezequiel se convierte entonces en el cantor de la
esperanza: Dios vendrá a renovar el corazón del hombre dándole su Espíritu. Los que gocen de
su misericordia no podrán menos de reconocer humildemente sus faltas pasadas y cantar la
gloria del Señor. El profeta describe también el castigo de las naciones paganas al final del
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gigantesco combate cósmico que librará contra Gog, rey de Magog, caudillo de las fuerzas del
mal.
Denuncia entonces a los responsables de la derrota: los príncipes y los sacerdotes mismos. Y
anuncia que un día Dios enviará al buen pastor que se pondrá de veras al servicio de las
ovejas.
En aquel tiempo, las instituciones degeneradas dejarán su sitio a instituciones nuevas. En
términos simbólicos, el profeta describe el templo nuevo, en el centro de la Jerusalén
reconstruida. Alrededor de la ciudad volverá a florecer el desierto, y hasta el mar Muerto
volverá a tener vida.
Más que otros muchos, el libro de Ezequiel ha contribuido a modelar el lenguaje del
evangelio: Jesús se presentará especialmente como el buen pastor anunciado. El Apocalipsis
de Juan recogerá las imágenes del profeta para describir la nueva creación que Dios realizará
al final de la historia.
Léase particularmente:

La visión y la misión del profeta (Ez 1-2).

El anuncio de la destrucción de Jerusalén (Ez 4-5).

Reflexiones sobre la responsabilidad moral personal (Ez 18).

Promesas de porvenir (Ez 34; 36; 37).

La nueva Jerusalén (Ez 47, 1-12; 48, 30-35).
III.- El libro de la consolación de Israel (Is. 40-55)
¿Cómo creer todavía en Dios? ¿Cómo esperar en él, cuando todas las representaciones que se
habían dado de él se han venido abajo ante los golpes de la tragedia? A estas cuestiones es a
las que intenta responder un profeta que escribió a finales del destierro. Como su obra es una
prolongación del mensaje de Isaías, se incorporó su escrito a las obras de su lejano predecesor.
Dios no es eso que pensáis, afirma el profeta. Es el Dios del universo entero; la divinidad
caldea que parece triunfar sobre él no es en realidad más que un ídolo, una creación de la
imaginación humana. El verdadero Dios es el que creó el universo entero. Es el señor de la
historia.
Pero he aquí que el oriente vuelve a ponerse en ebullición. Ciro, rey de los persas, amenaza
con sumergir a Caldea, cada vez más en decadencia. Se dice que ese príncipe se muestra más
abierto. ¿Estará cerca la liberación?
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Lección 13: El destierro de Babilonia
Entonces es cuando se levanta el grito jubiloso del profeta: «Consolad a mi pueblo», dice el
Señor. Mañana, Jerusalén volverá a vivir y tornará a ser el centro del mundo. El texto muestra
cómo actuará el Señor a través de Ciro, su enviado, su «mesías»; pero la perspectiva se
ensancha: el profeta vislumbra otro mesías venidero, que no será ya un guerrero, sino un
siervo humilde, que vendrá a renovar desde dentro el orden del mundo. Dará incluso su vida
por la muchedumbre. ¿Quién será ese personaje? Este interrogante se clava desde entonces en
el corazón de la historia de Israel. Se abre una puerta a la esperanza.
Léase en particular:

El anuncio de la liberación y la proclamación de la grandeza del Señor (Is 40-41; 42, 843, 12; 44, 6-45, 25; 48; 49, 8-26; 51, 1-52, 12; 54-55).

Los cantos del siervo (Is 42, l-7; 49, 1-9; 50,4-9; 52, 13-53, 12).
“Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al
sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo
tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con
nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y
humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras
iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas
fuimos sanados” (Is. 53, 3-5)
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