El papel de la Esposa Santo Padre Pío XII 25 de febrero de 1942 Estáis penetrando alegremente en la senda de la vida matrimonial, el sacerdote ha bendecido la unión de vuestros corazones. También nosotros os damos la bendición como los mismos buenos deseos de gracia y de conforte que la oración de la Iglesia invocó para que tengáis un venturoso hogar. Pero desde el umbral de vuestro hogar, mirad a vuestro alrededor a las numerosas familias que conocéis o habéis conocido, o cuya historia os ha sido narrada, familias cercanas o lejanas, familias importantes o humildes. ¿Fueron felices todos los matrimonios que fundaron esas familias? ¿Están todas las familias tranquilas y en paz? ¿Han vivido todas las parejas de acuerdo con sus esperanzas o sus primeras ilusiones? Sería vano creerlo así. Las familias están frecuentemente afligidas por trastornos aunque no los busquen, aunque no den motivos ni oportunidad para atraérselos. “Los infortunios”, dice el gran novelista cristiano Manzoni, “suceden muy a menudo porque se les ha dado algún motivo; pero la conducta más inocente y prudente no es la suficiente para mantenerlos alejados; y cuando se presentan, ya sea justificadamente o no, la confianza en Dios los alivia y hace que resulten provechosos para una vida mejor.” Las vidas más desdichadas en el matrimonio son aquéllas en que la ley de Dios es gravemente violada por una o por ambas partes. Pero aunque estas faltas sean la fuente más fatal del infortunio familiar, no deseamos tratarlas hoy. Pensamos más bien en esas parejas que llevan una conducta apropiada, que son fieles a los deberes básicos de su estado, pero que aún así son desdichados en su Matrimonio, que sienten ira, molestia, un sentido de frustración y desdicha en sus matrimonios. ¿Sobre quién recae la culpa y la responsabilidad de esta angustia y de este disgusto? No cabe la menor duda de que una esposa puede hacer más que el marido a favor de un hogar feliz. El papel principal del esposo es proveer el sustento y preparar el futuro de la familia y del hogar en las materias que lo afectan a él y a los hijos en ese futuro. El papel de la mujer abarca esos detalles sin número, incesantes, esas atenciones diarias imponderables y esos cuidados que crean la atmósfera de una familia y que, según si se llevan a cabo convenientemente o no, hacen que el hogar sea sano, atrayente y confortable, o desmoralizado e insoportable. Las actividades de una esposa en la casa deben ser siempre tarea de la ‘mujer valerosa’ tan altamente ensalzada por las Santas Escrituras, la mujer en quien ‘confía el corazón de su marido’ y que ‘lo hará bueno y no malo por todos los días de su vida’ (Prov. 31, 11-12) ¿No es una verdad de siempre –una verdad enraizada en las meras condiciones físicas de la vida de una mujer, una verdad inexorable proclamada no solamente por la experiencia de los siglos lejanos sino también por los más recientes en nuestra era de industrialización consumada, de intentos de vindicación, de deportes de competencia- que la mujer hace el hogar y lo cuida, y que el hombre jamás puede suplantarla en esta tarea? Ésta es la misión que la Naturaleza y su unión con el hombre le ha impuesto por el bien de la sociedad misma. Tratad de alejarla, inducidla a salir de su familia con uno de los muchos atractivos que tienden a vencer y conquistar, u veréis que la mujer deja abandonado el hogar doméstico. Sin ese fuego, el ambiente del hogar se va quedando frío. Para todos los propósitos prácticos, el hogar dejará de existir y se transformará en el refugio precario para unas pocas horas. El centro de la vida diaria se desplazará hacia otro lugar para el esposo, para sí misma y para los hijos. Ahora, que lo quieran o no, los esposos que se proponen mantenerse fieles a los deberes de su modo de vida pueden erigir el magnifico edificio de la fidelidad sobre la base sólida de la vida familiar, y únicamente sobre ella. Pero, ¿dónde se puede encontrar vida familiar verdear sin un hogar, sin un punto focal visible que circunde, asegure y sostenga esa vida, que la ahonde y desarrolle, que la haga florecer? No digáis que el hogar existe materialmente desde el momento en que se unen ambas manos y que los recién casados comparten la misma habitación, bajo el mismo techo, en su apartamento o morada, ya sea ésta rica o pobre, grande o pequeña. No, la casa material no es suficiente para el edificio espiritual de la felicidad. La casa material debe elevarse a un nivel más completo, y la llama viviente y vivificante d e la nueva familia debe surgir del hogar doméstico. Esto no ser labor de un día, especialmente si no se vive en la morada preparada ya por generaciones anteriores, sino más bien –como es hoy el caso más frecuente, por lo menos en las ciudades- en una residencia temporal, simplemente alquilada a otra persona. De ahí que el crear, poco a poco, día a día, un verdadero hogar espiritual sea el coronamiento de la que se ha vuelto ‘ama de la casa’, ella ‘en quien confía el corazón de su esposo’. Si el esposo es obrero, agricultor, profesional, hombre de letras, científico, artista, empleado o jefe de empresa, resulta inevitable que sus actividades lo mantengan alejado del hogar, y aunque se quede encasa debe confinarse por largas horas en el silencio de su escritorio, lejos del centro de la familia. Para él, el foco de la familia será el lugar donde, al fina de la tarea diaria, pueda refrescar sus facultades físicas y morales en un descanso tranquilo y una dicha serena. Para la mujer, por otra parte, la casa suele ser el centro de su actividad principal y, poco a poco, por pobre que sea, habrá de ir haciendo de esa casa un hogar. Será una morada de paz y de dicha, embellecida, no por muebles y adornos semejantes de los de un hotel, sin estilo personal, gusto ni personalidad, sino por los recuerdos en los muebles o en las paredes de los acontecimientos de la vida en común: los gustos, las ideas, las alegrías y los sufrimientos compartidos, huellas a veces visibles y en casos apenas perceptibles de las cuales, con el paso del tiempo, el hogar físico irá edificando su alma. Su alma entera, sin embargo, será la mano y el toque femenino con que la esposa hará que cada rincón del hogar tenga su encanto, aunque sólo sea por el cuidado, el orden y la limpieza, con todo listo y en su sitio para cuando se necesite o se desee. Dios ha favorecido a la mujer más que al hombre con un sentido de gracia y de buen gusto, con el don de hacer que las cosas más sencillas sean agradables y bienvenidas precisamente porque, aunque está formada como el hombre para ayudarle y para construir la familia con él, ella ha nacido para esparcir amabilidad y dulzura en el hogar de su esposo, para lograr que su vida en común sea armoniosa, fecunda y plenamente desarrollada. Y cuando en Su Bondad Nuestro Señor bendice a la esposa con la dignidad de la maternidad, el llanto del niño recién nacido no estorbará ni destruirá la felicidad del hogar. Por el contrario, la engrandecerá y elevará a la Gloria Divina en que los ángeles del cielo brillan y de donde baja un rayo de vida que conquista a la Naturaleza y regenera a los hijos del hombre haciéndolos hijos de Dios. ¡Ésta es la santidad del lecho nupcial! ¡Ésta es la sublime naturaleza de la maternidad cristiana! ¡Ahí reside la salvación de la mujer casada! La mujer, como lo proclama el gran Apóstol Pablo, se salvará a sí misma si persevera ‘en la fe y en la caridad y en la santa y arreglada vida’ (Tim 2, 15), y por ser, como lo explica San Ambrosio ‘el fundamento de todas las virtudes’. Una cuna consagra a la madre de familia y muchas cunas la santifican y glorifican a los ojos de su esposo, de sus hijos, de la Iglesia y de su país. Necias en verdad, ignorantes de sí mismas y desdichadas, son esas madres que se quejan cuando un hijo se aferra a ellas y les pide alimento a la fuente de sus pechos. Quejarse contra la bendición de Dios que abraza y acrecienta el hogar es poner en peligro la felicidad de la familia. El heroísmo de la maternidad es orgullo y gloria de la esposa cristiana. En la desolación de un hogar privado de la dicha de esos angelitos de Dios, su soledad se vuelve una plegaria y una oración al Cielo y sus lágrimas se unen a los sollozos de Ana que, a las puertas del templo, rogaba al Señor por el don de su Samuel. Por eso, queridos recién casados, elevado vuestros pensamientos constantemente hacia una consideración de vuestras responsabilidades para que lleguéis a realizar la bienaventuranza de la vida conyugal, puesto que indudablemente ya conocéis su lado grave y serio.