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ENSAYOS
DEL MASCARÓN A LA MÁSCARA EN UN
POEMA DE EUGENIO FLORIT
GUSTAVO PÉREZ FIRMAT
Columbia University
…aquello que me espera: el mar.
(Eugenio Florit, “El miedo”)
Inventado a mediados del siglo XIX en Inglaterra, el monólogo dramático
tardó casi un siglo en aclimatarse a la poesía en lengua española. Sus dos
exponentes más ilustres, Luis Cernuda y Jorge Luis Borges, ambos profundos
conocedores de la literatura inglesa, desbrozaron el camino que después
seguirían poetas más jóvenes a ambos lados del Atlántico, entre ellos Jaime
Gil de Biedma, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Nicanor Parra, Ernesto
Cardenal y José Kozer. Un poeta cuya práctica del monólogo dramático no
ha sido tenida en cuenta por los estudiosos del género es Eugenio Florit, a
pesar de que dos de sus poemas más conocidos, “Martirio de San Sebastián”
y “El mascarón de proa del museo,” son excelentes muestras de este tipo de
composición. Incluso es posible que Florit haya sido el primero en trasladar el
monólogo dramático a las letras hispanoamericanas. Según Marlene Gottlieb,
el “Poema conjetural” de Borges, que se publica en La Nación en 1943,
es el ejemplo más temprano en Hispanoamérica (60).1 Con varios años de
antelación, el “Martirio de San Sebastián” había aparecido en Doble acento
(1937), el tercer poemario de Florit; y ya en el 1931 Florit había publicado un
“Monólogo de Charles Chaplin en una esquina.”2
“Martirio de San Sebastián,” que tanto impresionó a Juan Ramón Jiménez
al oírlo recitado en La Habana en 1936, dibuja un autorretrato del mártir
momentos antes de su muerte. Florit cuenta que escribió el poema una noche
en el 1935 después de asistir a una función de baile en la cual Alejandro
Sakaroff hizo “una mímica estupenda” de San Sebastián basada en la pieza
dramática de Gabriele D’Annunzio, Le martyre de Saint Sébastien (OC, III,
228). En la transposición de Florit, el mártir invita a las flechas, “palomitas
de hierro,” a vulnerar su cuerpo:
Sí, venid a mis brazos, palomitas de hierro;
palomitas de hierro, a mi vientre desnudo.
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Qué dolor de caricias agudas.
Sí, venid a morderme la sangre,
a este pecho, a estas piernas, a la ardiente mejilla.
[…]
¡Ay! qué acero feliz, qué piadoso martirio.
¡Ay! punta de coral, águila, lirio
de estremecidos pétalos. Sí. Tengo
para vosotras, flechas, el corazón ardiente. (OC, I, 120).
El marco religioso del poema no logra ocultar el regodeo morboso del
mártir—“rico sufrimiento” lo llamó Juan Ramón (12)—al contacto de
las flechas. Es este, sin duda, el texto más carnal de Florit, el único en su
obra en que el hablante prorrumpe en gritos de gozo y dolor al sentir su
cuerpo “acariciado.” El autor de De tiempo y agonía nunca fue un poeta
del cuerpo, y menos aun de un cuerpo a la intemperie. En sus poemas más
representativos—“El hombre solo,” “Nadie conversa contigo,” “El solitario,”
“El miedo”—Florit escribe—y se describe—recluido en una “esquina
lejana,” en un “castillo interior” (el título de uno de sus últimos poemarios),
o a veces, sencillamente, en su apartamento, refugio que en sus poemas le
hace justicia al nombre. En cambio, “Martirio de San Sebastián” transcurre
en un espacio abierto: ya no castillo sino vitrina. Como señalara Ángel del
Río hace años, lo habitual en Florit es la sublimación estética o espiritual
(18). En el “Martirio” no hay sublimación. La emoción que lo rige no es el
fervor; es el ardor. El hablante ya no es la “hormiguita silenciosa” (OC, VI,
48) de otros poemas sino un cuerpo que reclama su deseo.3
Escrito quince años después, “El mascarón de proa del museo” comparte
con “Martirio de San Sebastián” el realzar la visibilidad del hablante. Un
museo también es vitrina. Al igual que “Martirio de San Sebastián,” “El
mascarón” ocupa la posición central en el poemario al que pertenece,
Asonante final (1950)—otra indicación del parentesco de los dos poemas,
así como de su importancia para el autor.4 Pero los dos monólogos difieren
notablemente. Con los brazos cruzados sobre el pecho, el mascarón no exhibe
el cuerpo, lo oculta. A diferencia del mártir, que habla al borde de la muerte,
el mascarón habla desde el tedio de la existencia museal. Y sin embargo el
monólogo del mascarón no es menos apasionado que el del mártir, pasión
que se remonta a sentimientos de culpa. Mario Parajón, a quien le debemos
las mejores páginas sobre la poesía de Florit, señala que el autor de Asonante
final es “el poeta cubano más justa y finamente irónico consigo mismo:
ni se desprecia ni se exalta” (Parajón 178).5 La observación de Parajón se
ajusta a gran parte de la obra de Florit, el poeta de la serenidad, de la palabra
contenida, pero es inaplicable a estos monólogos dramáticos, donde Florit
nos muestra otras aristas de su personalidad: la exaltación, en “Martirio de
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San Sebastián,” y el autodesprecio, en “El mascarón de proa del museo.”
En una conferencia del 1935, “Una hora conmigo,” Florit distanciaba sus
poemas de aquellos caracterizados por “el derrame, por todos los poros del
yo-sentimiento, de un sudor lírico, en la acepción peyorativa del vocablo”
(166).6 El monólogo dramático acorta la distancia al darle a Florit la
oportunidad de derramarse, de sudar, pero vicariamente. En “Martirio de San
Sebastián” el derrame lírico es casi literal, pues al recibir las flechas, el santo
sangra un “río de tibias aguas celestiales” (OC, I, 120). En “El mascarón
de proa del museo,” el derrame ocurre en seco, ya que la crisis consiste
en que el mascarón se encuentra alejado del mar: derrame por aridez. De
ahí que el monólogo dramático en Florit, y en particular “El mascarón de
proa del museo,” sea un dispositivo de alteración, en los dos sentidos del
término. Por una parte, convierte al poeta en otro, alter; por otra, le hace
perder la serenidad, lo altera. En vez de ceder su voz al mascarón, Florit usa
el mascarón para cambiar de voz. La tesitura de esa voz la define el propio
mascarón cuando—tan culto como el poeta—cita la “Canción I” de Fernando
de Herrera, donde el poeta sevillano alza su “canto de gemido… embuelto
en ira” por la muerte del rey portugués Sebastián I (Herrera 45). Al citar las
palabras de Herrera, el máscarón las modifica ligeramente: “llanto de gemido
envuelto en ira” (OC, II, 25). La diferencia, sin embargo, es nimia, ya que
el llanto del figurón es llanto en seco, o sea, canto. La ira del mascarón al
quejarse de su encierro en el museo distingue el monólogo de tantos poemas
de Florit que también versan sobre la soledad y el aislamiento. Al asumir una
voz impostada, la hormiguita silenciosa se agiganta y se encrespa. En lugar
de ironizar, vitupera. Ya desde el título, el monólogo nos pone en la pista de
que el poeta va a hablar de sí mismo a través de una máscara que, con el afijo
aumentativo, se presta a la hipérbole y al grito.
No siempre sucede así en los monólogos dramáticos, cuyo fingimiento
de un yo plantea el problema de la relación entre el yo representado y el
yo representante, entre el personaje poemático y el autor. Siguiendo el
distingo de Robert Browning entre poetas “objetivos” y “subjetivos,” los
estudiosos de este género han distinguido entre dos tipos de monólogos.7 En
el monólogo objetivo, como los de Browning, no hay correspondencia entre
el poeta y el personaje; en el monólogo subjetivo, como la mayoría de los de
Cernuda, el poeta se identifica con el personaje. A estos últimos bien podría
aplicárseles el título del libro de Borges que incluye el “Poema conjetural”:
El otro, el mismo. Los monólogos de Florit pertenecen a este segundo tipo,
pues en ellos el poeta dibuja otra cara que es la suya. Se trata de lo que Ralph
Rader, siguiendo a T.S. Eliot, ha denominado “mask lyrics,” poemas en que
el poeta asume una máscara que le permite proyectar sus sentimientos sin
inhibiciones (140). Todo monólogo dramático lleva dos firmas: la del autor,
consignada al final del poema o en la portada del libro, y la del hablante,
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usualmente consignada en el título. En los monólogos subjetivos, como “El
mascarón de proa del museo,” las dos firmas se confunden.
Tanta es la cercanía anímica entre el mascarón y el poeta que Parajón, en
su extensa lectura del poema, hace caso omiso de que el hablante no es Florit.
De hecho, no es hasta la segunda estrofa del poema, cuando el hablante alude
a su “pecho de madera,” que el lector cae en la cuenta (o debe caer en la
cuenta) de que la voz que escucha no es la del poeta:
Me rompieron el mar, me lo apartaron
para dejarme aquí solo y sin aire,
sin todo aquello que fue mío:
la espuma y el coral y las gaviotas.
Mar mío, ¿dónde estás? ¿dónde resuenas?
¿qué nave sentirá tus dedos fríos,
tu palabra sin fin?
Mar eras para mí, para mis brazos
cruzados sobre un pecho de madera
que hasta se hundía en ti, te atravesaba
y te apartaba en móviles espumas. (OC, II, 25)
Apostrofando el mar, el mascarón se asemeja al actor que se acerca al
proscenio para decir un soliloquio; el destinatario no es el objeto apostrofado
sino el público en la sala. Aquí, sin embargo, el mascarón no dirige su
monólogo a los concurrentes al museo, “gente mascadora” que lo mira y
“sonríe apresurada / como pensando: qué cosa más fea” (OC, II, 27). En
efecto, el mascarón comparece ante dos públicos: el primero se compone
de las personas que visitan el museo, que ven el mascarón como una “cosa”
sin atractivo. El otro público es el de los lectores—oyentes en vez de
espectadores—para quienes el mascarón no es mera “cosa” porque posee el
más humano de los atributos: el don de la palabra. Si hay correspondencia
entre poeta y hablante, no la hay entre los espectadores del mascarón y los
lectores del monólogo. De este contraste entre espectadores y oyentes, entre
la mirada indiferente de los visitantes y la audición interesada de los lectores,
nace el pathos, el dramatismo del poema.
La escena que protagoniza el mascarón recurre en la poesía de Florit, quien
suele describirse como un solitario, uno de “los poetas solos de Manhattan”
(OC, II, 75), en medio de una multitud indiferente. En los cuatro poemas
del “Intermedio de Manhattan,” la tercera sección de Hábito de esperanza
(1964), el poeta se ve a sí mismo rodeado de “gentes / ansiosas, perdidas, /
que pasan y pasan” (OC, II, 73). Igual que el mascarón, Florit es el centro
inmóvil en torno al cual gira el ajetreo de la multitud. Igual que el lector del
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monólogo, los lectores de “Intermedio de Manhattan” se distinguen de la
gente que pasa por interesarse en la interioridad del hablante.
Después de los versos iniciales, el máscarón emprende un recuento
autobiográfico que abarca la geografía y la historia marítimas de Occidente.
Como compensación por su presente degradado, el mascarón se entrega a la
rememoración de su pasado glorioso. Puesto que en el recuento abundan las
huellas de lecturas, desde la Odisea hasta “The Rime of the Ancient Mariner”
de Coleridge, el acto de memoria vincula este poema con otros de Florit—con
“Asonante final,” el poema final del libro, que contiene la biografía literaria
del poeta, o con el poema inicial de Niño de ayer (1940), en el que Florit
recuerda su niñez en Port Bou. Este poema, titulado precisamente “El mar,”
también evoca el nacimiento de Venus, los viajes de Ulises, las galeras de
Roma. Años después, en boca del mascarón, Florit dilatará esta enumeración
de lugares y personajes referentes al Mediterráneo con descripciones de otros
mares del mundo:
Peña de aquel Tarik, piedra fenicia,
Gades Cádiz de plata,
aguas de Enrique el Navegante,
mar que surcó don Sebastián
para que Herrera lo llorara en serio
con llanto de gemido envuelto en ira.
Luego, al salir, qué Afortunadas
islas de ti surgían
con sus nombres de palmas y de cruces,
de caballeros lanzarotes
dormidos a la sombra del volcán.
[…]
Bajaba yo después a ver los yelos
del Sur, los fuegos altos del estrecho;
a encontrar el albatros
y el cielo fantasmal del Marinero;
y a mirar otras islas. Cuántas islas,
amores de naves sobre el mar,
como los que esperaban en los puertos.
[…]
Y el otro mar de Marco Polo
que yo sueño de seda y amarillo
–rojo y de fierro ya, balas y sangre
donde ayer era puente y abanico.
Y más abajo el indio de verdad,
especies de Ceilán,
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las cenizas que bajan por el río
hasta unos dioses danzarines
con brazos hacia arriba repetidos. (OC, II, 26-27) 8
El momento más significativo de este recorrido ocurre cuando el mascarón
se acerca al Nuevo Mundo. Entonces el poeta, por única vez, se inserta en el
poema:
Mar luego, abierto a mí, siempre tan mío,
de las aparecidas tierras tras la señal del ave
y la rama en el mar y el olor en el viento.
Y qué abrazos los tuyos a las tierras,
a las tierras tan largas, a las islas,
a la madera de brasil tan roja,
y hasta la tierra más hermosa
(el poeta habla ahora y dice: mía). (OC, II, 26)
La intromisión, inesperada, quiebra la ilusión dramática, la “cuarta pared”
que separa el mundo ficticio de la realidad. Al mismo tiempo, el inciso indica
que tanto el mascarón como el poeta se dirigen a un mismo destinatario. Y
aunque Florit habla de sí mismo en tercera persona—“el poeta”—la primera
persona aparece y se concentra en un vocablo crucial, el posesivo “mía.” El
empleo de un verbo dicendi—“habla”—para introducir el posesivo señala
que “mía” es un monólogo reducido a su mínima expresión. “Mía” es lo
único que el poeta dice en su propia voz, pero el posesivo, como el mar,
permea el poema. Cuando en 1949 Florit recoge su poesía en un volumen, lo
titula: Poema mío. Aquí también el posesivo es un raro gesto de afirmación
en un poeta reticente en extremo. Pero la diferencia es que, tratándose de
la isla, la propiedad del posesivo es discutible, ya que el poeta se encuentra
lejos de “su” isla. El mascarón también insiste en la posesión—“mar mío,”
repite—hallándose lejos del mar.
Una vez terminado el recuento, el mascarón vuelve la mirada al museo
para reiterar su alejamiento del mar que acaba de surcar en la memoria. El
vocablo “mar” ocurre veinticinco veces en el poema, sin incluir sinónimos
como “aguas,” “hielos,” “océanos.” Sediento de mar, el mascarón insiste en
el nombre como una manera de mitigar su alejamiento. “Seco” es la última
palabra del poema, su importancia realzada por ser el único verso que consta
de una sola palabra:
Yo que rompí los aires y miré las estrellas,
me deslumbré al relámpago, me mojé con la lluvia,
me sequé con el sol de los veranos
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y enrojecí a la aurora del invierno,
que fui libre, Señor, como los pájaros,
yo aquí, en la isla sin el mar, perdido,
roto de ayer, cortado de la proa,
sin espuma ni coral, sin gaviotas.
Hundido en la penumbra del museo,
seco. (OC, II, 27)
El mascarón termina sus días “hundido,” como es natural, mas no en
el mar de antaño, sino—contra naturaleza—en el museo. La asonancia (no
olvidemos que el poemario se titula Asonante final) subraya la paradoja:
hundirse en un museo es condenarse a la sequedad. El malestar del mascarón
es un mal-estar, la ubicación en un lugar ajeno a su hábitat. En términos
teológicos, la sequedad es aridez, el estado de un alma incapaz de encontrar
contento o consuelo en la fe. La aridez del mascarón no se debe al silencio
de Dios sino a “la muerte de su vida,” para citar una frase de otro poema de
Florit (OC, III, 29). Si la humedad, según Tales de Mileto, es el origen de la
vida, la sequedad es falta de vitalidad, una muerte espiritual.
La temática de la aridez atraviesa toda la obra de Florit. Ya en “Un
pensamiento disecado,” del 1929, el joven poeta se ve a sí mismo como un
ser seco, mascarón en museo:
Perdiste lo vulgar. Ya eres distinto.
Todos, vivos colores. Tú, ya seco.
Todos, por la frescura. Tú, recuerdo.
Todos, viva emoción. Tú, pensamiento. (OC, I, 69)
En Doble acento, la voz de la persona amada es “agua de paz sana para mi
mundo seco” (OC, I, 118), mientras que el corazón del poeta se encuentra
“hundido en el desierto / de arenas indecisas” (OC, I, 102). En el libro
siguiente, Reino (1938), acude a giros afines para indicar que ni siquiera la
presencia de la persona amada alivia su sequedad: “Tenía el corazón seco
en arena. / Llegó tu voz y le salieron alas. / Ahora está el corazón seco en
la arena” (OC, I, 158). “Aquarium,” también de Reino, anticipa de una
manera más explícita el monólogo, pues el poema se centra en un “pez solo”
encerrado en la “seca prisión” de un acuario. Igual que el mascarón, el pez
extraña “la caricia del mar” disfrutada por “naves libres al beso claro de los
vientos” (OC, I, 152). Las dos paradojas que sustentan “Aquarium”—la
sequedad dentro de lo líquido, la distancia dentro de la cercanía—indican que
no es el entorno físico lo que produce la aridez, sino la disposición afectiva
del sujeto, su “pensamiento disecado.” De ser así, no es el museo sino el
mascarón mismo el causante de su disecación.
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Pero el antecedente más directo de “El mascarón de proa del museo”
es “Al cisne,” un poema escrito en 1941, diez años antes que el monólogo.
Varado y seco, el cisne es el máscaron transformado en ave:
¿Y qué te falta, cisne de la tarde,
seco en la yerba verde?
Varado estás, y como roto;
como si el temporal que no ha llegado
te hubiera echado a tierra, inútil. […]
Mas ¿qué te falta, cisne, ahora?
Ella y yo lo sabemos, cisne: el agua. (OC, II, 52)
La diferencia fundamental entre “Al cisne” y “El mascarón de proa del
museo,” y lo que le imparte a este una inmediatez que falta en aquel, es el
empleo del monólogo dramático. Tanto el pez prisionero en el acuario como
el cisne varado en la yerba están observados desde fuera. Los lectores de
estos poemas somos espectadores de un drama silencioso—y en esto nos
parecemos a los visitantes al museo—mientras que el mascarón nos habla
directamente. Podemos observar, entonces, un creciente acercamiento en la
manera en que Florit plasma su sensación de aridez. Al principio, la idea
despunta de manera fragmentaria; más adelante, dedica poemas enteros a
elaborarla, pero desde la perspectiva de un espectador. Después, mediante
el uso del monólogo dramático, la separación entre el poeta y el ser seco
se reduce al mínimo. Pero todavía falta un paso más: un poema en que el
poeta asuma la sequedad sin subterfugios. Para esto hay que esperar hasta “El
hombre solo,” compuesto en octubre de 1964, casi quince años después que
“El mascarón de proa del museo”:
[E]l aire de invierno me rodea
para purificarme de mis sueños
y así dejarme a lo que soy: un hombre
solo y, por desvalido, un alma seca
al amor de la lumbre que se apaga,
siempre esperando lo que nunca llega. (OC, II, 95)
El que este desesperanzado poema cierre Hábito de esperanza (1965)
sugiere que la muy comentada “serenidad” de Florit, su reposado estoicismo,
no es más que sequedad disimulada, otro tipo de máscara. En vez de serenidad,
sus poemas dan testimonio de una desesperación en sordina, una “angustia
vestida de paz,” como el propio Florit señala en un poema tardío (OC, III,
9). En “El mascarón de proa del museo” Florit logra desvestirse y gritar su
desespero, aunque proyectándolo sobre el hablante del monólogo. De este
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modo “Martirio de San Sebastián” y “El mascarón de proa del museo” se
completan y complementan: el primero nos muestra un morir que es vivir,
no por la promesa de vida eterna sino por la intensidad sensual—el gozo—
de la agonía; el segundo, un vivir que es morir—o que es un vivir sin estar
viviendo, para usar la frase de Cernuda—debido a la ausencia de momentos
de plenitud afectiva, de entrega, como el del mártir. Si San Sebastián se
enardece con cada flecha que lo hiere, el mascarón, incapaz de ardor, sufre sin
ganas ni gloria. Por eso el mártir tiene los brazos abiertos en cruz, mientras
que el mascarón los tiene cruzados sobre el pecho.
Al comienzo del poema, el mascarón se describe como víctima de un
secuestro. “Me rompieron el mar,” dice, “para dejarme aquí solo y sin aire.”
No sabemos quiénes son los responsables del rapto, pero sí que es una afrenta
personal. Irrumpe a hablar con el pronombre de la primera persona, que repite
en el segundo verso. Este tono de indignación ante el abuso del que ha sido
víctima cambia en la penúltima estrofa del poema, cuando el mascarón revela
que su encierro en el museo no es una injusticia, como nos había inducido
a pensar, sino el justo castigo por haber participado en la trata de esclavos.
Entonces el j’accuse se transforma en mea culpa:
También tú, mar, fuiste el mal mar
y barco malo el mío;
yo la mala figura de la proa,
todos malos y todos sin entrañas
(por mi culpa, Señor, por mis pecados infinitos).
Por mi culpa, Señor, aquí estoy desmarado,
en una isla lejos de mis islas,
y ésta de aquí no tiene mares
sino pequeños ríos trabajosos.
Y esta isla de aquí me tiene preso,
cortado de mi ayer como una rama
rasgada de su tronco por el viento.
Según Robert Langbaum, los monólogos dramáticos tienden a culminar en
una “iluminación”—para el hablante no menos que para el lector.9 A medida
que el lector conoce mejor al mascarón, el mascarón se conoce mejor a sí
mismo. Al final, el mascarón ya no se describe como víctima de un secuestro,
sino como el causante de su mal: rapto con rapto se paga. Pero si el mascarón
es una máscara del autor, cabe preguntarse cuáles son los “pecados infinitos”
que Florit se atribuye. El castigo del mascarón, el exilio en una isla sin mar,
evidentemente alude a Manhattan, lugar de residencia de Florit durante más
de cuarenta años.10 Este vivir “desmarado” es una condición que afecta por
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igual al poeta, quien en un poema posterior, “El eterno,” acude al neologismo
para explicar su lejanía del mar y el regreso a través de la memoria, como el
mascarón: “Desmarado, tenías que volverte hacia él; / ausente, regresar en su
recuerdo” (OC, II, 104).11
Queda por aclarar el significado de la inculpación, que no convence del
todo, ya que es inverosímil culpar al mascarón del barco por la conducta
de sus tripulantes, como lo es culpar al mar por dejarse surcar por barcos
negreros. Es pertinente destacar que el sentimiento de culpa no aparece
solamente en este poema. Como la sensación de aridez, es una constante en
la poesía de Florit. Incide en “Estrofas a una estatua” y en los “Nocturnos”
de Doble acento, y vuelve a aparecer en “Al viento,” al que el poeta pide que
se lleve “tanto recuerdo, y el suspiro, y el pecado” (OC, I, 99). Tanto pesan
sobre él sus pecados que en uno de sus poemas más conmovedores, “Al hijo,”
Florit acude a su condición de pecador para disculparse ante el hijo nonato
por no haberlo engendrado:
No quiero tu mirada fría, hijo;
ni palabra, ni mano de acusarme.
Quiero este sueño oscuro sin pupilas
y este pequeño dios sin carne.
Quiero llevar conmigo cuando muera
la simiente que tenga que llevarme
a luz o a sombra, pero solo, hijo,
sin dejarte el pecado de mi sangre. (OC, I, 221-222)
Dada la identificación del poeta con el mascarón, cabe preguntarse si el
voluntario exilio de Florit, cuyas causas se desconocen, se debe también a
algún “pecado de su sangre.” 12 En un poema tardío sobre la ausencia del ser
querido apunta: “Amor sin nombre se llama / lo que me tiene muriendo” (OC,
II, 113). Deliberada o inadvertida, la paráfrasis del célebre verso de Alfred
Douglas, “The love that dare not speak its name,” insinúa que lo que subyace
al sentimiento de culpa es el deseo homosexual, “pecado” innombrable. En
“Biografía,” escrito cuando cumplía 65 años, Florit concluye: “Por lo mucho
que amó, Dios lo perdone” (OC, II, 103). En “El otro ardor,” se refiere a
“la tortura inmensa de no querer / lo que queremos” (OC, II, 34). Dada esta
insistencia del sentimiento de culpa, habría que considerar si la referencia a la
trata de esclavos en “El mascarón de proa del museo” no alude oblicuamente
a otro tipo de trasiego de cuerpos. Como su amigo y contemporáneo Emilio
Ballagas, Florit nunca reconoció abiertamente su homosexualidad, a pesar de
que sus huellas se pueden rastrear a lo largo de su obra. De hecho, algunos de
sus mejores poemas son aquellos en que el lector siente los temblores de un
deseo que el poeta, si no el hombre, intenta reprimir.
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Glosando Doble acento, Juan Ramón Jiménez divide los poemas del libro
en “justos” y “arbitrarios” (Jiménez 11). A pesar del carácter “arbitrario”
del juicio, tan típico de Juan Ramón, sí acierta al advertir que Florit tiene
demasiados poemas que dan la impresión de haber sido escritos por rutina
y no por necesidad. Florit los escribía porque sí, porque el autor de Poema
mío era poeta y los poetas escriben poemas, o más bien, en palabras del
propio Florit, “versos que parezcan poesía” (OC, III, 23). Ni “Martirio de
San Sebastián” ni “El mascarón de proa del museo” son poemas arbitrarios.
Antes bien, tal vez sean sus poemas más justos—los más necesarios—ya
que en ellos la hormiguita silenciosa abandona su habitual y anodina pose de
serenidad. Aun si el sentido no se aclara del todo, el lector percibe en estos
textos una urgencia—no es exagerado decir, un eros—infrecuente en la poesía
de Florit. En este sentido los momentos de oscuridad en “El mascarón de
proa del museo,” así como en otros poemas de Florit, son indicio de espesor
afectivo, de que el poema transita por zonas que el poeta no puede o no quiere
describir claramente. “Espejos opacos,” los llamó José Ángel Buesa (242), y
así es: Florit dice oscuramente lo que no puede decir a las claras. No obstante,
gracias a la indirección propia del monólogo dramático, ha podido dejarnos
una expresión acendrada de sus sentimientos de aridez y de las causas que los
subyacen. Máscara, sí, pero transparente.
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OBRAS CITADAS
Buesa, José Ángel. “A propósito del poeta Florit.” Homenaje a Eugenio
Florit. Eds. Ana Rosa Nuñez, Rita Martín y Lesbia Orta Varona. Miami:
Ediciones Universal, 2000. 240-42.
Castellanos Collins, María. Tierra, mar y cielo en la poesía de Eugenio
Florit. Miami: Ediciones Universal, 1976.
Cernuda, Luis. Prosa completa. Eds. Derek Harris y Luis Maristany.
Barcelona: Barral Editores, 1975.
Florit, Eugenio. “Una hora conmigo.” Revista Cubana 2 (1935): 159-67.
Florit, Eugenio. Obras completas. 6 vols. Eds. Luis González del Valle y
Roberto Esquenazi Mayo. Boulder, CO: Society of Spanish and Spanish
American Studies, 1985-2000.
Gottlieb, Marlene. “The Dramatic Monologue in the Poetry of Jorge Luis
Borges.” Variaciones Borges 30 (2010): 59-81.
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NOTAS
El reciente libro de Gabriel Linares estudia a fondo el monólogo
dramático en la poesía de Borges. A pesar del creciente interés dentro del
hispanismo por este género, los estudios fundamentales siguen siendo
de críticos ingleses y estadounidenses, entre los cuales sobresalen los de
Langbaum, Rader y Sinfield. En español, el panorama teórico más útil es
el de Akram Jawad Thanoon. Existe una traducción al español del estudio
clásico de Langbaum (Jiménez Heffernan).
1
Casi desconocido, el “Monólogo de Charles Chaplin en una esquina”
no se recogió en libro hasta el 1982 en el tercer volumen de las Obras
completas de Florit (33-34). Todas las citas de la poesía de Florit remiten a
sus Obras completas (OC).
2
3
Para una lectura del “Martirio de San Sebastián,” ver Pérez Firmat.
“Martirio de San Sebastián” divide la primera y la segunda parte de Doble
acento. Asonante final carece de divisiones formales, pero “El mascarón
de proa del museo” también ocupa la posición central; once poemas lo
preceden y otros once lo suceden.
4
Esta línea en la crítica de Florit se origina en un ensayo del 1931 del
propio poeta, “Regreso a la serenidad” (OC, III, 130-33). Ver también los
libros de Orlando E. Saa y María Castellanos Collins.
5
Florit parafrasea la conocida fórmula de Wordsworth en el prefacio de
Lyrical Ballads: “Poetry is the spontaneous overflow of powerful feelings:
it takes its origin from emotion recollected in tranquility.”
6
Sobre la distinción de Browning, véase la lúcida exposición de Luis
Cernuda en Pensamiento poético en la lírica inglesa (Siglo XIX) (Prosa
652-659). Sobre los dos tipos de monólogos, veáse el ensayo de Stephen
Summerhill.
7
El apóstrofe al mar en estos pasajes recuerda El contemplado (1946) de
Pedro Salinas. En la década de los cuarenta Salinas y Florit fueron colegas
en la Escuela de Verano de Middlebury College. Florit recuerda su amistad
con Salinas en “Mi Pedro Salinas” (OC, III, 151-152).
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“The speaker does not use his utterance to expound a meaning but to
pursue one, a meaning that comes to him with the shock of revelation”
(189). Según Langbaum, lo característico del monólogo es conducir al
hablante del “presagio” a la “iluminación” (196).
9
En “Los poetas solos de Manhattan” de Hábito de esperanza, Florit
vuelve a la paradoja de una isla ceñida por ríos: “Aquí sólo las aguas
perezosas y tristes / de los dos ríos que ciñen a Manhattan” (OC, II, 76).
10
El neologismo “desmarado/a” aparece por primera vez en dos poemas de
Doble acento: en “Nocturno II” (“Todo este sueño que está volando ciego
/ no sabe cuando se aquietarán las aguas que llegan a buscar los caracoles
desmarados” [OC, I, 142]); y en “La nereida muerta” (“Qué destino tenías /
de morir desmarada” [OC, I, 134]).
11
12
Según Parajón, Florit se marcha de Cuba en el 1940 por “un conflicto
sentimental del que apenas tenemos noticias” y que “se resuelve más
fácilmente cuando se pone el mar por el medio” (25).
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