EL VALOR CULTURAL Alejandra Araya Espinoza Historiadora y

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 EL VALOR CULTURAL Alejandra Araya Espinoza Historiadora y académica Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile. Creo que es valioso detenerse un momento en pensar a qué le damos valor, a eso que llamamos “valor cultural” en nuestras vidas cotidianas, iniciando por lo cotidiano, a esa serie de ritos asentados en materialidades, en actos de comunicación en lenguajes específicos, repetitivos, y si a ello le daríamos el valor de aquello que llamamos cultura. Me pregunto si quien escucha, defendería como cultura el suelo que pisa día a día, el paisaje que recorre, sea cubierto de verde o sólo color tierra o cemento. Me pregunto qué sucede cuando, enfrentados a las decisiones de nuestras autoridades respecto de los bienes superiores, entre ellos las llamadas Obras Públicas de infraestructura, somos capaces de señalar de manera clara que la valía de nuestra vida cotidiana también vale. Nuestros ritmos, nuestras rutas, nuestros caminos, nuestro hacer repetitivo y hasta mecánico y decir que ello tiene un valor cultural y hacerlo visible para otros sin que sean puestos, de inmediato, como freno al progreso y conservadurismo trasnochado simple sed de que las cosas no cambien, o, una defensa que sólo han podido hacer aquellos que pueden enfrentarse de igual a igual, como propietarios, como gente con poder y redes, a las formas en que transformamos nuestro hábitat (dícese los vecinos del Golf, pero dícese también, cuán diferente el caso de los vecinos del Barrio Yungay). Pienso también en cómo decir que la cultura tiene valor, sin que ello nos lleve a los lugares comunes sobre la cultura letrada, de las llamadas Bellas Artes, la tensión entre lo popular y lo burgués, entre la moda y las tradiciones, entre la cultura de abajo y la de arriba, sino que, efectivamente, a que los bienes de uso público se agreguen el rubro de los bienes colectivos por compartidos y seamos capaces de reconocer una cultura en la amplia gama de relaciones y conexiones que hacen posible que nuestro mundo exista y se reproduzca. Pero también es evidente que hoy nos encontramos en una sociedad, la santiaguina digo, a la que cuesta comprender como una cultura que se reconozca a sí misma con cierta valía. Decir me gusta Santiago, parece algo descabellado para quienes se solazan en denostar la ciudad simplemente por serlo. Y otros establecen, en algunas revistas de decoración, que si se dice de cierta forma la ciudad entonces ella adquiere valor cultural, especialmente si se mira aquello que todavía le queda de supuestos modelos europeos, de fachada más bien, pero imaginarios culturales de valor por cierto. De igual forma como pueden serlo nuestras periferias y márgenes, que venden y podríamos decir que sólo por ello, tienen más valor de mercado que cualquier otro rasgo de vida urbana al estilo de Berlín que una revista bien pueda vender. Pienso que las bicicletas que han acompañado a los trabajadores desde que ella se introdujera como medio de transporte desde mediados del siglo XIX, especialmente la de los obreros de la construcción, parece no leerse con igual valor que la del joven habitante de Ñuñoa o del Casco Histórico que pedalea furioso a su trabajo. O cómo alguien puede hacer valioso los edificios antiguos con muchas mamparas de vidrio, o mármol, pero ser inadmisible el piso de huevillo (piedras ovaladas, bien 1 dispuestas una al lado de la otra), tan hermoso en su sencillez (quizás deba decir minimalista para que adquiera valor cultural…). Ambos son culturalmente valiosos, pero no igualmente valorados y por ello me pregunto qué tiene valor cultural y cómo lo adquiere o lo deja de tener. Me pregunto, más allá de las respuestas que apelan siempre el neoliberalismo, si no habrá también un cierto dejo del valor de la propia existencia cotidiana de manera que estamos más dispuestos a llenar vacíos con la invasión de los objetos llamados de consumo y con los espacios que resuelven por nosotros aquello que tiene valor transable por algún tipo de dinero – plástico o metálico-­‐ y dejar el ejercicio de dar valor a nuestra propia vida poblándola de tesoros personales no transables por nada. Entonces, me pregunto qué tipo de valor cultural, esta vez como valentía, nos está faltando ya que los actores que debiéramos instalar los temas culturales no estamos siendo capaces de instalar, digo instalar, con igual gesto que el de la torre falocéntrica que todo Santiago admira, de reojo, del Costanera Center, signos de igual potencia desde otro lugar. Pienso que, al decir, de manera apocalíptica que es el signo de los tiempos, que es parte de la derrota de la llamada cultura, que es el triunfo del materialismo, entre otros más, estamos entregados de manera religiosa a los valores de otros y que, efectivamente, nos falta valor cultural. Noche, Argomedo con Lira, Santiago. ARAYA, A. 2014. El Valor Cultural. Santiago, Universidad de Chile. 2 
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