La poesía de Eugenio Florit: un “Momento de cielo”

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La poesía de Eugenio Florit:
un “Momento de cielo”
por Ivette Fuentes de la Paz
Pienso que todo hombre lleva dentro un ciprés.
Los que lo dejan ver son los poetas.
Eugenio Florit
Cuando Eugenio Florit llegó a Cuba en 1918 procedente de España, su país natal,
se encontró con una atmósfera intelectual de plena transición —con toda la carga de
amalgamientos, rupturas, contradicciones, prolijidad de corrientes y tendencias que esto implica— postmodernista.
IVETTE DE LOS A. FUENTES DE LA PAZ (La Habana, 1953) Doctora en
Ciencias Filológicas. Cultiva la narrativa y el ensayo. Ha obtenido Premios en
certámenes literarios. Ha publicado los libros Lezama Lima: una cosmología
poética (coautora), Nombrar las cosas y Danza y Poesía, además del folleto de
cuentos En el umbral. Ha publicado prólogos, artículos y narraciones en revistas nacionales e internacionales. Es Subdirectora de la revista Vivarium, del
Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana y miembro del Consejo de
redacción de la revista Cuba en la Ballet. Pertenece a la UNEAC.
Superados los cánones de un modernismo que se difuminó por los tiempos grises
inmediatamente posteriores y consecuentes de la Guerra Hispanoamericana, luego de
dar su mejores figuras precursoras, la poesía en Cuba comenzaba a dar muestras de un
florecimiento propio de la reacción postmoderna. Frente a la eclosión formal de los
momentos de mayor esplendor modernista, se entraña un verso lleno de la delicadeza
íntima nuevamente conquistada. Lo emotivo, más allá del sentimiento imperativo de
“lo humano”, salva la poesía de cualquier retórica preparando, sin querer, sus mejores
armas para la liberalidad temática y formal que traerían las vanguardias en instantes de
futura concomitancia.
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Pero no es la impronta de Florit a su llegada a La Habana la de la simple inserción
en un panorama ajeno a sus oídos. De tradición familiar le viene la afición al verso (no
olvidemos la importancia decisiva de la familia materna en su formación y la herencia
poética de sus tíos, uno de los cuales, Fernando, compuso la letra de la famosísima habanera “Tú”, debida a la inspiración de su hermano Eduardo Sánchez de Fuentes); eso
explica que en su primera juventud colaborara ya en revistas escolares (sus primeros
versos los publica en Azul y Blanco de la Escuela De La Salle y en una revista literaria
de Manzanillo) y algo más tarde en la prestigiosa Revista de Avance. Por esa época
(1927) salió su primer cuaderno: 32 poemas breves, identificado en lo más inmediatamente notorio con la poesía de vanguardia (aunque no totalmente “vanguardista”) del
contexto literario cubano.
Desde los primeros momentos,
Eugenio Florit aporta una nota peculiar,
distinta, “disonante”, en la homogeneidad que propician los encasillamientos
doctrinales. Si bien en sus primeros momentos colaboró con los poetas de
Avance, no son sus intentos “formalistas” los que esencializan los ismos de las
vanguardias, ni la imaginería del “superrealismo” de algunos de sus primeros
poemas consigue la ruptura con la unidad del poema, más propiamente éste
hijo de una orgánica inspiración creativa
que la mecánica “expiración” surrealista.
Desde entonces desdice Florit de la inflexibilidad de los cánones para imponer
un “estilo” que hace reflexionar, una vez
más, sobre el verdadero ser poético que
rebasa toda forma en sí mismo para ser
puente de la emoción.
Si bien en Trópico la crítica —y él
mismo— han visto un “canto a la naturaleza”, no queda este en la loanza o la
égloga, sino en el tono íntimamente
esencial y —por qué no— patético de la
elegía. La propensión demiúrgica que
todo poeta trae consigo lleva a un sentido no de simple conocimiento —aprehensión de las formas por entender sus
esencias, para de este modo develarlas
en su personal visión—, sino de salvación, poesía en su función más que ontológica, de trascendencia óntica.
Es esta la razón que impregna a la
poesía de Florit esa “calidad poética
universal” (José O. Jiménez) pues cada
ropaje formal, estructural, y hasta conceptual, se hacen vía de elevación hacia
la esencialidad poética. Como diría el
poeta cubano José Lezama Lima del andaluz Juan Ramón Jiménez, diríamos de
Florit que su raptus va directamente de
la “suspensión” a la poesía. La vía, al
igual que en el místico San Juan de la
Cruz, no es intelectiva sino de iluminación, un “intelligere” más allá de la razón para ser aprehensión de las esencias
a través de las formas sensoriales que llevan a la propiedad unívoca de su concepción.
De este modo vemos que el sentido
“purista” de la poesía y el “superrealismo” de a veces, son avatares de un sentir que se introspecta en busca de la intimidad. Y es esta la cualidad más peculiar
de las formas poéticas en Eugenio Florit,
espíritu que se escapa del ser más cotidiano, de la terrenalidad, de los objetos,
los sentimientos, todo en busca de la
unicidad conceptual a través de la multiplicidad en la que se debate el hombre.
La sensoriedad —muy patente en su primer libro Trópico— revela, por esto, su
lado visible y el invisible que esconde la
esencialidad de su poesía. Veámoslo así
en el enriquecimiento categorial que alcanza la descripción del mar:
Mar, con el oro metido
por decorar tus arenas;
ilusión de ser apenas
por dardos estremecidos
Viven en cálido nido
aves de tu luz, inquietas
por un juego de saetas
ilusionadas de cielo,
profundas en el desvelo
de llevar muertes secretas.
(“Mar”)
Aunque la obra poética de Eugenio
Florit, como bien ha estudiado el crítico
e investigador José Olivio Jiménez, presenta etapas y períodos con deslindes
plenamente observables, esto no impide
una organicidad que permite una catalogación de su poética en función de la interioridad. Las posturas o modos poéticos, se tornan circunstancias o pretextos
para ascender por una escala de “voli-
ción trascendente” —”volición divina”
diría el poeta Edgar A. Poe como argumento de su cosmología— que lo lleva a
los planos de lo esencial. Esta vocación
por lo trascendente más allá de las inmanencias en que se apoya la estructura
poemática, en formas y conceptos, se
mantiene hasta en temas de un tono
profundamente lineal y simple, como lo
es la experiencia de la cotidianidad. Así
ocurre en su poema —uno de los preferidos de Florit— “Conversación a mi
padre”; donde la propia irrealidad del
motivo permea y eleva raigalmente la
llaneza del diálogo:
Claro que ya lo sabes,
que ya lo sabes todo,
todo lo sabes claro.
Por eso también sabes
que tengo ganas de contártelo,
porque mientras lo cuento lo recuerdo
y así juntos los dos lo recordamos:
y yo escribiendo
y tú en silencio a mi lado.
(“Conversación a mi padre”)
Desde Doble acento (1930) hasta
Asonante final y otros poemas (1955)
de donde proviene “Conversación…”,
han existido actitudes formales distintas
pero equidistantes del centro irradiador
que es la pureza y trascendencia de la
poesía. Esta preminencia de lo “poético”
por sobre la circunstancia misma que es
el poema como hecho fortuito y efímero, como “aproximación a la verdad, a
la verdad absoluta” (Florit), lo expresa
el poeta cuando dice que “el valor del
poema dependerá del que la circuns-
tancia o la ocasión hayan tenido, mejor dicho, de lo que el poeta haya podido hacer “poetizar” con tales circunstancias u ocasión”. (1)
Por este fundamento ontológico de
la poesía —ya hemos dicho— surge el
gran dilema para el hombre en la capacidad de “poetizar” la realidad más que
en la de aprehenderla, ya que la transformación es un grado mayor que la asimilación, pues fija (“fijeza deleitable intelectual” diría Juan Ramón Jiménez) el
verdadero ser del mundo que de otro
modo escaparía. De esta intención por
nombrar, por quedar en la palabra es la
angustia de no ser más que un hoy pasajero, “sombra de estar la nube detenida/ sobre un dolor sin lágrimas”: Así
deja su duda como herencia al mañana:
Como esta paz la tengo tan sabida
—son muchos años de mirarme el al/ ma—,
no habrán de preguntarme cuando lle/ gue,
en qué luces prendía la mirada.
(…)
Sombra de estar la nube detenida
sobre un dolor sin lágrimas,
y más, la sombra cierta
que en los remansos de la tarde baja.
Amor, ya sin acento,
donde navegan, frías, las palabras.
Rosa de los veranos
en íntimo capullo transformado.
Adónde iré no irán conmigo
ni rosa, ni dolor, ni amor, ni nada
(“Para mañana”)
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De este poema (curiosamente dedicado a Mariano Brull, a quien debe su
iniciación en la “poesía pura” y que sería
huella inapreciable en aquel otro poema
de Eliseo Diego “El día de los otros”, se
desprende la límpida exaltación del alma
humana frente a la fugitividad de su estar. Si aquí la angustia comprende la total dimensión humana, en otras se traduce en dimensión poética para expresar
la imposibilidad de corporizar la emotividad y sentir del hombre. Como un “arte
poética”, es su definición del Poema:
…Es como que te ahoga un pensa/ miento
que quiere hablar, salir, saltar, volar,
y cada vez da con la jaula.
(…)
Has de volver a ti las soledades
con que vas habitando tu moradas,
y pensar poco a poco el pensamiento,
y decir poco a poco las palabras,
y formar el poema con la angustia
que te mordía la garganta.
(“El Poema”)
Se ha dicho de la poesía de Florit
que es la conquista afanosa y consciente
de la serenidad como tema fundamental.
A nuestro juicio, si bien cierto esta enunciación, pensamos más bien que la serenidad es una postura por la que intenta
alcanzar un “estado de gracia” para fijar
su mundo, alcanzarlo en una dimensión
contemplativa que no se agota en sí misma sino que permite una asunción vital.
Serenidad no para estar sino para ser,
quietud para poder trascender a otra escala donde la visión humana (el “mirar
atento”, el éxtasis contemplativo) se
confunde con la compenetración por estados correspondidos. Es por ello que se
debate la serenidad con la inquietud, el
“doble acento” de su modo poético en
la unicidad de su poesía, la cualidad de
búsqueda del signo que hermana del entorno natural y terrenal humano con sus
sueños, aspiración de fundir el anhelo
con el hallazgo, la luz que crea con la
sombra que la protege de la iniquidad.
Será siempre la nota “asonante” como
motivo de impulso, “volición” que entraña un reconocimiento al ser del hombre
para comprender —y emprender— el
camino hacia su trascendencia.
En esta pugna habita aún otra angustia, pues el lugar del hombre es más
que su dimensión terrenal y aún espiritual, para ser “un camino mental hacia
Dios” (San Buenaventura), comunión
del hombre y su Hacedor a través de la
propia vía entrañable a su misión. Actuar del hombre signado por la inquietud, fibra íntima de su duda y su imperfección en busca de la serenidad como
modo de conjuntarse con Dios. Y esta
angustia colmará las más caras aspiraciones de belleza, vórtice al que propende la perfección y pureza de su verso, su
estirpe “gongorina”, la “razón vital” del
linaje juanramoniano, última gradación
adonde conduce la asonancia sentida y
siempre manifestada tras el velo de la simetría y el esplendor formal. Esa inquietud que mueve el fervor poético es la simiente religiosa de Eugenio Florit y su
“volición trascendente” por alcanzar las
alturas no en una fuga sino en la elevación de su condición humana, definición
del ansia de belleza en la integración a la
divina perfección. Este “doble acento”
que subyace en su poética, calza ahora
la angustia de su “aspiración al vuelo”
(G. Bachelard) y la certidumbre, y hasta
dignidad, de ser tan sólo “un nombre
más” (E. Diego). Así se presenta en el
hombre su momento de cielo:
…Pero los sueños, qué altos
ahora con él sobre las nubes,
asomado
a una esquina del cielo.
Ahora cerca del sol eterno,
cerca de Dios, cerca de nieves puras,
en la deslumbradora Presencia trans/ formado.
(“Momento de cielo”)
Para Florit basta el asomo de serenidad para contemplarla. La inquietud, como contrapartida humana detiene la soberbia y la vuelve anhelo insatisfecho,
aspiración, virtud humana:
De la altura se ven con sus palabras,
con sus brazos de amor en la cintura…
Perdóname, Señor,
este deseo de bajar desde la altura;
este deseo de dejar el cielo
de un momento de paz segura.
Tú lo sabes: después
habrá de nuevo el anhelar la altura.
(“La inquietud”)
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Así que este hombre, para quien debe siempre decirse “lo que está dicho/ y
casi con idénticas palabras” porque es
la misión de las palabras, ha podido repetirnos el mundo y dárnoslo nuevamente de un modo más escogido. De
manera tan peculiar, que nos parece
irrepetible, como un fino encaje que
ocultara, sutilmente, las grietas que nos
hacen temer, hablando como a un conocido al que se le anuncia con tino las noticias de lo triste y lo abismal, es el mundo que nos vuelve a crear Eugenio Florit,
y por eso las letras castellanas esplenden
con renovado lustre y lo pueden llamar
con justeza un lírico mayor.
Ese mundo lo hemos conocido por
entregas retomadas en su Antología
Penúltima (1970), que van desde
Trópico (1940), Doble Acento (1937),
Poema mío (1947), Asonante final y
otros poemas (1955), Hábito de esperanza (1965), a los que se agregan los
de más reciente entrega: Las noches
(1988); Con el soneto (1993) y su antología personal Lo que queda (1995), el
que da un panorama de tránsitos y preferencias, dignos del más respetuoso elogio.
Aún hoy nos puede sorprender con
un poema, que será ese ángulo por donde el mundo se ve mejor. No sabemos si
haya alcanzado la serenidad añorada
aunque con certeza, sí la gloria. No sabemos si le ha sido suficiente ese momento de cielo o simplemente siga siendo un Poeta, que es decir un hombre solo y, como tal, “esté esperando lo que
nunca llega”
NOTAS:
(1) Florit, Eugenio: “De y libros”, en Revista
Exilio. Revista de Humanidades, invierno
1973, Madrid, p. 33.
MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN
poema de
eugenio florit
A mi hermano Ricardo
Si, venid a mis brazos, palomitas de hierro,
palomitas de hierro, a mi vientre desnudo.
Qué dolor de caricias agudas.
Sí, venid a morderme la sangre,
a este pecho, a estas piernas, a la ardiente mejilla.
Venid, que ya os recibe el alma entre los labios.
Sí, para que tengáis nido de carne
y semillas de huesos ateridos;
para que hundáis el pico rojo
en el haz de mis músculos.
Venid a mis ojos, que pueden ver la luz;
a mis manos, que toquen forma imperecedera;
a mis oídos, que se abran a las aéreas músicas;
a mi boca, que guste las mieles infinitas;
a mi nariz, para el perfume de las eternas rosas.
Venid, sí, duros ángeles de fuego,
pequeños querubines de alas tensas.
Sí, venid a soltarme las amarras
para lanzarme al viaje sin orillas.
Ay!, qué acero feliz, qué piadoso martirio
Ay!, punta de coral, águila, lirio
de estremecidos pétalos. Sí. Tengo
para vosotras, flechas, el corazón ardiente,
pulso de anhelo, sienes indefensas.
Venid, que está mi frente
ya limpia de metal para vuestra caricia.
Ya, qué río de tibias aguas celestiales.
Qué nieves me deslumbran el espíritu.
Venid. Una tan sola de vosotras, palomas,
para que anide dentro de mi pecho
y me atraviese el alma con sus alas…
Señor, ya voy, por cauce de saetas.
Sólo una más, y quedaré dormido.
Este largo morir despedazado
cómo me ausenta del dolor. Ya apenas
el pico de estos buitres me lo siento.
Qué poco falta ya, Señor, para mirarte.
Y miraré con ojos que vencieron las flechas;
y escucharé tu voz con oídos eternos;
y al olor de tus rosas me estaré como en éxtasis;
y tocaré con manos que nutrieron estas fieras palomas;
y gustaré tus mieles con los labios del alma.
Ya voy, Señor. Ay!, qué sueño de soles,
qué camino de estrellas en mi sueño.
Ya sé que llega mi última paloma…
Ay! Ya está bien, Señor, que te la llevo
hundida en un rincón de las entrañas!
(tomado de la Autoantología Lo que queda (Ediciones Cocodrilo Verde, Nueva York, 1995)
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