Libro Anual 2003 Símbolos de la fe La Dinámica de la «professio fidei» Julián A. López Amozurrutia «Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo». (Mt 13,52) Introducción La fe es respuesta personal y eclesial al Dios que se revela. Tal respuesta implica la misteriosa dinámica de interacción entre la gracia divina y la naturaleza humana1. En cuanto personal, la respuesta de fe se articula consecuentemente en las estructuras que constituyen al hombre como persona, es decir, en su corporeidad espiritual, en su inteligencia y voluntad, en su sensibilidad, en su sociabilidad y en su individualidad, en su historicidad y en su dinámica de trascendencia; pero ello ocurre de tal manera que su ser queda involucrado radicalmente en su más intransferible identidad, en la más amplia gama de sus espacios de acción y en su más decisivo horizonte de realización. En cuanto eclesial, la respuesta de fe establece un continuum de testimonios que construyen una tradición viva, orgánica y estructurada, con una poderosa fuerza expansiva a la vez que una clara identidad anclada en su piedra angular. Al involucrar al ser humano en toda su complejidad y riqueza, la fe no puede circunscribirse a un acto íntimo, indiferente de las relaciones que se establecen con los otros seres humanos y con el cosmos. La fe necesariamente se expresa. La expresión de la fe implica el lenguaje – y con él el esfuerzo por su comprensión y la actividad teológica –, el comportamiento – y con él la orientación ética y el compromiso vital con los valores del Reino –, y en general el testimonio íntegro de la propia persona hasta el punto de derramar la sangre, si es necesario, para mantener la propia vida como ofrenda y manifestación veraz de fe. Es por ello que la fe, como matriz unificadora de la existencia humana, no puede ser considerada nunca un acto vacío de sentido, sino que es propiamente una de las expresiones más nobles de la misma humanidad2. Al acto más personal de fe (fides qua creditur) corresponde siempre la articulación de contenidos e implicaciones vitales (fides quæ creditur)3. La fe, en este sentido, ratifica la configuración simbólica y sacramental del ser humano. Libro ISEE 17 8/4/03, 9:58 AM 18 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 La expresión de la fe ha sido siempre tenida por la Iglesia como uno de sus mayores tesoros. No se trata de un pronunciamiento baladí, sino de la más solemne acción que puede realizar el creyente como individuo o la comunidad eclesial: es una verdadera profesión4. Puede asumir diversos rostros: el del mártir que va a ser sacrificado, el del colegio episcopal reunido en Concilio, el del catecúmeno a punto de ser bautizado, el de la asamblea reunida en el Día del Señor; en todo caso, se reconoce como un acto en el que se pone en juego el valor fundamental de la existencia. En la vida de la Iglesia, un lugar particular de la profesión de fe lo tienen los «símbolos de la fe» o «credos». Es mi intención en el presente artículo evidenciar algunos aspectos presentes en estas formulaciones de fe que siguen siendo un válido marco de referencia central para la actividad teológica y la acción pastoral de la Iglesia. 1. El fundamento de la professio fidei La profesión de fe tiene su raíz en la Revelación5. Cristo mismo exige a sus discípulos una confesión pública como requisito para el éxito de la propia vida: «Por todo aquel que se declare (homologései) por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32; cf. par.). El reconocimiento de Cristo ante los hombres es garantía del reconocimiento que Cristo hará de nosotros ante el Padre; tiene, pues, una dimensión soteriológica. Es también la profesión sobre la que se funda la Iglesia (cf. Mt 16,16-19). Mas no se trata de una declaración pasiva, que espera un cuestionamiento para responder, sino de una declaración activa, que está presente en el discípulo como un mecanismo misionero automático de su propia constitución: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19-20). El contacto del discípulo de Cristo con todo hombre reviste la exigencia de hacerlo discípulo («mathéteusate»), integrándolo a la dinámica trinitaria y eclesial por el bautismo y capacitándolo con la instrucción a la vivencia del mandamiento de Cristo. Seguimiento, misión y homología se encuentran vinculados en su origen y en su contenido cristocéntrico y trinitario, origen y contenido que a la vez crean el espacio eclesial como su ámbito natural de desarrollo. La profesión de fe cristológica se convirtió en el elemento distintivo de la comunidad pascual. Acaso su expresión más sintética consistía en la proclamación «Señor Jesús» (1Co 12,3; Flp 2,11), implicado también en el cultual «maranathá» (1Co 16,22; cf. Ap 22,20), cuyo contenido fundamental indica la resurrección de Jesús. Sin embargo, la riqueza de formulaciones que nos presenta el Nuevo Testamento es notable. Tenemos breves proclamaciones histórico-salvíficas (cf. 1Ts 1,10; Rm 8,11), donde incluso se aplica al Padre de Jesucristo el nuevo nombre de «Resucitante» («egeiras»); tenemos títulos que Libro ISEE 18 8/4/03, 9:58 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 19 referidos a Jesús adquieren un contenido original (cf., v.gr., 1Co 12,3; Hch 9,20.22) y que se combinan hasta hacer de la expresión «Señor Jesucristo» un nombre propio (cf. Flp 2,11; Col 3,1; Ef 3,11); tenemos también textos más elaborados (cf. Rm 10,9; 1Co 15,3-4) e incluso himnos o bendiciones especiales (cf. Flp 2,6-11; Ef 2,14-16, 1P 3,18-22; 1Tm 3,16), llegando aún a enriquecer las formulaciones con vocabulario que trascendía el contexto judío (cf. Jn 1,1-18; Hb 1,1-4; Col 1,15-20). Desde el inicio fue claro que la profesión de fe cristológica implicaba una nueva manera de concebir a Dios. Esto quedó expresado por la relación en que se encuentra frecuentemente el reconocimiento del único Dios con el del único Señor Jesucristo en fórmulas binarias (cf. 1,Co 8,6) y, más extendido, en fórmulas ternarias que mencionan también al Espíritu (cf. 2Co 13,13; Rm 1,1-4; Ef 4,4-6; Mt 28,18-20). Este fenómeno del Nuevo Testamento orienta nuestra investigación. Es un hecho que existe un contenido salvífico que ha de ser expresado. Resulta también claro que esta expresión no se encuentra sólo en largas narraciones, como pueden ser los textos de la Pasión y Resurrección para los contenidos cristológicos o las narraciones teofánicas del Bautismo y de la Transfiguración para los contenidos trinitarios. La Iglesia parece vivir la necesidad de contar con fórmulas sintéticas de reconocimiento, que asumen y expresan lo fundamental de la propia fe. No se trata de fórmulas únicas, pero sí de un cierto bagaje común que es capaz de comunicar un mismo contenido, y por lo mismo se convierte en vehículo privilegiado para la expresión directa de la fe por parte del sujeto creyente y de la identificación de los fieles por parte de la comunidad eclesial. La semilla de la proclamación del señorío de Jesús tiene una fuerza expansiva y una organicidad propia. En este contexto resulta interesante destacar un movimiento inductivo y deductivo que se mantendrá en la historia de la Iglesia; por una parte, desde la experiencia apostólica y eclesial de la vivencia de fe se llega a formulaciones que adquieren el nivel de «principios», a la vez que tales principios se convierten en puntos de partida para la explicación y profundización de la fe6. Sobre esta estructura genética de la fe se establece la dinámica de la Tradición. Los Padres de la Iglesia y las antiguas comunidades cristianas desarrollarán fórmulas concisas que expresarán la regula fidei (Ireneo, Tertuliano) caracterizados como un symbolum (Cipriano), en estrecha relación con el bautismo7. Encontramos fórmulas significativas ya en Ignacio de Antioquía8, y un desarrollo de textos ternarios en Justino de Roma9, pero sin duda uno de los pasajes más influyentes proviene de Ireneo de Lyon, en lo que él llama la «pistis» de la Iglesia extendida por todo el mundo, su «kanón tés aletheias»10. Será Tertuliano quien en un marco semejante al de Ireneo hable de una «regula fidei»11, explicitando a la vez el ámbito bautismal del uso de las fórmulas de fe como respuestas12; será, finalmente, Cipriano, quien utiliza en este marco con claridad el término «symbolum»13. Libro ISEE 19 8/4/03, 9:58 AM 20 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 Estos apuntes históricos son testimonio de una práctica litúrgica presente en toda la Iglesia: la del bautismo en referencia al símbolo trinitario. Si bien esta práctica ancla su origen en tiempos bíblicos (cf. Mt 28,19-20), el hecho es que adquiere una relevancia especial, que podemos reconocer tanto por la incorporación en la formación catecumenal de un proceso que incluía la entrega al candidato a recibir los sacramentos de iniciación el texto del Símbolo, que debía memorizar, «hacer suyo», para después repetir antes de ser bautizado, como por el desarrollo de textos de explanatio symboli que refieren la práctica de explicaciones catequéticas o mistagógicas que giraban en torno al Símbolo, siempre en el marco de la iniciación cristiana14. Ejemplos insignes de este género los tenemos en Ambrosio y Cirilo de Jerusalén. Es importante recordar que las fórmulas de profesión de fe no eran únicas. En realidad, cada iglesia local tenía la propia. El mismo texto llamado «Símbolo de los Apóstoles», que terminaría por imponerse como el más célebre de la Iglesia occidental, y que se conserva aún hoy en la liturgia latina, no es sino el Símbolo bautismal desarrollado de la Iglesia de Roma15. Su legendario origen apostólico escondía, con todo, la certeza de que la fe profesada en el bautismo era la misma fe de la Escritura. En Oriente, el lugar preponderante lo asumiría un Símbolo cuya gestación se inicia con el Concilio de Nicea (cf. DzH 125), y que terminaría por volcarse también en la práctica litúrgica occidental, aun cuando en su origen no tenía pretensiones de ser usado en las celebraciones16. Tejido sobre un símbolo bautismal anterior – acaso el de Cesarea –, el Símbolo Niceno tiene algunas peculiaridades que evidencian la centralidad de la profesión de fe en el contexto eclesial y teológico. Podemos dejar de lado los incidentes históricos, y las dificultades posteriores de su recepción. Por una parte, conviene destacar que es la fórmula de fe de una asamblea episcopal. Su elaboración no depende de la práctica bautismal, ni será utilizado en principio como Símbolo bautismal; quiere, en cambio, ser respuesta a una situación de fracturas eclesiales cuyo origen depende de una herejía ampliamente difundida en el cristianismo antiguo: el arrianismo. La búsqueda de la unidad y la paz entre iglesias y pastores no podía sacrificar la verdad de la fe profesada, y ello impulsaba a clarificar y hacer pública la conciencia de las verdades incluidas en el acto de fe. Su elaboración no pretendía que fuera utilizado en la liturgia, ni que sustituyera los Símbolos locales: quería convertirse en un punto de referencia estable para todos, en el que se pudieran reconocer unidos y a la vez en el que la verdad profesada quedara expresada con claridad. Por otra parte, este Símbolo es piedra de edificación del dogma en la Iglesia. En él, por primera vez se utiliza un término que no está presente en la Escritura para hablar de las verdades de la Escritura: «homousios», para declarar contra los arrianos la verdadera divinidad del Hijo. Este paso es crucial en el desarrollo de la comprensión de la fe. Por lo general, se reconocía como garante de ortodoxia la referencia a la Escritura. Libro ISEE 20 8/4/03, 9:58 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 21 Aún en contextos culturales diversos, los textos escriturísticos daban autoridad a las argumentaciones en torno a la verdad de la fe. Los Símbolos eran de alguna manera el compendio de la recta fe, lo que había que reconocer como fundamental para asegurar la aceptación correcta de la fe en Jesucristo. Hasta ahora, en medio de su diversidad, los Símbolos mantenían un lenguaje bíblico o muy cercano a la Escritura. Sin embargo, la lectura equivocada de los textos bíblicos daba pie a que ciertas posiciones sobre la verdad de la fe que la Iglesia terminaba por reconocer como erróneas pretendían tener su fundamento en la misma Escritura. La herejía ha argumentado siempre desde la misma Escritura: de ahí su fuerza y su peligro. En el período preniceno, nadie como Arrio había acudido al Nuevo Testamento para argumentar la creaturalidad del Verbo. Contra él, y no sin dificultades, la formulación del «homousios» como término aseguraba mantener la recta interpretación de la Escritura. Era un término no bíblico asumido para realizar una lectura correcta de la Biblia, para realizar la afirmación de un contenido de verdad presente en la Escritura. Una explicación superficial y con frecuencia ideologizada de estos eventos quiere encontrar en ellos la indicación de una helenización del cristianismo que significaría la perversión de su mensaje. En realidad, el cristianismo desde su origen se mueve en el entorno cultural helénico. Con el «homousios», el entorno helénico le da elementos no para diluirse en él, sino para mantener su identidad dentro de él. En el Concilio I de Constantinopla, el Símbolo Niceno es ampliado (cf. DzH 150); su texto será reconocido como vinculante en el Concilio de Calcedonia. También este paso nos presenta interesantes elementos de reflexión. Nos concentramos en uno. La cuestión debatida es ahora, fundamentalmente, la divinidad del Espíritu Santo, negada por los macedonianos. El genio de los Capadocios permitirá realizar la afirmación clara de la divinidad del Espíritu, acudiendo ahora a un lenguaje que se fija en la acción del Espíritu y en la práctica litúrgica de la Iglesia. El hombre es bautizado en el nombre del Espíritu Santo, y a Él se atribuye la acción santificadora, divinizadora, que se realiza en el hombre. Si el Espíritu no fuera Dios, no podría divinizar al hombre. Por lo tanto, hay que afirmar la divinidad del Espíritu, su ser «Señor» y «Vivificador», y acentuar la correcta atribución de darle el mismo honor y gloria debidos al Padre y al Hijo. Debemos destacar la originalidad de la argumentación seguida y del lenguaje en el que se plasma. No se acude a un fundamentalismo escriturístico, ni se crean neologismos ni se asumen palabras ajenas a la vida cotidiana de los cristianos; al contrario, se constata la práctica vivida como ordinaria en la Iglesia, la que todos reconocen espontáneamente como adecuada, y se obtienen las conclusiones de la vida misma, que reconocen coherente con el organismo eclesial y doctrinal. Como ya hemos dicho, los Símbolos conciliares, a diferencia de los Símbolos bautismales de las iglesias locales, no pretendían ser utilizados en la Liturgia. Podemos dejar de lado cómo el Símbolo Nicenoconstantinopolitano llegó a Roma, pasando por Hispania, Inglaterra y la corte de Aquisgrán, para ser incorporado a la Liturgia; podemos Libro ISEE 21 8/4/03, 9:58 AM 22 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 también dejar a un lado la discusión en torno al «Filioque», añadido en Occidente al símbolo oriental. Baste indicar el lugar prioritario que terminaron por asumir en la vida eclesial, al menos de Occidente, tanto el Símbolo de los Apóstoles como el Nicenoconst antinopolitano. Se trata de textos breves pero de una considerable densidad, que no solo integran verdades de fe, sino que testimonian discusiones en la historia y diversidad de modos para enfrentarlas y resolverlas. Otro texto merece ser mencionado, por haber sido considerado Símbolo durante mucho tiempo: el llamado «Quicumque» o «Símbolo Atanasiano»17. Si bien de un género diverso a los otros, es también una síntesis, aunque más extendida y de un vocabulario elaborado en clave más metafísica que histórico-salvífica. También llegó a ser incorporado a la liturgia latina, y es un notable ejemplo de equilibrio en la expresión del misterio trinitario y cristológico. El camino de la Iglesia ha terminado por privilegiar ciertas expresiones de fe. Estas expresiones se han acuñado como el resultado de un proceso en muchas ocasiones doloroso y dramático, no homogéneo pero sí integral, que testifica la conciencia de la Iglesia de su deber de profesar la fe. 2. El acto de fe expresado por la profesión y su contenido La profesión de fe utilizando Símbolos nos revela la constitución del acto de la fe. Podemos hablar así de la dinámica de la profesión de fe que se estructura en Símbolos. Mencionemos a continuación algunos de los aspectos del acto de fe que se pueden evidenciar a partir de los Símbolos de fe. Acto teologal. En primer lugar, el acto de fe se refiere a Dios. Para el hombre, ello significa que introduce en su vida un horizonte divino. Más adelante profundizaremos sobre el contenido teológico presente en los Símbolos. Aquí destacamos la caracterización teologal del acto presente en la misma expresión lingüística de los Símbolos: «Creo/ creemos en» («Pisteuo/pisteuomen eis»; «credo/credimus in»). La Teología ha explicado con Agustín el acto de la fe como un «credere Deum», «credere Deo» y «credere in Deum», es decir, como un creer en Dios, creerle a Dios y dirigir la propia persona hacia Dios. Es interesante destacar que el Símbolo utiliza en su expresión toda la fuerza de la preposición «en» («eis», «in»), rigiendo en griego y latín el acusativo. Con ello se indica el acto de fe en su aspecto más personal e intenso. Se trata de la adhesión personal al Dios vivo, el acto de entrega de confianza, el movimiento hacia Dios que implica todo el dinamismo espiritual del sujeto en una permanente superación de sí mismo, tendiendo hacia Dios. Esto nos indica que el acto de fe vivido en la profesión hace que quien vive en la fe no viva para sí, sino que ponga el centro y el horizonte pleno de su vida en Dios. Es, así, una fe esencialmente Libro ISEE 22 8/4/03, 9:58 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 23 trascendente, que saca al hombre de sí, para llevarlo en sí más allá de sí mismo. En este sentido, al involucrar al hombre en su totalidad y al dirigirse a Dios como horizonte definitivo del hombre, la fe teologal incluye necesariamente un carácter de unicidad: tiene que ser única, dirigirse al único Dios, al único que merece adoración, al único al que se puede rendir la obediencia de la fe, la total entrega del propio ser sin traicionar la propia dignidad. Acto personal. Otro aspecto del acto de la fe expresado en el Símbolo es su carácter personal. Resulta evidente sobre todo en el uso bautismal y litúrgico de la formulación en primera persona del singular: «Creo». Todos los elementos constitutivos de la persona quedan implicados en tal formulación: el propio intelecto y voluntad, los propios sentimientos, el carácter y el temperamento, la historia, la eduación; en una palabra, la persona misma en su centro integrador. La profesión de fe es uno de los actos que involucra con mayor radicalidad a la persona. En este sentido, es un acto llamado a ser ejercicio de conciencia y libertad; esto ocurre aún referido a los niños, en cuyo nombre se realiza la profesión de fe cuando se les bautiza, el carácter personal exige la orientación de tal conciencia y libertad hacia el ejercicio maduro a través de la formación cristiana. Pero además, es un acto que tiene una fuerza unificadora y transformadora singular. En efecto, no sólo integra el complejo espectro de elementos presentes en la propia existencia por su carácter de totalidad y definitividad descrito ya al definirlo como acto teologal, sino que también es un principio de transformación de la propia existencia, al cualificarla internamente con el permanente novum de la vida sobrenatural. Acto eclesial: Por otra parte, la dinámica eclesial del acto de fe queda patente en la formulación utilizada por el Símbolo en su composición conciliar: «Creemos». Se trata de un pronunciamiento episcopal común, en donde se indica no sólo el consenso de las distintas personas que lo emiten, sino también y sobre todo la comunión implicada en la declaración. Con ello se muestra que la Iglesia es el sujeto de la profesión de fe. Incluso la confesión personal, el «creo» se realiza en el marco eclesial, en el que el individuo concreto se ubica como el ámbito natural de la expresión de su propia fe. Como acto eclesial, sin embargo, el Símbolo incluye otro aspecto: la realidad misma de la Ekklesía, de la asamblea convocada, es objeto de la profesión de fe. Ya autores como Tertuliano habían urgido incluir la mención de la Iglesia en el Símbolo. Es cierto que no corresponde a la fe en la Iglesia de modo directo el carácter teologal indicado antes. No se dice «creo in Ecclesiam», sino «credo Ecclesiam», de modo que la estructura del Símbolo incorpora en realidad a la Iglesia al interno de la profesión de fe en el Espíritu. Cabe así señalar la peculiaridad de la Iglesia como «misterio», lúcidamente expuesta por el Concilio Vaticano II. A la vez, la Iglesia como sujeto de profesión, en la realización de su acto de fe, convierte al Símbolo en testimonio de la fe que profesa tanto al interno de sus miembros visibles – cohesionándolos – como al externo de ellos – expandiéndose –, en la dinámica misionera propia de la fe. Libro ISEE 23 8/4/03, 9:59 AM 24 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 Acto vital: El acto de fe realizado en la profesión es un acto vital. Con ello queremos decir, en principio, que es un acto en el que se pone en juego a la persona en el sentido radical de su existencia. Ello se realiza también en cuanto refleja la condición vital del ser humano: la fe, como la vida, es a la vez una realidad dada y una responsabilidad personal. Ello lo podemos reconocer en la práctica catecumenal de las entregas, que incluían la entrega del Símbolo, gesto que mantiene su actualidad en la Iniciación Cristiana de Adultos. Al igual que la Oración dominical, el Símbolo se entrega al candidato para que lo memorice y asimile, de modo que pueda repetirlo como expresión de su propia fe en el momento de recibir el Bautismo. La vida de gracia, y con ello la fe teologal, se representa como un don que, a través de la mediación sacramental de la Iglesia, la persona puede asumir y luego profesar. El contenido del acto de fe profesado en Símbolos. Los Símbolos de la fe ponen en evidencia que la fe no es un acto ciego o informe. La fides quæ cualifica intrínsecamente la fides qua, y ello a través de la mediación específica, eficaz e insustituible de la Revelación divina, de la cual Cristo es «plenitud»18. Si bien el modo de presentar las verdades de fe en los Símbolos ha cambiado a lo largo de la historia, también es cierto que ha terminado por establecerse un esquema que manifiesta el contenido fundamental del acto de la fe: es una fe teológica, cristológica, trinitaria y cristocéntrica. Afirma, en primer lugar, la existencia del único Dios19. A este Dios se le reconoce a la vez como Uno y Trino. Ahora bien, la intimidad de Dios es conocida solamente a través de Cristo, por la Encarnación del Verbo de Dios, de modo que podemos hablar de un cristocentrismo teológico. Así, el contenido fundamental del Símbolo consiste en la realidad del Dios trinitario y la realidad de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por la salvación de los hombres. Podemos decir que estas dos realidades constituyen el eje dogmático de toda la profesión de fe eclesial. Destaca en este marco que, al hablar de Cristo, la economía salvífica sea descrita con rasgos históricos y narrativos, con la peculiaridad anamnética. Respecto a Cristo, se habla claramente de dos polos: la Encarnación y el Misterio Pascual, ejes también de la disposición de la Iglesia en su Año Litúrgico. Ahora bien, la profesión de fe mantiene, en su contenido, el valor soteriológico y escatológico que hemos indicado desde la exigencia de Cristo de la confesión de Cristo delante de los hombres. El éxito definitivo de la propia vida depende de esa homología. Esta conciencia se expresa de diversas maneras: en el Nicenoconstantinopolitano se describe la economía cristiana como realizada «por nosotros los hombres y por nuestra salvación»; el Atanasiano recuerda en sus primeras y últimas palabras: «Quicumque vult salvus esse, ante omniam opus est, ut teneat catholicam fidem»; «Hæc est fides catholica: quam nisi quisque fideliter firmiterque crediderit, salvus esse non poterit». Ahora bien, alguien puede preguntar por qué no se encuentran otros elementos propios de la fe de la Iglesia en el Símbolo. Por ejemplo, la presencia de María es mínima, y no se aluden los dogmas marianos; el septenario sacramental y la Eucaristía - ¡fuente y culmen de la vida cristiana! – ni siquiera se insinúan. Por una parte, podríamos decir que son aspectos que se encuentran al menos implícitamente en Libro ISEE 24 8/4/03, 9:59 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 25 la indicación de la Trinidad y de la Encarnación; por otra parte, podríamos recordar que los misterios trinitario y cristológico ocupan el centro de la «jerarquía de las verdades» de fe. En este sentido, podríamos recordar una vez más, por ejemplo, cómo el lugar de la Iglesia como objeto de fe, el «credo Ecclesiam», se encuentra en realidad al interno de la profesión estrictamente teológica del «credo in Spiritum Sanctum». Pero podríamos observar también que las formulaciones de los Símbolos han señalado aspectos que hoy nos podrían parecer de importancia secundaria; por ejemplo, la afirmación de que el Reino de Cristo «no tendrá fin», como se marcó en el Constantinopolitano contra Marcelo de Ancira en su interpretación de 1Co 15,24; o bien, en el Apostólico, el «descendió a los infiernos» que tantas explicaciones requiere para no sonar francamente mitológico. Pues bien, en realidad esto nos hace ver otro aspecto de los mismos Símbolos. Ha quedado claro que expresan el centro de la fe y la eficacia soteriológica de la profesión. Sin embargo, el Símbolo también rescata a nuestra conciencia actual el pertenecer a una historia concreta, que ha tenido momentos específicos con inquietudes propias, y que heredamos esa historia como parte del propio patrimonio. La fórmula tiene, así, el peso completo de una Tradición rica y fecunda. El valor definitivo, de plenitud, que incluye los elementos centrales de la fe pero también el caminar de la historia, es expresado por la ratificación litúrgica de la profesión de fe: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo, nuestro Señor». Fuerza integradora del Símbolo y unidad de la fe. En varios niveles hemos insinuado ya la fuerza integradora de los Símbolos. Podríamos aún profundizar más esta idea. El acto de fe es integrador de la persona y de la comunidad. Pero tendremos que decir, además, que el mismo acto personal es el acto eclesial. El Símbolo nos manifiesta que la fe no es una creación subjetiva, sino que incorpora al sujeto creyente desde sus propias características personales en la fe común. El mismo acto personal es el acto eclesial de la profesión de fe. Si esto se realiza, digámoslo así, en el nivel horizontal del hombre y de la Iglesia, corresponde también a la unidad trinitaria del acto de fe. El Símbolo no expresa un conjunto de partes que se suman, sino el único acto de fe. Un solo acto de fe se dirige al Padre y al Hijo y al Espíritu santo o, si se quiere, al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. De la misma manera que el hecho de dar gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu no significa que se rindan tres actos de gloria, sino un único acto de gloria a las tres divinas personas, de la misma manera el acto de fe no es triple, sino trinitario, en la Unidad de la Trinidad. La lógica interna del acto de fe, de la vida cristiana y de la reflexión sobre ella es esencialmente trinitaria. Por último, también los Símbolos nos permiten reconocer la unidad del acto de fe en la pluralidad de expresiones existentes. A pesar de la existencia de Símbolos variados, no se trata de expresiones espontáneas y volátiles, sino de expresiones que han logrado consolidarse en la Tradición como válidos instrumentos para profesar la única fe de la Iglesia. Ello se refleja también en la variedad del origen de sus formulaciones (bíblicas, filosóficas, litúrgicas, teológicas, de práctica local o afinidad cultural) y de sus usos (bautismal, eucarístico, catequético, eclesial, jurídico). Libro ISEE 25 8/4/03, 9:59 AM 26 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 3. La profesión de fe en su expresión lingüística Ya hemos indicado que el desarrollo histórico de la formulación de los Símbolos, que se cristalizó de hecho en el período patrístico, fue paralelo al desarrollo teológico sobre su contenido, y en él se articuló como articulación privilegiada una columna vertebral que se volvió más o menos estable: la expresión de una fórmula trinitaria al interno de la cual se inserta el apartado cristológico. Si es verdad que no se trata de un camino único, si hay que reconocer, con todo, que terminó por imponerse. Detengámonos ahora brevemente en la cuestión de la expresión lingüística de la profesión de fe. Se trata de un problema de sorprendente actualidad, tal vez suscitado por la inflación lingüística de la filosofía de nuestro tiempo, que en el fondo responde a un cierto escepticismo oculto. En el período inmediatamente posterior al Concilio Vaticano II, ocupó la atención teológica y pastoral el tema de las «nuevas formulaciones de la fe» y, eventualmente, de las «nuevas interpretaciones de la fe». La discusión, en realidad, no condujo a ningún fruto real, acaso porque no se planteó del modo correcto. Sin embargo, la pregunta de entonces sigue abierta: ¿Es posible plantear nuevos Símbolos de la fe? ¿Es prudente hacerlo? Sin entrar de lleno a la problemática, que en realidad es más compleja de cuanto pudiera parecer, hagamos algunas consideraciones basados en el itinerario histórico y en los puntos teológicos sobre el acto de fe y su contenido que hamos realizado. En primer lugar, conviene recordar que los elementos que han quedado plasmados en los Símbolos se reconocen como verdad definitiva. Al indicar su historia, ha quedado claro que ha existido una pluralidad de expresiones de la misma fe. Sin embargo, también ha quedado claro que en todo momento se ha visto como necesaria la posibilidad de que unas y otras fórmulas diversas pudieran reconocerse mutuamente. Que una Iglesia local utilizara una fórmula no significaba que no reconociera a las otras. Ya señalamos también que en ese mismo recorrido se favoreció siempre el lenguaje de la Biblia, pero ello no impidió que se innovara el lenguaje con tal de defender un contenido. Así, se ha incorporado al lenguaje bíblico el lenguaje filosófico y el lenguaje litúrgico. Se trata, pues, de un fenómeno complejo, pero radicalmente abierto, no cerrado. Sin embargo, tal apertura corresponde a un organismo que integra elementos para mantenerse en vida, no de una amalgama arbitraria y desarticulada. En este sentido, podemos reconocer con Newman entre los principios del desarrollo dogmático una «preservación del tipo»20. A esta idea me parece oportuno añadir la consideración de la matriz cultural judeohelénica como la «lengua madre» al interno de la cual se generan los rasgos fundamentales de la expresión de la fe21. Toda nueva expresión de la fe debe guardar la continuidad fundamental con los elementos de los que brota. No se trata en ningún caso de buscar la novedad por el valor de la novedad misma, sino por fidelidad al tesoro de la fe que se porta en las vasijas de barro de las propias expresiones lingüísticas. Dos ejemplos sobre este problema me parecen iluminadores. El primero es el de las «Fórmulas breves de la fe» sugeridas por Karl Rahner en su Curso fundamental sobre la fe. Libro ISEE 26 8/4/03, 9:59 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 27 Se trata, sin duda, de fórmulas muy sugestivas, pero difícilmente comprensibles fuera del marco de su muy personal sistema teológico. Citemos su «breve fórmula teológica»: «El hacia dónde inabarcable de la trascendencia humana, que se realiza existencial y originariamente, no sólo en forma teorética o conceptual, se llama Dios; este Dios se comunica existencialmente e históricamente al hombre como su propia consumación en el amor indulgente. La cumbre escatológica de la comunicación histórica de Dios mismo, cima en la que ésta queda revelada como irreversiblemente victoriosa, se llama Jesucristo»22. Quien sigue el lenguaje y la argumentación rahneriana, es capaz de adherirse con emoción a semejante frase. Pero ¿podemos pedir a la comunidad que reconozca ahí su Credo? El caso contrario lo constituyen aquellos cantos que pretendían ser Símbolos, y que llegaron en general a vanalizar – aunque, claro, no todos – el vocabulario y el sentido de las expresiones con las que se reconoce la Trinidad que merece adoración y el Jesucristo que se reconoce como único salvador. El «Dios Arquitecto e Ingeniero» que quiso sustituir al Dios Creador terminó, por supuesto, por pasar con la moda, sin dejar mayor huella en la conciencia eclesial. Otro peligro sobre las formulaciones de fe lo constituyen algunas expresiones ecuménicas, voluntariamente ambiguas. Generar expresiones que pudieran ser aceptadas por las diversas comunidades de fe, para que pudieran ver retratada su doctrina en ellas, se puede considerar un válido esfuerzo ecuménico. Pero esto no significa que haya que elaborar, por falsos irenismos, textos que digan todo y que a la vez no digan nada, en los que quepa toda interpretación. Esto es distinto a las diversas interpretaciones o explicaciones teológicas válidas de un misterio. La inconciliabilidad y la contradicción es un extremo al que no pueden llegar las fórmulas de fe. La expresión ambigua es un mal servicio a la búsqueda de la verdad que, como hemos visto, es esencial en el acto de fe mismo. En pocas palabras, el compromiso expresado en toda profesión de fe debe ser el compromiso con la verdad de fe, y ha de buscarse para ello un lenguaje digno y claro. En este sentido, es factible buscar expresiones diversas a las existentes para decir lo mismo de modo más accesible, pero aún esto debe favorecer el lenguaje mismo que es parte de la Tradición. Es factible también incorporar elementos a los que estén más de acuerdo con la sensibilidad del hombre de hoy, y que formen de alguna manera parte del mismo depósito de la fe. Por ejemplo, se podría acentuar la teología ecológica presente en la doctrina del Dios Creador, o evidenciar las alusiones a la dignidad humana presentes en el dogma de la Encarnación y de la Ascensión. También sería posible, si se diera el caso de nuevas verdades de fe reconocidas por la totalidad del sensus fidelium o declaradas por el Magisterio inefable de la Iglesia, incorporarlas a la profesión de fe23. En todo caso, existen algunos criterios tanto para la elaboración de eventuales nuevas fórmulas de fe a partir de la enseñanza de las antiguas que podemos evidenciar: Libro ISEE 27 8/4/03, 9:59 AM 28 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 • El acto de fe expresado en la fórmula breve no se refiere a la fórmula sino a la realidad personal significada en la misma. Con ello rescatamos un principio fundamental presente ya en la teología tomista: «Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem»24. • Siempre será conveniente favorecer el lenguaje bíblico y de la Tradición, que forma el patrimonio de la comunidad de fe y que es, como hemos dicho, su lengua materna. En este sentido es necesario reconsiderar y valorar la fuerza de la matriz cultural judeo-helénica en que surge el cristianismo. • La posibilidad e incluso necesidad de utilizar patrones culturales ajenos a la matriz judeo-helénica en las expresiones de fe no debe llegar al punto de que la comunidad universal no pueda reconocerse en expresiones distintas. Los Símbolos son, finalmente, expresiones eclesiales. 4. Los contextos de la profesión de fe Para concluir, indiquemos algunos puntos sobre los contextos en los que se ve comprometida hoy la profesión de fe, y en los que los Símbolos de la fe siguen siendo un valioso indicativo. 4.1 Contexto eclesial La Iglesia, comunidad de fe, sigue dependiendo de la profesión fundamental en el señorío del Resucitado, y sigue llamada a dar testimoio de Él. En este sentido, es un hecho que los Símbolos de la fe mantienen su vigencia como expresión de su profesión. Ello ocurre en varios niveles: a nivel litúrgico, se prescribe la proclamación de la fe en el Bautismo y en la Eucaristía; a nivel catequético, el mismo Catecismo de la Iglesia Católica ha vuelto a poner como columna vertebral de su primera parte el Símbolo de la fe; más aún, ha tejido el Símbolo Nicenoconstantinopolitano con el Apostólico, en un equilibrio notable25. Jurídicamente, se prevé la profesión pública de fe con el Símbolo en la aceptación de diversos ministerios eclesiásticos. Tal vez convenga dar mayor realce al valor de estos actos. En todo caso, queda claro que los textos de los Símbolos tienen un valor de identidad eclesial y cristiana que pueden fomentar el sentido de pertenencia y de comunión a la Iglesia de Cristo. En este sentido, el recurso a la Profesión de fe en la pastoral eclesial queda indicado como un elemento fecundo y central. El uso prescrito en la Liturgia puede ampliarse y potenciarse más en otros campos de la acción eclesial, como la Catequesis Libro ISEE 28 8/4/03, 9:59 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 29 y la predicación, o explicitar su vinculación con la caridad y con la proyección de esperanza de la vida cristiana. No es de desdeñar incluso la posibilidad efectiva de utilizar como punto de partida los textos ya existentes para tomarlos como eje en la acción pastoral. Esto tiene sn sí una enorme carga de posibilidades evangelizadoras. También el diálogo ecuménico sigue teniendo en los Símbolos un espacio propio de desarrollo. Incluso ante las cuestiones suscitadas por la religiosidad popular, el Símbolo es un nexo viable entre expresiones de fe y su contenido revelado y profesado. De hecho, a todos estos contextos ha sido sensible el desarrollo del Símbolo, y mantiene por lo mismo su vigencia. 4.2 Contexto teológico También la reflexión sobre el acto y contenido de la fe, la fides quærens intellectum, tiene en el Símbolo un oportuno punto de referencia. Ya hemos indicado cómo los ejes dogmáticos de la Trinidad y la Encarnación salvífica del Verbo están presentes en el Símbolo. Podemos decir que en general la racionalidad teológica sigue teniendo sus ramas pendiendo del tronco de la profesión de fe. Aún a nivel orgánico, es posible reconocer las especialidades teológicas a partir de la profesión. Ello no quita, además, la misma reflexión teológica sobre el Credo26. Por una parte, los Símbolos de la fe nos dan testimonio del desarrollo teológico y dogmático, del modo como la fe ha crecido y se ha profundizado, especialmente en el período patrístico, y también de cómo ante las herejías, especialmente, se fue logrando la claridad en la formulación de la propia fe. El mismo desarrollo histórico de los Símbolos nos permite descubrir una doble línea de proyección teológica y pastoral sobre los Símbolos: 1) Línea de desarrollo, es decir, de creación de nuevos Símbolos que permitieron, desde el germen de la proclamación «Jesús, Señor» hasta la elaboración más compleja de los textos posteriores, perfilar el contenido de la propia fe para poderlo comunicar y declarar públicamente. En este sentido, por ejemplo, Oriente «desarrolló» el Símbolo Niceno en Constantinopla y Occidnete lo siguió desarrollando con la inclusión del «Filioque». 2) Línea de conservación, es decir, el hecho de mantener una misma fórmula invariable junto con una serie de explicaciones que permitieran explicar, en distintos contextos, su contenido. En este sentido, por ejemplo, el Símbolo Apostólico ha mantenido bastante fielmente su formulación, si acaso cambiando la fórmula inicial de cuestionario a una fórmula declaratoria, pero con los mismos contenidos y expresiones, que podían ser utilizados para las explanationes a los nuevos fieles. La historia de la Iglesia conoce, pues, tanto la costumbre de crear y desarrollar Símbolos como la de conservarlos. Cada una de estas líneas posee un valor teológico. En efecto, la línea de desarrollo señala la capacidad creativa de la comunidad de fe en Libro ISEE 29 8/4/03, 9:59 AM 30 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 su respuesta al Dios revelado y la necesidad de adaptarse a nuevas situaciones, lo cual implica a la vez la posibilidad de un crecimiento en el conocimento de la fe. La línea de conservación refleja con claridad la fidelidad de la misma comunidad al mensaje del que no puede disponer arbitrariamente. Tanto en su línea de desarrollo como en su línea de conservación, es un hecho que los Símbolos – y la Teología – han de salvar: 1) El fundamento de la profesión de fe como una confesión personal. 2) El recurso a fórmulas breves de fe, con las cuales la comunidad pueda reconocerse a sí misma y que incluyan el contenido fundamental de la fe cristiana. 3) La garantía de una fidelidad al contenido íntegro del mensaje, sin parcializaciones, reducciones ni instrumentalizaciones. 4) La posibilidad de profundizar desde cada eslabón que se ha logrado engarzar en la Traditio el conocimiento de tal contenido. Desde este marco teológico que la historia de los Símbolos aporta a la conciencia teológica, podemos explicitar aún más la relación entre la profesión de fe y la racionalidad teológica. Se trata de principios teológicos fundamentales de la profesión de fe27. El primero de ellos, su principio fundamental es el «principio Revelación». Con él queremos decir que todo el saber teológico, al igual que la profesión de fe, tiene su fuente, su norma y su criterio en el hecho de la libre autocomunicación de Dios al hombre en Jesucristo. Ello significa que la estructura de la Revelación tiene a Cristo como referente indispensable del acto de fe. La unicidad y unidad de Cristo (el Christus unus, en su carácter irrepetible de universale concretum), la integridad de su misterio (el Christus totus), la validez de su mensaje y de su transmisión en la Iglesia (el Christus verus), la eficacia de su acción salvífica (el Christus bonus) y la continuidad histórica de su figura que expresa en el tiempo a la divinidad y trasciende así desde dentro a la misma historia (el Christus pulcher), son todos aspectos del único misterio redentor, en el que se concentra la eficacia salvífica que se busca alcanzar con la profesión de fe. Los siguientes son principios que se derivan de tal verdad fundamental. En primer lugar, tenemos el principio de continuidad: la fe que los Símbolos buscan expresar es el mismo contenido presente en la Escritura, cuyo testimonio histórico se encuentra en un verdadero hilo conductor de testimonios personales y de acción eclesial. La variedad de culturas y de situaciones pueden crear una verdadera discontinuidad entre algunas expresiones, pero en cuanto el hilo conductor de la Tradición está constituido por un verdadero organismo en el que crece y se desarrolla la misma fe y la misma gracia, podemos hablar también de un principio de identidad. En este sentido, y refiriéndonos a los Símbolos de la fe, hemos dicho ya antes que la comunidad de fe debe ser capaz de reconocerse a sí misma en la expresión de fe. Tal identidad en la transmisión se deriva de la continuidad eclesial y se vincula, al mismo tiempo, a ciertas prácticas de pertenencia. El hecho de que la Revelación se haya verificado providencialmente en un espacio y tiempo determinados, nos lleva a reconocer también un principio de encarnación, que convierte ciertas expresiones Libro ISEE 30 8/4/03, 9:59 AM Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 31 culturales en referentes indispensables de tal identidad, a la vez que exige en el encuentro con nuevas culturas el diálogo evangelizador fecundo, capaz de comunicar adecuadamente el mensaje portado. Podemos hablar también de un principio de desarrollo, precisamente en cuanto el organismo crece y se orienta «hacia la verdad completa» (cf. Jn 16,13). Hemos de señalar también un principio de totalidad, en el sentido de que el acto de fe no acepta parcializaciones o reducciones, sino que ha de asumir en toda su complejidad los elementos implicados en el acto de fe. En este sentido, los Símbolos de la fe tratan de integrar en un solo texto las verdades centrales que implican toda la riqueza de la economía salvífica. Ante los escepticismos modernos, podemos hablar también del valor de las expresiones y de la posibilidad de mantener su uso. En este sentido, existe un verdadero principio de comunicabilidad, que reconoce, por encima de las contextualizaciones históricas y de los eventuales equívocos y errores de lectura, una asertividad en el conocimiento de la fe, que es precisamente necesario para que la profesión de fe se pueda articular como un Symbolum28. Ante las diferencias personales entre los hombre por herencia y educación o las diferencias culturales entre las diversas sociedades, los aspectos comunes entre los seres humanos son siempre mayores y suficientes para establecer relaciones, reconocer la propia ubicación cultural y enriquecerla. Por último, la estructura simbólica de las formulaciones vinculantes de fe, en cuanto anamnética, indicativa y prognóstica de la verdad salvífica, nos permite hablar de un princpio de sacramentalidad en la racionalidad teológica, presente también en los Símbolos29. 4.3 Contexto pastoral en la cultura actual Por último, podemos hacer alguna indicación sobre el desempeño de la acción pastoral de la Iglesia iluminada por los principios implicados en los Símbolos de la fe. Si bien podemos señalar en este sentido elementos más coyunturales que estables, ello nos muestra el carácter oportuno del recurso al Símbolo en la situación actual. El dominio de la mercadotecnia en nuestra cultura nos ha hecho recordar la ventaja de formulaciones sencillas, como slogans, que prestan un útil servicio a la identificación de las personas con ciertas realidades y su sentido de pertenencia. Por utilitarista que esto pueda parecer, en realidad forma parte de la misma práctica sacramental y pastoral de la varias veces centenaria experiencia eclesial, precisamente en los Símbolos de la fe. Es posible que los Símbolos nos permitan rescatar la unidad y la identidad eclesial en la postmoderna cultura del fragmento. Si la Teología ha encontrado en el horizonte cultural multiforme un reto enorme, también en esto los Símbolos, con toda su sencillez, adquieren un valor y una eficacia singulares. Incluso de cara a teologías o acciones eclesiales que se quieren presentar como «locales», el Símbolo presta a la unidad eclesial un servicio insustituíble, recordándo que «ser Iglesia aquí» o «hacer teología aquí» no es nunca perder el horizonte y el sentido de pertenencia a la Iglesia católica. Libro ISEE 31 8/4/03, 9:59 AM 32 Símbolos de la fe. La Dinámica de la «professio fidei» Libro Anual 2003 El Símbolo puede prestar también un fecundo servicio a la Iglesia que navega en un tiempo de mentalidad pragmática, utilitarista y hedonista. En las tendencias, por ejemplo, a desencajar la acción pastoral de la reflexión teológica, bajo el pretexto de que la ciencia nos aleja de la realidad, el Símbolo nos invita a un equilibrio en la profesión de fe: la Teología, como toda acción eclesial y como toda persona que desee vivir plenamente su fe cristiana, ha de mantener su dependencia de la radical novedad de la Revelación (auditus fidei), la cual se dirige a hombres conscientes y libres (intellectus fidei) e implica la totalidad del compromiso cristiano en la caridad (industria fidei). Así, el Símbolo nos recuerda que la fe profesada implica a toda la persona, y evita con ello la tentación de suponer una fe dirigida al orden cognoscitivo humano, pero también evita un sentimentalismo religioso que deja la vida de fe en el orden afectivo como un viento sin brújula. Contra los inmediatismos de nuestro tiempo y su cultura del instante, el Símbolo nos recuerda que la profesión de fe no es una respuesta espontanea inmediata y puramente actual, sino que se ancla en una Tradición viva y sólida, con raíces fuertes en un pasado que es historia de salvación y con horizontes ambiciosos que alcanzan a la eternidad. Con ello, sin embargo, no se deja de atender las condiciones presentes y los «signos de los tiempos». La profesión de fe y los Símbolos guardan una vigencia para el hombre real, para el hombre actual, para el hombre que tiene una responsabilidad en su propia historia, y le exige que la asuma para impregnar de valores cristianos su propia cultura. Es posible desde los Símbolos valorar la Tradición sin perder la capacidad crítica y la fuerza de crecimiento. La profesión de fe no es simple preparación para la consecuente acción cristiana: es la acción cristiana fundante. Conclusión Hemos dado unas modestas pinceladas sobre el tema de la profesión de fe estructurada en Símbolos. Los Símbolos de la fe permiten expresar y pueden actualizar de manera sencilla y eficaz la unidad, la identidad, la verdad y la dinamicidad de la fe. Los Símbolos, como expresión de fe, tienen una riqueza enorme. Son parte de las cosas antiguas disponibles en las arcas de la Iglesia, que podemos sacar para servir con eficacia y fidelidad a las condiciones nuevas de la historia. Libro ISEE 32 8/4/03, 9:59 AM