Germán Espinosa, detras del espejo. Pág.,109

Anuncio
D
O
S
S
I
E
R
Germán Espinosa, detrás del espejo
Joaquín Robles Zabala
Uno
Germán Espinosa fue un hombre delgado que, en
los últimos días de su vida, llegó a extremos de enflaquecimiento, pues el cáncer de garganta, que lo había
agobiado durante largo tiempo, lo consumió hasta
convertirlo en una sombra triste del otro, del original,
a quien conocí en  en Cartagena, cuando yo era un
estudiante de bachillerato y él un escritor consagrado
por la gloria de La tejedora de coronas, una novela que
me impactó tanto como, tiempo atrás, lo había hecho
Cien años de soledad.
Germán era entonces un hombre de más de
cuarenta años, con una barba descuidada y el cabello
revuelto, con una apariencia de poeta maldito, acompañado de una mujer bajita, de ojos grandes y pelo negro
cuya mano se posaba como una paloma en el hombro
del novelista. Lo que más me llamó la atención de él fue
el bastón de madera, barnizado y brillante, curvo en la
parte superior como el manubrio de un paraguas. Más
tarde me enteré que este aditivo de su personalidad era
también de una moda que el escritor había importado,
seguramente de sus viajes a Europa, en particular de
París, una ciudad que había aprendido a amar a través
de las novelas de sus autores franceses favoritos: Víctor
Hugo, Flaubert, Maupassant y Balzac, entre otros.
La imagen de Espinosa subiendo los escalones que
conducían a la biblioteca Bartolomé Calvo, acompañado de aquella mujer, de la que luego supe era su
142
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
“Lo que más me llamó la atención de él fue el bastón
de madera, barnizado y brillante, curvo en la parte
superior como el manubrio de un paraguas.”
FOTO: ARCHIVO PARTICULAR FAMILIA ESPINOSA TORRES
esposa Josefina, se me quedó prendida en la memoria
por largos años, al igual que el recuerdo de la sala de
lectura atiborrada de gente que quería escucharlo,
comparable con las largas filas que se hacían frente al
teatro Cartagena para ver el estreno de una película muy
publicitada. Desde el momento en que cruzó la puerta
de cristal de la biblioteca, una cámara de televisión
comenzó a registrar cada uno de sus movimientos, al
tiempo que una lluvia de luces cayó sobre él. El revuelo
fue tan grande que hubo que cerrar la puerta central
para impedir que la gente siguiera entrando. Los que
se quedaron afuera vociferaban, reclamando acceso,
muchos con los rostros pegados a los vidrios, mojados
por una lluvia que había empezado a desgajarse con
fuerza.
Adentro, algunos estantes de libros se habían
corrido hacia los lados para ganar espacio. Las personas que no encontraron asiento se encaramaron en las
mesas confinadas en los extremos del recinto. Un tropel
de chicas y chicos rodeó al escritor, como una especie de
héroe de carne y hueso, a quien querían tocar, hablarle,
comprobar que detrás de la gran obra había un ser
terrenal, tan mortal como todos nosotros, y extenderle
ejemplares de sus libros para que los firmara. Mientras
que el novelista, arrinconado contra la escalera que
llevaba al piso superior, escribía dedicatorias, y Josefina
observaba, quizá feliz, el aire acondicionado colapsó y
se empezó a sentir un calor infernal. Hubo que buscar
ventiladores. Victoria, la directora, tomó el micrófono
para pedir silencio y orden, pero la turba emocionada
parecía no escuchar. Los guardias de seguridad tuvieron
que intervenir para restablecer la compostura.
Después de casi treinta minutos, el ambiente
empezó a normalizarse. Las voces se volvieron murmullos y el novelista tomó asiento en una mesa dispuesta
con micrófonos y botellas de agua. La voz de un hombre
bajito, de un metro con sesenta y cinco centímetros,
aproximadamente, ligeramente gordito, de barba,
consiguió el silencio de los asistentes cuando presentó
a Espinosa como uno de los grandes novelistas de la
literatura colombiana y emprendió un recorrido por la
trayectoria literaria de este autor, desde su primer libro
de poemas, Letanías del crepúsculo (), pasando por
el primer libro de cuentos, La noche de la Trapa (),
hasta desembocar en el alucinante y mágico mundo
de las novelas Los cortejos del diablo () y La tejedora
de coronas (). Tiempo después supe el nombre del
presentador, Jorge García Usta, un periodista del diario
El Universal que había publicado un poemario y estaba
considerado como uno de los mejores poetas jóvenes
de la ciudad.
Un silencio casi sepulcral reinó después de las palabras del poeta García Usta. Espinosa tomó entonces el
micrófono, agradeció a su colega, y empezó a evocar
la Cartagena de su infancia, llena de de fantasmas que
rondaban en las noches las calles de la ciudad y de
relatos de brujas y de piratas que colmaron su imaginación. Habló de sus lecturas y de cómo en sus libros
esa Cartagena se fue transformando, reinventándose
en cada esquina, adquiriendo otros colores, nuevos
matices y nuevas tonalidades. Habló de los escritores
que reinventaban las ciudades en las que vivían, como
Víctor Hugo con París en Los Miserables y Charles
Dickens con Londres en Oliver Twist. Habló de cómo
las ciudades se construyen a partir de sus imaginarios,
y de cómo estos, en ocasiones, son tan poderosos que,
después de varios siglos, permanecen vivos entre las
nuevas generaciones quienes incluso los transforman
en la memoria colectiva.
Aquella charla impactante tenía el mismo tono
encantatorio de sus novelas. Cuando terminó, una larga
ovación se confundió con la lluvia que seguía cayendo
sobre la ciudad. Hubo preguntas, un conversatorio que
se prolongó durante cuarenta y cinco minutos más. Al
final, Espinosa, como lo hubiera hecho una estrella del
rock norteamericano o del cine hollywoodense, volvió
a firmar libros, pues los que no habían podido entrar
lo hicieron en marejada. La algarabía se apoderó de
nuevo de la sala de lectura. Hubo gritos. Una mujer
se lamentaba porque alguien le había pisado el pie tan
fuerte que le quebró una uña.
Aquella noche, al abandonar la biblioteca,
mientras la lluvia seguía cayendo sobre el centro de
Cartagena, sobre el Parque Bolívar, sobre la Plaza de
la Aduana, sobre la Torre del Reloj, sobre la bahía,
desde donde la brisa arrastraba un fuerte olor a
pescado en descomposición, crucé la rotonda de la
estatua de Pedro de Heredia en dirección a la avenida
Luis Carlos López y experimenté toda la tristeza del
mundo: quería ser un escritor de verdad, y escribir una
novela tan voluminosa y estéticamente bien concebida
como La tejedora de coronas y hacer de la literatura la
parte más importante de mi vida. Pero no sabía por
dónde empezar.
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
143
“Cada dos horas se fumaba un paquete de cigarrillos.”
FOTO: ARCHIVO EL TIEMPO
Dos
A Germán Espinosa no volví a verlo hasta ,
cuando yo era integrante del taller literario Candil de la
Universidad de Cartagena, que dirigía el profesor Felipe
Santiago Colorado. Por aquel entonces había leído gran
parte de sus novelas, incluyendo el volumen de cuentos
Noticias de un convento frente al mar, publicado en .
En relación con la primera vez, en esta oportunidad lo
noté mucho más delgado, la ropa le quedaba holgadísima, y parecía haber envejecido una eternidad. Tenía
entonces terribles problemas económicos, la editorial
de sus libros le debía plata y algunos de sus amigos lo
ayudaban a conseguir algo de dinero. Cada dos horas
se fumaba una cajetilla de cigarrillos, dormía poco y
bebía mucho y, en las mañanas, en lugar de café, ingería un vaso de whisky. Había sido internado en varias
144
oportunidades en una clínica para recuperarlo de sus
problemas de salud, pero, al salir, recaía.
Era un poco más de las doce del mediodía cuando
hablé con él quince minutos, quizá menos, pero los suficientes para expresarle mi admiración por su obra. Se
sintió complacido y me dio un abrazo. Me pidió que le
escribiera, que mantuviera los canales de comunicación
abiertos. En una hoja de papel que le extendí, escribió
una dirección y un teléfono. Luego lo acompañé a
tomar un taxi, pues tenía que regresar al hotel y salir
inmediatamente hacia el aeropuerto, ya que su vuelo
estaba programado para las tres de la tarde.
Volví a verlo cinco años más tarde, cuando yo trabajaba como corrector de estilo y redactor de El Periódico
de Cartagena. Él iba en compañía de un muchacho
en dirección a la calle Santos de Piedra. Supuse que
entraría al periódico, cuya sede estaba a media cuadra.
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
Y así fue. En la puerta lo abordé, lo saludé y se alegró
de verme. Por supuesto que me alegré no sólo por
saludarlo, sino al saber que se acordaba de mí. Seguía
adelgazando. Esbozó una sonrisa y puso su mano
sobre mi hombro. Parecía cansado, como si saliera de
una convalecencia. Alguien me comentó después que
estaba pasando por problemas económicos graves,
que le habían afectado aún más la salud y lo habían
llevado a fumar más y a consumir mucho más licor.
Me dijeron también que venía con mucha regularidad
a Cartagena, invitado en ocasiones por el Banco de la
República y, en otras, por algún amigo de los muchos
que tenía en la ciudad.
Subió con dificultad las amplias escaleras de piedra
tallada, apoyándose, cada paso, en el bastón, y deteniéndose a descansar en cada peldaño como si el esfuerzo
le cortara la respiración. Jorge García Usta, que era el
encargado de la página cultural y el coordinador del
magazín dominical Solar, lo recibió en el rellano, se
abrazaron y los vi alejarse por el pasillo hacia el final, en
compañía de uno de los accionistas del periódico. Los
vi detenerse un segundo y desaparecer después detrás
de una puerta de doble hoja.
Siete años más tarde, me encontraba en Bogotá
estudiando literatura en el Instituto Caro y Cuervo.
Había terminado la universidad y mi trabajo de grado
giraba en torno a un tema recurrente en la obra de
Espinosa: la relación entre la mujer, el sexo y la religión.
Como no tenía su dirección ni su teléfono, y la hoja de
papel con sus datos se había perdido con la desaparición
de una libreta de apuntes, le escribí un correo a Pedro
Badrán, el escritor magangueleño radicado en Bogotá
desde hacía algo más de diez años, quien mantenía una
relación muy cercana con Espinosa. Pedro me contactó
una cita, me dio el teléfono y la dirección y me contó
de paso que “Germán no estaba muy bien de salud”.
Fue así como una mañana me encontré en camino
hacia su casa, armado con dos ejemplares de sus libros
---La tejedora y Los cortejos--- y con una copia anillada
de sesenta páginas de mi trabajo sobre su obra. Yo vivía
en La Candelaria Vieja, muy cerca de la biblioteca
Luis Ángel Arango, y él en Las Aguas, en la calle 
con carrera , en una de las torres Gonzalo Jiménez
de Quesada. Aquella mañana la recuerdo húmeda
y gris como casi todas las mañanas bogotanas. Una
lluvia fría y pertinaz caía sobre el centro de la ciudad
desde la noche anterior. Monserrate y Guadalupe
estaban cubiertos por una gruesa neblina. Bajé por la
calle  hasta la Jiménez y doblé luego hacia la . En
la entrada esperé durante varios minutos mientras el
vigilante firmaba unos documentos de recibido. Afuera,
la lluvia empezó a arreciar. Una mujer, con un niño de
pocos meses, esperaba sentada en un sofá. El vigilante
le entregó una copia de los documentos al mensajero
de una oficina de correos y éste se marchó en una
motocicleta envuelta en la lluvia. Luego, el hombre
marcó un número telefónico, me llamó y dijo: “Torre
, apartamento -”. Me señaló la entrada y caminé
rápido tratando de evitar la mojada. A una chica que
salía con un paraguas, le pregunté por el ascensor y
me mostró un pasillo. Miré el reloj: eran las :  y
la cita con Espinosa estaba programada para las  en
punto.
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
145
Tres
Lo que más me impresionó de aquel apartamento
fue el fuerte olor a tabaco impregnado en cada uno de
los objetos. Era un olor viejo, acumulado seguramente
en el transcurso de muchos años, que se alzaba por
encima de otro, que era una mezcla de ambientador
aromático y colonia. Espinosa me recibió vestido de
saco y corbata. Aunque me saludó, esta vez no parecía acodarse de mí. Sólo cuando le mencioné lo del
periódico, intentó como disculparse: “Es tu pelo”, dijo.
“Cuando te conocí lo tenías corto”. Sacó en seguida
una cajetilla de cigarrillos del bolsillo del saco y encendió uno. “Cómo dejaron acabar ese periódico”, le oí
lamentarse. “Los accionistas no quisieron meterle más
plata”, le dije. “Era un buen periódico… Cuando yo
iba a Cartagena, siempre lo leía”, agregó.
Yo estaba sentado frente a él, separado por una
mesita de madera y vidrio donde reposaban dos ceniceros que se fueron llenando de colillas. En menos de
diez minutos se fumó tres cigarrillos, encendiendo uno
con el cabo del otro. En un rincón, alcancé a ver un
cesto tejido que contenía una colección de bastones,
de formas distintas y materiales diversos. Le informé
que estaba estudiando literatura en el Caro y Cuervo y
que mi visita tenía como objetivo entregarle mi monografía de grado que versaba sobre su obra. Detrás de
los lentes, sus ojos sonrieron. Se alegró mucho. “Para
que le eche la leída cuando tenga tiempo”, le sugerí.
“No”, me dijo él. “Léeme ahora algunos apartes”. Abrí
el anillado y empecé leer.
Durante más de treinta minutos permaneció
atento, como un muchacho disciplinado que escucha
los consejos del maestro, con el cigarrillo en los labios,
mirando en dirección a una ventana donde la lluvia
“Su historia de amor no había terminado, y estaba dispuesto, al igual que Ulises, a cruzar el
infierno para continuarla.”
FOTO: ARCHIVO PARTICULAR FAMILIA ESPINOSA TORRES
146
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
resbalaba sobre el cristal. Por momentos pensé que no
estaba escuchando, pero las constantes afirmaciones con
la cabeza me demostraban lo contrario. En medio de la
lectura, apareció Josefina. En un primer momento no
la reconocí: estaba descalza y vestía un pantalón corto
y una blusa ligera, poco aptos para un clima bogotano,
mucho más frío bajo la intensa lluvia. El cabello lo tenía
mucho más corto que cuando la conocí en Cartagena
y la sombra alrededor de los párpados profundamente
demarcada. No dijo nada a pesar de que detuve la
lectura para saludarla. Sólo se quedó allí de pie unos
cinco minutos, al lado de su esposo, con la mirada fija
en mí y luego se marchó. Un amigo me dijo después
que, desde hacía ya varios meses, ella no estaba bien de
salud. Su mirada, aunque fija, parecía extraviada.
Cuando terminé de leer, Espinosa se levantó y fue
al baño. “¿Por qué no le propones al Caro y Cuervo que
publique ese trabajo?”, me dijo de regreso. “No tienen
plata para publicar nada”, le aseguré. Un muchacho,
que había visto pasar de un lado del apartamento al
otro, me trajo una taza de café. Espinosa tomó nuevamente asiento. Yo le mostré los ejemplares que había
llevado de sus libros. El de La tejedora de coronas era
una tercera edición de Montesinos, publicada en ,
de cubierta blanca, ilustrada con una pintura en la que
aparecía Genoveva Alcocer tendida en un butacón
florido. Germán la miró por ambos lados y dijo: “Esta
edición salió con muchos errores. Es quizá la peor
que han hecho de mi novela… Debes comprar la de
Alfaguara, la edición conmemorativa”. Abrió el libro,
extrajo un bolígrafo del saco y escribió, con una letra
grande y amplia: “Para Joaquín Robles, con simpatía
cordial. G. Espinosa”. Después tomó el ejemplar de
Los cortejos del diablo, una edición de Altamir de ,
cuya portada es la pintura de un aquelarre. Ojeó la
primera página y dijo: “De esta conservo varios ejemplares” Luego escribió, con la misma caligrafía pulcra
y amplia: “Para Joaquín Robles, con gratitud por sus
trabajos sobre mi obra. G. Espinosa. Bogotá, agosto
 de ”.
Afuera la lluvia continuaba cayendo y Josefina
parecía un ser de otro mundo, deambulando de un
lado para otro. Cada cierto tiempo se detenía al lado
de su esposo, con los brazos extendidos a lo largo del
cuerpo, nos miraba, nos escuchaba y se iba. Me sentí
algo incómodo. Germán sacó el último cigarrillo de la
cajetilla y lo encendió. Los ceniceros estaban colma-
dos de colillas, mi ropa olía a tabaco y sobre la mesita
había otro paquete de Marlboro aún sin abrir. “Mira
esto”, me dijo de repente. Era un par de revistas. Una
tenía el logo del Ministerio de Cultura y en sus páginas
centrales había una larga entrevista que le habían hecho
hacía pocos días. “Te la regalo”. La otra era un magazín
de la Universidad de Salamanca que había reproducido
un artículo suyo. “Esta también te la regalo”. La ojeé
rápidamente. Allí, en la página , encontré aquel texto
que Espinosa había leído en la biblioteca Bartolomé
Calvo hacía  años y que tanto me había gustado. El
artículo se titulaba “La ciudad reinventada”, y desde
 formaba parte de su libro La liebre en la luna, una
compilación de ensayos y artículos periodísticos que él
había escrito a lo largo de  años.
En la otra publicación, además de la entrevista
con Espinosa, había un comentario sobre un libro de
Efraím Medina y una fotografía suya. “Este también
es cartagenero”, le dije, mostrándole el texto y la foto.
“Vaya”, exclamó de de repente. “Yo a ese señor no lo
conozco. No he leído nada de él, no sé quién es, pero
en la pasada Feria del Libro de Bogotá se dedicó a hablar
mal de mí, como si yo le hubiera hecho algo malo”.
Me eche a reír. “No sólo habla mal de usted”, le
aclaré. “Habla mal de todos los escritores colombianos,
incluso de García Márquez. Con Héctor Abad tuvo sus
encontrones, con Andrés Hoyos también. De ambos
dice que no saben escribir. Yo lo conozco desde hace
rato, es su manera de ganar amigos”.
A través de la ventana, observé la lluvia persistente.
Germán miró su reloj y yo el mío: era poco más del
mediodía. Me puse de pie. Espinosa también lo hizo,
me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. “Llámame cuando puedas”, le oí decir. Antes de abrir, agarró
una bolsa plástica, grande y negra, y me la extendió.
“Para que no te mojes”. Al salir, un segundo antes de
que cerrara, pude ver el rostro de Josefina, sus ojos
grandes, enmarcados en las líneas negras del lápiz.
A Espinosa lo volví a ver pocos días después, un
domingo mientras atravesaba el parque de Las Aguas,
cerca de la estación de Transmilenio. Iba en compañía
de esa mujer de la que supe luego había sido su inspiración. Iban en dirección a la Olímpica de la carrera
 con . Ella agarrada del brazo de su esposo y él
apoyado en el bastón que, desde hacía algunos años,
había dejado de ser un simple elemento ornamental
para convertirse en una necesidad.
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
147
Cuando Josefina murió, supe que Germán no superaría aquella pérdida. Lo llamé varias veces, pero nadie
contestaba el teléfono. Luego me enteré que había sido
internado en una clínica para que le practicaran unos
exámenes. Un día, un amigo me llamó para decirme
que Espinosa estaba muy enfermo. Desde la partida
de su mujer, él había buscado la manera de acompañarla. Por eso escribió Aitana, una forma de exorcizar
la pérdida, pero también de estar cerca de ella. Por
eso aumentó el consumo de licor y cigarrillos. Por eso
cuando le diagnosticaron el cáncer de garganta, que le
estaba consumiendo hasta el alma, en vez experimentar
el miedo natural que sentimos por la muerte, lo que
seguramente experimentó fue un alivio. Su historia de
amor no había terminado, y estaba dispuesto, al igual
que Ulises, a cruzar el infierno para continuarla. a
148
A G U A I T A DIECISIETE — DIECIOCHO / DICIEMBRE 2 0 0 7 — JUNIO 2 0 0 8
Descargar