El agua, origen de la vida Félix de Azú Un poco de tierra, algo de agua Vamos a empezar por el final, porque la escena merece música de obertura. No bien abandonan el Arca, Noé y sus hijos proceden a ofrecer sacrificios rituales a YahvéElohim,1 para lo cual asan unos cuantos animales sobre los altares de piedra improvisados. La visión es admirable: en la tierra deshabitada y aún pantanosa se alzan rectas columnas de humo en un paraje desolado, con una vegetación incipiente. Un puñado de hombres y mujeres, lo que queda de la raza humana, levantan sus brazos al cielo. El mundo renace. Este homenaje fue del agrado de la deidad, ya que de inmediato prometió no atacar nunca más la Creación mediante otro diluvio exterminador. Como prueba de que su compromiso iba a ser duradero, dispuso en el firmamento un gigantesco arco de semicírculos coloreados al que llamamos Arco Iris. Ya no habrá más aguas diluviales que exterminen la vida, pues en cuanto aparezca el arco en las nubes yo lo veré y me acordaré de la alianza perpetua entre Yahvé y todo ser vivo. Ésta es la señal de la alianza que he establecido entre yo y toda la vida que existe sobre la tierra (Gn 9:8).2 Así pues, el agua multicolor está en el origen del mundo renacido, de nuestro mundo. No obstante, también había sido, en tanto que diluvio, la causante de su final. Podríamos decir que las aguas son el elemento creativo y destructivo más potente con el que cuenta Yahvé tanto para formar como para destruir el cosmos. Y sin embargo, aunque puede contar con ellas, las aguas no son suyas. Ese sutil elemento no es una criatura del creador, no forma parte de su obra, sino que ya estaba allí antes de que todo comenzara. El agua es, pasmosamente, un elemento previo a la Creación e independiente de ella. Eso no se aprecia en nuestras lecturas bíblicas habituales porque el texto cristiano de la Biblia está muy influido por la tradición platónica. Recuérdese que la 1 a deidad del Génesis se llama en ocasiones lohim, pero también Yahvé, debido a una doble redacción del texto en épocas distintas. 2 Versión de la Biblia de Jerusalén. traducción más fiable de los libros hebreos y arameos es la llamada Septuaginta, es decir, la que llevaron a cabo los judíos de Alejandría al griego del siglo iii a. de C., seguramente la más próxima a un inexistente «original». La aparición de los rollos del mar Muerto en las cuevas de Qumrán puso de manifiesto que la versión griega era la más coincidente con los fragmentos arcaicos de los libros hebreos. Siendo así que los judíos alejandrinos estaban saturados de herencia platónica, la traducción griega tiende a una interpretación metafísica del relato. Las versiones cristianas han seguido, casi sin excepción, la traducción griega. Éste es el motivo por el que las biblias cristianas, con pequeñas variantes, comienzan siempre del mismo modo: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Ese «principio» es un concepto filosófico cuyo origen se encuentra en el demiurgo platónico y tendrá una vida muy larga: a veces aparecerá justificando una creación a partir de la nada, a veces se llamará vacío absoluto, a veces vendrá descrito (por ejemplo en el Big Bang) como lo previo a que surja algo, pero imposible de conocer. En todos los casos, para la teología cristiana antes de la Creación no había nada y Dios crea el mundo ex nihilo. Ésta es la dificultad que nos impide entender cabalmente cómo pudo producirse un Big Bang a partir de una «nada» que es sólo la exigencia retórica del relato, un a priori metafísico. No dice eso el texto hebreo. En la traducción de Edwin M. Good, uno de los mejores expertos del Génesis judío, el narrador dice lo siguiente: When Elohim began to create the sky and the earth…3 [Cuando lohim comenzó a crear el cielo y la tierra…] M í ui Rojo de C t o Radiolarios I - Aulacantha scolymantha, 2011 Acrílico y óleo sobre lienzo, 114 × 114 cm En el instante en que la deidad comienza la Creación, no hace surgir el cosmos de la nada, desde un principio abstracto, sino que forma el mundo con lo que ya había previamente. Esta diferencia es sustancial porque elimina el aspecto más filosófico de la Creación y anula la teología cristiana basada en el conflicto existencial entre el ser y la nada. 3 dwin M. Good. Genesis 1-11: Tales of the Earliest World. Stanford: Stanford niversity Press, 2011. 54 55 El «principio» platónico es tan misterioso que ha tenido descendencia. Una versión aún más metafísica, la de Juan en Patmos, transforma a la deidad creadora en un puro lenguaje divino: «En el principio era el Verbo» (Jn 1:1). Finalmente, Goethe (o más bien Fausto) acabaría por cerrar el círculo cristiano con su «En el principio era la acción», pues, en efecto, si la Creación se lleva a cabo a partir de la nada, entonces lo principal de lo creado no es ni la tierra ni el cielo ni los humanos ni ningún otro elemento aparecido, lo sustancial es el acto mismo, la acción divina que pone en movimiento el cosmos. Y esa acción consiste en un enunciado performativo: «Hágase…», o bien «Sea…». Un enunciado que es una acción. El Verbo, por lo tanto, es el principio imperativo. Compárese con la versión hebrea, la cual inicia la Creación cuando la deidad comienza a formar el cosmos. Enlazando con lo citado más arriba, la traducción de Good continúa: [Cuando Elohim comenzó a crear el cielo y la tierra], la tierra era informe y vacía y la oscuridad cubría el abismo, y el viento de Elohim se deslizaba sobre las aguas. Y Elohim dijo: «Sea la luz». Y la luz fue. Previos a la Creación, por tanto, son la tierra sin forma, la oscuridad que se cierne sobre el abismo, las aguas, y el viento de Elohim (quizá su aliento) que flota sobre las mismas. A la primera divisoria, luz y oscuridad, imprescindible para que algo aparezca y se haga inteligible, le sigue inmediatamente la separación de las aguas: Y dijo Elohim, «Hágase una semiesfera en medio de las aguas que separe aguas y aguas». Y Elohim hizo una semiesfera y así se produjo la división entre las aguas que estaban por debajo de la semiesfera y las que estaban por encima de la semiesfera. Y así fue. Y Elohim llamó Cielo a la semiesfera. M í ui Rojo de C t o Radiolarios II - Thalassicolla pelagica / Arachnosphaera myriacantha, 2012 Óleo sobre lienzo, 114 × 146 cm Muchos son los problemas que presenta el término hebreo para la semiesfera celeste, y ha de tenerse en cuenta que estamos ante una representación plana, no esférica. Good opta por una traducción coloquial: «cuenco invertido», ya que es una superficie sólida, como un casco, lo que aguanta a modo de represa celeste las aguas superiores. En todo caso, véase que el agua se divide en dos mitades, cada una de las cuales tendrá una función específica algo más adelante. Las aguas de arriba son las que acarrean nubes y lluvias; las de abajo forman los mares, los manantiales, lagos y ríos. Ambas han sido un único elemento antes de la Creación y eso les concede una cierta soberanía, como veremos. El primer gesto de la Creación, una vez separada la luz de la oscuridad, por tanto, es la partición de las aguas. Sólo cuando ya ha separado las aguas Yahvé procede a crear la tierra, la cual es secundaria respecto del agua, la tierra es un efecto del agua: Y dijo Elohim: «Que el agua que está bajo el cielo se reúna en un mismo lugar, y aparezca lo seco». Y así fue. Y Elohim llamó a lo seco Tierra, y al agua reunida la llamó Mar. La tierra, por lo tanto, es un resultado de la actividad de las aguas dirigidas por la divinidad. Son las aguas de abajo, al reunirse en un mismo lugar, las que dejan al descubierto lo seco, la tierra.4 Esta preeminencia dota a las aguas de un carácter superior a todo lo demás: jerárquicamente sólo pueden compararse con la luz, el elemento inicial, y están por encima de la tierra, de los seres vivientes que aparecerán en ella e incluso de los humanos, los cuales serán formados justamente mediante un puñado de tierra y un poco de agua. Hay incluso ciertas características del relato que nos permitirían decir que los animales de las aguas no son criaturas de Elohim, sino de las aguas mismas. Elohim ordena que los animales terrestres sean, pero no los peces y los monstruos marinos, los cuales son hijos del agua, sus criaturas. Alguien puede pensar, usando la figuración conceptual de los antropólogos, que ése es fatalmente el cosmos pensado por un pueblo del desierto, gente para quien el agua resulta tan imprescindible que no puede sino imaginarla como algo divino. 4 n un magnífico artículo, Félix uque coincide en parte con esta génesis y en parte difiere de ella. Véase « espachando vacío en verdad», en Heidegger y el arte de verdad. Pamplona: niversidad Pública de Navarra. Cátedra orge teiza, 2005. Es cierto, pero la segunda parte de la historia de las aguas les añade un carácter negativo que las emancipa de cualquier adoración mítica que los hebreos pudieran tener por el mar o por los ríos. Y esta segunda parte es el aspecto destructivo de las aguas, porque el agua es el elemento que da la vida, pero también la muerte. En su primera aparición, las aguas contribuyen a dar forma a una tierra caótica y vacía. Son, junto con la luz, la fuerza más poderosa que utiliza el creador para sus fines. Una vez almacenadas en los surtidores de la tierra, en el mar y en los depósitos celestes, las aguas cumplen una función fertilizadora. Sin embargo, al cabo de pocas generaciones, Elohim comienza a constatar que su creación ha sido un lamentable error. Crea a los animales y pone al humano al cuidado del jardín y las bestias, al este de Edén, pero pronto constata que el humano es un ser defectuoso, incapaz de vivir solo, de modo que se ve en la obligación de inventar a la hembra. No bien se la presenta a Adán, la humana se hace arma de desobediencia y provoca la ruptura del pacto divino al transgredir la prohibición del árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez han comido el fruto del árbol (y por lo tanto han accedido a la ciencia), el creador no tiene más remedio que expulsarles del jardín para evitar que coman del otro árbol, el de la vida, y se conviertan en inmortales. «Porque entonces serían iguales que nosotros», se lamenta Elohim ante su misteriosa corte divina. Pero tras ser arrojados al mundo del trabajo y del parto, su primer hijo inventará el asesi nato. Convertidos en proscritos y vagabundos, los descendientes de Caín tratarán de construir la gran Torre y Elohim deberá intervenir de nuevo, fragmentando la lengua humana, para dispersarlos y debilitarlos. Así sigue la tierra, dice el relato bíblico, «llena de violencia», hasta que las hijas de los cainitas seducen a los misteriosos nefilim (Gn 6:1-4), descritos por el narrador como «hijos de Elohim». Uno de los episodios más enigmáticos del Génesis. En muchas biblias cristianas los traductores usan, para referirse a estos seres, el eufemismo de «gigantes» o «ángeles», pero es indudable que se trata de «hijos de Elohim», es decir, dioses menores, seguramente miembros de la corte divina. Este peculiar suceso, que la Biblia cristiana oscurece cautelosamente, acaba con la paciencia de Elohim. Que sus propios hijos, también divinos, se vean seducidos por las hembras mortales le abre los ojos: su creación ha sido un desastre y debe ser destruida. Para ello, convoca a las aguas para que ejerzan su inmenso potencial. Un solo humano, Noé, de quien se dice que «caminaba con Elohim», encuentra beneplácito a sus ojos y se salvará del diluvio junto con su familia y una selección de animales que están en el origen de «nuestro» mundo, pues no ha habido después ningún desastre absoluto… hasta el día de hoy. El creador mismo, al anunciar a Noé que iba a proceder a esa destrucción, le dio las instrucciones técnicas precisas para que construyera el Arca. Llegado el momento del cataclismo, el texto bíblico incluye dos versos que lo anuncian. Siempre que aparece la versificación, es seguro que estamos ante algo de extrema importancia para el redactor. Los versos dicen: Brotaron las fuentes del gran Thehom y las ventanas del cielo se abrieron (Gn 7:11). M í ui Rojo de C t o Radiolarios III - Dictyosama trigonizon, 2012 Óleo sobre lienzo, 65 × 130 cm El Thehom es el abismo que aparecía al principio de la Creación, sobre el cual se cernían la oscuridad y las aguas. Ahora, de ese abismo brotan los manantiales gigantescos que inundarán la tierra, al tiempo que se abren las esclusas o compuertas del cielo, aquella presa semiesférica que soportaba las aguas superiores. Al precipitarse la colosal catarata sobre los humanos, provoca la asfixia de todos los seres vivientes y de la vegetación que les daba alimento. En unas semanas la Creación había sido arrasada. Que Elohim haga uso de las aguas como fuerza suprema de destrucción está en equilibrio con que sean ellas las que habían dado nacimiento a la tierra y al cielo. Las aguas son como las manos del creador con las que da forma a su obra, pero también las que la deshacen si no sale como es debido. Tengo para mí que nosotros, los modernos, consideramos el fuego la fuerza destructiva por excelencia. Siempre que imaginamos una hecatombe universal la vemos en forma de incendio, como en las explosiones nucleares figuradas por el cine. Sin embargo, para los narradores hebreos la fuerza más potente eran las M í ui Rojo de C t o Radiolarios IV, 2012 Óleo sobre lienzo, 201 × 201 cm aguas, cuya eficacia en tanto que herramienta divina para la destrucción volverá a presentarse cuando el pueblo de Israel cruce el mar Rojo. Si alguien podía haber pensado que las aguas vivificantes, salvíficas y creativas del primer capítulo eran el resultado de una visión idealizada de este elemento, propia de los nómadas del desierto, ahora, en el séptimo capítulo, debe corregir su prejuicio porque esos hijos del desierto apenas si conocieron la capacidad destructiva de las aguas. Quizá alguna inundación del Tigris o del Éufrates durante el exilio mesopotámico, pero poca cosa más. En cambio, la desolación y arrasamiento del fuego era, por así decirlo, su vida cotidiana en el desierto. En consecuencia, la elección de las aguas como elemento supremo de destrucción no responde a ninguna simbología, sino que es una opción libre del narrador. Podemos ahora regresar al comienzo, a la familia de Noé, a los sacrificios en aquel mundo prístino del segundo origen, y entender la figura sublime del Arco Iris en su exacta naturaleza: como signo del pacto inquebrantable entre el creador y los humanos. No habrá ya más destrucción por las aguas, eso es seguro, porque la promesa divina tiene un signo que lo recuerda una y otra vez siempre que hay lluvia y sol, agua y luz. Ahora bien, sobre si habrá destrucción por otros medios, el narrador nada dice. La fascinación universal que produce ese signo, el Arco Iris, se comprende porque es el resultado de la unión de las aguas y la luz, las dos fuerzas más poderosas de la Creación, las que ya estaban en el comienzo. La luz representa el sentido de nuestra vida en su aspecto multicolor, infinitamente variado; las aguas están como potencia que mantiene vivo y suspendido en el cielo el mensaje luminoso de Elohim. Su unión, la fusión de cada gota con cada rayo de luz, trae a nuestro mundo el fenómeno natural más bello de cuantos existen: el que nos permite pensar que nuestra vida tiene sentido y es hermosa, y que la destrucción absoluta nunca se volverá a repetir. No es casual que muchas películas de desastres nucleares acaben con la pareja de supervivientes mirando el Arco Iris sobre un cielo que comienza a despejar, y en el que las nubes van rompiéndose como batallones en retirada. Las bodas del agua y la luz son la celebración más bella de la creación del mundo. 66 67 Félix de Azúa María uisa Rojo de Castro