p. amado garcía sánchez

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P. AMADO GARCÍA SÁNCHEZ
(1903-1936)
Infancia y primera juventud
En la madrugada del 29 de abril de 1903 nacía en Moscardón (Teruel) el niño
que llevaría por nombre Amado, nombre cuyo significado tendría su cumplimiento cabal
en él, al ser amado por Dios, Padre de todos, y por los hombres que le trataron, a no
ser quienes le mataron en odio a la fe. Ni que decir tiene que sus padres, Tomás e
Isabel, celebraron con agradecimiento a Dios el nacimiento del hijo, que, por ser el
primero, esperaban con verdadera ilusión. Por donde pasaba, Amado era ciertamente
querido, dado su carácter jovial, aunque pareciera desmentirlo su estilo serio y poco
hablador. Moscardón era un pueblo pequeño, situado en lo alto de un cerro de unos 400
habitantes; tiene a sus pies el Barranco de El Castellar y extensos pinares que ocupan
sus laderas. Las bajas temperaturas en invierno curtieron la piel y el carácter de Amado.
El bautismo le fue administrado el 1 de mayo, y la confirmación, cumplidos los 12 años,
poco antes de ingresar en el Colegio Apostólico de Teruel, en 1914. Todos los
sacramentos, incluida la Primera Comunión, los recibió en la iglesia parroquial del
pueblo. Bien pertrechado de la gracia que fortalece y enriquece y con la cultura recibida
en la escuela nacional, manifestó a sus padres que deseaba ir a Teruel a estudiar
humanidades, porque aspiraba a ser misionero de los de San Vicente de Paúl y luego ir
a Madrid, como otros conocidos suyos que ya habían ingresado en el Seminario Interno.
Le animaba la mejor de las disposiciones para dar el primer salto que le llevaría a la
cima del sacerdocio jerárquico.
“Quiero ser misionero como los que han venido a predicar al pueblo”
Lágrimas abundantes saltaron de los ojos tanto de sus padres como del propio hijo, al
llegar el momento de partir hacia Teruel, y más todavía cuando hubo de dirigirse a
Madrid, concluidos los estudios de la Apostólica. Amado abrazaba tiernamente a su
madre, de quien no sabía desprenderse. Escena conmovedora que guardará imborrable
en la memoria y le servirá de recuerdo para comprender y explicar el sacrificio de
muchos seminaristas, que, al dejar padre y madre, hermanos y familiares, pueblo y
amigos, rompen a llorar inconsolables. Pero la decidida voluntad del joven Amado por
alcanzar el ideal de ser misionero pudo más que los cariños de sus padres y la amistad
de sus amigos.
El 10 de septiembre de 1917 ingresaba en el Seminario Interno, sito en el barrio de
Chamberí, García de Paredes, Madrid. Dirigía el Seminario el P. Agapito Alcalde, cuyas
orientaciones y enseñanzas calaron en la mente y en el corazón de Amado. El estudio
de la vida, obras y espiritualidad del fundador satisfacía sus anhelos humanos y
cristianos, según él mismo dejó declarado. Por el libro de entradas del Seminario
sabemos que era el más joven de la hornada y de los más inteligentes y piadosos; la
noticia nos llega de uno de sus compañeros, Ramón Sangüesa Subirón, que llegó
también a ser sacerdote paúl y desplegó en Venezuela su misión sacerdotal. A los dos
les unía una profunda amistad en la tierra hasta que la muerte les separó.
“Lo encontré siempre piadoso, sano, sencillo”
El 30 de abril de 1921 cerró una etapa importante de su carrera vocacional misionera y
comenzó otra no menos comprometida que la primera, al llegarle el día de la emisión de
los votos. Al conocimiento de los compromisos contraídos añadiría, con el tiempo,
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vivencias impresionantes sobre los consejos evangélicos de castidad, pobreza,
obediencia y de estabilidad en la Congregación de la Misión para evangelizar a los
pobres. Sus cualidades y dotes humanas pusieron a prueba el amor que tenía a Cristo
evangelizador, amor que sobrepuso al de las criaturas que le manifestaron su aprecio e
inclinación. Con el corazón lleno de ilusión entró en el estudio de la filosofía, cuyos
tratados de psicología y ética le apasionaban, no tanto la metafísica y la cosmología, al
encontrar aquellas más prácticas que estas últimas para el desempeño de su vocación.
Aprobados los cursos filosóficos, emprende el estudio de teología en la Casa Central de
Madrid, que ya conocía por haber hecho en ella los años de Seminario Interno, y en
Cuenca. Sin comparación con el estudio de la filosofía, el de la teología le entusiasmaba
y encantaba por ser su campo preferido; en él se movía con facilidad y disertaba con
brillantez cuestiones dogmáticas y morales ante el claustro de profesores y compañeros.
Su mente despejada y aguda, que nadie le discutía, le ayudaba a dar pasos seguros en
el estudio del Derecho Canónico y de Moral. Pese a su indiscutida ciencia y claridad en
las explicaciones científicas, nunca fue profesor de seminario.
Tenía vocación de líder, aunque nunca hizo ostentación de ello. La facilidad en el estudio
y el progreso en las ciencias eclesiásticas no le privaron de sencillez y porte cercano, ni
menguó por ello su piedad sincera, amabilidad y educación. Su dicción clara y hasta
elegante hacía que sus condiscípulos siguiesen con atención el desarrollo de las tesis
escolásticas que le tocaba defender. Un compañero suyo declaró más tarde: “Lo
encontré siempre piadoso, sano, sencillo, aunque dentro de esta sencillez noté en él un
instinto de prudencia poco común”. El sentido de obediencia responsable lo vivía desde
niño, de ahí que los superiores le encomendaran pronto puestos de gobierno.
“Pídele al Señor que me dé sentido común.”
En estas andadas intelectuales se movía lleno de ilusión, con los ojos puestos en la
meta final de la carrera, anhelando ser en la tierra otro Cristo y Cristo crucificado. El 20
de marzo de 1926 recibía el diaconado, y el 2 de mayo del mismo año el presbiterado
de manos del arzobispo de Santiago, Mons. Julián de Alcolea. Tenía veinticinco años
incoados.
El día de su ordenación sacerdotal, según refiere un testigo, condiscípulo suyo, recibió
de él este secreto, revelador de su conducta: “Pídele al Señor que me dé sentido común.
Y después, de ahí para arriba, todo lo que quiera… Puedo asegurar que este don fue
captado por los demás ya que, a pesar de ser muy joven, las Hermanas y otras personas
que acudían a él para la dirección espiritual, recibían sus consejos tan prácticos que
apenas tienen explicación humana”. El mismo testigo añade que “trabajador lo era
mucho, intelectual y corporalmente, algo fuera de lo común”.
Ministerio breve pero fecundo
Al día siguiente de la ordenación sacerdotal, 3 de mayo, celebraba su primera Eucaristía
precisamente en la Basílica de la Milagrosa con grandes muestras de alegría y fervor
interiores, acompañado de sus padres; siempre había demostrado profesar una
devoción singular a Nuestra Señora la Virgen, bajo la advocación de La Milagrosa. Otro
condiscípulo riguroso suyo refiere: “El día que celebró su primera misa (la celebramos
juntos) estaba transportado”. Ese condiscípulo se llamaba Gabriel López Quintas, que
llegó a ser director del Seminario Interno. La celebración eucarística diaria colmará sus
ansias de llenarse de Cristo, sumo y eterno sacerdote, y de su santo espíritu.
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En torno a Cristo Eucaristía rondará su espiritualidad. En razón del amor a Cristo,
frecuentará las visitas al Santísimo para acompañar al Señor y recibirle en comunión
espiritual. Al «Amo y Señor de la casa» dedicaba todas sus acciones, desde la mañana
a la noche; al salir de casa y al volver a ella le dará cuenta del tiempo invertido fuera de
la comunidad. María y Eucaristía irán siempre juntas en él y las presentará a los fieles
en privado y en público. Más todavía ante las Hijas de la Caridad, predicando Ejercicios
Espirituales o Novenas, se esmeraba en hacerles vibrar de amor ante la Virgen
Inmaculada y Jesucristo, alimento y prenda de vida futura.
Despachada esta devoción eucarístico-mariana en el templo de la Virgen Milagrosa,
erigido en Madrid, se dirige en 1926 a la Casa-Misión de Ávila para cumplir la misión
que le encomendaran los superiores de predicar misiones populares. En tan corto
espacio de tiempo dio señales claras de su valía e inteligencia práctica ante el pueblo.
La autoridad de Santa Teresa de Jesús, cuyas obras conocía y citaba con frecuencia al igual que tantos otros misioneros que pasaron destinados por Ávila-, porque se había
familiarizado con ellas tanto como con las de San Vicente de Paúl, daba un sabor
especial a sus predicaciones sobre la Iglesia necesitada de santidad en sus hijos; por
amor a la Iglesia, la Santa abulense había comenzado la reforma.
Recién fundada la casa de Granada, allá fue destinado en 1927. Como en Ávila, también
en la diócesis granadina se dedica a predicar misiones preferentemente en pueblos
pequeños y necesitados de instrucción cristiana. Durante su permanencia en la capital,
no encontraba tiempo para dar descanso a su celo: predicaciones de todo orden,
atención a la Asociación de la Medalla Milagrosa y mucho confesionario llenaban las
jornadas del joven misionero. Pronto se dieron cuenta los clérigos de Granada de la
personalidad del P. Amado y recurrían a él como a un apóstol para manifestarle sus
cuitas espirituales y pastorales. Sin embargo no consta que empleara tiempo en la
contemplación de las bellezas artísticas de la Alhambra y jardines del Genaralife, ni que
visitara las cuevas del Sacromonte y el Albaicín y otros lugares de excepcional encanto,
que atraen a tantos turistas españoles y extranjeros.
Habían pasado dos años escasos cuando los superiores llamaron de nuevo a la puerta
de su disponibilidad para enviarle en 1929 a Gijón, fundación reciente, cercana al puerto.
Poco a poco, pero sin ahorrar sacrificio, renueva su entrega total a las gentes que
reclamaban su presencia y ayuda; los pobres que circundaban la comunidad y la iglesia
de culto descubrieron al instante la generosidad del P. Amado. Siempre atento a las
necesidades ajenas, estaba dispuesto a servir a quien podía echar una mano, ideal que
renovó al llegar al populoso Gijón, centro industrial, reclamo de emigrantes. El acierto
en sus labores pastorales y en la convivencia fraternal hizo que le nombraran superior
de la comunidad en 1935, cuando llevaba sólo nueve años de ministerio sacerdotal.
“En momentos de angustia revolucionaria se sentía responsable de la
comunidad”
Al comenzar la revolución marxista en julio de 1936, el P. Amado, residente en la
comunidad de Gijón, se quedó escondido y refugiado en la misma comunidad.
Compartía el refugio con el P. Andrés Avelino Gutiérrez y el Hno. Paulino Jiménez.
Invitados por conocidos y amigos a cambiar de domicilio, el P. Amado se resistía ante
el temor de comprometer a las familias que les recibieran. Era el mismo temor que movió
a otros misioneros a no permanecer largo tiempo con la misma familia, sino a buscar
otros refugios aunque fueran menos seguros y más expuestos a ser descubiertos y
apresados por sus perseguidores. En Gijón, como en tantos otros lugares, los
sacerdotes y religiosos eran el blanco de las iras y atrocidades cometidas por los
marxistas.
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La joven Isabel García fue una de las personas que estuvo más cerca del P. Amado en
los últimos momentos; de él declaró: “Tengo un alto concepto de las virtudes del P.
Amado, quien en los momentos de angustia revolucionaria se sentía responsable de la
comunidad y de las personas acogidas en la comunidad, tanto que cuando le
instábamos a que abandonase la residencia se negó a ello, afirmando que su deber era
permanecer allí”. Del mismo tenor son otras declaraciones de distintos testigos, incluidas
las Hijas de la Caridad.
Ante las muchas y reiteradas instancias de personas amigas, el P. Amado accedió por
fin a salir de la comunidad y buscarse asilo en el domicilio de Sabina Lladó, donde
permaneció cuatro o cinco días, celebrando la Eucaristía en su casa, vestido de seglar
y con un misalito de fieles. Pero obediente a la voz de su conciencia, volvió a la
comunidad, donde se ocultó por segunda vez, para no comprometer, por más tiempo, a
una familia tan generosa y compasiva. Habituado a la compañía de Jesús
sacramentado, no faltó nunca en la capilla de comunidad el Santísimo hasta la fecha de
su detención. Al lado de Jesús, presente sacramentalmente en el sagrario, pasaba
largas horas del día y de la noche, a la espera de la última manifestación de la voluntad
de Dios.
En Cristo encontraba su descanso y su fortaleza. Era Jesús sacramentado su consuelo,
su gozo y su esperanza; con Jesús comentaba la desgraciada suerte que corría España,
pidiendo luz, unión y paz para todos. No era raro encontrarle postrado ante el Santísimo,
preguntándose como San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La
tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre, ¿la desnudez?, ¿los
peligros?, ¿la espada?... En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos
amó”.
Como era de obligación según los compromisos pastorales contraídos, salía muy
temprano a celebrar la Eucaristía y a confesar, en el Colegio de Pola, donde podía
escuchar a muchas personas deseosas de recibir el sacramento de la reconciliación. El
15 de agosto hizo su última salida al mismo colegio. Él sabía que la persecución
arreciaba y que en cualquier momento podía ser sorprendido por los enemigos de la
Iglesia y ser condenado a muerte, como le constaba que había sucedido a otros
compañeros suyos.
“Matadme a mí, pero no hagáis nada a este pobre viejo”
Después de dos meses, todo sucedió como se temía. El 22 de octubre fueron apresados
él y el Hermano Paulino Jiménez. Interrogados en un tribunal popular, acusaron al padre
de «haber dicho Misa», de «ser cura» y por lo tanto de ser «hombre faccioso y digno de
muerte»; para más burla y desprecio le obligaron sarcásticamente a recitar el Credo y
el Padrenuestro, entre risotadas y carcajadas desentonadas. A continuación fueron
llevados los dos, padre y hermano, a una «checa» roja, en la que solo el P. Amado fue
sometido a torturas bestiales por tres días consecutivos. Las amenazas de muerte se
repetían varias veces al día.
El 24 de octubre de 1936, la víspera de Cristo Rey, los asesinos entraron muy de
mañana en la checa y, con lista en mano, el lector de turno leyó el nombre del camarada
Amado, quien dio un paso adelante. De inmediato abrazó al Hno. Paulino, diciéndole:
“¡Adiós! ¡Hasta la eternidad!”, a la vez que dirigía una súplica a los asesinos: “Matadme
a mí, pero no hagáis nada a este pobre viejo, que es solo un criado nuestro”. La súplica
fue atendida y el Hno. Paulino, considerado un seglar más de la calle, sin compromiso
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comunitario, disfrutó desde entonces de libertad vigilada hasta que logró evadirse de la
furia homicida.
No había clareado todavía el día 24 de octubre cuando le hicieron subir en un coche al
P. Amado y a otros compañeros. Fueron conducidos al cementerio municipal de Gijón
(cementerio del Suco, Ceares) y en la pequeña explanada ante las puertas del
cementerio le fusilaron. En el acto del martirio, sacando fuerzas de la debilidad, tuvo
palabras de perdón para sus verdugos y de acción de gracias a Dios, al poder dar la
vida por su amor. Poco antes del asesinato, dirigiéndose a los verdugos les dijo: “Me
matáis porque soy sacerdote. Que Dios os perdone, como yo os perdono”.
Así lo testificó el conserje del cementerio, que había oído perfectamente la llegada del
coche de la muerte y desde su domicilio había distinguido con claridad los tiros del
fusilamiento. El P. Amado tenía treinta y tres años cumplidos. Con el P. Amado fueron
asesinados el mismo día y a la misma hora otros dos clérigos diocesanos. De todos era
sabido que fueron tiroteados, hasta verlos muertos, porque eran sacerdotes católicos.
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