BASILISCO Una formidable detonación atronó en el cielo a media

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BASILISCO
Una formidable detonación atronó en el cielo a media mañana. El rugido de Basilisco
resquebrajó tinajas y aljibes, hizo temblar las casas, arrancó postigos, desprendió tejas y cornisas
y provocó pánico, atropellos y desorden en toda la ciudad. Por doquier aparecían monturas sin
jinete; grupos de soldados precipitándose hacia las murallas; mujeres con el terror dibujado en el
rostro; comerciantes intentando retener frascos de esencias, recipientes de especias y rollos de
seda que amenazaban con desplomarse ante la brutal sacudida. Durante unos minutos, la
actividad en plazas, foros y basílicas se alteró. Todo quedó postergado: las transacciones, los
bandos y las bendiciones. Nadie ignoraba que ese estrépito significaba, inevitablemente, muerte
y desolación en algún punto de la capital. Los artilleros turcos habían disparado una vez más su
gran bombarda. Y cuando eso ocurría, todos los corazones se encogían y se producía, aun entre
el griterío y las carreras, un sobrecogedor silencio.
Traer al monstruo desde Adrianópolis supuso un esfuerzo titánico. Tiraron de él treinta yuntas de
bueyes y centenares de soldados, cuando la pieza, debido a su peso, se hundía en el barro. Un
ejército de peones e ingenieros estudiaba y abría camino al colosal cañón construyendo puentes,
talando árboles y removiendo toneladas de tierra y piedras. Así, cruzó valles, collados, cañadas y
torrentes. Durante cuarenta y dos días, animales y hombres quebraron su espinazo en el
desmedido esfuerzo que supuso situarlo frente a las viejas murallas de Constantinopla. Fraguaron
muchos más, unos setenta, de diferentes calibres y medidas –alguno de los mayores explotaría,
desmembrando a todos sus servidores y provocando enorme confusión en el campo otomano–;
pero ninguno podía compararse al Grande, con sus ocho metros de longitud, sus veinte toneladas
de peso y sus proyectiles de quinientos kilos, que podían ser enviados a más de mil quinientos
metros de distancia.
Jamás el mundo había visto nada semejante.
A Basilisco lo situaron apuntando hacia la gran puerta de San Romano. Construyeron un
terraplén para calzarlo y amortiguar su brutal retroceso. Lo sujetaron con cuerdas y lo rodearon
de una empalizada. Sólo su boca, negra y diabólica, asomaba.
Durante semanas, las avanzadillas turcas se habían aproximado hasta las inmediaciones de la
milenaria Bizancio. La llamada del sultán Mohamed II, Señor de Todos los Creyentes, a la
guerra santa se había extendido como un reguero de pólvora por todo el Oriente Próximo.
Derviches, basibozuks, contingentes balcánicos, mercenarios y parias, la élite de los imbatibles
jenízaros, anatolios, la orgullosa caballería de Hipáis con sus brillantes túnicas, tropas irregulares
y un enjambre de andrajosos, atraídos por la promesa del pillaje y la rapiña, respondieron a la
llamada y se pusieron en marcha. Acudieron desde todos los rincones de la tierra iluminada por
la media luna. Movidos por un espíritu grupal y antiguo como el mundo. Haciendo sonar
panderos, címbalos y trompetas y entonando alabanzas al Dios que es Uno y es Alá.
A un mes de camino de la daga clavada por el sultán sobre el mapa, eran decenas; a semanas de
distancia, centenares; a tan sólo unas jornadas, miles. Ante la soberbia triple muralla terrestre de
la segunda Roma llegarían a ser incontables como las espigas de trigo de un prado inmenso. Los
griegos intentaron frenar su avance resistiendo en las pequeñas ciudades que jalonaban el
camino. Cayeron una tras otra. Sólo Selymvria logró detenerlos, momentáneamente, en su
marcha inexorable.
Constantino Paleólogo Dragases, último emperador de los romanos de Oriente, ordenó cerrar
todas las puertas de la urbe y preparar la destrucción de puentes y accesos. En los muelles del
Cuerno de Oro las tripulaciones de varias galeras y naos de carga aprestaron aparejo y largaron
velas; zarparon con algunos centenares de civiles, atemorizados ante el cariz funesto de la
situación. Después, la guarnición cerró la bocana del puerto con una gruesa cadena.
Tras la partida de las naves, todos los habitantes y defensores de Constantinopla se prepararon
para soportar un asedio prolongado y luchar hasta el fin.
En sus días de máximo esplendor, perdidos ya en el pasado, la ciudad había albergado a más de
medio millón de seres entre sus muros. Cuando Mohamed II decidió apoderarse de la Manzana
Escarlata, eran escasamente cincuenta mil.
Y sólo siete mil soldados para defender más de veintidós kilómetros de almenas.
El segundo día de abril del año del Señor de mil cuatrocientos cincuenta y tres, estando la
semana en deutera, lunes, la vanguardia otomana se situó a la vista de las murallas de Teodosio.
Levantaron una ciudad de tiendas y toldos, pabellones y jaimas. Una ciudad para cien mil
hombres. Tres días más tarde llegó el sultán. Y con él, toda su corte: sus generales, astrónomos,
augures, consejeros y doce mil jenízaros.
libro primero
OTOÑO DE 1452
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