SÉPTIMO DÍA: CON CRISTO SERVIDOR DE LOS POBRES Para ser verdaderas Hijas de la Caridad, hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra. ¿Y qué es lo que hizo principalmente? Después de haber sometido su voluntad obedeciendo a la santísima Virgen y a san José, trabajó continuamente por el prójimo, visitando y curando a los enfermos, instruyendo a los ignorantes para su salvación. ¡Qué felices sois, hijas mías, por haber sido llamadas a una condición tan agradable a Dios! Pero habéis de tener también mucho cuidado en no abusar y en trabajar por perfeccionaros en esta santa condición. Tenéis la dicha de ser las primeras llamadas a este santo ejercicio, vosotras, pobres aldeanas e hijas de artesanos... (SVP, IX, 34). Tened además, hijas mías, la intención de convertiros verdaderamente en Hijas de la Caridad; porque no basta con ser Hijas de la Caridad de nombre. Hay que serlo de verdad (SVP, IX, 64). He ahí la segunda faz de Cristo según Vicente de Paúl: el Servidor. Todos somos llamados a seguirle por la vía de este servicio. El don en su estado puro, radical, actúa en lo cotidiano por un mismo movimiento del corazón: ¡servir al pobre es servir a Dios! Para ello no hay sino mirar al propio Jesucristo. Es el Verbo de Dios encarnado, hombre entre los hombres, que dedica tiempo a la oración, que vive en estado de comunicación permanente con su Padre: «Mi Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Pero es también el que sirve a los hombres día tras día con una entrega sin límites: «Jesús recorría ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35). Jesús está en actitud de servicio, como se lo pide a los suyos en Lc 12,35: «Tened ceñidos los lomos», y llamándonos «servidores», vocablo que sale 76 veces en los cuatro evangelios. Pero su ejemplo culmina con el lavatorio de los pies: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Da el testimonio de quien se abaja a lo ínfimo ante sus inmediatos y se despoja de toda superioridad, de toda pretensión divina, para ponerse en plan de servicio y lavar los pies de sus apóstoles, gesto normalmente reservado al esclavo: Lo que más me ha impresionado de lo que se ha dicho hoy y el último viernes, es lo que se ha indicado sobre nuestro Señor, que era el señor natural de todo el mundo y que se hizo sin embargo el último de todos, el oprobio y abyección de todos los hombres, ocupando siempre el último lugar en cualquier sitio que se encontrase. Quizás creáis, hermanos míos, que un hombre es muy humilde y que se ha rebajado mucho cuando ha ocupado el último lugar. ¿Pues qué? ¿Se humilla un hombre ocupando el lugar de nuestro Señor? Sí, hermanos míos, el lugar de nuestro Señor es el último. El que desea mandar, no puede tener el espíritu de nuestro Señor; este divino Salvador no ha venido al mundo a ser servido, sino a servir a los demás; y esto lo practicó de forma maravillosa, no sólo durante el tiempo que permaneció con sus padres y con las personas a quienes servía para ganarse la vida, sino incluso, como muchos padres han señalado, durante el tiempo que los apóstoles estuvieron con él, sirviéndoles con sus propias manos, lavándoles los pies y haciéndoles descansar de sus fatigas (SVP, XI, 59). El lavatorio de los pies es, nunca lo olvidemos, en la víspera del Calvario, ¡el lugar del supremo don! Vicente captó bien la plenitud del don de Cristo en el mandamiento del amor y de la caridad.(SVP, XI, 331). Si consideramos atentamente ese hermoso cuadro que tenemos ante los ojos, ese admirable original de la humildad, nuestro señor Jesucristo, ¿podríamos acaso dar entrada en nuestras almas a alguna buena opinión de nosotros mismos, viéndonos tan alejados de sus abajamientos prodigiosos … Pidamos a Dios … que nos preserve de semejante ceguera. Pidámosle la gracia de tender siempre a abajarnos (SVP, XI, 274). Arrodillado, Jesús es plenamente Dios … El más alto llega a ser Él mismo cuando es el más bajo. Las Hijas de la Caridad, que van a llamarse y a firmar “indignas siervas de los pobres”, nacerán del abajamiento, lo cual, en la lógica vicenciana, no pasa sin instruir. Existían desde 1618, cuando Vicente da comienzo metódico a las misiones, las Cofradías de la Caridad, esas asociaciones de benévolas señoras. Poco a poco, las damas de la burguesía o de la nobleza tienen dificultad en efectuar por si mismas las funciones más bajas y serviles. En virtud de un reflejo, apelan a sus criadas, pero éstas rehusan. Luisa de Marillac sueña entonces con reclutar mujeres voluntarias y generosas. Pero he ahí que llega providencialmente la primera, una vaquera de Suresnes, Margarita Naseau. No alfabetizada, aprende a leer por si misma y se improvisa como maestra. Se dedica total y alegremente a los enfermos: Su caridad era tan grande que murió por haber hecho dormir en su casa a una pobre muchacha enferma de la peste (SVP,IX, 90). Es el año 1633, cuando Luisa doblega por fin a san Vicente y forma, el 29 de noviembre, el primer seminario de las Hijas de la Caridad en su casa, próxima San Nicolás de Chardonnet. Hacerse servidor en seguimiento de Cristo es de este modo un estado de vida. “Estar al servicio de” conlleva un envolvimiento total y de todo instante. Nunca se está “fuera de servicio”, sino en constante alerta. San Vicente y santa Luisa adoptan por instinto, para sí y para los suyos, esta condición: «La humildad» . Que sea esta nuestra contraseña (SVP, XI, 491). Así, en el pensamiento de Vicente, la Hija de la Caridad no «hace» un servicio a los pobres; «es» la servidora de Cristo en los pobres: Hacéis profesión de dar la vida por el servicio del prójimo, por amor Dios (SVP, IX, 418) Para ella se trata de un estado permanente que san Vicente llama «estado de caridad». En todo tiempo y en todo lugar. Aun enferma y menguada por la vejez, sirve «con pasos cortos», ¡pero sirve! Simplemente conserva el espíritu de toda su vida, hecha de dependencia, de pobreza, den sencillez y, a imagen de María, sierva entre las siervas, que se puso a disposición de su Hijo. Se debió precisamente a tu humildad el que Dios hiciera en ti cosas grandes (SVP, IX, 965) dice con María Vicente. Y justamente recomienda: Si sentís que Dios os invita a esperar esta gracia, recurrid a la santísima Virgen, pidiéndole que os obtenga de su Hijo la gracia de participar de su humildad, que le hizo llamarse esclava del Señor cuando fue elegida para ser madre suya (SVP, IX, 1076-1077). Jesús y María nos remiten a la responsabilidad del servicio. Ser servidores, servidores cualesquiera, ¡aun inútiles! «Ser»: todo estriba sobre esta palabra… Elimina el «hacer» a todo trance, para llevarnos de lo cuantitativo a lo cualitativo, del activismo a la escucha. El vicenciano obedece a su Maestro: Nuestro Señor quiso estar entre los pobres para darnos ejemplo y hagamos lo mismo (SVP, I, 362).