Siglo nuevo OPINIÓN Victoria Luisa de Terr azas Entre el mito y la realidad Una joven llamada Rosario Es curioso que Manuel Acuña tuviera tantos amigos, compañeros de estudio, admiradores de su talento, y no supieran que tenía una inclinación amorosa por la señorita de la Peña H a de haber sido doloroso para Rosario de la Peña y Llerena, ganar el título de “Rosario la de Acuña”, sin más valor que las voces del vulgo. Para una señorita de la alta sociedad, como se nombraba entonces en el siglo XIX a las damas educadas en las más estrictas reglas de moral, urbanidad y cultura, como era el caso de Rosario, atribuirle a su persona la causa de la muerte del poeta Manuel Acuña, ha de haberle causado a ella y a su familia un verdadero trauma. Todo lo ocasionó el poema Nocturno, que bien a bien nunca estuvo firmado por Acuña para Rosario. Siempre fue el: “Se dice qué... parece qué... es posible qué...”. Es curioso que Manuel Acuña tuviera tantos amigos, compañeros de estudio, admiradores de su talento, y no supieran que tenía una inclinación amorosa por la señorita de la Peña, cuando era público que sostenía una relación, hasta con un hijo de por medio, con la poetisa Laura Méndez. ¿Por qué callarlo? ¿Por qué no aclarar que su interés era para otra persona? Como buenos amigos debían haberlo sabido. Las confidencias en esa edad no fallan. Tenían que conocer el sentir de Acuña. En casa de la señorita de la Peña se reunía la intelectualidad literaria de entonces y ellos eran Juan de Dios Peza, Ma14 • Sn nuel M. Flores, Agustín Cuenca, Ignacio Ramírez, José Martí y muchos más. En ninguna nota aparece el nombre de Acuña entre los asistentes, ¿de dónde pues que eran novios e iban a casarse? Las lenguas son veneno cuando hablan sin razón. Así pasaría con Rosario, una vez su nombre en la calle nadie lo pararía. Por lo que sabemos, fue la voz de Rosario la que habló en su defensa. “Si fuese una de tantas mujeres vanidosas -dijo- me empeñaría con fingidas muestras de pena, en dar pábulo a esa novela de la que resulto heroína; no puedo ser cómplice de un engaño que lleva trazas de perpetuarse en México y otros puntos. Sería yo en su última noche una fantasía de poeta, tal vez esa Rosario no tenga nada mío fuera del nombre”. Con qué pesar lo escribiría la señorita de la Peña. Rosario de la Peña fue una joven bellísima que unía a su hermosura talento y finura y que sin haber sido ella misma escritora o poetisa, estuvo rodeada por intelectuales y regalada con poemas como los de Ignacio Ramírez (El Nigromante), o por las cartas y apasionados poemas de José Martí. Conocerla y tratarla ha de haber sido una delicia y si Acuña lo hacía, no podía menos que caer rendido a un amor imposible, silencioso y trágico. Si el amor del poeta era verdad, ima- ginemos entonces el efecto que la pasión por la dama, provocaría en el temperamento sensible de Acuña. Y tenía que expresar su amor, y al inicio de su Nocturno le dice: Yo necesito decirte que te quiero, decirte que te adoro con todo el corazón... y más adelante reconoce lo imposible de su amor: Comprendo que tus besos jamás han de ser míos y que en tus ojos no me he de ver jamás... y luego desesperado: Qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida, qué quieres tú que yo haga con este corazón... El final del poema es trágico: Adiós por la vez última, amor de mis amores, la esencia de mis flores; mi lira de poeta, mi juventud... adiós. Imposible no conmoverse ante la voz del poeta, como lo hicieron antes, como lo hacemos hoy a pesar de tanto tiempo, todavía nos conmueve. Tiempos difíciles aquellos del siglo XIX, época extrema del romanticismo, en el que todo era un sentimiento único y amoroso, un tener abierto el corazón a todos los sentimientos de poetas, intelectuales y periodistas. Rosario de la Peña fue ‘la musa oficial’ de todos ellos, de aquél rico movimiento que inundaba a todo el país. Y pensamos con pena que con justicia o sin ella, ya el momento se reconocería a esa joven como “Rosario la de Acuña”. §