ELÍAS

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ELÍAS
León Tolstoi
“Durante medio siglo buscamos la felicidad -dice la esposa de Elías en este cuento- y
mientras éramos ricos nunca la encontramos. Ahora que no nos queda nada, y nos hemos
puesto a trabajar como peones, hemos hallado tal felicidad que no deseamos nada mejor”.
Este sencillo pero profundo relato es bueno para cualquiera que escoja una carrera, un
empleo o una ocupación. No tiene nada de malo trabajar por dinero, pero puede ser muy
erróneo creer que el dinero brinda felicidad.
En la gobernación de Ufa vivía un bashkir llamado Elías. Su padre, que murió un
año después de hallarle esposa a su hijo, no dejó muchas pertenencias. Entonces Elías tenía
sólo siete yeguas, dos vacas y una veintena de ovejas. Era buen administrador, sin embargo,
y pronto empezó a adquirir más. El y su esposa trabajaban de sol a sol, madrugando más
que los demás y acostándose más tarde, y sus bienes aumentaban año tras año. Viviendo de
esta manera, Elías obtuvo poco a poco una gran riqueza. Y al cabo de treinta y cinco años
tenía doscientos caballos, ciento cincuenta reses y mil doscientas ovejas. Contrataba
hombres para cuidar los animales, y mujeres para ordeñar las yeguas y vacas, y preparar
kumiss, mantequilla y queso. Elías tenía todo en abundancia, y en el distrito todos le
envidiaban y decían:
-Elías es un hombre afortunado, tiene mucho de todo. Este mundo debe ser un sitio
grato para él.
La gente encumbrada oía hablar de Elías y buscaba su amistad. Llegaban visitantes
desde lejos, y él daba la bienvenida a todo el mundo, y servía comida y bebida. Para quien
viniera, siempre había kumiss, té, sorbete y carne de oveja. Cuando llegaba una visita, se
sacrificaban una o dos ovejas, e incluso una yegua si había muchos huéspedes.
Elías tenía tres hijos, dos varones y una mujer, y logró casarlos a todos. Cuando era
pobre, los varones trabajaban con él y cuidaban los rebaños; pero cuando enriqueció
perdieron la voluntad, y uno de ellos se dedicó a la bebida. El mayor murió en una riña, y el
menor, que se había casado con una mujer porfiada, dejó de obedecer al padre, y ya no
podían convivir armónicamente.
Se separaron, y Elías dio a su hijo una casa y algunas reses, y así disminuyó su
fortuna. Poco después, una enfermedad cundió entre las ovejas de Elías, y muchas
murieron. Luego siguió una mala cosecha, y perdieron el heno, y muchas reses murieron en
invierno. Luego los kirghiz capturaron sus mejores caballos, y la propiedad de Elías
mermó. Era cada vez más pequeña, y al mismo tiempo él tenía cada vez menos fuerzas,
hasta que al llegar a los setenta años tuvo que vender sus pieles, alfombras, sillas de montar
y tiendas. Al fin tuvo que deshacerse de las reses restantes, y se encontró cara a cara con la
necesidad. De pronto había perdido todo, y en la vejez él y su esposa tuvieron que trabajar
para otros. Elías no tenía nada, salvo las ropas que llevaba puestas, una manta de piel, una
gorra, sus zapatos y galochas, y su esposa, Sham-Shemagi, que a estas alturas también era
vieja. El hijo que se había separado de él se había ido a una comarca remota, y su hija había
muerto, de modo que no había nadie para ayudar a la anciana pareja.
Su vecino, Muhammad-Shab, se apiadó de ellos. Muhammad-Shah no era rico ni
pobre, pero vivía confortablemente, y era buen hombre. Recordó la hospitalidad de Elías y,
compadeciéndolo, dijo:
-Ven a vivir conmigo, Elías, con tu anciana mujer. En verano puedes trabajar en el
huerto de melones mientras tus fuerzas te lo permitan, y en invierno alimentarás mis reses,
y Sham-Shemagi ordeñará mis yeguas y preparará kumiss. Yo os alimentaré y vestiré a
ambos. Cuando necesites algo, dímelo y lo tendrás.
Elías dio las gracias a su vecino, y él y su esposa fueron a trabajar para MuhammadShah. Al principio les resultaba difícil, pero se habituaron, y así continuaron su vida,
trabajando en la medida en que lo permitían sus fuerzas.
Muhammad-Shah descubrió que le convenía conservar a esas personas porque,
habiendo sido propietarias, sabían cómo administrar y no eran perezosas, sino que
trabajaban con empeño, pero le daba pena que esa gente de alta posición hubiera caído tan
bajo.
Una vez sucedió que unos parientes de Muhammad-Shah vinieron de muy lejos para
visitarle, y también vino un mullah. Muhammad-Shah dijo a Elías que sacrificara una
oveja. Elías despellejó la oveja y la hirvió, y se la envió a los huéspedes. Los huéspedes
comieron la oveja, bebieron té y se pusieron a beber kumiss. Mientras conversaban y
bebían kumiss con su anfitrión, sentados en cojines de edredón sobre una alfombra, pasó
por la puerta Elías, que había terminado su faena. Muhammad-Shah, al verle pasar, dijo a
uno de sus invitados:
-¿Has visto a ese anciano que pasó?
-Sí -dijo el visitante-, ¿qué tiene de especial?
-Sólo esto... que una vez fue el más rico de nosotros -respondió el anfitrión-. Se
llama Elías. Tal vez le hayas oído nombrar.
Claro que le he oído nombrar. Nunca le vi antes, pero su fama se extendió a lo largo
y a lo ancho.
-Sí, y ahora no le queda nada -dijo Muhammad-Shah-, y vive conmigo como peón.
Su anciana mujer también está aquí... ordeña las yeguas.
El huésped quedó atónito. Chasqueó la lengua, meneó la cabeza y dijo:
-La fortuna gira como una rueda. Eleva a un hombre y baja al otro. ¿No lamenta el
anciano todo lo que ha perdido?
-¿Cómo saberlo? Vive en silencio y en paz, y trabaja bien.
-¿Puedo hablarle? -preguntó el huésped-. Me gustaría preguntarle por su vida.
-¿Por qué no? -respondió el amo, y llamó desde el kibitka donde estaban sentados.
-Babay -dijo (pues en la lengua bashir eso significa "abuelo")-, ven a beber kumiss
con nosotros, y llama también a tu esposa.
Elías entró con su esposa, y tras saludar al amo y los invitados, dijo una plegaria y
se sentó cerca de la puerta. Su esposa se puso detrás de la cortina y se sentó con su ama.
Entregaron a Elías una copa de kumiss; él deseó buena salud a su amo y sus
invitados, se inclinó, bebió un sorbo y dejó la taza.
-Bien, papaíto -dijo el huésped que deseaba hablarle-, supongo que te sientes triste
al vernos. Te hará recordar tu antigua prosperidad y tus presentes penurias.
Elías sonrió y dijo:
-Si yo os dijera qué es la felicidad y qué es el infortunio, no me creeríais. Será mejor
que le preguntéis a mi esposa. Ella es mujer, y lo que está en su corazón está en su lengua.
Ella os dirá toda la verdad.
El huésped se volvió hacia la cortina.
-Bien, abuela -exclamó-, dime cómo se compara tu anterior felicidad con tu presente
infortunio.
Y Sham-Shemagi respondió desde atrás de la cortina.
-Esto es lo que pienso sobre ello. Mi anciano esposo y yo vivimos cincuenta años
buscando la felicidad sin encontrarla, y sólo ahora, en estos dos últimos años, cuando no
nos quedaba nada y tuvimos que vivir de nuestras manos, hemos hallado la verdadera
felicidad, y no deseamos nada mejor que nuestra suerte actual.
Los huéspedes quedaron atónitos, y también el amo; incluso se levantó y corrió la
cortina, para ver el rostro de la mujer. Ella, con los brazos cruzados, miró sonriendo a su
anciano esposo, y Elías le sonrió a ella. La anciana continuó:
-Digo la verdad, sin socarronería. Durante medio siglo buscamos la felicidad, y
mientras éramos ricos nunca la encontramos. Ahora que no nos queda nada, y nos hemos
puesto a trabajar como peones, hemos hallado tal felicidad que no deseamos nada mejor.
-¿Pero en qué consiste vuestra felicidad? -preguntó el huésped.
-Pues en esto -respondió ella-. Cuando éramos ricos, mi esposo y yo teníamos tantas
preocupaciones que no teníamos tiempo de hablarnos, ni de pensar en nuestra alma, ni de
orar a Dios. Teníamos visitantes, y teníamos que pensar en la comida que debíamos
servirles, y en los obsequios que debíamos darles, para que no hablaran mal de nosotros.
Cuando se iban teníamos que vigilar a nuestros peones, que siempre procuraban eludir el
trabajo y conseguir la mejor comida, mientras nosotros procurábamos obtener de ellos todo
lo posible. Así pecábamos. También temíamos que un lobo matara un potrillo o un becerro,
o que los ladrones nos robaran los caballos. De noche permanecíamos en vela temiendo que
las ovejas sofocaran a sus corderos, y nos levantábamos una y otra vez para verificar que
todo estuviera en orden. En cuanto solucionábamos un problema, surgía otra preocupación.
Verificar, por ejemplo, si había suficiente forraje para el invierno. Y además de eso, mi
esposo y yo teníamos desavenencias. El decía que había que hacer tal cosa, y yo decía lo
contrario, y entonces reñíamos... pecando de nuevo. Así pasábamos de un problema al otro,
de un pecado al otro, y no hallábamos la felicidad.
-¿Y ahora?
-Ahora, cuando mi esposo y yo nos despertamos por la mañana siempre nos
dirigimos una palabra cariñosa, y vivimos en paz, sin motivos para reñir-. No tenemos
preocupaciones, salvo servir a nuestro amo. Trabajamos tanto como nos lo permiten
nuestras fuerzas, y lo hacemos con voluntad, para que nuestro amo no sufra pérdidas, sino
que obtenga provecho de nosotros. Cuando regresamos, la cena está servida y hay kumiss
para beber. Tenemos combustible para quemar cuando hace frío, y tenemos nuestra manta
de piel. Y tenemos tiempo para charlar, tiempo para pensar en nuestras almas y tiempo para
rezar. Durante cincuenta años buscamos la felicidad, pero sólo ahora la hemos hallado.
Los huéspedes rieron.
Pero Elías dijo:
-No debéis reír, amigos. No es cuestión de broma, sino la verdad de la vida. Al
principio también fuimos necios y lloramos la pérdida de nuestra riqueza, pero ahora Dios
nos ha mostrado la verdad, y la decimos, no para nuestro consuelo, sino para vuestro bien.
Y el mullah dijo:
-Sabias palabras. Elías ha dicho la verdad. Lo mismo dicen las Sagradas Escrituras.
Los huéspedes no rieron más y meditaron sobre esas palabras.
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