El mago de Gabo: La realidad fabulosa y fabulada

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Iluminaciones / Argialdiak –4
El mago de Gabo:
La realidad fabulosa y fabulada
Se fue con abril
Con abril, este abril del año 2014, se fue Gabriel García Márquez: Gabo, Gabito, para
sus próximos e íntimos. Dejó de existir en este planeta milagroso, al menos en la vida
que mal conocemos.
Bastaría elegir abril para presentar sus notas periodísticas, que empezaban a
deslumbrar con luz caribeña hace más de seis decenios. Las piezas costeñas (por la
costa colombiana del Caribe) que compuso desde 1947 permiten conocer su incursión
profesional, pronto consolidada, en el oficio de escribir para la Prensa. Un oficio, el
periodístico, por el que sintió una pasión fervorosa y renovada.
Antes de sus piezas periodísticas podríamos retroceder a los años de eso que se
denomina educación sentimental o primera formación: una etapa en la que aspiramos
a descubrir quiénes somos, y a vislumbrar lo que queremos y podremos ser…
Bobadas mías
Si se piensa en el acontecimiento que supone verse en negro sobre blanco, hemos de
acudir a la ciudad colombiana de Barranquilla. Allí, en el Colegio San José, cursó el
primer y el segundo año de Secundaria, y vio publicados sus primeros textos. Se
trataba de la revista editada en este centro de los jesuitas: Juventud. Eran los años
1940 y 1942. Del 41 solo queda la ausencia.
Firmaba sus piezas juveniles como Gabriel García o Gabito. En esa revista, «órgano
oficial de los alumnos», se leyeron sus versos satíricos. Consideraba que «esos
versos infantiles» fueron su «opera prima». Nacieron sin ser creados para su
publicación, como textos satíricos que dirigía amable y furtivamente a sus
compañeros. Al ser descubiertas estas piezas por los padres jesuitas el autor fue
invitado a proseguir su producción en las páginas de la revista y bajo el título genérico
de Bobadas mías. Así las había definido Gabo para disculparse. Tendría alrededor de
14 años y «fama de poeta».
A decir verdad la de García Márquez, su «primer éxito literario» fue muy anterior.
Pertenecía a la literatura oral, que le serviría para nutrir mayoritariamente con voces
femeninas su imaginación y dominio narrativo. Sucedió en Aracataca. A la muerte de
El Belga, un compañero de su abuelo, el coronel, con quien mantenía partidas de
ajedrez. Es posible que Gabito, que solía estar con su abuelo, aprendiera así a rumiar
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el tiempo. Los movimientos de El Belga sobre el tablero resultaban interminables, más
a los ojos de un niño, amigo para siempre de una «timidez de codorniz». Y cuando ese
día acudieron juntos, abuelo y nieto, a la casa del Belga, tras ser avisados de su
muerte por el cianuro que se administró, una vez abandonaban aquella casa, Gabito
estampó sentencioso una frase que fue celebrada en la familia: «El Belga ya no
volverá a jugar al ajedrez».
El abrazo del corazón
Gabriel
García Márquez había nacido en la casa de la familia de su madre: Luisa
Santiaga Márquez, en Aracataca, el 6 de marzo de 1927, un domingo de aguacero.
Escogieron para él, a falta del santoral, el primer nombre de Gabriel Eligio, su padre:
«el telegrafista del pueblo»; seguido de José, patrono de Aracataca, y para que no
faltara nada, un tercer nombre añadido con el fin de sellar la reconciliación entre las
familias: Gabriel José de la Concordia. El olvido al cumplimentar el acta bautismal se
encargó de simplificarlo. Sus padres: Luisa Santiaga y Gabriel Eligio, le convertirían
tras un período bien fértil en el mayor de once hermanos.
En esa empresa familiar, Gabo recuerda especialmente a su madre. Y como encabeza
Eduardo Galeano una de sus obras, espléndida de escritura e ilustraciones: El libro
de los abrazos, el verbo recordar procede etimológica y hermosamente del latín
[«recordari»] «re-cordis: volver a pasar por el corazón».
Gabo lo hace, y muestra el recuerdo, el abrazo del corazón a su génesis literaria, ya
en la primera página del relato autobiográfico: Vivir para contarla. Rememora el
encuentro en el que su madre le pidió que le acompañara a vender la casa de los
abuelos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez (Papalelo para sus nietos) y Tranquilina
Iguarán (Mina). Su madre tenía entonces 45 años. Y él admirado constata sus once
partos y lo que significan: cerca de una decena de años encinta y amamantando. Y
destaca lo que todavía conservaba: «la belleza romana de su retrato de bodas».
Un viaje de dos días
La respuesta afirmativa de García Márquez a la petición materna dio lugar a un viaje
de dos días pero de consecuencias vigorosas en su futuro literario. Un viaje con dos
tiempos. Hacia el pasado, «con el zarpazo de la nostalgia» individual y la indagación
del sentido transmitido por la estirpe familiar. Y hacia el futuro, abiertamente, una vez
reafirmada su elección profesional como escritor ante su madre y, por extensión, ante
su padre, contrariado por el abandono de los estudios de Derecho.
El destino era Aracataca (Cataca, para los naturales), donde nació y vivió hasta
cumplir ocho años. Aquel viaje comenzó un sábado, el 18 de febrero de 1950, y en
cierto modo no terminó hasta el 17 de abril de 2014: el día en que se despidió en
México D.F. de sus gentes y de sí mismo.
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Según ha considerado, la decisión de acompañar a su madre a Aracataca fue la «más
importante» de cuantas adoptó en su «carrera de escritor». «Es decir: en toda mi
vida».
Probablemente esa petición y lo que supuso un viaje irrepetible: el retorno a Aracataca
como el primer y mayor varón, en compañía de su madre, sirvieron para que todo
comenzará plenamente. Fue una especie de bautismo primitivo, ya adulto, con la
presencia y aprobación de Luisa Santiaga, su madre.
Heredero de la memoria
A partir de entonces, su condición de testigo involuntario y maravillado de las historias
y los demonios familiares sería asumida acaso como la misión del heredero de la
memoria de los antepasados. Contaba además Gabo para esta tarea reservada con
facultades extraordinarias, que le granjearon «la mala reputación de que tenía
recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios».
Ser primogénito siempre marca. Y con ese patrimonio privado, que necesitaba
desvelar, comprender y exorcizar, erigiría gran parte de sus portentosos universos
literarios, no demasiado alejados de la realidad que le tocó y pudo vivir desde que
alcanzó la conciencia; universos literarios pletóricos de realidad y realidades pletóricas
de literatura… Algo difícil de discriminar para Gabo, que no entendía o no quería saber
de fronteras. Como él dijo de El amor en los tiempos del cólera, cuando se refería a
la historia de sus padres: «la memoria feliz del amor», era incapaz de discernir «los
límites entre la vida y la poesía».
Gabo terminaría, a su modo, siendo un patriarca en edad y en universos, entre el
recuerdo y la desmemoria, tan dueño de sus palabras prodigiosas como de sus
protectores silencios. Y, cómo no, de su obstinada querencia por Fidel Castro, que
aquí dejaremos. Experto en decir palabras y escuchar silencios. El que recuerda haber
oído en Aracataca, el 19 de febrero de 1950, con su madre, un domingo cargado de
pesadumbre y desamparo, en la estación ferroviaria, justo en el instante en que se
detuvo el tren, aún pervive. Un silencio intacto que cambia el tiempo. «Un silencio
material que hubiera podido identificar con los ojos vendados entre los otros silencios
del mundo».
El mejor oficio del mundo
García
Márquez desarrollaría su formidable aventura literaria con el ejercicio del
periodismo, según aseveró: «el mejor oficio del mundo». Al periodismo llegó tras sus
versos y sus cuentos, a través del descubrimiento de «una vocación ignorada».
Sucedió a raíz de la lectura de un reportaje publicado por Elvira Mendoza en la revista
Sábado, que despertó su conciencia, la «del periodista que llevaba dormido en el
corazón». Así, «me hice al ánimo de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro
modo», confiesa Gabo que entonces estudiaba Derecho. Años después cimentaría en
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París una estrecha amistad y compartiría «jornadas de periodismo temerario» con el
hermano de la autora de aquel texto que provocó semejante epifanía: Plinio Apuleyo
Mendoza, hijo del director del semanario Sábado.
Trascurridos años de ejercicio, se reafirmaría en su preferencia por el gran reportaje:
«el género estelar», igual que insistiría en reclamar para el periodismo la condición de
ser «el mejor oficio del mundo». Lo escribió en repetidas ocasiones y lo dijo en
conferencias como la que pronunció en Los Ángeles, ante la Asamblea General de la
Sociedad Interamericana de Prensa el 7 de octubre de 1996. Se reprodujo luego en El
País, el 20 de octubre, con ese título: «El mejor oficio del mundo». Contenía
declaraciones de amor al periodismo difícilmente superables: «una pasión insaciable
que sólo puede digerirse con la realidad».
Aprender el oficio
En estas líneas nos limitamos a mencionar las primeras notas periodísticas que fueron
publicadas en los diarios de Colombia y que suelen permanecer en la lejanía del
tiempo y la letra pequeña, mensajera humilde del pálpito cotidiano que persiste
adherido al papel. Esas piezas: columnas, artículos, crónicas, críticas de cine, eran
contadoras, relataban lo que veía y vivía, recreaba e imaginaba con la premura de la
entrega diaria.
En su lectura, asistimos al oficio periodístico, en sí valioso y que le servía como oficio
para ganar oficio literario, para oficiar de contador de un mundo fabuloso y fabulado.
Del reportaje a la novela, ambos como géneros literarios. «Novela y reportaje son hijos
de una misma madre», concluye Gabo. Al final, como cualquier afán, el oficio de
escribir, remite al principio: al oficio de vivir. Nunca aprendido, siempre por ensayar:
sujeto a la búsqueda, los miedos, las tentativas, el fracaso y los logros, el misterio y lo
desconocido.
En los papeles de Prensa se inició en 1948, con varios cuentos que publicó El
Espectador, de Bogotá: «la ciudad más triste del mundo». A este medio volvería para
trabajar como «redactor de planta». «Era una época en la que el oficio no lo
enseñaban en las universidades sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando
tinta de imprenta, y en El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón
pero de mano dura».
El vapor Euskera
1948 fue el año en el que el Mar Caribe presenció el naufragio del vapor Euskera, que
partió de La Habana hacia Cartagena de Indias. El barco transportaba al circo Razzore
en su gira caribeña. Fue tragado por el mar. Sobrevivieron unos pocos, a la deriva
durante varios días en un bote salvavidas hasta que fueron izados del agua.
Gabo, en El Universal, le dedicó al propietario del circo: Emilio Razzore, una de sus
notas. La títuló con la maestría acostumbrada: El domador de la muerte. Razzore
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había perdido la obra artística de su vida y la vida de su familia circense. Se salvó
porque tuvo que viajar en avión y no sobre el agua.
Además de por las crónicas, el naufragio es rememorado musicalmente por La
tragedia del circo, una canción del Trío La Rosa, con Luisa María Hernández (La
India de Oriente). Una joya cubana en vinilo. Si la oyen, se desplazarán al Caribe el
siglo pasado.
«El periódico más pequeño del mundo»
Pero volvamos a tierra. En la ciudad destino del barco Euskera y del circo Razzore, a
la que no pudieron arribar: Cartagena de Indias, García Márquez comenzaría ese
mismo año, 1948, a colaborar regularmente en el diario El Universal un 21 de mayo, y
posteriormente en El Heraldo (de Barranquilla), también liberal.
En El Universal, en el que se consideró un «principiante» y estimó no haber
encontrado «el paso» a sus notas, trabajó con el jefe de redacción Clemente Manuel
Zabala, «el mejor maestro de periodismo que podía imaginarse», un hombre que
«siempre supo ser lo que quiso: un sabio en la penumbra».
Y trabó estrecha relación con los tipógrafos. Con el más joven, Guillermo Dávila, la
relación sería mágica, ya que era «prestidigitador de maravillas» y obtenía por sus
números aplausos entusiastas de los deslumbrados redactores. «Para mí, compartir
con un mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la realidad». No podía definir
mejor Gabo su concepción de lo real y de la literatura.
Tal era la capacidad mágica del linotipista Dávila, que ideó un proyecto colosal: crear
«el periódico más pequeño del mundo». Un diario de media cuartilla, gratuito, que se
distribuyera por las tardes. Y así se hizo. Surgió la cabecera inequívoca: Comprimido,
como si fuera un adelantado a su época o un experimento dadaísta. Gabriel García
Márquez lo escribía en una hora y Dávila lo maquetaba e imprimía. Se editó el 18 de
septiembre de 1951, y fue correspondido por sus lectores fieles y veloces. Pero murió
prematuramente, con tres números en su haber. El gerente de El Universal había
advertido que los costes resultaban inasumibles, y la publicidad era complicada…ya
que los anuncios no entraban materialmente. Comprimido se atuvo con rigor a su
nombre, hasta en lo temporal, con una cronología fugaz.
Textos costeños
Años
más tarde, en 1981, parte de esos trabajos periodísticos empezarían a ser
reunidos y publicados en una laboriosa recopilación de Jacques Gilard. No había
recibido el premio Nobel de Literatura, que le sería entregado apenas unos meses
después, en 1982, a la edad de 55 años. El primer volumen apareció con el título de
Textos costeños (editorial Bruguera). Arrancaba en 1948 y llegaba hasta 1952: casi
900 páginas de obra para la Prensa.
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La producción periodística de este notario fabulador emergería con generosa
voracidad para observar, inventar y engendrar. Aquí, en este espacio (Iluminaciones /
Argialdiak), reparamos naturalmente en ese verbo que expresa la fertilidad luminosa.
Así es: dar a luz, iluminar-nos. Y para ello, García Márquez, que pertenece a una
cultura que cultiva las ofrendas, incluidas las de los ancestros, poseía una facultad que
fue perfeccionando concienzudamente para engendrar y ofrecer realidades,
proporcionar destellos oníricos, activar la memoria creadora, el recuerdo desmesurado
hasta el delirio, el humor que nos reconcilia con la vida… Todo aquello con lo que
procuraba asirse y asirnos, salvarse de la oscuridad y del olvido, reconfortarse,
suministrar lo que vivifica… Diríase que la vida y la muerte, fuera del tiempo o en un
tiempo intemporal, resonaran, tuvieran más vida y otra muerte, distinta ¿menos
mortal? Es la poesía, a la que invocó en el discurso de recogida del Nobel, por su
«permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte».
Su creación fabuladora no surgía en contra de lo que pudiera parecer con facilidad
lineal o pasmosa. Nada de esto. Gabo era un mago, en efecto, y, si quieren, mágico.
Pero sin trucos fáciles, y con mucho sacrificio, autoexigencia, tarea de campo, trabajo
de calle y de mesa: archivo, biblioteca, taller y laboratorio. Obrero con mono blanco y
alquimista del pasado, procuró construirse y construir el futuro, labrarse literariamente
el porvenir, esquivar la angustia y el sufrimiento, disfrutar del presente.
Voces caudalosas
En
su escritura, percibimos la fecundidad del Caribe, y también la limpieza de la
sierra, el desierto polvoriento y el altiplano adusto de los Andes colombianos, en los
que los ecos de la existencia se hacen mayúsculos mientras se descubre la entera
levedad. Las voces de García Márquez no eran ajenas al cruce de las grandes
geografías de las Américas indígena, latina y colonial. Junto a esas geografías (la
cercanía mítica de la fuerza de la naturaleza y los encontronazos de la historia
colectiva de los pueblos americanos) estaban las otras geografías del alma que
aprehendió de la literatura, el cine y la música. Y ahí, en esos paisajes, la mixtura de la
cultura clásica y la cultura popular (la vida a borbotones) se plantaba con una técnica
literaria que a fuerza de ser depurada arduamente logró reinar invisible y desaparecer
de escena.
Reportero singularísimo que no dejó de serlo nunca, atendía y observaba, sin
resistirse a cierta inventiva. Roturaba mentalmente el terreno y, con ese castellano tan
bien dicho, brindaba piezas medidas en extensión, tiempos y palabras. Por algo era
asiduo de los diccionarios de toda índole, desde que le regaló uno su abuelo y
protector cuando era niño. Lo recorría como una novela y en lecturas de «trozos»
durante varias horas. Los diccionarios que vendrían después serían consultados para
alcanzar la precisión certera que su madre, exigente, le reclamaba ya mayor en la
correspondencia. Tenía dificultades con la ortografía: un «calvario» que le acompañó a
quien había elegido el oficio de las palabras y las historias relatadas.
Escuchaba su sonido y respetaba el ritmo; era consciente del tempo, tan importante
para él: amante de la música («una pasión casi secreta») y con buen oído: «Hasta
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descubrir el milagro de que todo lo que suena es música, incluidos los platos y los
cubiertos en el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la
vida».
El ritmo era también visual para Gabo: hacedor de imágenes que aspiraban a volver a
crear o recrear el mundo. Ese amor por el cine se dibujaba cuando, antes de haber
aprendido a escribir, ya trazaba esbozos de tiras, fotogramas de papel, el relato, la
narración, el cuento, las historias-historietas, el discurrir, el guion.
No hay vida sin historia
No
hay vida sin historia contada, e historia sin vida real o sublimida. Y él estaba
dotado como narrador. El retrato que trae a las páginas de Vivir para contarla no deja
dudas. «Quienes me conocieron a los cuatros años dicen que era pálido y
ensimismado, y que solo hablaba para contar disparates, pero mis relatos eran en
gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles
fantásticos para que los adultos me hicieran caso». Partía con ventaja, en una casa,
la suya, «donde lo más insólito parecía siempre posible».
En sus Notas periodísticas no dejaba de contar historias, las historias de lo noticioso o
de lo que no lo era… Las que publicaba en El Heraldo bajo el pseudónimo de
Septimus (procedente del «personaje alucinado de Virginia Woolf») acudían a la cita
de su colaboración, denominada La Jirafa: el animal que tiene la mejor perspectiva…
Para ser exactos, Gabo bautizó a su espacio con ese nombre de altas miras en
homenaje a la que era entonces su novia y sería su esposa hasta el último día del
escritor: Mercedes Barcha. «Así yo le decía a Mercedes, el amor de mi vida».
En el esfuerzo por elaborar cada Jirafa periodística aprendería a «escribir desde cero,
con la tenacidad y la pretensión encarnizada de ser un escritor distinto». El oficio del
que hablamos, anteriormente.
El viaje más definitivo
En
una de las Jirafas que escribió en otro mes de abril (año 1950), daba vueltas
periodísticas sobre la actualidad de ese mes: Abril de verdad. Y en esas vueltas y
requiebros dejaba deslizar varias sentencias, hallazgos o greguerías. El maestro
Ramón Gómez de la Serna estaba muy presente, pero según García Márquez «solo
como gimnasia rítmica para aprender a escribir».
Leemos. «A cada nuevo mes lo saludamos los periodistas, en algún rincón de la
página, como si fuera un visitante inesperado», anotó. En realidad, Gabo se refería a
los visitantes que puede traer cada mes…
Este mes de abril que se fue (abril de verdad) trajo un visitante seguramente esperado
por quien tuvo pavor a la oscuridad y la noche, «la zozobra nocturna». En su último
tramo vital se hallaba envuelto entre neblinas. Con el visitante, llegó el viaje más
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definitivo. Solo estamos seguros de nuestro deseo para García Márquez: ¡Venturoso
viaje!
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