Soy mujer y siempre aborrecí a aquellas que pretenden ser

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Soy mujer y siempre aborrecí a aquellas que pretenden ser inteligentes, igualándose a los
hombres. Las hay que han leído muchos libros y, habiendo aprendido algunas cosas, se creen
superiores a las demás, como las francesas. Yo, como soy española, por la gracia de Dios, nunca
cometí ese pecado. ¿De qué sirve ser una ilustrada si no se puede ser feliz?. He conocido a
muchas mujeres que creían saberlo todo y fueron unas desgraciadas o acabaron mal de la cabeza,
como mi madre y mi suegra. Cuando era niña aprendí que los sentimientos y la memoria son la
esencia de la vida. A lo largo de mi existencia he antepuesto el corazón a la razón, y ahora que
soy vieja y ya no puedo permitirme ese lujo sólo me queda recordar. Fíjate si no en el caso de
mis hijos, que creen saberlo todo y son sin embargo unos necios, como las francesas a las que me
refería. Celebro que estén lejos. No los echo de menos. Me han dado muchos disgustos. En
cambio tú, que eres agradecida y sigues a mi lado, quizá puedas sacar provecho de los recuerdos
y la experiencia de esta anciana, de esta reina desventurada que tuvo en su día muchos momentos
dichosos, la mayor parte de ellos gracias a tu padre. Si insisto en atacar a las francesas no es por
capricho, sino porque las conozco bien. No por nada, mi madre lo era. En la pequeña corte de
Parma donde nací, en 1751, se hablaba sobre todo francés. Incluso mi padre, que por su abolengo
y por ser hijo de Felipe V estaba ligado a España, sentía debilidad por la cultura gala. El desdén
hacia su patria incluía también la lengua, que fingía no conocer. Desde que heredara Parma
gracias a su madre, Isabel de Farnesio, se le había metido en la cabeza convertir el Ducado en un
calco de Versalles, asunto este que, por más paradójico que te parezca, era objeto de la burla
despiadada de mi madre. Ella era primogénita del rey Luis XV de Francia y había crecido en
aquella fastuosa corte versallesca. El pequeño Ducado de Parma, plano y neblinoso en invierno,
se le antojaba como una ridícula imitación, un insignificante y miserable enclave extraviado en
alguna parte de la Francia profunda. En absoluto le consolaba que las paredes de nuestro palacio
exhibieran lienzos de gusto exquisito, fruto de la pasión por el arte de los Farnesio, que, no en
vano, descendían por línea directa de uno de los pontífices con más ojo para la belleza que ha
dado la Santa Iglesia Romana. Si un día tienes la ocasión de ir a Nápoles, y visitas el palacio de
Capodimonte, fíjate con atención en el retrato que hizo Tiziano de mi antepasado, el papa Pablo
III. En su mirada tal vez encuentres una explicación de por qué la sangre que corre por las venas
de esta pobre anciana llegó en un tiempo a bullir como lo hizo. Mi madre amaba al divino
Tiziano, lo amaba en exceso. Cuando aceptó trasladarse al Ducado con mi padre, ella, que como
otros miembros de la Casa de Francia había posado para pintores de la talla de Maurice Quentin
de la Tour y Jean-Marc Nattier, anhelaba encontrar sus palacios llenos de obras del genial
veneciano. Para su sorpresa, la mayor parte de ellas había desaparecido. Cuando el hermano
mayor de mi padre, el futuro Carlos III de España, abandonó Parma, donde antes había sido
duque, se llevó a Nápoles los cuadros de la familia que más le gustaban. No es de extrañar pues
la desilusión de mi madre al encontrarse dueña de un ducado pequeño y aburrido, provinciano en
grado sumo, y sin los magistrales Tizianos a su alcance. A falta de buenos cuadros, se hacía
enviar cuanta obra escrita era publicada en Francia, y se pasaba el día contestando las cartas que
desde allí le remitían. Sólo la prodigiosa primavera parmesana, con su explosión de luz y color,
lograba arrancarla de su gabinete privado, donde prácticamente vivía recluida como en estado de
hibernación. Decepcionada por una situación que no estaba a su altura, constantemente
reprochaba a su marido que fuera un remedo de francés y que no sólo se hubiera dejado utilizar
por su hermano mayor, sino que se hubiese desentendido de educar comme il faut a su
primogénito, mi hermano Fernando, destinado a heredar el Ducado de Parma. Pero la verdadera
preocupación de mi madre, y eso me halaga en lo más íntimo, tenía que ver conmigo y su
pretensión de convertirme en Reina de Francia. Albergaba muchas esperanzas. Poco antes había
logrado el compromiso matrimonial de mi hermana mayor, Isabel, con el primogénito de la
emperatriz María Teresa de Austria. Para conseguirlo en mi caso estableció una red epistolar con
todos los personajes de la corte de Versalles que podían ser útiles a su estrategia. Sabía que para
ser reina de aquel país hacía falta estar bien preparada. Confiaba además ciegamente en mis
aptitudes naturales para lograrlo. Me tenía por una niña capaz y espabilada, de mente y genio
despiertos, poseedora de una viveza y gracia extraordinarias, así como de un talento especial para
el trono. A veces incluso aseguraba que mi innata disposición para reinar era mayor que la de
mi abuela, Isabel de Farnesio, su suegra, una mujer por la que sentía tanta admiración como
resentimiento. Pero, no obstante mis habilidades, para procurarme la instrucción necesaria debió
urdir primero un plan. En primer lugar hubo de convencer a mi padre para que nombrara como
preceptor de Fernando a un religioso del que la corte francesa contaba maravillas. Se trataba del
filósofo-abad Etienne de Condillac, un hijo de la pequeña burguesía de Grenoble, gran amigo de
Rousseau y Diderot. La primera reacción de mi padre al escuchar esos nombres -puedes
imaginarlo- fue poner mala cara. Desconfiaba de esas fatuas cabezas pensantes que surgían de la
nada sin más aval que unas cuantas ideas revolucionarias con las que pretendían transformar el
mundo. Pero mi madre, que lo conocía de sobra y sabía explotar sus bazas, aludió al excelente
concepto que del abad tenía su padre, el Rey de Francia. Entonces sí consintió de inmediato;
bastaba espolear la pedantería francófila del duque para que aceptase sin reservas cualquier
proposición. Comprenderás mi excitación ante la llegada de Condillac, a quien mi madre parecía
otorgar una categoría intelectual y moral sin precedentes, sólo comparable a la que confería a su
propio padre. En honor a la verdad, no veía la hora de poder conversar con alguien de su talla,
naturalmente en francés. Aunque muchos de los nobles de nuestra corte parmesana podían
vanagloriarse de orígenes tan antiguos como la propia Casa de Francia, a mi madre le chocaba su
patanería. No concebía, para que te hagas una idea, que su tema de conversación favorito versara
sobre algo tan prosaico como las propiedades de las trufas, el faisán asado o el relleno de los
tortellini. No encontraba explicación a que esa gente, que incurría en el mal gusto de hablar de
comida en medio de un banquete, mientras estaba sentada en la mesa, perteneciera a las mismas
familias que habían sido Mecenas de las obras más sublimes del arte italiano. Era demasiado
francesa para poder entenderlo... La verdad es que yo no me aburría como mi madre. Mi
vitalidad era tal que hasta los días en que el parque de palacio amanecía cubierto de niebla y
todos se encerraban en sus habitaciones, buscando el calor de los braseros, yo salía como si tal
cosa, despreocupándome incluso de abrigarme; ¿para qué, si el auténtico placer radicaba
precisamente en dejarme envolver por ese manto húmedo y fresco que me calaba hasta los
huesos, en recibir al regreso el doble goce de despojarme de la ropa mojada y friccionarme todo
el cuerpo con agua de colonia para hacerlo reaccionar?. Aquellas salidas intempestivas al parque
me costaban invariablemente una reprimenda por parte de mi madre y mi aya, Madame de
Grigny, cuando no un comentario jocoso de Fernando, que aseguraba que mis juegos al aire libre
no se diferenciaban en nada de los de una vulgar campesina. Mi hermano: siempre tan rígido y
entrometido, tan diferente de mi discreta hermana. Como bien sabes, todas las familias -y la mía
no era ninguna excepción- tienen sus manías. Los reproches que mi madre le hacía a mi padre a
cada poco -'Sois un iluso, os habéis dejado engañar por vuestro hermano, el Rey de Nápoles'sonaban como un estribillo en mis oídos, eran la cantinela que acompañaba, sin alterarlo apenas,
el ritmo de nuestra vida. Estaba tan acostumbrada a escucharla que no me causaba ningún efecto;
además, conociendo el ascendiente de mi abuela, Isabel de Farnesio, sobre sus hijos -ninguno,
empezando por mi tío Carlos, hacía nada sin su consentimiento-, no era difícil adivinar quién
tenía siempre la última palabra. Pero mi madre, que a la hora de criticar a italianos y españoles se
soltaba sin control, nunca arremetió directamente contra su suegra; la temía demasiado como
para enfrentarse a ella. No en vano la había conocido bien cuando, recién casada con mi padre,
residió unos años en España.
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