Consejos a los jóvenes literatos

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Consejos a los jóvenes literatos
Charles Baudelaire
Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una
cierta suma de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-,
espero que mi experiencia será verificada por la de cada cual.
***
I
DE LA SUERTE Y DE LA MALA SUERTE EN LOS COMIENZOS
Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de
envidia: "¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo
comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se
conocen.
...creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza
del escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una
lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.
Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos
y lo ignoran.
***
Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.
Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay
que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente
la circunferencia.
***
II
DE LOS SALARIOS
Por hermosa que sea una casa es ante todo -y antes de que su belleza quede demostradatantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia
más inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo
sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio.
Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?"
Hubieran podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por
la necesidad actual, por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal
pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal pagados, se han deshonrado.
Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego
a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de
negocios: "¡Sólo es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"
Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde
quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día
siguiente a ofrecerlo con cien francos de pérdida.
El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero
si hay que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".
III
DE LAS SIMPATÍAS Y DE LAS ANTIPATÍAS
En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser
verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte.
Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables,
pues no hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio,
consecuencia necesaria del engaño y de la desilusión.
Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones
esenciales de razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la
naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la
fuerza.
La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay
gentes que se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy
imprudente; es hacerse de un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja
por eso de herir al menos en el corazón al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede
herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por
la escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que
me hubiera tirado al suelo de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un
poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!" Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba
sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor, a quien no había
podido hacer gran cosa.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está
hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor!
¡Hay que guardarlo avaramente!
IV
DEL VAPULEO
El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos
perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será
siempre de los nuestros en ciertas ocasiones.
Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto.
(...) La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.
La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un
imbécil; cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc.
Recomiendo este método a quienes tengan fe en la razón y buenos puños.
Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida,
o al menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.
V
DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN
Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que
hay que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un
solo toque sea inútil.
Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el
paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)
Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en
tono ligero y transparentes. La tela debe estar cubierta -en espíritu- en el momento en que el
escritor toma la pluma para escribir el título.
Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y
desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no
sólo la unidad de la frase, sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da
a menudo a su estilo ese no se qué de difuso, de atropellado y de embrollado, que es el
único defecto de ese gran historiador.
VI
DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN
(...)
Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los
escritores fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos
dos contrarios no se excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la
naturaleza. La inspiración obedece, como el hombre, como la digestión, como el sueño. (...)
Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la obra futura, el trabajo diario
servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y
como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el
tiempo de la mala letra.
VII
DE LA POESÍA
En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo
que no la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una
especie de colocación cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.
Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.
(...)
¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos
días sin comer, pero nunca sin poesía?
El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.
VIII
DE LOS ACREEDORES
(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el
genio es terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no
un accidente, sino una necesidad.
Yo dudo mucho que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengan acreedores jamás; a lo
sumo, hagan como si los tuvieran, que es todo lo que puedo permitirles.
IX
DE LAS QUERIDAS
Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me
veo obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer
honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos
hombres y es un mediocre pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es
un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin,
porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público le resulta algo
más preciosos que el amor.
(...)
Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados
momentos, por eso, yo no admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados
que siempre necesitan reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las
bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el amor.
-Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?
15 de abril de 1846
16 consejos*
Jorge Luis Borges
En literatura es preciso evitar:
1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por
ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.
2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo
Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.
3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo,
Dickens.
4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el
espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.
5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.
6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.
7. Las frases, la escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada
época; o sea, el ambiente local.
8. La enumeración caótica.
9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún,
las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable:
Proust.
10. El antropomorfismo.
11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo,
el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.
12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.
13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser
convertido en una película.
14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las
alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar
el psicoanálisis.
15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos
filosóficos. Y, en fin:
16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.
Adolfo Bioy Casares, en un numero especial de la revista francesa L’Herne, cuenta que,
hace treinta años, Borges, él mismo y Silvina Ocampo proyectaron escribir a seis manos
un relato ambientando en Francia y cuyo protagonista hubiera sido un joven escritor de
provincias. El relato nunca fue escrito, pero de aquel esbozo ha quedado algo que
pertenece al propio Borges: una irónica lista de dieciséis consejos acerca de lo que un
escritor no debe poner nunca en sus libros.
Acerca de mis cuentos
Jorge Luis Borges
Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes quizás los conozcan
mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y he tratado de olvidarlos, para no
desanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez alguno de ustedes haya leído algún
cuento mío, digamos, un par de veces, cosa que no me ha ocurrido a mí. Pero creo que
podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece que merecen atención. Voy a tratar de
recordar alguno y luego me gustaría conversar con ustedes que, posiblemente, o sin
posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarme muchas cosas, ya que yo no creo,
contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que el arte, la operación de escribir, sea una
operación intelectual. Yo creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en
su obra. Esto puede parecer asombroso; sin embargo, no lo es, en todo caso se trata
curiosamente de la doctrina clásica.
Lo vemos en la primera línea -yo no sé griego- de la Iliada de Homero, que leemos en la
versión tan censurada de Hermosilla: "Canta, Musa, la cólera de Aquiles". Es decir,
Homero, o los griegos que llamamos Homero, sabía, sabían, que el poeta no es el cantor,
que el poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de algo que ignora y
que en su mitología se llamaba la Musa. En cambio los hebreos prefirieron hablar del
espíritu, y nuestra psicología contemporánea, que no adolece de excesiva belleza, de la
subconsciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. Pero en fin, lo importante es el hecho
de que el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no
son exactamente ciertas palabras en un cierto orden, como querían los hebreos, que
pensaban que cada sílaba del texto había sido prefijada. No, nosotros creemos en algo
mucho más vago que eso, pero en cualquier caso en recibir algo.
EL ZAHIR
Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío. Estaba dudando mientras me traían y me
acordé de un cuento que no sé si ustedes han leído; se llama El Zahir. Voy a recordar cómo
llegué yo a la concepción de ese cuento. Uso la palabra «cuento» entre comillas ya que no
sé si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no
hay géneros; yo creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el
lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer cuando
busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando lee un poema. Los
textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa. Quien lee
un cuento sabe o espera leer algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo haga entrar en
un mundo no diré fantástico -muy ambiciosa es la palabra- pero sí ligeramente distinto del
mundo de las experiencias comunes.
Ahora llego a El Zahir y, ya que estamos entre amigos, voy a contarles cómo se me ocurrió
ese cuento. No recuerdo la fecha en la que escribí ese cuento, sé que yo era director de la
Biblioteca Nacional, que está situada en el Sur de Buenos Aires, cerca de la iglesia de La
Concepción; conozco bien ese barrio. Mi punto de partida fue una palabra, una palabra que
usamos casi todos los días sin darnos cuenta de lo misterioso que hay en ella (salvo que
todas las palabras son misteriosas): pensé en la palabra inolvidable, unforgetable en inglés.
Me detuve, no sé por qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasa un día
en que no la oiga; pensé qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos
olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto -¿por
qué, no?- que fuera realmente inolvidable.
Ese fue mi punto de partida, bastante abstracto y pobre; pensar en el posible sentido de esa
palabra oída, leída, literalmente in-olvidable, inolvidable, unforgetable, unvergasselich,
inouviable. Es una consideración bastante pobre, como ustedes han visto. Enseguida pensé
que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si tuviéramos una quimera por
ejemplo, un monstruo con tres cabezas, (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente,
otra creo que de perro, no estoy seguro), lo recordaríamos ciertamente. De modo que no
habría ninguna gracia en un cuento con un minotauro, con una quimera, con un unicornio
inolvidable; no, tenía que ser algo muy común. Al pensar en ese algo común pensé, creo
que inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles y miles de monedas
todas exactamente iguales. Todas con la efigie de la libertad, o con un escudo o con ciertas
palabras convencionales. Qué raro sería si hubiera una moneda, una moneda perdida entre
esos millones de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha
desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la
moneda de cinco o a la de diez, un poco más grande; qué raro si entre los millones,
literalmente, de monedas acuñadas por el Estado, por uno de los centenares de Estados,
hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió la idea: una inolvidable moneda de veinte
centavos. No sé si existen aún, si los numismáticos las coleccionan, si tienen algún valor,
pero en fin, no pensé en eso en aquel tiempo. Pensé en una moneda que para los fines de mi
cuento tenía que ser inolvidable; es decir: una persona que la viera no podría pensar en otra
cosa.
Luego me encontré ante la segunda o tercera dificultad... he perdido la cuenta. ¿Por qué esa
moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que preparar la
inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado emocional en quien la
ve, había que insinuar la locura, ya que el tema de mi cuento es un tema que se parece a la
locura o a la obsesión. Entonces pensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su
justamente famoso poema El Cuervo, en la muerte hermosa. Poe se preguntó a quién podía
impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle a alguien que
estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo estoy
enamorado, que muere, y yo estoy desesperado.
UNA MUJER POCO MEMORABLE
En ese punto hubiera sido fácil, quizás demasiado fácil, que esa mujer fuera como la
perdida Leonor de Poe. Pero no decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico, mostrar el
amor de quien no olvidará la moneda de veinte centavos como un poco ridículo; todos los
amores lo son para quien los ve desde afuera.
Entonces, en lugar de hablar de la belleza del love splendor, la convertí en una mujer
bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa
situación que se da muchas veces: un hombre enamorado de una mujer, que sabe por un
lado que no puede vivir sin ella y al mismo tiempo sabe que esa mujer no es especialmente
memorable, digamos, para su madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera,
para las amigas; sin embargo, para él, esa persona es única.
Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotros no
veamos lo único de esa persona que habla en favor de ella. Yo he pensado alguna vez que
esto se da en todo, si no fijémonos que en la Naturaleza, o en Dios (Deus sirve Natura,
decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la calidad. Por qué no suponer entonces
que hay algo, no sólo en cada ser humano sino en cada hoja, en cada hormiga, único, que
por eso Dios o la Naturaleza crea millones de hormigas; aunque decir millones de hormigas
es falso, no hay millones de hormigas, hay millones de seres muy diferentes, pero la
diferencia es tan sutil que nosotros los vemos como iguales.
Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo que de único hay en
cada persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de
metáforas. Entonces por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco
ridícula para quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego tenemos el velorio.
Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina, pensé en la Iglesia de la Concepción, una
iglesia no demasiado famosa ni demasiado patética, y luego al hombre que después del
velorio va a tomar un guindado a un almacén. Paga, en el cambio le dan una moneda y él
distingue en seguida que hay algo en ella -hice que fuera rayada para distinguirla de las
otras. Él ve la moneda, está muy emocionado por la muerte de la mujer, pero al verla ya
empieza a olvidarse de ella, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el objeto mágico
para el cuento. Luego vienen los subterfugios del narrador para librarse de esa que él sabe
que es una obsesión. Hay diversos subterfugios: uno de ellos es perder la moneda. La lleva,
entonces, a otro almacén que queda un poco lejos, la entrega en el cambio, trata de no
fijarse en qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve para nada porque él sigue
pensando en la moneda.
Luego llega a extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra una libra esterlina con San
Jorge y el dragón, la examina con una lupa, trata de pensar en ella y olvidarse de la moneda
de veinte centavos ya perdida para siempre, pero no logra hacerlo. Hacia el final del cuento
el hombre va enloqueciendo pero piensa que esa misma obsesión puede salvarlo. Es decir,
habrá un momento en el cual el universo habrá desaparecido, el universo será esa moneda
de veinte centavos. Entonces él -aquí produje un pequeño efecto literario- él, Borges, estará
loco, no sabrá que es Borges. Ya no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda
inolvidable. Y concluí con esta frase debidamente literaria, es decir, falsa: "Quizás detrás
de la moneda esté Dios". Es decir, si uno ve una sola cosa, esa cosa única es absoluta. Hay
otros episodios que he olvidado, quizás alguno de ustedes los recuerde. Al final, él no
puede dormir, sueña con la moneda, no puede leer, la moneda se interpone entre el texto y
él casi no puede hablar sino de un modo mecánico, porque realmente está pensando en la
moneda, así concluye el cuento.
EL LIBRO DE ARENA
Bien, ese cuento pertenece a una serie de cuentos, en la que hay objetos mágicos que
parecen preciosos al principio y luego son maldiciones, sucede que están cargados de
horror. Recuerdo otro cuento que esencialmente es el mismo y que está en mi mejor libro,
si es que yo puedo hablar de mejores libros, El libro de arena. Ya el título es mejor que El
Zahir, creo que zahir quiere decir algo así como maravilloso, excepcional. En este caso,
pensé antes que nada en el título: El libro de arena, un libro imposible, ya que no puede
haber libros de arena, se disgregarían. Lo llamé El libro de arena porque consta de un
número infinito de páginas. El libro tiene el número de la arena, o más que el presumible
número de la arena. Un hombre adquiere ese libro y, como tiene un número infinito de
páginas, no puede abrirse dos veces en la misma.
Este libro podría haber sido un gran libro, de aspecto ilustre; pero la misma idea que me
llevó a una moneda de veinte centavos en el primer cuento, me condujo a un libro mal
impreso, con torpes ilustraciones y escrito en un idioma desconocido. Necesitaba eso para
el prestigio del libro, y lo llamé Holy Writ -escritura sagrada-, la escritura sagrada de una
religión desconocida. El hombre lo adquiere, piensa que tiene un libro único, pero luego
advierte lo terrible de un libro sin primera página (ya que si hubiera una primera página
habría una última). En cualquier parte en la que él abra el libro, habrá siempre algunas
páginas entre aquélla en la que él abre y la tapa. El libro no tiene nada de particular, pero
acaba por infundirle horror y él opta por perderlo y lo hace en la Biblioteca Nacional. Elegí
ese lugar en especial porque conozco bien la Biblioteca.
Así, tenemos el mismo argumento: un objeto mágico que realmente encierra horror.
Pero antes yo había escrito otro cuento titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius". Tlön, no se
sabe a qué idioma corresponde. Posiblemente a una lengua germánica. Uqbar surgiere algo
arábigo, algo asiático. Y luego, dos palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo
tercero. La idea era distinta, la idea es la de un libro que modifique el mundo.
Yo he sido siempre lector de enciclopedias, creo que es uno de los géneros literarios que
prefiero porque de algún modo ofrece todo de manera sorprendente. Recuerdo que solía
concurrir a la Biblioteca Nacional con mi padre; yo era demasiado tímido para pedir un
libro, entonces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía. Encontré una vieja
edición de la Enciclopedia Británica, una edición muy superior a las actuales ya que estaba
concebida como libro de lectura y no de consulta, era una serie de largas monografías.
Recuerdo una noche especialmente afortunada en la que busqué el volumen que
corresponde a la D-L, y leí un artículo sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los celtas,
que creían -según César- en la transmigración (puede haber un error de parte de César). Leí
otro artículo sobre los Drusos del Asia Menor, que también creen en la transmigración.
Luego pensé en un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe que esos Drusos son muy pocos,
que los asedian sus vecinos, pero al mismo tiempo creen que hay una vasta población de
Drusos en la China y creen, como los Druidas, en la transmigración. Eso lo encontré en
aquella edición, creo que el año 1910, y luego en la de 1911 no encontré ese párrafo, que
posiblemente soñé; aunque creo recordar aún la frase Chinese druses -Drusos Chinos- y un
artículo sobre Dryden, que habla de toda la triste variedad del infierno, sobre el cual ha
escrito un excelente libro el poeta Eliot; eso me fue dado en una noche.
Y como siempre he sido lector de enciclopedias, reflexioné -esa reflexión es trivial
también, pero no importa, para mí fue inspiradora- que las enciclopedias que yo había leído
se refieren a nuestro planeta, a los otros, a los diversos idiomas, a sus diversas literaturas, a
las diversas filosofías, a los diversos hechos que configuran lo que se llama el mundo
físico. ¿Por qué no suponer una enciclopedia de un mundo imaginario?
UNA ENCICLOPEDIA IMAGINARIA
Esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton
que es natural que lo real sea más extraño que lo imaginado, ya que lo imaginado procede
de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita, la de Dios. Bueno,
vamos a suponer la enciclopedia de un mundo imaginario. Ese mundo imaginario, su
historia, sus matemáticas, sus religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las
gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más
aceptable para la imaginación que el mundo real en el que estamos tan perdidos, del que
podemos pensar que es un laberinto, un caos. Podemos imaginar, entonces, la enciclopedia
de ese mundo, o esos tres mundos que se llaman, en tres etapas sucesivas, Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius. No sé cuántos ejemplares eran, digamos treinta ejemplares de ese volumen
que, leído y releído, acaba por suplantar la realidad; ya que la historia que narra es más
aceptable que la historia real que no entendemos, su filosofía corresponde a la filosofía que
podemos admitir fácilmente y comprender: el idealismo de Hume, de los hindúes, de
Schopenhauer, de Berkley, de Spinoza. Supongamos que esa enciclopedia funde el mundo
cotidiano y lo reemplaza. Entonces, una vez escrito el cuento, aquella misma idea de un
objeto mágico que modifica la realidad lleva a una especie de locura; una vez escrito el
cuento pensé: "¿qué es lo que realmente ha ocurrido?" Ya que, qué sería del mundo actual
sin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros de filosofía. Ese fue uno de los
primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán que esos tres cuentos de apariencia tan
distinta, "Tlön, Uqbar; Orbis Tertius", "El Zahir" y "El libro de arena", son esencialmente
el mismo: un objeto mágico intercalado en lo que se llama mundo real. Quizás piensen que
yo haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen más. Veamos por lo tanto otro
cuento:
"Utopía de un hombre que está cansado". Esa utopía de un hombre que está cansado es
realmente mi utopía. Creo que adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la fama. No
hay ninguna razón para que un hombre sea famoso. Para ese cuento yo imagino una
longevidad muy superior a la actual. Bernard Shaw creía que convendría vivir 300 años
para llegar a ser adulto. Quizás la cifra sea escasa; no recuerdo cuál he fijado en ese cuento:
lo escribí hace muchos años. Supongo primero un mundo que no esté parcelado en naciones
como ahora, un mundo que haya llegado a un idioma común . Vacilé entre el esperanto u
otro idioma neutral y luego pensé en el latín. Todos sentíamos la nostalgia del latín, las
perdidas declinaciones, la brevedad del latín. Me acuerdo de una frase muy linda de
Browning que habla de ello: «Latin, marble's lenguaje» -latín, idioma del mármol. Lo que
se dice en latín parece, efectivamente, grabado en el mármol de un modo bastante lapidario.
Pensé en un hombre que vive mucho tiempo, que llega a saber todo lo que quiere saber, que
ha descubierto su especialidad y se dedica a ella, que sabe que los hombres y mujeres en su
vida pueden ser innumerables, pero se retira a la soledad. Se dedica a su arte, que puede ser
la ciencia o cualquiera de las artes actuales. En el cuento se trata de un pintor. Él vive
solitariamente, pinta, sabe que es absurdo dejar una obra de arte a la realidad, ya que no hay
ninguna razón para que cada uno sea su propio Velásquez, su propio Shakespeare, su
propio Shopenhauer. Entonces llega un momento en el que desea destruir todo lo que ha
hecho. Él no tiene nombre: los nombres sirven para distinguir a unos hombres de otros,
pero él vive solo. Llega un momento en que cree que es conveniente morir. Se dirige a un
pequeño establecimiento donde se administra el suicidio y quema toda su obra. No hay
razón para que el pasado nos abrume, ya que cada uno puede y debe bastarse. Para que ese
cuento fuese contado hacía falta una persona del presente; esa persona es el narrador. El
hombre aquél le regala uno de sus cuadros al narrador, quien regresa al tiempo actual (creo
que es contemporáneo nuestro). Aquí recordé dos hermosas fantasías, una de Wells y otra
de Coleridge. La de Wells está en el cuento titulado "The Time Machine" -"La máquina del
tiempo"-, donde el narrador viaja a un porvenir muy remoto, y de ese porvenir trae una flor,
una flor marchita; al regresar él esa flor no ha florecido aún . La otra es una frase, una
sentencia perdida de Coleridge que está en sus cuadernos, que no se publicaron nunca hasta
después de su muerte y dice simplemente: "Si alguien atravesara el paraíso y le dieran
como prueba de su pasaje por el paraíso una flor y se despertara con esa flor en la mano,
entonces, ¿qué?"
Eso es todo, yo concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y trae consigo un cuadro
del porvenir, un cuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuento triste, como lo
indica su título: Utopía de un hombre que está cansado.
Apuntes sobre el arte de escribir cuentos
Juan Bosch
El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el
favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy
grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si
fuera un maestro de emociones o de ideas.
Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad
de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos
cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan
difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse
que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del
hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de
los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se
escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.
"Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La
propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a
una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del
atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay
nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el
autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que
el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.
Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa
técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la
"tekné" de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del
artista.
A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en
dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio.
Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a
fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín
computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los
vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números
árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas
cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se
computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio
camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo
u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual;
expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género,
reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los
autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.
El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos,
cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la
novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas
distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena.
Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una
ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos
que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La
diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa;
el cuento es intenso.
El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y
actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no
termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo
determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser
obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas
libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus
personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un
cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de
la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se
halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí
mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no
es fácil.
Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su
material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo,
capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema
que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya
elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema,
como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al
grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la
pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con
frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del
lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va
produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento.
Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de
Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la
fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su
final natural como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea
deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al
lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe
soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra;
lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el
menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y
entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y
fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba;
Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la
flecha que se desvía no llega al blanco.
La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez".
Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola
bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen,
el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o
la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa
manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física
o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo
mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio
estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el
hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que
comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a
mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de
empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había
una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de
conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus
cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores
cuentos de Maupassant, de Kippling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá
el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin
un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso
tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la
tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo
domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el
toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los
escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace
sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por
adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la
dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido
su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la
técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la
capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada
arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían
construir.
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le
impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas
se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo
la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo
interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión
como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en
que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios
del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo
menos, en la medida en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la
búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y
selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él
buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del
pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el
que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se
propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la
gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas
para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad.
Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a
los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien
concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo
psicológico y el trabajo con que se gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su
propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que
nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner
al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es
desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su
oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su
vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género,
que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede
lograrlo.
Cómo escribo
Italo Calvino
Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que
escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad
cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una
caligrafía diminuta.
Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no
trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me
las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un
escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor
vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de
evitarlo.
Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que
me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro.
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que
trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que
me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo
algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en
dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo
mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.
Escribir un cuento
Raymond Carver
Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración
que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté
idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y
decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas
formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso.
Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la
poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda
ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue
buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un
escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del
infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor
alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única
contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo
más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en
consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery
O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en
consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick,
Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin...
Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con
su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se
trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su
mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay
mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de
contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en
encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin
desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la
pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la
ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque
signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción
moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de
un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras
contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta
revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo
que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está
pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación
de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos
triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección:
No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial
o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una
pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la
atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea,
pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir
cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el
espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez
años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura
estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era
objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido
muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que
el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las
concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír
hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación”
no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a
menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a
sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del
mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre
algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano
reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de
especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a
los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser
imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor
cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el
pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la
decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y
deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad
no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de
cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina
de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo
inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que,
sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo
demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más
me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los
hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto
realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice
acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un
punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de
tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos
cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner
después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de
trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de
cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda,
para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte
maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de
cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector
deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que
tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación
endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque
necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría
mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta
algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con
sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos
llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra
que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera
de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que
encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus
talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de
un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va
cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de
que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto.
Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe
cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de
madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos
mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija
con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No
sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en
cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa
manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de
hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar
al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase
me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase:
Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí,
que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo
podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo
un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa
primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para
complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y
otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que
había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa
propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que
algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e
incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte
fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla
desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos
fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a
veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del
ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada.
Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las
consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una
de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y
su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las
cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las
contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción
viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos
detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más
preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más
llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden
hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.
Aspectos del cuento
Julio Cortázar
Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es
posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de
una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial
manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de
mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas
pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y
científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos
armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de
psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro
orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para
quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a
esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una
literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen
encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de
los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia
manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema.
En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico.
Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes,
ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o
humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que
dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo
en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se
nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos
modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas
polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir
como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga
forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus
textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una
enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un
balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan
huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y
replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra
dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su
labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los
países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia
excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre
nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi
siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos
sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo
sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese
género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué
ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya
un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus
cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de
cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces
de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos
conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las
particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene
una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las
antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá
hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del
cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa
forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para
esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados
malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es
tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las
nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es
siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su
contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la
conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es
el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en
ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla
fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una
síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro
de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa
alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre
nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género
mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la
novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que
el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y
en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las
veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela
propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente
con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden
abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación
previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que
el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte
a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como
podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un CartierBresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un
fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte
actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como
una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y
multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no
excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un
cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se
ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos,
que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o
en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la
sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas
en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese
combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la
novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es
incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado
literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes
iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las
resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos,
meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no
tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea
hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una
metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del
cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal
para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas
buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es
malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante
cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se
lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de
tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del
cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El
elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho
de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar
algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en
tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se
convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo
quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus
propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que
va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por
ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí
que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente
rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias
que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la
pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas
locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin
embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en
ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va
mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el
tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído
contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de
significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de
tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a
la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el
cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma
de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente
se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi
propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa
algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica
que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema
no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le
impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis
cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo
de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y
se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada
uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué
podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven
consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no
quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso
o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y
cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae
todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una
inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en
torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta
que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más
modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en
torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una
proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un
sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es
la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros,
que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos
vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena
en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada
uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo
William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños
planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte
de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak
Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos
cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en
los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma
característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera
anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la
modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un
determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su
elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo
pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición
humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol
gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema
puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema
despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede
decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo
que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un
momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los
cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está
fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el
escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra
que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en
que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en
forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo.
Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros
cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una
conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que
dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un
cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he
contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de
ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una
criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un
cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente,
se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido.
Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por
más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el
escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y
que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una
magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos
aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la
misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así
predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral
de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose
de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de
convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es
vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido,
tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último
término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del
proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que
nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación
inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la
ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido,
para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra
bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el
tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende
que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el
lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de
escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de
todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de
todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus
circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única
forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo
basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y
auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en
su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un
cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los
rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes
habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento
es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase
estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza.
Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la
eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en
los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades
típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión.
Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente
a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin
embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y
de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos
atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del
maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia,
que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los
acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el
producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al
final de este paseo por el cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o
jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por
imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y
aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están
escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino
aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición
de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres
siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y,
en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido?
Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el
fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética.
Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una
anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de
Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir
un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi
país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para
quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de
clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo
único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible
el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el
color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que
no...
Conversaciones con Cortázar
[Fragmentos]
Ernesto González Bermejo
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO I
-Quisiera proponerle una "peregrinación a las fuentes"; indagar, con usted, dónde nace ese
escritor. Su intención inicial fue la poesía ¿no es así?
-Es conocido: uno repite individualmente el proceso de la especie humana, su historia. Las
primeras obras de la humanidad fueron poéticas. Los primeros textos filosóficos son
poemas. Los presocráticos, por ejemplo, los grandes metafísicos; Parménides es un poeta;
Platón puede ser considerado un poeta; los grandes textos cosmogónicos son poemas.
A la prosa se llega después, un poco, supongo, porque en el principio, tanto en el niño
como en el hombre primitivo, la inteligencia funciona sobre todo en base a analogías, a
mecanismos mágicos, a principios animistas. Hay mucha más sensibilidad que inteligencia
razonante; la razón es una maquinita que entra en acción después. En el caso de los griegos
entra, de manera definitiva y organizada, con Platón y con Sócrates. Anteriormente están
las grandes intuiciones, los grandes deslumbramientos que eran ya poesía.
Y el niño es igual, en fin, ciertos niños. Y hago mal en restringir: quizás todos los niños, si
no existieran las maestras. Las pobrecitas no tienen la culpa: si no existiera la maldita
instrucción primaria que ellas tienen que aplicar. Cocteau decía: "todos los niños son poetas
menos Minou Drouet", que era aquel monstruito que había escrito un libro de poemas a los
ocho años, un poco prefabricado por la madre, y que toda Francia admiraba.
Es verdad que si a los niños los dejasen solos con sus juegos, sin forzarlos, harían
maravillas. Usted vio cómo empiezan a dibujar y a pintar; después los obligan a dibujar la
manzana y el ranchito con el árbol y se acabó el pibe.
Con la escritura es exactamente igual. Las primeras cosas que cuenta un niño o que le gusta
que le cuenten, son pura poesía; el niño vive un mundo de metáforas, de aceptaciones, de
permeabilidad.
-Creo que, aunque usted pase de la poesía a la prosa, esa visión poética se prolonga a lo
largo de su obra.
-También yo lo creo. Incluso textos escritos con la voluntad de comunicar algo como es
Prosa del observatorio, yo lo entiendo como un poema. Y dentro de mis novelas hay largos
capítulos que cumplen un movimiento de poema aunque no entren en la categoría ortodoxa
de la poesía. El funcionamiento se hace por analogía; hay un sistema de imágenes y de
metáforas y de símbolos y, en definitiva, la estructura de un poema.
Llegué con dificultad a la prosa. A los ocho años yo ya escribía poemas y, como siempre
tuve obediencia a los ritmos, al sonido rimado de las palabras y de las cosas, esos poemas,
espantosos como contenido, perfectamente cursis, inocentes y sin ninguna importancia,
estaban perfectamente medidos y perfectamente rimados. Sin saber que un endecasílabo era
un verso de once sílabas, escribía sonetos en endecasílabos, absolutamente infalibles como
ritmo y rima.
Se lo puedo asegurar porque mi madre guardó un famoso cuaderno con esos poemas que
nunca me quiso dar pero que me dejó mirar hace como quince años y pude comprobar lo
que le digo; contenido: totalmente nulo, de un niño de nueve anos que se enamoró de una
compañerita de juegos, soneto al cumpleaños de su tía, descripción del patio de la casa...
Pero desde el punto de vista de la versificación, perfectos. Es decir que había una captación
muy evidente del ritmo.
Por eso la prosa, al principio, me presentaba dificultades. Quise empezar una novela y me
tranqué; no podía avanzar. Escribir en prosa me resultaba, ¿cómo decirle?: grosero; no
encontraba el balanceo del verso. Yo tenía que escribir -con toda la ingenuidad que pudiera
tener aquella novela-: "el carruaje se detuvo a la puerta del castillo, coma, y fulanita de tal,
descendió. punto". Y eso era duro, no tenía el ritmo del verso.
¿Cómo se produce ese pasaje a la prosa?
-Con dificultad, como le decía. En la adolescencia hubo una especie de paridad: la prosa
empezó a aumentar en volumen y, al mismo tiempo, seguía escribiendo poemas.
Y, como sucede siempre, uno se hace con el trabajo: la literatura se hace haciendo
literatura. Alcancé cierto dominio formal y descubrí lo que me faltaba descubrir: que la
prosa tiene un ritmo propio, que no son ni endecasílabos ni décimas, ni nada que se le
parezca. Desde ese momento me encontré escribiendo la prosa con fluidez.
Pienso también que lo que me ayudó fue el aprendizaje, muy temprano, de lenguas
extranjeras y el hecho de que la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Si yo no fuera
un escritor sería un traductor. Lo fui y lo soy todavía, a veces, para la Unesco.
La traducción me resulta fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado.
Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original,
su problema no son las ideas del autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer
es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo
latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, con las
diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de
vista rítmico.
Yo le aconsejarla a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese
amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga
traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta que él puede escribir
con una soltura que no tenía antes.
-¿Cómo define hoy un buen estilo?
-Creo que una escritura lograda formalmente (y cuando está lograda en el plano formal, lo
está en los otros) requiere no tanto la presencia como la ausencia de cosas inútiles y
negativas.
Cuando yo corrijo, una vez en cien agrego algo, completo una frase que me parece
insuficiente o agrego una frase porque veo que falta un puente. Las otras noventa y nueve
veces corregir consiste en suprimir. Cualquiera que vea un borrador mío puede
comprobarlo: muy pocos agregados y enormes supresiones.
Porque al escribir, especialmente como escribo yo, rápido y dejándome llevar, hay una
tendencia a la repetición inútil, se escapan cosas (y, sobre todo, cuando se trabaja con
máquina eléctrica). Hay que eliminarlas implacablemente.
Es así como se llega a tener eso que llaman un estilo. Para mí el estilo es una cierta tensión
y esa tensión nace de que la escritura contiene exclusivamente lo necesario. Imagínese que
la araña que hace de su tela un modelo de tensión, después le sacara unos flequitos de
costado y los dejara colgar... La mala literatura está llena de flequitos. Es literatura con
flecos.
-No obstante puede haber un buen estilo barroco.
-Es el eterno tema que tanto preocupa a Alejo Carpentier: la literatura latinoamericana
como ejemplo de literatura barroca. Cuando se trata de algo bellamente barroco, como es el
caso del propio Carpentier, perfecto; de acuerdo. Pero el falso barroco que va desde
Argentina a Guatemala pasando por donde usted quiera, es sencillamente hojarasca
repetitiva, una multiplicación de elementos que podrían suprimirse con gran beneficio de lo
medular.
A veces eso que da impresión de barroquismo, donde el autor, como es típico de la
arquitectura barroca, se mete en volutas por todos lados para llenar el espacio -el famoso
miedo al espacio vacío- si se analiza un poco más de cerca resulta simplemente una falta de
tensión, de disciplina en el trabajo.
-Ese aprendizaje suyo se hace en soledad o en compañía; en este caso ¿de quién?
-Está el caso de Jorge Luis Borges. El choque que me produjo a mí la escritura de Borges
fue sin duda el más grande que yo había recibido hasta ese momento. Porque había tenido
muchos choques pero eran siempre con escritores extranjeros, franceses, ingleses, que no
tenían por qué repercutir en mi idioma.
Encontrar en la Argentina, en un momento en que se escribía bastante tupido, a la manera
peninsular, a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje reduciéndolo casi al nivel
de aforismo, de apotegmas, de frases -perdóneme la cursilería- lapidarias (en el caso cabe la
palabra) era una experiencia que un joven escritor sensible tenía no solamente que recibir
sino que aceptar y seguir.
Seguir sin imitar. Ese es el asunto. Eso es lo que hizo que a mí, por suerte, no me tocara ser
un borgista. Porque usted ve lo que pasó con los que, en vez de seguir la lección del
maestro, lo imitaron. El resultado fue una plaga de borgistas de los cuales nadie se acuerda
hoy.
La gran lección de Borges no fue una lección temática, ni de contenidos, ni de mecánicas.
Fue una lección de escritura. La actitud de un hombre que, frente a cada frase, ha pensado
cuidadosamente, no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba. Cayendo después en
cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un
poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto.
Pero, originalmente, la actitud de Borges frente a la página, es la actitud de un Mallarmé:
de una severidad extrema frente a la escritura y de no dejar más que lo medular.
-Sus frecuentaciones de la literatura anglosajona deben haber influido también en esa
formación de sobriedad, de rigor en la escritura.
-Sí, pienso que sí. Incluso una cierta literatura francesa.
-No la española, en todo caso.
-Cuando me hablan de eso siempre tengo vergüenza porque mi ignorancia de la literatura
española es realmente enciclopédica. Conozco algunos clásicos pero estoy muy lejos de
haber leído, de literatura española, lo que he leído de literatura francesa y anglosajona. Las
razones son difíciles de encontrar, tanto como saber por qué a usted le gusta más el verde
que el azul.
-Hay cierta retórica hispánica que no parece ir con sus gustos.
-Sí, pero tampoco hay que olvidar que en la literatura española hay escritores que han
trabajado con una enorme economía de medios, aunque no abunden, es verdad. Pero, en fin,
podría haberlos elegido.
En la Argentina había elegido a Borges. Pero en el momento en que Borges era el maestro
del rigor estilístico usted abría La Nación o La Prensa y se encontraba con esos chorros de
facundia española, con las interminables páginas de Azorín y de Julián Marías, y de toda
esa gente, que llenaba y llenaba cuartillas, sin que se supiera realmente bien para qué.
Yo tenía, claro, un movimiento de espanto frente a esto y me echaba atrás.
Pero lo que no leí en prosa, lo leí en poesía. Siento un gran amor y les debo mucho, no sólo
a los clásicos de la poesía española, sino a los poetas llamados "de la República",
empezando por la llegada imperial de García Lorca a Buenos Aires, que provocó en todos
nosotros un "lorquismo" desaforado.
Junto a él empecé a leer y me leí todo Salinas, Cernuda, Aleixandre, Guillén, Alberti y se
me quedan otros. Toda esa generación extraordinaria de poetas que, cada uno a su manera,
son muy económicos, no pueden ser acusados de frondosos. En conjunto son grandes
poetas, un poco como los grandes poetas anglosajones -y no hago una comparación directaporque hacen una poesía esencial, medular, tan lejos de la poesía romántica española del
siglo anterior.
Paralelamente yo cumplía un trabajo similar con la poesía francesa. Nunca me interesó -la
leí por razones históricas y por cariño- la poesía de Víctor Hugo, de Alfred de Musset, de
Vigny (aunque sea el más moderado de todos) porque la encontraba excesivamente
recargada. A la poesía francesa la empecé a leer de Beaudelaire en adelante. Es decir, una
época en que se produce el mismo proceso que luego se dará en España, en el 36: una
poesía de concisión, de esencia.
-No parece raro que toda esa formación de que me habla, sus opciones y preferencias
literarias, lo hayan hecho desembocar bastante naturalmente en el cuento.
-Sí, creo que tiene razón. Me lleva por buen camino cuando dice eso. Justamente todo esto
de que hemos hablado, y que yo nunca había hablado con nadie de esta forma un poco
orquestal en que lo estamos haciendo, lleva al puente que usted acaba de tender.
Era bastante lógico que después de esa elección de economía y de rigor que yo practiqué
porque estaba en mí practicarla, el cuento, como forma literaria, me llamara antes que
cualquier otra forma, como la novela o el teatro. El cuento respondía efectivamente a ese
tipo de literatura y de poesía que yo califico de económica.
-El aprendizaje del cuento ¿cómo lo hace?
-Nunca aprendí a escribir cuentos. Podría repetirle la "boutade" de Picasso (sin ninguna
vanidad): "yo no busco, encuentro". Yo encontré al cuento.
CAPÍTULO II
-Usted comenzó a escribir y estuvo largos años, como diez, sin publicar. ¿Por qué?
-Por severidad; una autocrítica tremenda. Había publicado Los reyes de manera un poco
clandestina y privada, y sólo tres años después apareció Bestiario.
Debo haber pecado de vanidad porque me había fijado una especie de techo, de nivel muy
alto para empezar a publicar, y tenía suficiente sentido autocrítico como para leer lo que iba
escribiendo y darme cuenta que estaba por debajo.
Yo quemé una novela de seiscientas páginas, por ejemplo. Que hoy lamento haber
quemado porque sé que había cosas lindas en esa novela y me gustaría haberla conservado
como documento personal, autobiográfico. Era una novela muy sentimental pero en las que
había situaciones dramáticas y extremas, largas discusiones, que hoy quisiera saber cómo
había solucionado. No me queda sino una idea muy general.
Que un muchacho joven, en las condiciones de los argentinos de esa época que se
apresuraban demasiado a publicar, se niegue a hacerlo, es prueba o bien de una gran
vanidad o de un gran rigor. Verdaderamente prefiero haber pecado de vanidad que de
facilidad.
El día que consideré que había tocado ese plafond que yo mismo me había marcado,
entregué los cuentos de Bestiario. Antes de Bestiario podría haber publicado dos libros de
cuentos que se quedaron por ahí (cuentos que había escrito cuando era profesor en el
campo, en Bolívar y en Chivilcoy), aquella novela inmensa, dos novelitas cortas, algunos
ensayos, un montón de textos -y muchísimos poemas, pero ese es otro capítulo- y todo eso
me negué a publicarlo.
-¿Qué le reprochaba a aquellos cuentos?
-Sus defectos de estructura; me quedaban flecos que no conseguía eliminar; había allí un
romanticismo latente del que no podía librarme y del que no me libraré nunca, aunque hoy
lo tenga más controlado y en mi juventud desbordara demasiado. Pero sigo siendo un
sentimental y un romántico.
-Como creo que lo es el Oliveira de su Rayuela. Algo frecuente en América Latina, esto de
ser romántico. No es algo malo en sí mismo, ¿qué cree usted?
-Le contestaría por la negativa: creo que el hecho de no ser romántico limita mucho una
creación literaria; lo deja a uno frente a un mundo mucho más seco, mucho más
esquemático. No ser romántico puede ser utilísimo para un ensayista, para un satírico, para
un investigador de problemas literarios, no para un creador.
-Pero la frontera es muy sutil entre sentimiento y sensiblería.
-Y eso es lo que un joven que no tiene suficiente autocrítica, información, un olfato que le
pueda indicar que algo no anda bien, puede pasarse por alto.
Yo sentía, sin saber muy bien por qué, que mis primeros cuentos no funcionaban y en vez
de quedarme lamentándolo me parecía más lógico meterlos en un cajón o tirarlos.
Hasta que un buen día apareció un cuento que en mi opinión andaba, ese trajo otros algunos que andaban, otros que no- y otros que en su mayoría comenzaron a andar. Fue
cuando los di a la publicación.
-¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?
-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado un ápice. De pronto a mí me invade
eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento.
Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos posters de Glenda Jackson -una actriz
que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda
Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en
líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después.
Cuando eso me cae encima y yo sé que voy a escribir un cuento tengo hoy, como tenía hace
cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a
nacer una cosa que yo espero que va a estar bien.
-¿Qué concepto tiene del cuento?
-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo
perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que
ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.
Un cuento puede mostrar una situación y tener un interés anecdótico pero para mí no es
suficiente; la esfera tiene que cerrarse. Lo que no quiere decir que niegue la posibilidad de
cuentos admirables -como algunos de Katherine Mansfield- que no responden a mi noción
del cuento pero que me gustan mucho; simplemente yo no los hubiera escrito así.
-¿Qué distancias, qué diferencias hay entre aquellos primeros cuentos publicados y los
últimos, este último sobre Glenda Jackson que acaba de escribir?
-Tengo la impresión de no haber avanzado un solo centímetro en materia de cuentos.
Incluso este cuento sobre Glenda Jackson creo que responde al mecanismo de algunos
cuentos muy tempranos míos. Más, le diría de un cuento inédito que nunca quise publicar
porque me pareció demasiado mecánico. Y entre ese primer cuento y éste que he escrito
ahora en Londres hay treinta y cinco años de distancia.
Esta es una afirmación que puede parecer vanidosa. Cualquiera puede deducir de ella que
ya mis primeros cuentos eran los mejores que podía hacer.
No es exactamente eso: en algunos planos creo que que he ganado terreno. Como le decía, a
partir de "El perseguidor" hay un avance en la persecución de lo humano, los personajes no
son utilizados como marionetas con fines exclusivos de mecánica fantástica sino que viven
una vida independiente y cuando hay un elemento fantástico ese elemento no se cumple a
expensas de la humanidad de los personajes sino que incluso incide y entra en su
humanidad.
Pero desde un punto de vista absoluto de ejecución de un cuento y de su mecanismo, creo
que los primeros cuentos no son inferiores ni superiores al último que escribí.
-De todas maneras hay una evolución bastante evidente.
-Sí, pero si se quiere buscar una evolución a lo largo de la cincuentena de cuentos que llevo
escritos, habría que buscarla en otro lado y no en la estructura global del cuento.
-¿Dónde?
-Quizás los cuentos posteriores tienen un contenido sicológico, una proyección humana,
una complejidad más grande que los primeros.
En la primera serie de cuentos de Bestiario la complejidad es casi siempre de orden
patológico. Son aberraciones, son excepciones a las reglas. Piense en "Circe", en
"Bestiario", en "Cefalea", son cuentos donde lo fantástico se da en situaciones marginales
de vida que sólo le pueden ocurrir a una persona en un millón.
En cambio en este último libro que acabo de publicar -Alguien que anda por ahí- creo que
los personajes viven situaciones que, con algunas variantes lógicas, podrían ser vividas por
mucha gente. Es decir, que la relación entre personajes y lectores -como eventuales
protagonistas- es mayor ahora que al comienzo.
Y mis cuentos llamaron la atención al comienzo porque trataban casos marginales, un tanto
aberrantes.
-Bueno, es una vena que usted no ha abandonado del todo...
-Es verdad. Hay un lado morboso en mi imaginación como cuentista. Eso lo sé. Es una
cuestión que habría que estudiar sicoanalíticamente y que a mí, personalmente, se me
escapa.
-Alguna vez me habló del efecto sicoterapéutico de alguno de sus cuentos; que, escribirlos
le ayudó a curarse de ciertas fobias.
-Claro, es el caso de "Circe", por ejemplo. Yo tenía una pequeña neurosis, muy
desagradable, que consistía en el temor de encontrar bichos en la comida y tenía que mirar
cuidadosamente cada bocado antes de llevármelo a la boca, lo que le estropea a cualquiera
un buen almuerzo y que además crea problemas de incomodidad personal muy grandes.
Escribí el cuento -y en eso soy formal: el cuento no fue escrito con la conciencia del
problema- lo terminé, sin que se me cruzara por la cabeza que ese era un problema personal
paralelo al mío. Me di cuenta del resultado porque después de escrito el cuento un buen día
me encontré comiendo un puchero a la española sin mirar lo que comía y muy contento y
entonces asocié las dos cosas y me di cuenta que había hecho una especie de autoterapia al
volcar en el personaje más que morboso del cuento todo el asco, toda la mecánica de la
presencia de los insectos en la comida.
-Se han hecho investigaciones sicoanalíticas sobre sus cuentos; hay una bibliografía
abrumadora sobre el tema, ¿qué piensa usted?
-No conozco más que una parte de esa bibliografía y la parte que conozco creo que contiene
investigaciones que a veces han sido hechas con mucho talento y mucha inteligencia.
Ha habido indagaciones sicoanalíticas de mis cuentos, tanto en la línea freudiana como en
la línea jungiana y las dos son igualmente fascinantes. Sobre todo en la línea jungiana que
me parece que se adapta mucho más al universo de la creación literaria.
Esos autores de tesis o de monografías han visto lo que al principio yo no veía; es decir, la
repetición, la recurrencia de ciertos temas, la presencia de ciertas constantes.
-¿Por dónde empezamos?; ¿por el tema del doble? -aparece ya en un cuento tan temprano
como "Lejana", de Bestiario; la volvemos a encontrar en "Los pasos en las huellas", de
Octaedro.
-Sí, hay en mí una especie de obsesión del doble ¿Viene de la lectura temprana de Doctor
Jekyll and Mister Hyde, de Stevenson, de "William Wilson", de Edgar Allan Poe, o toda la
literatura alemana que está habitada por el tema del doble?
No creo que se trate de una influencia literaria. Cuando yo escribí ese cuento que usted cita,
"Lejana", entre 1947 y 1950, estoy absolutamente seguro -y en ese sentido tengo buena
memoria- esa noción de doble no era, en absoluto, una contaminación literaria. Era una
vivencia.
El tema del doble aparece ya con toda su fuerza en ese cuento. Usted recordará que se trata
de una "pituca" de Buenos Aires que por momentos tiene como una especie de visión de
que ella no solamente está en Buenos Aires sino también en otro país muy lejano donde es
todo lo contrario: una mujer pobre, una mendiga. Poco a poco se va trazando la idea de
quién puede ser esa mujer y finalmente va a buscarla, la encuentra en un puente y se
abrazan. Y es ahí que se produce el cambio en el interior del doble y la mendiga se va en el
maravilloso cuerpo cubierto de pieles, mientras la "pituca" se queda en el puente como una
mendiga harapienta.
El tema del doble es una de las constantes que se manifiesta en muchos momentos de mi
obra, separados por períodos de muchos años. Está en "Una flor amarilla" -donde el
personaje se encuentra con un niño que es él mismo en otra etapa- un cuento escrito veinte
años después de "Lejana", está, como usted dice, en "Los pasos en las huellas" y, de alguna
manera, está también en "La noche boca arriba".
Y está también en Rayuela. Quizás los casos más ilustres de dobles en su obra sean los de
Oliveira/Traveler y La Maga/Talita.
-Aquí le voy a decir algo que no pretendo que nadie me crea porque al decirlo, doy la
impresión de ser un perfecto estúpido -cosa que no me inquieta demasiado- y es que cuando
terminé Rayuela no tenía la menor idea de que esa vivencia del doble existía en la novela.
Es verdad que, hacia el final del libro, Oliveira lo llama doppelgänger a Traveler, siente que
hay una especie de repetición: eso lo acepto. Pero de lo que no me di cuenta en absoluto -y
después vinieron los lectores y los críticos a decírmelo- es que en la figura de Talita yo
repetía a La Maga.
Cuando Oliveira regresa de París busca a La Maga en Montevideo y no la encuentra. Llega
a Buenos Aires y encuentra a Traveler y a Talita y de ninguna manera ve a La Maga en
Talita, como no se ve a sí mismo en Traveler. Pero en toda la larga serie de episodios del
circo, de la vida en común que llevan, la escena del tablón, etc., es evidente que el tema
está latiendo en el libro pero sin que yo me dé cuenta, sin ninguna premeditación.
La evidencia estalla al final y ya entonces ni Oliveira ni yo mismo podemos negarlo. Hay
un momento dado en que esa otra pareja: Traveler/Talita se vuelven por un momento
Oliveira/La Maga, vistos desde Oliveira, sin que lo sean en absoluto. Es decir que una vez
más el tema del doble, con esos matices especiales, se da nuevamente.
-Si no se trata de una "contaminación literaria" ¿cómo explicar esa insistencia con que el
doble se aparece en su obra?
-Jung podría hablar de una especie de arquetipo porque no se olvide que los dobles -no sé si
explícitamente en el sistema de Jung pero, en todo caso en las cosmogonías, en las
mitologías del mundo- el doble, los personajes dobles, los mellizos ilustres: Rómulo y
Remo, Cástor y Pólux, los dioses dobles, son una de las constantes del espíritu humano
como proyección del inconsciente convertida en mito, en leyenda.
Parecía que el hombre no se acepta como una unidad sino que, de alguna manera, tiene el
sentimiento de que simultáneamente podría estar proyectado en otra entidad que él conoce
o no conoce pero existe. Me pregunto -poniéndome a inventar un poco- si aquellas fantasías
de Platón sobre los sexos no tienen también un poco que ver con esto. Platón se preguntaba
por qué hay hombres y mujeres y sostenía que, originalmente había uno solo que era el
andrógino, que luego se dividió en dos. El amor sería, simplemente, la nostalgia que
tenemos todos de volver al andrógino. Cuando buscamos a una mujer estamos buscando a
nuestro doble, queremos completar la figura original. Estos temas reaparecen en múltiples
cosmogonías y mitologías, y siguen habitando en nosotros.
-Usted me decía que el doble, para usted, es una vivencia antes que nada. ¿Puede ponerme
un caso?
-Una vez yo me desdoblé. Fue el horror más grande que he tenido en mi vida, y por suerte
duró sólo algunos segundos. Un médico me había dado una droga experimental para las
jaquecas -sufro jaquecas crónicas- derivada del ácido lisérgico, uno de los alucinógenos
más fuertes. Comencé a tomar las pastillas y me sentí extraño pero pensé: "me tengo que
habituar".
Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y
normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe -sin
animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi lado; algo de mi ojo debía ver
alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento
físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble
amargo y me lo bebí de un golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía
mirar, que yo ya no estaba a mi lado.
El doble -al margen de esta anécdota- es una evidencia que he aceptado desde niño. Quizás
a usted le va a divertir pero yo creo muy seriamente que Charles Baudelaire era el doble de
Edgar Allan Poe. Y le puedo dar algunas pruebas, en la medida en que se puede dar pruebas
de este tipo de cosas.
Primero hay una correspondencia temporal muy próxima, lo que no es muy importante pero
de todas maneras tiene su sentido: porque no tiene mucha gracia imaginar que su doble
haya sido un ateniense del Siglo IV, ¿verdad? Lo que le da calidad dramática a la a
situación es que su doble esté ahora en Londres o en Río de Janeiro.
Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto que la famosa
traducción que hizo fue un tour de force extraordinario, ya que no era nada fuerte en inglés
y en la época no había diccionarios con modismos norteamericanos.
Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se
equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto
telepático por encima y por debajo del idioma. Y todo esto lo he podido comprobar porque
cuando traduje a Poe al español siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire.
Pero hay más: si usted toma las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone
juntas, notará el increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos
tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro.
Y además: una coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los
mismos problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de
poeta.
Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito- que Poe y Baudelaire
eran un mismo escritor desdoblado en dos personas.
-Además de éste del doble, los investigadores ven otros temas, recurrentes en su obra: por
ejemplo, el del incesto. Aparece en "Bestiario", el cuento que le da titulo al libro.
-Sí, y otro ejemplo sería "Casa tomada" donde está bastante explícitamente dicho. Se trata
de dos hermanos pero en alguna parte se dice "ese simple matrimonio de hermanos",
imagen que tiene bastante que ver con la relación que viven.
-Irene, la hermana, ha cortado toda relación con sus pretendientes.
-Los dos se han encerrado en la casa y viven dos vidas de solterones. No es un incesto
consumado ni mucho menos pero existe una relación ambigua entre los dos hermanos; eso
es evidente.
En el curso de la escritura salió esa noción de "matrimonio de hermanos" que me
sorprendió al releerla pero que dejé porque me pareció perfectamente lógica dentro de la
estructura del cuento.
La recurrencia del tema del incesto -otro arquetipo, digamos-, se nota sobre todo en la
primera serie de mis cuentos. Otra vez aquí he sido totalmente inconsciente de lo que
escribía. Después, cuando alguien hizo la reseña, la comparación de una serie de cuentos, vi
aparecer la noción de lo incestuoso de manera más o menos explícita.
Eso me permitió, me obligó a mirar más de cerca en mí mismo, y me hizo ver hasta qué
punto tengo personalmente un complejo incestuoso que encontró su camino, en forma de
exorcismo, en muchos de esos cuentos.
La esfera de los cuentos*
Julio Cortázar
Deshoras, ¿con qué libro suyo anterior puede emparentarse más?
-Me resulta difícil establecer o hacer así rápidamente un análisis mental de todos mis libros
de cuentos anteriores. Yo tengo la impresión de que este libro simplemente agrega una serie
de cuentos a una cantidad ya bastante crecida y que abarca más de treinta años de trabajo,
es decir, ese tipo de cuentos que me son naturales, por así decirlo, o sea cuentos donde el
elemento fantástico se hace casi siempre presente, no siempre, pero casi siempre son
cuentos donde todo lo latinoamericano está también muy presente no sólo en el lenguaje
sino en la temática, y concretamente hay dos cuentos que se desarrollan en la Argentina. O
sea que en realidad yo no diría que hay la menor ruptura en la serie.
-Si no hay ruptura, ¿hay en estos cuentos alguna nueva aportación en el plano técnico o en
el temático?
-Parecería un poco inmodesto contestar afirmativamente, pero yo no tengo, en todo caso,
ninguna falsa modestia. O sea, tengo la impresión de que si continúo escribiendo cuentos,
esos cuentos no son repetitivos, o sea, que es un nuevo paso en algún sentido, a veces tal
vez sea un paso hacia adelante, a veces puede ser una bifurcación hacia algún lado donde
me parece que hay todavía posibilidades que yo mismo no he indagado, que no he
explorado. Si no fuese así no tendría ningún interés, ninguna curiosidad por escribir
cuentos. De modo que digamos que sí, que pienso que ahí debe haber alguna aportación,
pero es a los críticos y a los lectores a quienes les toca decirlo.
-De estos ocho cuentos de su libro Deshoras, ¿qué cuento es más de su preferencia? ¿A qué
cuento le tiene usted más apego, más cariño?
-Es difícil elegir un cuento. Puede haber un cuento que me interesa por la forma en que lo
he escrito, es decir, ese combate que el escritor lucha consigo mismo para finalmente
obtener algún resultado literario, pero también podría citar algún cuento en donde lo que
me interesa es sobre todo la temática. Entonces, empezando por la temática, un cuento
como "Pesadillas" para mí cuenta mucho porque significa mucho, porque me parece una
especie de resumen alegórico, si usted quiere, de la situación que se ha vivido en la
Argentina en los últimos años. Ahora, si se trata ya del lado exclusivamente literario, a mí
me interesa personalmente el último cuento, ese que se llama "Diario para un cuento",
porque es una especie de combate conmigo mismo para tratar de llegar a un resultado, no sé
si lo comprende o no.
-¿Por qué ha escogido el título de Deshoras para este libro?
-Una buena pregunta, sólo que hago la observación al paso de que el primer cuento no es un
cuento, se llama epílogo de cuento. Es lo que me sucedió exactamente tal cual, y no está
contado como un cuento sino como un documento privado.
Yendo al título de Deshoras, siempre que reúno siete, ocho o nueve cuentos para un
volumen se me plantea el problema del título; me gusta, siempre que puedo, que el título de
alguno de los cuentos que están en el libro sirva para la totalidad. A veces se puede y a
veces no. Porque ese título tiene que resumir la atmósfera general del libro, y en este caso
creo que Deshoras es con esa noción que tiene la palabra, que yo la uso un poco
insólitamente en plural, porque en general se dice "llegar a deshora", por ejemplo. Y yo la
separo de la frase hecha, y la pongo en plural porque me parece que los ocho cuentos del
libro, de alguna manera, todos son "encuentros a deshora", hay pasos así, en que el destino
se juega un poco, porque hay un desajuste entre la realidad y los personajes.
-¿Interviene en este libro el tema del juego?, ¿el "juego" del escritor con lo que escribe, y el
juego con el lector?
-Bueno, sí, desde luego que interviene, porque todos los elementos de juego, pero
entendido seriamente, son una constante en la mayoría de las cosas que llevo hechas, y aquí
el juego es bastante explícito. Por ejemplo, en ese cuento que se llama "Satarsa", el
personaje trata de ver lo que está sucediendo y lo que le puede suceder a través de juegos de
palabras, eso no parece muy serio, pero usted sabe que la magia de las palabras es una de
las formas que se cultivan desde la más alta antigüedad, y entonces ahí hay una referencia
muy directa a uno de los grandes juegos que ha jugado siempre el hombre, a través de la
Cábala por ejemplo, y a través de todas las posibilidades de adivinación, a través del idioma
y por medio del idioma. Hay un viejo juego, que yo sigo practicando con resultados que me
asombran, que es lo que alguien llamó la "poetomancia". O sea, tomar un libro de poemas,
cualquier libro de poemas, cerrar los ojos, abrirlos y poner el dedo en un verso y leer ese
verso; es impresionante la cantidad de veces que en mi caso, el verso en el que caigo me
ilumina un futuro inmediato o me aclara un pasado o me muestra cuál es mi presente,
entonces ¡cómo no creer en el poder del lenguaje! cuando ese simple juego se vuelve una
cosa seria.
-Usted habla en su último relato de la "cosquilla del cuento". ¿Suele traerle ya esa
"cosquilla", la manera de hacer cuentos?
-Puedo contestar afirmativamente a eso, sí, porque, claro, es más que una "cosquilla", es...
-¿La "manera" o la "estructura"?
-Bueno, tal vez estamos hablando de la misma cosa, porque la estructura no puede ser una
estructura si no contiene una opción previa sobre la forma en que se va a construir el
cuento; y en general, la noción general del cuento, el tema en grosso modo, en mí viene
acompañado ya de la forma en que tengo que hacerlo. Es decir, yo sé automáticamente
cuando me pongo a la máquina que tengo una idea general de un cuento que me obsesiona,
esa es la "cosquilla", que me obliga a escribirlo; pero también sé, sin poder dar ninguna
explicación racional, si ese cuento lo voy a escribir en primera persona o en tercera. Eso lo
sé, lo sé sin razones, sé perfectamente que voy a empezar a hablar de mi "yo", o bien voy a
empezar a hablar de algún punto o algún tema. Y eso no tiene explicación, eso se da así.
-¿Le plantean muchos problemas los llamados "finales perfectamente cerrados" en los
relatos breves? Y, ¿cuándo rompe la norma?
-Por lo que a mí se refiere, la idea que yo me hago del cuento y la forma en que lo realizo
es siempre un orden muy cerrado. Por ahí he escrito que para mí un cuento evoca la idea de
la esfera, es decir, la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede
separarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un orden
muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas.
La novela es un campo abierto verdaderamente; para mí, un cuento, tal como yo lo concibo
y tal como a mí me gusta, tiene límites y, claro, son límites muy exigentes, porque son
implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que en mi
opinión el cuento se viniera abajo. Y he visto muchos cuentos venirse abajo por eso, por
destruirlo todo en el último momento, por ejemplo, con una tentativa de explicación de un
misterio, cuando el misterio era más que suficiente en el cuento, cada uno podría encontrar
allí su propia lectura, su propia interpretación. Hay gente que malogra cuentos poniéndolos
excesivamente explícitos, entonces la esfera se rompe, deja de ser el orden cerrado.
-¿Qué es un cuento para usted?
-Yo creo que nadie ha definido hasta hoy un cuento de manera satisfactoria, cada escritor
tiene su propia idea del cuento. En mi caso, el cuento es un relato en en el que lo que
interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una
manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final.
Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la
velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un
cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector.
-Estos ocho cuentos, ¿cómo podrían clasificarse de alguna manera?
-Me parece a mí que hay dos tipos de cuentos bastante diferenciados. Algunos en donde
predomina el elemento fantástico, que usted sabe bien que es una constante en casi todos
los cuentos que he escrito. En otros cuentos, aunque también esté presente un factor
fantástico, lo que me ha interesado a mí directamente ha sido una referencia directa a
problemas que me angustian personalmente, a mí y a tantos más, concretamente a
conflictos que afectan al tema de América Latina en general.
-En este libro aparecen cuentos llenos de nostalgia.
-Tal vez para un escritor la única manera de combatir ciertas nostalgias es escribiendo y,
naturalmente, la nostalgia se abre paso en el tema del cuento y en todo el cuento, pero en
estos de Deshoras yo creo que hay algo más que nostalgias. Hay denuncia, hay protesta y
hay combate por lo que sucede en la Argentina, es decir, un clima de opresión, un clima de
miedo, de desapariciones y de asesinatos, todo eso se refleja con bastante claridad, por lo
menos, en uno de los cuentos.
-¿Prima más la preocupación por temas políticos que por los literarios?
-No. Depende de los momentos. La literatura es mi vocación, y lo que usted califica de
política es una labor de interés militante. Mi vocación profunda es la literatura, pero yo no
quisiera alejarme del todo del tema de Nicaragua sin decir que me parece que este es el
momento que más que nunca Nicaragua necesita de la solidaridad de todos los pueblos que
a su vez están luchando por una base social, como es concretamente el caso de este país.
Tengo la impresión de que los intelectuales españoles y que todo el mundo en España
puede hacer mucho más en el plano de la solidaridad con un país como Nicaragua. Estoy
seguro de que lo van a hacer.
-Hay un cuento suyo en su libro Deshoras que da la impresión de acercarse más a un
ejercicio de experimentación. ¿Cómo clasificaría usted este relato?
-Bueno, es un experimento para ver si frente al problema de no encontrar un camino para
escribir un cuento -al describir esas dificultades en forma de Diario (es decir, todos los
problemas del escritor que no encuentra el camino)-, el cuento queda atrapado dentro del
Diario. Digamos que puede haber un cierto elemento de trampa en eso, puesto que yo tenía
conciencia de lo que estaba haciendo, pero soy muy sincero cuando digo que nunca hubiera
podido escribir ese cuento directamente como un cuento, tuve que dar vueltas en torno a él,
mirándolo por todos lados y hablando continuamente de los problemas que me impedían
escribirlo, y sucedió que al ir haciendo eso, el cuento se fue armando por dentro, bueno, eso
es si usted quiere, la experiencia. Espero que el lector la sienta como tal y le agrade.
-En este momento, en 1983, tras haber escrito numerosos libros de cuentos, ¿cree usted que
existe actualmente una evolución en la forma de contar o bien prosigue con los caminos ya
iniciados anteriormente?
-No lo sé a ciencia cierta. Por un lado me doy cuenta de que con los años y por el hecho,
quizás, de haber escrito ya tantos cuentos, estoy trabajando de una manera más seca, más
sintética. Me doy cuenta al escribir que cada vez elimino más elementos, no diré de adorno,
pero sí elementos de estilo que al comienzo de mi trabajo se hacían ver, se hacían sentir, y
que tal vez le daban más follaje, más savia a los cuentos; algún crítico me ha señalado que
estoy escribiendo de una manera muy seca, con lo que quiere decir, demasiado seca; no
creo que sea demasiado. Tengo la impresión de que he llegado a un momento en que digo
lo que quiero decir y no necesito agregar una sola palabra más. Tengo la impresión también
de que los lectores actuales, los lectores que ahora se interesan por la literatura, sobre todo
por la latinoamericana, están altamente capacitados para seguir ese estilo, ya no necesitan el
floripondio romántico ni el desborde de tipo barroco. Yo creo que el mensaje puede llegar
directamente y con toda intensidad, con lo cual no quiero decir que mi manera de escribir
sea la única que me parece válida, muy al contrario. Pero desde luego hay una evolución,
espero que los críticos no digan que es una involución, pero no me toca a mí saberlo.
-¿El título de Deshoras lo ha escogido usted por algún motivo peculiar?
-Es el problema de encontrarle un título coherente a un volumen de cuentos, puesto que los
cuentos son siempre tan diferentes entre sí; en este caso el cuento que se llama "Deshoras"
hace una referencia, la palabra lo está indicando, al hecho de una no coincidencia en el
tiempo, destinos que pasan uno al lado del otro sin encontrarse, sin juntarse, y los ocho
cuentos de este libro, cada uno a su manera, están mostrando ese tipo de desajuste, de falta
de armonía en una determinada situación; entonces me pareció que el título Deshoras se
aplicaba bien al libro.
FIN
Nota: Entrevista realizada el 24 de mayo de 1983, en el hotel madrileño en que se
hospedaba Julio Cortázar, por José Julio Perlado.
Sobre el cuento
Julio Cortázar
1. El cuento, género poco encasillable
(...) Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus
leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de
ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo
lugar, los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural
que aquéllos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que
permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
2. Ajuste del tema a la forma
(...) Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir
lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores.
Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que
los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de
superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas
intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a
escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras
cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que
atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el
cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más
honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un
estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la
índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan
único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más
primordial.
(...) Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta
hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de
partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera
que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que
he escrito.
Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia -una inocencia muy poco
inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura- como actitud
fundamental frente a lo que va a ser escrito.
No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y
se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo
escriben, generalmente es un mal libro.
3. Brevedad
(...) el cuento contemporáneo se propone como una máquina infalible destinada a cumplir
su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el
cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en
esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado.
4. Unidad y esfericidad.
(...) Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género
mucho más popular y sobre el que abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la
novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otro límites que
el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y
en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las
veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela
propiamente dicha. En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente
con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden
abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación
previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que
el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte
a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como
podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un CartierBresson o de un Brassai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un
fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte
actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como
una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y
multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no
excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un
cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se
ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos,
que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o
en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la
sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas
en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese
combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout. Es cierto, en la medida en que la
novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es
incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado
literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes
iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las
resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos,
meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no
tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea
hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una
metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del
cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal
para provocar esa "apertura" a que me refería antes.
(...) Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de
otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido
del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al
jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos,
esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta
especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son
criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran.
(...) -¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?
-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado ni un ápice. De pronto a mí me
invade eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento.
Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos pósters de Glenda Jackson -una actriz
que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda
Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en
líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después. Cuando eso me cae
encima y yo sé que voy a escribir un cuento, tengo hoy, como tenía hace cuarenta años, el
mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a nacer una cosa
que yo espero que va a estar bien.
-¿Qué concepto tiene del cuento?
-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo
perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que
ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.
5. El ritmo
(...) Cuando escribo percibo el ritmo de lo que estoy narrando, pero eso viene dentro de una
pulsión. Cuando siento que ese ritmo cesa y que la frase entra en un terreno que podríamos
llamar prosaico, me cuenta que tomo por un falsa ruta y me detengo. Sé que he fracasado.
Eso se nota sobre todo en el final de mis cuentos, el final es siempre una frase larga o una
acumulación de frases largas que tienen un ritmo perceptible si se las lee en voz alta. A mis
traductores les exijo que vigilen ese ritmo, que hallen el equivalente porque sin él, aunque
estén las ideas y el sentido, el cuento se me viene abajo.
6. Intensidad
(...) Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema,
porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal
tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que
hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka.
Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las
primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de
significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos
mejor a la estructura misma del cuento.
7. Objetivación del tema
(...) Un verso admirable de Pablo Neruda: "Mis criaturas nacen de un largo rechazo", me
parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar,
rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da
existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el
narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que
todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos
neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a
un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve
memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo
antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma
en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
8. Temas significativos.
(...) Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi
propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa
algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que
lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no
es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le
impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis
cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo
de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que una médium por el cual pasaba y
se manifestaba una fuerza ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de cada
uno, no altera el hecho esencial y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello ocurra, ¿qué
podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven
consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema.
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no
quiero decir con esto que un tema debe ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o
insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana.
Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un
sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa
cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmente en
su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira
un sistema planetario del que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista,
astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más
actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual
giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida,
una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de
relaciones más complejo y más hermoso?
(...) Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo
tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo
tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma,
puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente
insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y
cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos
cuentos y ciertos lectores.
(...) Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento
será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientementeesa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la
esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde
está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros, dará su sombra en
nuestra memoria.
Entrevista
William Faulkner
-¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?
-99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse
satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre
hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser
mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un
artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y
generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el
sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a
todo el mundo con tal de realizar la obra.
-¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?
-El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen
artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces
no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la
felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no
vacilará en hacerlo...
-Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en
la capacidad creadora del artista?
-No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que
ver con la paz y el contento.
-Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?
-El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se
refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel.
En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una
perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su
cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle
una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor
parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el
artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social;
no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa
son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de
licores de la localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De
modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y
todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal
ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose
frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que
necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.
-¿Bourbon?
-No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.
-Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?
-No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco
de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero
regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado
escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de
libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de
licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y
pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada
puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los
que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e
igual que una mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor
manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se humille será ella.
-¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?
-Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera, nada podrá
ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá
vendido su alma por una piscina.
-Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su
propia obra? ¿Tiene alguna obligación con el lector?
-Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le
quede después de eso, puede gastarla como le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy
demasiado ocupado para preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar en
quién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de
cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y esa es la que me hace
sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el Antiguo Testamento.
Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien. Si
reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo
envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede
comer cualquier cosa.
-¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
-Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar
ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor
joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios
errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo
bastante para darle consejos, tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al
escritor viejo, quiere superarlo.
-Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?
-De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que
el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es
simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente
conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la
primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue
sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me
llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al
día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí
a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación
natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene,
escribir es también más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el
libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo.
Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería
si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la
objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto
que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de
aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la madre ama al
hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.
-¿Qué obra es ésa?
-El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para
librarme del sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de
dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es
valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.
-¿Cómo empezóEl Sonido y la Furia?
-Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica.
La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un
peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba
efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban al pie del
árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían
enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un
cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los
calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y
madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que
tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar
la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la
contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta
de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los
ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del
tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas
haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años
después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo
final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo
pudiera sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo
de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría
volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez.
-¿Qué emoción suscita Benjy en usted?
-La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la
humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que
puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo
creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su
cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno
del bien y del mal.
-¿Podía Benjy sentir amor?
-Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal.
Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la
ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a
Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía
que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo
único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y
el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era
mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así
como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y
lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había
pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido,
Benjy probablemente no la habría reconocido.
-¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría
cristiana que usted utilizó enUna fábula?
-La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al
construir una casa cuadrada. En Una fábula, la alegoría cristiana era la alegoría indicada en
esa historia particular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina
indicada para construir una casa rectangular oblonga.
-¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier otra
herramienta, de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo?
-Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta
cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a la palabra.
Se trata del código de conducta individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace
un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su
naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo -la cruz o la media luna o lo que fuere-, ese
símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de la raza humana.
Sus diversas alegorías son los modelos con los que se mide a sí mismo y aprende a
conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el
libro de texto le enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo
hacerse de un código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al
proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de una
esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán de las alegorías de
la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables: los tres hombres
de Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no
preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por
el viejo aviador judío, que dice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba
rechazar la vida para hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es terrible,
pero podemos llorar y soportarlo"; y el mismo mensajero del batallón inglés que dice: "Esto
es terrible, voy a hacer algo para remediarlo".
-¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados deLas palmeras
salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una
especie de contrapunto estético o de una simple casualidad?
-No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne,
que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser
dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de
lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que
faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en
la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a
ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y
reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer nuevamente.
Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un
hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de
volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por
casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.
-¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?
-No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene importancia. Un
escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de
ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia
generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La
composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de
explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un
escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera
más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el
ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto
que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto
que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que
la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más
simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar.
Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio.
Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
-Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el
escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?
-Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero
nunca la he visto.
-Se dice que usted como escritor está obsesionado por la violencia.
-Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es
simplemente una de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero,
no puede construir con una sola herramienta.
-¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?
-Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de
dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar
por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos
una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él
estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que
si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer
libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de
que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado
conmigo?". Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: "Dios mío", y se fue. Cuando
terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle.
Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood
dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales,
él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así fue como me hice
escritor.
-¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero de vez en cuando"?
-Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas,
pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho dinero porque entonces la vida
era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, un poco de
comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a
fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un
vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para
ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las
cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras
día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el
amor ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la
razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás.
-Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué juicio le merece como
escritor?
-Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria
norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado
como se merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.
-Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?
-Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al
Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.
-¿Lee usted a sus contemporáneos?
-No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como
se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el
Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último
creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a
Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He
leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir
leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que
uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.
-¿Y Freud?
-Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he
leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de
que Moby Dick tampoco.
-¿Lee usted novelas policíacas?
-Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.
-¿Y sus personajes favoritos?
-Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha
oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando
menos era un carácter; la señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por
supuesto. A lady Macbeth siempre la admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y
la señora Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon.
Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un mentecato.
Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por George Harris en 1840 ó
1850 en las montañas de Tenesí. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo
mejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se
avergonzaba; nunca culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.
-Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?
-El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen
las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está
tratando de decir: "Yo pasé por aquí". La finalidad de su función no es el artista mismo. El
artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al
crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.
-Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra con alguien?
-No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me
complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar
sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en
ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del
oficio.
-Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas.
-Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que
está tratando de escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que
en la forma de sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la
historia. Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el
corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos
tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las
ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad.
-Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el
bien y el mal.
-A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y
el mal, pero elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando
estaba tan ocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y
el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo
simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que
hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre
puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él
mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la
conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su
conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos
el derecho a soñar.
-¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación con el artista?
-La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por medios artificiales
y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva
a moverse en virtud de qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la única
inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se
moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo estuve aquí" en el muro de la
desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.
-Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de sumisión a su
destino.
-Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los personajes de todo
el mundo. Yo diría que Lena Grove en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya.
Para ella no era realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no.
Su destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle
ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos más serenos y
sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo
de rechazar su intento final, desesperado, desesperanzado, de violarla, "¿No te da
vergüenza? ¡Podías haber despertado al niño!" No se sintió confundida, asustada ni
alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último
parlamento, por ejemplo: "No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tenesí. Vaya,
vaya, cómo rueda uno". La familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante
bien con su destino. El padre, después de perder a su esposa, necesitaba naturalmente otra,
así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sino que
adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras descansaban. La hija embarazada
no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó
nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que
otro bebé.
-¿Qué le sucedió a usted entreLa paga de los soldados y Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el
motivo de que usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha?
-Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí
que no sólo cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la
obra de un artista tiene que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los
escribí por el gusto de escribir, porque era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí
que mi propia parcela de suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y que yo
nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo
apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el
grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un cosmos
de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el
espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en
el tiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que
el tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares
momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue
existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una
especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es,
fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el libro del Día del Juicio
Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y
tendré que detenerme.
Advertencias de un escritor
Gabriel García Márquez
Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha
escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
Manual para ser niño
Gabriel García Márquez
Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de
los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base científica sino
emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño
se le pone frente a una serie de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno que le
guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y
una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados
maestros.
Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y
tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aun: creo que algunos niños a
una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver
más alla de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder
adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones
extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del
crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son necesarias.
Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con
las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para el
periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine, entendido como una
síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar.
Esto quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto
por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo
sepa nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No para
forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar sin
temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que
a uno le gusta, y sólo eso, es la formula magistral para una vida larga y feliz.
Para sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y
empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y no sólo al
margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin
alternativas: una aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería
más si esa aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de
este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.
La vocación sin don y el don sin vocación
Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El
Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió
como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego,
una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo
diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y
medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con
retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega
a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del
espíritu capaz de derrotar al amor.
Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la
misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de
música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser
músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su
padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de
que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por
encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El
rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos
homosexuales.
Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de
voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que
sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada
que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por
arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica y un poder de superación
para toda la vida.
Para los narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de
cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos darán sus
impresiones emocionales, políticas o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa
y en orden. Otros contaran el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de
que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un
porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los
segundos les falta todavía mucho para serlo -base cultural, técnica, estilo propio, rigor
mental- pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde que
empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece
tomarse en serio.
Las ventajas de no obedecer a los padres
La encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen
sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto
de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están
preparados para la grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están
para contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura,
y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los
niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver
con el futuro.
Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con
la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin
embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los ayudara. Pero también puede
darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus
padres y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan escondido
en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante
los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro
de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en
la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él.
Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no
siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a salvo de esa
incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como ellos, y los
niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y
quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes.
No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran
empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los
niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los
descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.
Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio
común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su
carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e
independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en
la escuela como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y
maestros. En general, la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la
mayoría a hacerse solos y a la brava.
Los criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad,
y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no
disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una
necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación
humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La
mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de
los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes.
No obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio
donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y
en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición
infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo
pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de
espaldas al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A éstos les complace sentir que
se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal
vez lo más justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los
alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema de enseñanza
que está muy lejos de la realidad del país.
De modo que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto
posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción
moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome
en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la
preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es de la periferia
hacia el centro y de abajo hacia arriba.
No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Ésta es una función social,
y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela
primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es
una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo
objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.
No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas
partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la
música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la
poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el
padre y la madre de todas las artes.
¿Con qué se comen las letras?
Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso
se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la literatura que en las
otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de obras, a los
alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis
escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con profesionales
escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que
se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas,
porque en los periódicos encontraron anuncios como éste: "Cambio sinopsis de El Quijote
por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico
tan intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no
escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres.
Es este método de enseñanza -y no tanto la televisión y los malos libros-, lo que está
acabando con el hábito de la lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de literatura
sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los niños lean una novela,
escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva para el martes siguiente. Sería ideal
que un niño dedicara parte de su fin de semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta
donde le guste -que es la única condición para leer un libro-, pero es criminal, para él
mismo y para el libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las
otras tareas.
Haría falta -como falta todavía para todas las artes- una franja especial en el bachillerato
con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para
formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir,
salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo
es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen
todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso
no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores
artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: cómo se les ocurrieron sus
argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas técnicos de
estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a veces puede sacarse en limpio
del gran misterio de la creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos
géneros del periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y
sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de
todos modos ocurre.
Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de
fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de un
sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del Ministerio de
la Educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del
desarrollo cultural desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su
personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas
propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las
inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su
creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por
arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.
Entrevista: Sobre la gramática
Gabriel García Márquez
El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos,
lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas (Botella al mar para el dios de las
palabras): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra
sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi
discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En
todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan
conservadores».
Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido
suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la
Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. Pasando
por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije
que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y
humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: 'hacer a alguien
o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse,
hacerse benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.
El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte
del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda
línea».
«Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de
mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin
embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a
escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a
los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de
aprender a escribir».
En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal,
piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».
«Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la
ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la
gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que
nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o
alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna
desapareció como letra independiente».
Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y
con los acentos.
Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que
pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras
romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la
esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la
escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la
ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de
hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa
dónde va cada una».
En cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos:
pongamos más uso de razón en los acentos escritos. Como están hoy, con perdón de los
señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes
marciales es que los estudiantes odien el idioma».
García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente
dialéctica es la que ha generado el debate.
«La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas,
quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días
de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de
castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece
arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».
«Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el
verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las condolencias . Pero los que
las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una
palabra sin inventar: condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he
usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano.
Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en
mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran
formas bellas y originales».
El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy
expresivo.
«El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia.
Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los
recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos
vemos en el tercer milenio».
Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la
gramática termine por simplificarnos a nosotros».
Botella al mar para el dios de las palabras
[Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española -Texto completo]
Gabriel García Márquez
A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura
que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de
la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los
tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio
bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que
pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas
palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida
actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros
desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión,
el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle
o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las
cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se
llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden,
disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras.
Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy,
sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su
fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400
millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en
Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre
latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54
significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano
sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta
falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los
hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño
desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una
vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a
Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó
escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces
no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón,
una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su
pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario,
liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su
casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la
gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos
sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que
tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos
técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón
con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al
subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos
en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la
ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos
un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos
escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá
revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos
españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de
que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él
como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera
atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.
¿Todo cuento es un cuento chino?
Gabriel García Márquez
Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de
quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que
nadie la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es
pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es
cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar
vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos
y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las
diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento
largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio
Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me
produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo
para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer
pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago
un diamante del tamaño de una almendra.
Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque
plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino
otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un
misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas.
En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de
ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director
Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo
tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo
confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que
por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un
cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá
siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo
dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan
subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: "La pata de
mono", de W.W. Jacobs, y "El hombre en la calle", de Georges Simenon. El cuento
policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos
se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado
Edipo rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el
cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la
vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a
cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un
combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su
mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento
chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos
novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis
experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos
los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la
misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras -como las
de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede
olvidar "P&O" -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama
terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del
océano Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría
quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su
vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los
mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de
ellos son de los más cortos -"Un canario para regalo" y "Un gato bajo la lluvia"-, y el
tercero, largo y consagratorio, "La breve vida feliz de Francis Macomber".
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender
una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del
patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la
que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir
me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del
dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido
no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a
cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar
al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos
aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta
encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más
de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira:
"Blacamán el bueno vendedor de milagros", "El último viaje del buque fantasma", que es
una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no
pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré
el embrión de El otoño..., que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros
escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas
están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación
consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien años... se
sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de
peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica,
y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos
persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes
cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en
universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el
crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es
porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado
alguien que lo recoja del suelo.
Varios consejos
Ernest Hemingway
Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso.
Sé positivo, no negativo.
La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.
Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande,
magnífico, suntuoso".
Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas
que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.
Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a
escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te
localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja
todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer
los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para
mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y
aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva
York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del
contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces
económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan
allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar
solos en sus creencias...
A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo,
y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.
Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento
personal o impersonal.
Sobre sus cuentos
Felisberto Hernández
Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a
explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería
antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería
extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos
no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia,
ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí
nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo
raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo.
Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni
cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía;
o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe
mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma
esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un
contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o
grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por
ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades
propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no
conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No
sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia
impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos
tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para
evitar los extranjeros que ella les recomienda.
Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos
H.P. Lovecraft
La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción
personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de
lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas,
paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos
sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno
de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las
irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y
frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se
hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos tratan
de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda
emoción y una de las que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El
terror y lo desconocido están siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil
crear una imagen convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación
cósmica y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y horror.
La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en muchos de mis
cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que considero como la
cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el tema
más poderoso y prolífico de toda expresión humana.
Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de
expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí
misma. Siempre existirá un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por
el desconocido espacio exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo
conocido y lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y
posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las profundidades de los
bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las llameantes y asombrosas puestas de
sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los
grandes maestros -Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood,
Walter de la Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo.
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos
tiene una trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo
general me inspiro en un paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro
una vía adecuada de crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser
expresados en términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor
adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones
lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.
Mi actual proceso de composición es tan variable como la elección del tema o el desarrollo
de la historia; pero si la estructura de mis cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen
descubrirse ciertas reglas que a continuación enumero:
1) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos en orden de su aparición; no en el
de la narración. Describir con vigor los hechos como para hacer creíbles los incidentes que
van a tener lugar. Los detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este
boceto inicial.
2) Preparar una segunda sinopsis o escenario de acontecimientos; esta vez en el orden de su
narración, con descripciones detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio
de perspectiva, o a un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario,
siempre y cuando se logre un mayor interés dramático. Interpolar o suprimir incidentes
donde se requiera, sin ceñirse a la idea original aunque el resultado sea una historia
completamente diferente a la que se pensó en un principio. Permitir adiciones y alteraciones
siempre y cuando estén lo suficientemente relacionadas con la formulación de los
acontecimientos.
3) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin ser demasiado crítico, siguiendo el
punto (2), es decir, de acuerdo al orden narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el
argumento siempre que el desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por
el boceto previo. Si el desarrollo de la historia revela nuevos efectos dramáticos, añadir
todo lo que pueda ser positivo, repasando y reconciliando todas y cada una de las adiciones
del nuevo plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea necesario o aconsejable; probar con
diferentes comienzos y diferentes finales, hasta encontrar el que más se adapte al
argumento. Asegurarse de que ensamblan todas las partes de la historia desde el comienzo
hasta el final del relato. Corregir toda posible superficialidad -palabras, párrafos, incluso
episodios completos-, conservando el orden preestablecido.
4) Revisar por completo el texto, poniendo especial atención en el vocabulario, sintaxis,
ritmo de la prosa, proporción de las partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las
composiciones (de escena a escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento
que tenga que ver con el tiempo, etc.), la efectividad del comienzo, del final, del clímax, el
suspenso y el interés dramático, la captación de la atmósfera y otros elementos diversos.
5) Preparar una copia esmerada a máquina; sin vacilar por ello en acometer una revisión
final allí donde sea necesario.
El primero de estos puntos es por lo general una mera idea mental, una puesta en escena de
condiciones y acontecimientos que rondan en nuestra cabeza, jamás puestas sobre papel
hasta que preparo una detallada sinopsis de estos acontecimientos en orden a su narración.
De forma que a veces comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a
desarrollarlo.
Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o
sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general,
condición, leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una
situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden
estar clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible
está relacionado con algún tipo de condición o fenómeno, y aquéllas en las que esto
concierne a la acción del personaje con un suceso o fenómeno grotesco.
Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos de miedo- puede desarrollar
cinco elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo a un horror o anormalidad (condición,
entidad, etc,); b) efectos o desarrollos típicos del horror, c) el modo de la manifestación de
ese horror; d) la forma de reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en
relación a lo condiciones dadas.
Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear
una atmósfera idónea, aplicando el énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie
puede, excepto en las revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o
inconcebible, como si fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos
extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su
credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con cuidadoso realismo,
excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe causar
impresión y hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas
debe sentirse, pero tiene que notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría
todos los demás caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales,
excepto cuando se refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben
ser narrados con la misma emoción con la que se narraría un suceso extraño en la vida real.
Nunca debe darse por supuesto este suceso sobrenatural. Incluso cuando los personajes
están acostumbrados a ello, hay que crear un ambiente de terror y angustia que se
corresponda con el estado de ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier
intento de escribir fantasía seria.
La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad,
todo relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento
humano. Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una
obra mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza;
indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la
extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones inútiles de sucesos increíbles que
no sean significativos.
Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido -consciente o inconscientemente- ya que
siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados
puedan llegar a tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que,
si hubiese ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho
peores de lo que son ahora.
La novela: Prólogo a Pedro y Juan
[Prólogo: Texto completo]
Guy de Maupassant
No es mi intención abogar a favor de la novelita que sigue. Por el contrario, las ideas que
intentaré hacer comprender implicarían más bien la crítica del género llamado de estudio
psicológico, estudio que he emprendido en Pedro y Juan.
Voy a ocuparme de la novela en general.
No soy el único a quien los mismo críticos dirigen el mismo reproche cada vez que aparece
un nuevo libro.
Entre las frases de elogio, encuentro por lo general la siguiente, debida a las mismas
plumas:
“El mayor defecto de esta obra es que, propiamente hablando, no es una novela”.
Ahora bien, podría responderse con el mismo argumento: “El mayor defecto del escritor
que me honra con su juicio es que no es un crítico”.
¿Cuáles son, en efecto, los caracteres esenciales de un crítico?
Es preciso que, sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin
compromisos con ningún grupo de artistas, comprenda, distinga y explique las tendencias
más opuestas, los temperamentos más contrapuestos y admita las más diversas búsquedas
del arte.
Así pues, el crítico que tras Manon Lescaut, Pablo y Virginia, Don Quijote, Las amistades
peligrosas, Werther, Las afinidades electivas, Clarisse Harlowe, Emile, Candide, CincqMars, René, Los tres mosqueteros, Mauprat, Papá Goriot, La prima Bette, Colomba, El rojo
y el negro, Mademoiselle de Maupin, Nuestra Señora de París, Salambó, Madame Bovary,
Adolfo, El señor de Camors, L’assomoir, Sapo, etcétera, se atreve a escribir también: “Esto
es una novela y aquello no lo es”, me parece que está dotado de una perspicacia que se
asemeja mucho a la incompetencia. Por lo general, este crítico entiende por novela una
aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra teatral en tres actos, de los que el
primero contiene la exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Este modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten
todos los demás.
¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera
llamarse de otro modo?
Si Don Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro? Si El Conde de
Montecristo es una novela, ¿no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una
comparación entre Las afinidades colectivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas,
Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor de M.O. Feuillet y Germinal de Zola?
¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De donde proceden?
¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué
razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que
constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente,
significa que sin ser productores están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de
los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realizadas fuera de su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se
parece a las novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que
emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho
absoluto, derecho indiscutible de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo
con su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad que es una manera
especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado
con arreglo a las novelas que prefiere, y establecer ciertas reglas invariables de
composición, luchará siempre contra un temperamento de artista que aporte un nuevo
procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un
analista exento de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al
igual que un perito en pintura, el valor artístico del objeto de arte que se le somete. Su
comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda
descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe
comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el resultado es
que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su espíritu,
pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariablemente como bien
escrita la obra o el párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste,
soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto por numerosos grupos que nos gritan:
«Consuélenme.»
«Distráiganme.»
«Entristézcanme.»
«Enternézcanme.»
«Háganme soñar.»
«Háganme reír.»
«Hagan que me estremezca.»
«Háganme llorar.»
«Háganme pensar.»
Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista: «Escriban algo bello, en la forma que
mejor les cuadre, según su temperamento.»
El artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la naturaleza del esfuerzo; y no le
asiste el derecho a preocuparse de las tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada,
sobrehumana, poética, enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino una escuela
realista o naturalista que pretendió indicarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la
verdad.
Es preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan diferentes y juzgar las obras
que producen únicamente desde el punto de vista de su valor artístico, aceptando a priori las
ideas generales que les han dado vida.
Discutir el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra poética o realista es quererle
forzar a modificar su temperamento, recusar su originalidad y no permitirle utilizar la
visión y la inteligencia que le proporcionó la naturaleza.
Echarle en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o siniestras,
es como reprocharle estar configurado de tal o cual manera y no tener una visión que
concuerde con la nuestra.
Dejémoslo en libertad para comprender, observar, concebir como guste, mientras sea un
artista. Procuremos exaltarnos poéticamente para juzgar a un idealista y demostrémosle que
su sueño es mezquino, trivial, no lo bastante extravagante o magnífico. Pero si juzgamos a
un naturalista, indiquémosle en qué difiere la verdad de la vida de la verdad de su libro.
Es evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de composición
totalmente opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una
aventura excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud,
manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector,
emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones
ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen
hacia el punto culminante, y el resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo,
debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un limite al interés y
acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué les
ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe evitar
cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer excepcional. Su
finalidad no estriba en contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos
a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de observar y
meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y los hombres de cierto modo que le es
peculiar y que se deriva del conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión
personal del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para
conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe
reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá componer
su obra de una matera tan hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea
imposible adivinar e indicar el plan, descubrir sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte interesante hasta el
desenlace, tomará al personaje en determinado período de sus existencia y lo conducirá,
mediante transiciones naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer cómo se
modifican los caracteres bajo la influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se
desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate
en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un
comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación de
pequeños hechos constantes, de donde se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si
hace caber en trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha sido, en
medio de todos los seres que la han rodeado, su significación particular y muy
característica, deberá saber eliminar, entre los innumerables y menudos hechos cotidianos,
todos los que le resulten inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que
pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su
interés y su valor de conjunto.
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento
visible a todos los ojos, desconcierte con frecuencia a los críticos, y que éstos no descubran
todos los hilos, tan tenues, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas
modernos en lugar de la trama única cuyo nombre era intriga.
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la vida, los
estados agudos del alma y del corazón, el actual novelista escribe la historia del corazón,
del alma y de la inteligencia en estado normal. Para producir el estado que persigue, es
decir, la emoción de la simple realidad, y para hacer resaltar la enseñanza artística que
pretende descubrir, o sea la revelación de lo que es verdaderamente a sus ojos el hombre
contemporáneo, deberá emplear tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero, al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas, debemos discutir e impugnar
su teoría, que paree poder resumirse con estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la
verdad.»
Siendo su propósito hacer resaltar la filosofía de ciertos hechos constantes y corrientes,
deberán modificar con frecuencia los acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en
menoscabo de la verdad, ya que
Lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil.
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía trivial de la vida, sino
proporcionarnos una visión más completa, más sorprendente y más cabal que la de la
misma realidad.
Contarlo todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería menester, por lo menos, un
volumen por día a fin de enumerar la multitud de incidentes insignificantes que llenan
nuestra existencia.
Se impone, por tanto, una selección, lo cual significa ya una primera vulneración de la
teoría de toda la verdad.
Además, la vida está compuesta por cosas totalmente diferentes, las más imprevistas, las
más contrarias, las más contrapuestas; es brutal, sin sucesión, sin encadenamiento, repleta
de catástrofes inexplicables, ilógicas y contradictorias, que deben clasificarse en el capítulo
de los «sucesos corrientes».
He aquí por qué el artista, una vez elegido el tema, tomará tan sólo, de esta vida repleta de
contingencias y casualidades, los detalles característicos útiles a su argumento, y rechazará
todo lo demás, todo cuanto quede al margen de él.
Vaya un ejemplo entre mil:
Es considerable el número de personas que muere a diario víctimas de un accidente. Pero
¿podemos nosotros hacer que caiga una teja sobre la cabeza del personaje principal, o
arrojarlo bajo las ruedas de un coche, en medio de una frase, con el pretexto de que deben
tenerse en cuenta los accidentes?
La vida, también, deja todo en el mismo plano, precipita los acontecimientos y los prolonga
indefinidamente. El arte, en cambio, consiste en usar precauciones y preparaciones, en
disponer transiciones sabias y disimuladas, en poner tan sólo en evidencia mediante la
habilidad de la composición el grado de relieve que convenga, según su importancia, en
provocar la profunda sensación de la verdad especial que se pretende demostrar.
Escribir con verdad consiste, pues, en dar la completa ilusión de lo verdadero, siguiendo la
lógica ordinaria de los hechos, y no en transcribirlos servilmente en el desorden de su
sucesión.
Deduzco de ello que los realistas de talento deberían llamarse con más propiedad
ilusionistas.
Por otra parte, ¡qué pueril es creer en la realidad, ya que llevamos cada cual la nuestra en
nuestro pensamiento y en nuestros órganos! Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato,
nuestro gusto, diferentes, crean tantas verdades como hombres hay en la tierra. Y nuestras
mentes, que reciben las instrucciones desde esos órganos, impresionados de una manera
diversa, comprenden, analizan y juzgan como si cada uno de nosotros perteneciera a otra
raza.
Por lo tanto, cada uno de nosotros se forja sencillamente una ilusión del mundo, ilusión
poética, sentimental, gozosa, melancólica, impura o lúgubre, según la naturaleza. Y la
misión del escritor no es otra sino reproducir con fidelidad esta ilusión mediante todos los
procedimientos del arte que haya aprendido y de que pueda disponer.
¡Ilusión de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo feo, que es una opinión
variable! ¡Ilusión de lo verdadero, jamás invariable! ¡Ilusión de lo innoble, que atrae a
tantos seres! Los grandes artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión
particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de ellas es,
simplemente, la expresión generalizada de un temperamento que se analiza.
Están dos, sobre todo, que se han discutido con frecuencia, oponiendo la una a la otra en
lugar de admitir ambas: la de la novela de análisis puro y la de la novela objetiva. Los
partidarios del análisis instan al escritor para que se dedique a indicarles las menores
evoluciones de un carácter y los más secretos móviles que determinan nuestras acciones,
concediendo al hecho en sí una importancia tan sólo secundaria. Es el punto de llegada, un
simple hito, el pretexto de la novela. Según ellos, habría que escribir, por tanto, esas obras
precisas y soñadas en las cuales la imaginación se funde con la observación, del mismo
modo que un filósofo compone un libro de sicología; exponer las causas tomándolas en sus
más lejanos orígenes, explicar todos los porqués de todos los deseos y discernir todas la
reacciones del alma actuando bajo el impulso de los intereses, de las pasiones o de los
instintos.
Los partidarios de la objetividad (¡desafortunada palabra!), al pretender, en cambio,
proporcionarnos la representación exacta de lo que ocurre en la vida, evitan
cuidadosamente toda explicación complicada, toda disertación sobre los motivos, y se
limitan a presentar ante nuestros ojos los personajes y los acontecimientos.
Opinan que la sicología debe estar oculta en el libro como lo está en realidad bajo los
hechos de la existencia.
La novela, concebida de este modo, adquiere interés, movimiento en el relato, color, vida
bulliciosa.
Por tanto, en lugar de explicar extensamente el estado del espíritu de un personaje, los
escritores objetivos buscan la acción o el gesto por medio del cual ese estado de ánimo
coloca a ese hombre en una situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo,
desde el principio al final del libro, que todos sus actos, todos su movimientos, sean el
reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todos sus deseos, de todos
sus titubeos. Por lo tanto, ocultan la sicología en lugar de exhibirla; construyen el esqueleto
de la obra, del mismo modo que la osamenta invisible es el esqueleto del cuerpo humano.
El pintor que realiza nuestro retrato no descubre nuestro esqueleto.
Creo también que la novela así realizada gana en sinceridad. En primer lugar, porque es
más verosímil, ya que las personas que vemos actuar en torno nuestro no nos dicen los
móviles a los que obedecen.
Luego hay que tener en cuenta que, si bien a fuerza de observar a los hombres podemos
determinar su naturaleza con bastante exactitud, a fin de prever su actitud en casi todas las
circunstancias, si bien podemos decir con precisión: «Tal hombre, de tal temperamento,
hará esto en tal caso», no se sigue de ello que podamos determinar, una a una, todas las
secretas evoluciones de un pensamiento, que no es el nuestro, todas las misteriosas
solicitaciones de sus instintos, que no son iguales a los nuestros, todas las incitaciones
confusas de su naturaleza, cuyos órganos, nervios, sangre y carne son diferentes a los
nuestros.
Sea cual sea la inteligencia de un hombre débil, afable, sin pasiones, enamorado tan sólo de
la ciencia y el trabajo, nunca se podrá abismar de una manera bastante completa en el alma
y el cuerpo de un mozo avispado y exuberante, sensual, violento, agitado por todos los
deseos e incluso todos lo vicios, para poder comprender e indicar sus impulsos y sus
sensaciones más íntimas aun cuando sí puede prever y relatar perfectamente todos los actos
de su vida.
En suma, quien hace sicología pura no puede ponerse en el lugar de todos sus personajes en
las diferentes situaciones donde los sitúa, ya que le resulta imposible cambiar sus órganos,
que son los únicos intermediarios entre la vida exterior y nosotros, que nos imponen sus
percepciones, determinan nuestra sensibilidad y crean en nosotros un alma esencialmente
diferente de todo lo que nos rodea. Nuestra visión, nuestro conocimiento del mundo,
adquirido mediante la ayuda de los sentidos, nuestras ideas sobre la vida, solamente
podemos trasladarlo parcialmente a todos los personajes de los que pretendemos descubrir
su ser íntimo y desconocido. Por lo tanto, somos siempre nosotros los que nos mostramos
en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de un hombre honrado, de una
cortesana, de una religiosa, de una joven educada o de una verdulera, ya que estamos
obligados a plantearnos el problema de este modo: «Si yo fuera rey, asesino, ladrón,
ramera, religiosa, joven educada o verdulera, ¿qué es lo que yo pensaría?, ¿qué es lo que yo
haría?, ¿cómo me conduciría?» Por consiguiente, sólo diversificamos a nuestros personajes
variándoles la edad, el sexo, la situación social y todas las circunstancias de la vida de
nuestro yo, al que la naturaleza ha rodeado de una barrera de órganos infranqueables.
La habilidad consiste en no dejar que el lector reconozca ese yo bajo las máscaras que nos
sirven para ocultarlo.
Pero si bien, desde el punto de vista de la absoluta exactitud, es discutible el puro análisis
sicológico, puede no obstante proporcionarnos obras de arte tan hermosas como los otros
métodos de trabajo.
He aquí actualmente a los simbolistas. ¿Por qué no? Su sueño de artistas es respetable; y lo
que es particularmente interesante es que proclaman la extrema dificultad del arte.
En efecto, hay que ser muy loco, muy audaz, muy presumido o muy estúpido para
continuar escribiendo hoy en día. Tras tantos maestros de tan variadas naturalezas, de
inteligencia múltiple, ¿qué queda por hacer que no se haya hecho y qué queda por decir que
no se haya dicho? ¿Quién de nosotros puede vanagloriarse de haber escrito una página, una
frase, que no encontremos escrita, casi igual, en otra parte? Cuando leemos, nosotros, que
estamos saturados de escritura francesa, que tenemos la impresión de que nuestro cuerpo
entero está formado por una masa compuesta por palabras, ¿acertamos con un línea, con un
pensamiento que no nos sea familiar y del cual no hayamos tenido, por lo menos, un
presentimiento confuso?
El hombre que tan sólo se propone divertir a su público con la ayuda de procedimientos ya
conocidos, escribe con seguridad, en el candor de su mediocridad, unas obras destinadas a
la muchedumbre ignorante y desocupada, Pero aquellos sobre quienes pesan todos los
siglos de la literatura francesa pasada, aquellos a quienes nada satisface, a quienes todo
disgusta porque sueñan con algo mejor, a quienes todo les parece ya desflorado, a quienes
su obra les da siempre la impresión de un trabajo inútil y común, llegan a juzgar arte
literario como algo inaferrable, misterioso, que apenas nos revelan unas páginas de los más
famosos maestros.
Veinte versos o vente frases, leídos de corrido, nos conmueven como una revelación
sorprendente; pero los versos siguientes se parecen a todos los versos, la prosa que luego
sigue se parece a todas las prosas.
Los hombres ingeniosos no sufren, sin duda, estas angustias y estos tormentos, porque
llevan consigo una irresistible fuerza creadora. No se juzgan a sí mismos. Los demás,
nosotros, que somos simples trabajadores conscientes y tenaces, sólo podemos luchar
contra el invencible desaliento mediante la continuidad del esfuerzo. Hay dos hombres que
con sus enseñanzas, sencillas y luminosas, me han proporcionado esta fuerza de intentarlo
siempre todo: Louis Bouilhet y Gustave Flaubert. Si hablo aquí de ellos y de mí, se debe a
que sus consejos, resumidos en pocas líneas, serán quizás útiles a algunos jóvenes menos
confiados en sí mismos de los que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera
literaria.
Bouilhet, a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos dos años antes de
granjearme la amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos -o quizá menosbastan para cimentar la reputación de un artista, si esos versos son irreprochables y
contienen la esencia del talento y de la originalidad de un hombre incluso de segundo
orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y el profundo conocimiento del oficio
pueden, un día de lucidez, de orden y de arrebato, mediante la feliz conjunción de un
argumento que concuerde bien con todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar esta
aparición de la obra corta, única y tan perfecta como somos capaces de crearla.
Comprendí que los escritores más conocidos nunca han dejado más de un volumen, y que
es preciso, ante todo, tener la suerte de encontrar y descubrir, en medio de la multitud de
materias que se presentan a nuestra elección, aquella que absorberá todas nuestras
facultades, toda nuestra valía, toda nuestra potencia artística.
Más adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su amistad. Me atreví a
someterle algunos ensayos. Los leyó bondadosamente y me respondió: «Ignoro si tendrá
usted talento. Lo que me entrega revela cierta inteligencia, pero no olvide usted esto, joven:
el talento, en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. Trabaje».
Trabajé y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le caía en gracia, ya que
me llamaba, sonriendo, su discípulo.
Durante siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un drama abominable. Nada
quedó de todo ello. El maestro lo leía todo; luego, el domingo siguiente, mientras
almorzaba, desarrollaba sus críticas e infundía en mí, poco a poco, dos o tres principios que
son el resumen de sus largas y pacientes enseñanzas: «Si se posee originalidad -decía-, es
preciso destacarla; si no se posee, es preciso adquirirla.» «El talento es una larga
paciencia»; se trata de observar todo cuanto se pretende expresar, con tiempo suficiente y
suficiente atención para descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado ni dicho. En
todas las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de
nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que
contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un
fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol
hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.
Esta es la manera de llegar a ser original.
Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos
de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a expresar,
con unas cuantas frases, un ser o un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a
distinguirlo de todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de la misma
especie.
«Cuando pases -me decía- ante un tendero sentado a la puerta de su tienda, ante un portero
que fuma su pipa, ante una parada de coches de alquiler, muéstrame a ese tendero y a ese
portero, su actitud, toda su apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen,
toda su naturaleza moral, de manera que no los confunda con ningún otro tendero o ningún
otro portero, y hazme ver, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de
coche de los otros cincuenta que lo siguen o lo preceden.»
He desarrollado en otro lugar sus ideas sobre el estilo. Guardan mucha relación con la
teoría de la observación que acabo de exponer.
Sea lo que queramos decir, existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo
y un adjetivo para calificarlo. Por lo tanto, es preciso buscar, hasta descubrirlos, esa
palabra, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir
jamás a supercherías, aunque sean afortunadas, a equilibrios lingüísticos para evitar la
dificultad.
Se pueden traducir e indicar las cosas más sutiles aplicando este verso de Boileau:
Mostró el poder de una palabra colocada en su lugar.
No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario extravagante, complicado, numeroso e
ininteligible que se nos impone hoy día, bajo el nombre de escritura artística, para fijar
todos los matices del pensamiento; sino que deben distinguirse con extrema lucidez todas
las modificaciones del valor de una palabra según el lugar que ocupa. Utilicemos menos
nombres, verbos y adjetivos de un sentido casi incomprensible y más frases diferentes,
diversamente construidas, ingeniosamente cortadas, repletas de sonoridades y ritmos
sabios. Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas en lugar de coleccionistas de
palabras raras.
En efecto, es más difícil manejar la frase a nuestro antojo, lograr que lo diga todo, incluso
aquello que no expresa, llenarla de sobreentendidos, de secretas intenciones no formuladas,
que inventar nuevas expresiones o buscar, en lo más profundo de antiguos y desconocidos
libros, todas aquellas cuyo uso y significado se ha ido perdiendo y que son, para nosotros,
como expresiones muertas.
Por otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los escritores amanerados no han
logrado ni lograrán jamás enturbiar. Cada siglo ha echado en esa límpida corriente sus
modas, sus arcaísmos pretenciosos y sus preciosismos, sin que prevalezca ninguno de esos
inútiles intentos, de esos esfuerzos impotentes. La naturaleza propia a esta lengua consiste
en ser clara, lógica y nerviosa. No se debe debilitar, oscurecer o corromper.
Los que hoy día construyen imágenes sin prestar atención a los términos abstractos, los que
hacen caer el granizo o la lluvia sobre la «limpieza» de los cristales, pueden también lanzar
piedras a la sencillez de sus colegas. Acaso los alcancen, porque poseen un cuerpo, pero
jamás alcanzarán a la sencillez, porque carece de él.
FIN
La Gillette, Etretat, septiembre de 1887
Unas palabras sobre el cuento
Augusto Monterroso
Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos.
Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho
en doce. Y así.
Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas;
algunos dicen que siete. Con ésos debe trabajarse.
Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de
echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de
menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado
visibles, escritas o conversadas.
La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal
cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y
fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.
Decálogo del escritor
Augusto Monterroso
Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus
antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido
que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No
emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del
trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha
ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero
hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues,
dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote.
Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que
tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta
manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas
fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas,
duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o
más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr
eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como
tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada
vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas
para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te
señalará con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los
restantes diez.
Diez mandamientos para escribir con estilo
Friedrich Nietzsche
Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.
El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que
quieres comunicar tu pensamiento.
Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que
se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.
El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una
forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más
apagado que su modelo.
La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar
todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones;
También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.
Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy
larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.
El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que
los siente.
Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer
converger hacia ella todos los sentidos del lector.
El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía
hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.
No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y
muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de
nuestra sabiduría.
El arte del cuento
[Fragmento]
[Mary] Flannery O'Connor
Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre
he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión respecto de lo que considero una
de las formas más naturales y básicas de la expresión humana.
Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata
para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el camino. Por
supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee
desde el inicio, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a
otra cosa.
No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don, las que, con
mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Estoy segura que
son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre "como se escribe un cuento".
Un cuento es una acción dramática completa, y en los buenos cuentos los personajes se
muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes. Y
como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la
historia. Por mi parte prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que
implica a una persona, en tanto comparte con nosotros una condición humana general, y en
tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de un modo
dramático, el misterio de la personalidad humana.
Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa;
y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete
con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de
juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver. En la escritura de ficción,
salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.
Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno
cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue
escapándose de uno.
En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción
de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una
acción y luego seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más
probabilidades de llegar a un buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de un
personaje real estamos en camino de que algo pase antes de empezar a escribir, no se
necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore lo que sucederá. Cada uno
debe ser capaz de descubrir algo en el cuento que escriba.
La cuestión palpitante
[Ensayo: Texto completo]
Emilia Pardo Bazán
-IHablemos del escándalo
Es cosa de todos sabida que, en el año de 1882, naturalismo y realismo son a la literatura lo
que a la política el partido formado por el Duque de la Torre: se ofrecen como última
novedad, y, por añadidura, novedad escandalosa. Hasta los oídos del más profano en letras
comienzan a familiarizarse con los dos ismos.
Dada la olímpica indiferencia con que suele el público mirar las cuestiones literarias, algo
desusado y anormal habrá en ésta cuando así logra irritar la curiosidad de unos, vencer la
apatía de otros, y que todo el mundo se imagine llamado a opinar de ella y resolverla.
Este movimiento no sería malo, al contrario, si naciese de aquel ardiente amor al arte que
dicen inflamaba a los ciudadanos de las repúblicas griegas; pero aquí reconoce distinto
origen, y desatiende la cuestión literaria para atender a otras diferentes aunque afines. Muy
análogo es lo que ocurre ahora con el naturalismo y el realismo a lo que sucedió con los
dramas del Sr. Echegaray. Si teníamos o no un grande y verdadero poeta dramático; si sus
ficciones eran bellas; si procedía de nuestra escuela romántica o había que considerar en él
un atrevido novador, de todo esto se le importó algo a media docena de literatos y críticos;
lo que es al público le tuvo sin cuidado; discutió, principalmente, si Echegaray era moral o
inmoral, si las señoritas podían o no asistir a la representación de Mar sin orillas, y si el
autor figuraba en las filas democráticas y había hablado in illo tempore de cierta trenza... El
resultado fue el que tenía que ser: extraviarse lastimosamente la opinión, por tal manera,
que harán falta bastantes años y la lenta acción de juiciosa crítica para que se descubra el
verdadero rostro literario de Echegaray, y en vez del dramaturgo subversivo y demoledor,
se vea al reaccionario que retrocede, no sólo al romanticismo, sino al teatro antiguo de
Calderón y Lope.
Otro tanto acaecerá con el naturalismo y el realismo: a fuerza de encarecer su grosería, de
asustarse de su licencia, de juzgarlo por dos o tres páginas, o si se quiere por dos o tres
libros, el público se quedará en ayunas, sin conocer el carácter de estas manifestaciones
literarias, después de tanto como se habla de ellas a troche y moche.
Fácil es probar la verdad de cuanto indico. ¿Qué lector de periódicos habrá que no tropiece
con artículos rebosando indignación, donde se pone a naturalistas y realistas como hoja de
perejil, anatematizándolos en nombre de las potestades del cielo y de la tierra? Y esto no
sólo en los diarios conservadores y graves, sino en el papel más radical y ensalzao, que
diría un personaje de Pereda. Publicaciones hay que después de burlarse, tal vez, de los
dogmas de la Iglesia, y de atacar sañudamente a clases e instituciones, se revuelven muy
enojadas contra el naturalismo, que en su entender tiene la culpa de todos los males que
afligen a la sociedad. Aquí que no peco, dicen para su sayo. Hubo un tiempo en que la
acusación de desmoralizarnos pesó sobre la lotería y los toros: el naturalismo va a heredar
los crímenes de estas dos diversiones genuinamente nacionales.
En confirmación de mi aserto aduciré un hecho. El Sr. Moret y Prendergast asistió este
verano a los Juegos florales de Pontevedra, haciendo gran propaganda democráticomonárquica: pero también lució su elocuencia en la velada literaria, donde, dejando a un
lado las lides del Parlamento y las tempestades de la política, lanzó un indignado apóstrofe
a Zola y felicitó a los poetas y literatos gallegos que concurrieron al certamen, por no haber
seguido las huellas del autor de los Rougon Macquart.
Francamente, confieso que si me hubiese pasado toda la mañana en querer adivinar lo que
diría por la noche el Sr. Moret, así se me pudo ocurrir que la tomase con Zola, como con
Juliano el Apóstata o el moro Muza. Cualquiera de estos dos personajes hace en nuestra
poesía tantos estragos como el pontífice del naturalismo francés: a poeta alguno, que yo
sepa, se le pasa por las mientes imitarlo, ni en Pontevedra, ni en otra ciudad de España. Si
el Sr. Moret recomendase a los poetas originalidad e independencia respecto de Bécquer, de
Espronceda, de Campoamor o Núñez de Arce..., entonces no digo... Lo que es Zola bien
inocente está de los delitos poéticos que se cometen en nuestra patria. Y en la prosa misma
nos dañan bastante más, hoy por hoy, otros modelos.
El proceder del Sr. Moret me recuerda el caso de aquel padre predicador que en un pueblo
se desataba condenando las peinetas, los descotes bajos y otras modas nuevas y peregrinas
de Francia, que nadie conocía ni usaba entre las mujeres que componían su auditorio.
Oíanle éstas y se daban al codo murmurando bajito: «¡Hola, se usan descotes! ¡Hola,
conque se llevan peinetas!».
El lado cómico que para mí presenta el apóstrofe del Sr. Moret, es dar señal indudable de la
confusión de géneros que hoy reina en la oratoria. Poca gente asiste a los sermones en la
iglesia; pero, en cambio, casi no hay apertura de Sociedad, discurso de Academia, ni arenga
política que no tienda a moralizar a los oyentes. Al Sr. Moret le sirvió Zola para mezclar en
su discurso lo grave con lo ameno, lo útil con lo dulce; sólo que erró en el ejemplo.
Si entre los hombres políticos no está en olor de santidad el naturalismo, tampoco entre los
literatos de España goza de la mejor reputación. Pueden atestiguarlo las frases pronunciadas
por mi inspirado amigo el señor Balaguer al resumir los debates de la sección de literatura
del Ateneo. Un insigne novelista, de los que más prefiere y ama el público español, me
declaraba últimamente no haber leído a Zola, Daudet ni ninguno de los escritores
naturalistas franceses, si bien le llegaba su mal olor. Pues bien: con todo el respeto que se
merece el elegante narrador y cuantos piensen como él reuniendo iguales méritos, protesto
y digo que no es lícito juzgar y condenar de oídas y de prisa, y sentenciar a la hoguera
encendida por el ama de Don Quijote a una época literaria, a una generación entera de
escritores dotados de cualidades muy diversas, y que si pueden convenir en dos o tres
principios fundamentales, y ser, digámoslo así, frutos de un mismo otoño, se diferencian
entre sí como la uva de la manzana y ésta de la granada y del níspero. ¿No fuera mejor,
antes de quemar el ya ingente montón de libros naturalistas, proceder a un donoso
escrutinio como aquel de marras?
Ni es sólo en España donde la literatura naturalista y realista está fuera de la ley. Citaré para
demostrarlo un detalle que me concierne; y perdone el lector si saco a colación mi nombre,
di necessitá, como dijo el divino poeta. En la Revue Britannique del 8 de Agosto de 1882
vio la luz un artículo titulado Littérature Espagnole Critique. Un diplomate romancier: Juan
Valera. (Largo es el título; pero responda de ello su autor, que firma Desconocid). Ahora
pues, este Mr. Desconocid, tras de hablar un buen rato de las novelas del Sr. Valera, va y se
enfada y dice: «J'apprends qu'une femme, dans Un voyage de fiancés (Viaje de novios),
essaye d'acclimater en Espagne le roman naturaliste. Le naturalisme consiste probablement
en ce que [...]». No reproduzco el resto del párrafo, porque el censor idealista añade a
renglón seguido cosas nada ideales; paso por alto lo de traducir viaje de novios «Voyage de
fiancés», como si fuesen los futuros y no los esposos quienes viajan juntos mano a mano cosa no vista hasta la fecha- porque también traduce «Pasarse de listo» por «Trop
d'imagination»); y voy solamente a la ira y desdén que el crítico traspirenaico manifiesta
cuando averigua que existe en España une femme que osa tratar de aclimatar la novela
naturalista! Parece al pronto que todo crítico formal, al tener noticia del atentado, desearía
procurarse el cuerpo del delito para ver con sus propios ojos hasta dónde llega la iniquidad
del autor; y si esto hiciese Mr. Desconocid, lograría dos ventajas: primera, convencerse de
que casi estoy tan inocente de la tentativa de aclimatación consabida, como Zola de la
perversión de nuestros poetas; segunda, evitar la garrafalada de traducir viaje de novios por
«Voyage de fiancés», y todas las ingeniosas frases que le inspiró esta versión libérrima.
Pero Mr. Desconocid echó por el atajo, diciendo lo que quiso sin molestarse en leer la obra,
sistema cómodo y por muchos empleado.
He de confesar que, viéndome acusada nada menos que en dos lenguas (la Revue
Britannique se publica, si no me engaño, en París y Londres simultáneamente) de los
susodichos ensayos de aclimatación, creció mi deseo de escribir algo acerca de la palpitante
cuestión literaria: naturalismo y realismo. Cualquiera que sea el fallo que las generaciones
presentes y futuras pronuncien acerca de las nuevas formas del arte, su estudio solicita la
mente con el poderoso atractivo de lo que vive, de lo que alienta; de lo actual, en suma.
Podrá la hora que corre ser o no ser la más bella del día; podrá no brindarnos calor solar ni
amorosa luz de luna; pero al fin es la hora en que vivimos.
Aún suponiendo que naturalismo y realismo fuesen un error literario, un síntoma de
decadencia, como el culteranismo, v. gr., todavía su conocimiento, su análisis, importaría
grandemente a la literatura. ¿No investiga con afán el teólogo la historia de las herejías?
¿No se complace el médico en diagnosticar una enfermedad extraña? Para el botánico hay
sin duda algunas plantas lindas y útiles y otras feas y nocivas, pero todas forman parte del
plan divino y tienen su belleza peculiar en cuanto dan elocuente testimonio de la fuerza
creadora. Al literato no le es lícito escandalizarse nimiamente de un género nuevo, porque
los períodos literarios nacen unos de otros, se suceden con orden, y se encadenan con
precisión en cierto modo matemática: no basta el capricho de un escritor, ni de muchos,
para innovar formas artísticas; han de venir preparadas, han de deducirse de las anteriores.
Razón por la cual es pueril imputar al arte la perversión de las costumbres, cuando con
mayor motivo pueden achacarse a la sociedad los extravíos del arte.
Todas estas consideraciones, y la convicción de que el asunto es nuevo en España, me
inducen a emborronar una serie de artículos donde procure tratarlo y esclarecerlo lo mejor
que sepa, en estilo mondo y llano, sin enfadosas citas de autoridades ni filosofías hondas.
Quizás esta misma ligereza de mi trabajo lo haga soportable al público: el corcho
sobrenada, mientras se sumerge el bronce. Si no salgo airosa de mi empresa, otro lo cantará
con mejor plectro.
Obedece al mismo propósito de vulgarización literaria la inserción de estos someros
estudios en un periódico diario. Si a tanto honor los hiciese acreedores la aprobación del
lector discreto, no faltará un in 8.º donde empapelarlos; entretanto, corran y dilátense
llevados por las alas potentes y veloces de la prensa, de la cual todo el mundo murmura, y a
la cual todo el mundo se acoge cuando le importa... Y aquí me ocurre una aclaración. El
pasado año se discutió en el Ateneo el tema de estos artículos, a saber: el naturalismo. La
costumbre -con otra causa más poderosa no atino ahora, tal vez por la premura con que
escribo- veda a las damas la asistencia a aquel centro intelectual; de suerte que, aun cuando
me hallase en la corte de las Españas, no podría apreciar si se ventiló en él con equidad y
profundidad la cuestión. Así es que al asegurar que el asunto es nuevo, aludo en particular a
los dominios de la palabra escrita, donde definitivamente se resuelven los problemas
literarios.
Sentado todo lo anterior, hablemos del escándalo. Cada profesión tiene su heroísmo propio:
el anatómico es valiente cuando diseca un cadáver y se expone a picarse con el bisturí y
quedar inficionado del carbunclo, o cosa parecida; el aeronauta, cuando corta las cuerdas
del globo; el escritor ha menester resolución para contrarrestar poco o mucho la opinión
general; así es que probablemente, al emprender este trabajo, añado algunos renglones
honrosos a mi modesta hoja de servicios.
Tal vez alguien vuelva a hablar de aclimataciones y otras niñerías, afirmando que quise
abogar por una literatura inmunda, vitanda y reprobable. A bien que la verdad se hace lugar
tarde o temprano, y el que desapasionada y pacientemente lea lo que sigue, no verá
panegíricos ni alegatos, sino la apreciación imparcial de la fase literaria más reciente y
característica. Y, por otra parte, como las ideas se difunden hoy con tal rapidez, es posible
que en breve lo que ahora parece novedad sea conocido hasta de los estudiantes de primer
año de retórica. Para entonces tendrá el naturalismo en España panegiristas y sectarios
verdaderos, y a los meros expositores nos reintegrarán en nuestro puesto neutral.
- II Entramos en materia
Empezaré diciendo lo que en mi opinión debe entenderse por naturalismo y realismo, y si
son una misma cosa o cosas distintas.
Por supuesto que el Diccionario de la Lengua castellana (que tiene el don de omitir las
palabras más usuales y corrientes del lenguaje intelectual, y traer en cambio otras como of,
chincate, songuita, etc., que sólo habiendo nacido hace seis siglos, o en Filipinas, o en
Cuba, tendríamos ocasión de emplear), carece de los vocablos naturalismo y realismo. Lo
cual no me sorprendería si éstos fuesen nuevos; pero no lo son, aunque lo es, en cierto
modo, su acepción literaria presente. En filosofía, ambos términos se emplean desde tiempo
inmemorial: ¿quién no ha oído decir el naturalismo de Lucrecio, el realismo de Aristóteles?
En cuanto al sentido más reciente de la palabra naturalismo, Zola declara que ya se lo da
Montaigne, escritor moralista que murió a fines del siglo XVI.
Entre las cien mil voces añadidas al Diccionario por una Sociedad de Literatos (París,
Garnier, 1882), encuéntrase la palabra naturalismo, pero únicamente en su acepción
filosófica: ni por asociarse se acuerdan más de la literatura los literatos susodichos. Así es
que para fijar el sentido de las voces naturalismo y realismo, acudiremos al de natural y
real. Según el Diccionario, natural es «lo que pertenece a la naturaleza»; real «lo que tiene
existencia verdadera y efectiva».
Y es muy cierto que el naturalismo riguroso, en literatura y en filosofía, lo refiere todo a la
naturaleza: para él no hay más causa de los actos humanos que la acción de las fuerzas
naturales del organismo y el medio ambiente. Su fondo es determinista, como veremos.
Por determinismo entendían los escolásticos el sistema de los que aseguraban que Dios
movía o inclinaba irresistiblemente la voluntad del hombre a aquella parte que convenía a
sus designios. Hoy determinismo significa la misma dependencia de la voluntad, sólo que
quien la inclina y subyuga no es Dios, sino la materia y sus fuerzas y energías. De un
fatalismo providencialista, hemos pasado a otro materialista. Y pido perdón al lector si voy
a detenerme algo en el asunto; poquísimas veces ocurrirá que aquí se hable de filosofía, y
nunca profundizaremos tanto que se nos levante jaqueca; pero dos o tres nocioncillas son
indispensables para entender en qué consiste la diferencia del naturalismo y el realismo.
Filósofos y teólogos discurrieron, en todo tiempo, sobre la difícil cuestión de la libertad
humana. ¿Nuestra voluntad es libre? ¿Podemos obrar como debemos? Es más: ¿podemos
querer obrar como debemos? La antigüedad pagana se inclinó generalmente a la solución
fatalista. Sus dramas nos ofrecen el reflejo de esta creencia: los Atridas, al cometer
crímenes espantosos, obedecen a los dioses; penetrado de una idea fatalista, el filósofo
estoico Epicteto decía a Dios: «llévame adonde te plazca»; y el historiador Veleyo
Patérculo escribía que Catón «no hizo el bien por dar ejemplo, sino porque le era imposible,
dentro de su condición, obrar de otro modo». Más adelante, la teología cristiana, a su vez,
discutió el tema del albedrío, en el cual se encerraba el gravísimo problema del destino final
del hombre; porque, según acertadamente observaba San Clemente de Alejandría ni
elogios, ni honores, ni suplicios tendrían justo fundamento, si el alma no gozase de libertad
al desear y al abstenerse, y si el vicio fuese involuntario. El mérito singular de la teología
católica consiste en romper las cadenas del antiguo fatalismo, sin negar la parte
importantísima que toma en nuestros actos la necesidad. En efecto, reconociendo el libre
arbitrio absoluto, como lo hacía el hereje Pelagio resultaba que el hombre podría, entregado
a sus fuerzas solas y sin ayuda de la gracia, salvarse y ser perfecto, mientras que, anulando
la libertad, como el otro heresiarca Lutero, el ente más malvado e inicuo sería también
perfecto e impecable, puesto que no estaba en su mano proceder de distinto modo.
Supo la teología mantenerse a igual distancia de ambos extremos; y San Agustín acertó a
realizar la conciliación del albedrío y la gracia, con aquella profundidad y tino propios de
su entendimiento de águila. Para esta conciliación hay un dogma católico que alumbra el
problema con clara luz: el del pecado original. Sólo la caída de una naturaleza
originariamente pura y libre puede dar la clave de esta mezcla de nobles aspiraciones y
bajos instintos, de necesidades intelectuales y apetitos sensuales, de este combate que todos
los moralistas, todos los psicólogos, todos los artistas se han complacido en sorprender,
analizar y retratar.
Tiene la explicación agustiniana la ventaja inapreciable de estar de acuerdo con lo que nos
enseñan la experiencia y sentido íntimo. Todos sabemos que cuando en el pleno goce de
nuestras facultades nos resolvemos a una acción, aceptamos su responsabilidad: es más:
aun bajo el influjo de pasiones fuertes, ira, celos, amor, la voluntad puede acudir en nuestro
auxilio; ¡quién habrá que, haciéndose violencia, no la haya llamado a veces, y -si merece el
nombre de racional- no la haya visto obedecer al llamamiento! Pero tampoco ignora nadie
que no siempre sucede así, y que hay ocasiones en que, como dice San Agustín, «por la
resistencia habitual de la carne... el hombre ve lo que debe hacer, y lo desea sin poder
cumplirlo». Si en principio se admite la libertad, hay que suponerla relativa, e
incesantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que en el mundo encuentra.
Jamás negó la sabia teología católica semejantes obstáculos, ni desconoció la mutua
influencia del cuerpo y del alma, ni consideró al hombre espíritu puro, ajeno y superior a su
carne mortal; y los psicólogos y los artistas aprendieron de la teología aquella sutil y honda
distinción entre el sentir y el consentir, que da asunto a tanto dramático conflicto
inmortalizado por el arte.
¡Qué horizontes tan vastos abre a la literatura esta concepción mixta de la voluntad
humana!
Cualquiera pensará que nos hemos ido a mil leguas de Zola y del naturalismo; pues no es
así; ya estamos de vuelta. El fatalismo vulgar, el determinismo providencialista de Epicteto
y Lutero, los trasladó Zola a la región literaria, vistiéndoles ropaje científico moderno.
Mostraremos cómo.
Si al hablar de la teoría naturalista la personifico en Zola, no es porque sea el único a
practicarla, sino porque la ha formulado clara y explícitamente en siete tomos de estudios
crítico-literarios, sobre todo en el que lleva por título La Novela Experimental. Declara allí
que el método del novelista moderno ha de ser el mismo que prescribe Claudio Bernard al
médico en su Introducción al Estudio de la Medicina Experimental; y afirma que en todo y
por todo se refiere a las doctrinas del gran fisiólogo, limitándose a escribir novelista donde
él puso médico. Fundado en estos cimientos, dice que así en los seres orgánicos como en
los inorgánicos hay un determinismo absoluto en las condiciones de existencia de los
fenómenos. «La ciencia, añade, prueba que las condiciones de existencia de todo fenómeno
son las mismas en los cuerpos vivos que en los inertes, por donde la fisiología adquiere
igual certidumbre que la química y la física. Pero hay más todavía: cuando se demuestre
que el cuerpo del hombre es una máquina, cuyas piezas, andando el tiempo, monte y
desmonte el experimentador a su arbitrio, será forzoso pasar a sus actos pasionales e
intelectuales, y entonces penetraremos en los dominios que hasta hoy señorearon la poesía
y las letras. Tenemos química y física experimentales; en pos viene la fisiología, y después
la novela experimental también. Todo se enlaza: hubo que partir del determinismo de los
cuerpos inorgánicos para llegar al de los vivos; y puesto que sabios como Claudio Bernard
demuestran ahora que al cuerpo humano lo rigen leyes fijas, podemos vaticinar, sin que
quepa error, la hora en que serán formuladas a su vez las leyes del pensamiento y de las
pasiones. Igual determinismo debe regir la piedra del camino que el cerebro humano. Hasta
aquí el texto, que no peca de obscuro, y ahorra el trabajo de citar otros.
Tocamos con la mano el vicio capital de la estética naturalista. Someter el pensamiento y la
pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra; considerar exclusivamente
las influencias físico-químicas, prescindiendo hasta de la espontaneidad individual, es lo
que se propone el naturalismo y lo que Zola llama en otro pasaje de sus obras «mostrar y
poner de realce la bestia humana». Por lógica consecuencia, el naturalismo se obliga a no
respirar sino del lado de la materia, a explicar el drama de la vida humana por medio del
instinto ciego y la concupiscencia desenfrenada. Se ve forzado el escritor rigurosamente
partidario del método proclamado por Zola, a verificar una especie de selección entre los
motivos que pueden determinar la voluntad humana, eligiendo siempre los externos y
tangibles y desatendiendo los morales, íntimos y delicados: lo cual, sobre mutilar la
realidad, es artificioso y a veces raya en afectación, cuando, por ejemplo, la heroína de Una
Página de Amor manifiesta los grados de su enamoramiento por los de temperatura que
alcanza la planta de sus pies.
Y no obstante, ¿cómo dudar que si la psicología, lo mismo que toda ciencia, tiene sus leyes
ineludibles y su proceso causal y lógico no posee la exactitud demostrable que
encontramos, por ejemplo, en la física? En física el efecto corresponde estrictamente a la
causa: poseyendo el dato anterior tenemos el posterior; mientras en los dominios del
espíritu no existe ecuación entre la intensidad de la causa y del efecto, y el observador y el
científico tienen que confesar, como lo confiesa Delboeuf (testigo de cuenta, autor de La
Psicología Considerada como Ciencia Natural) «que lo psíquico es irreductible a lo físico».
En esta materia le ha sucedido a Zola una cosa que suele ocurrir a los científicos de afición:
tomó las hipótesis por leyes, y sobre el frágil cimiento de dos o tres hechos aislados erigió
un enorme edificio. Tal vez imaginó que hasta Claudio Bernard nadie había formulado las
admirables reglas del método experimental, tan fecundas en resultados para las ciencias de
la naturaleza. Hace rato que nuestro siglo aplica esas reglas, madres de sus adelantos. Zola
quiere sujetar a ellas el arte, y el arte se resiste, como se resistiría el alado corcel Pegaso a
tirar de una carreta; y bien sabe Dios que esta comparación no es en mi ánimo irrespetuosa
para los hombres de ciencia; sólo quiero decir que su objeto y caminos son distintos de los
del artista.
Y aquí conviene notar el segundo error de la estética naturalista, error curioso que en mi
concepto debe atribuirse también a la ciencia mal digerida de Zola. Después de predecir el
día en que, habiendo realizado los novelistas presentes y futuros gran cantidad de
experiencias, ayuden a descubrir las leyes del pensamiento y la pasión, anuncia los
brillantes destinos de la novela experimental, llamada a regular la marcha de la sociedad, a
ilustrar al criminalista, al sociólogo, al moralista, al gobernante... Dice Aristófanes en sus
Ranas: «He aquí los servicios que en todo tiempo prestaron los poetas ilustres: Orfeo
enseñó los sacros misterios y el horror al homicidio; Museo, los remedios contra
enfermedades y los oráculos; Hesíodo, la agricultura, el tiempo de la siembra y recolección;
y al divino Homero ¿de dónde le vino tanto honor y gloria, sino de haber enseñado cosas
útiles, como el arte de las batallas, el valor militar, la profesión de las armas?...». Ha llovido
desde Aristófanes acá. Hoy pensamos que la gloria y el honor del divino Homero consisten
en haber sido un excelso poeta: el arte de las batallas es bien diferente ahora de lo que era
en los días de Agamenón y Aquiles, y la belleza de la poesía homérica permanece siempre
nueva e inmutable.
El artista de raza (y no quiero negar que lo sea Zola, sino observar que sus pruritos
científicos le extravían en este caso) nota en sí algo que se subleva ante la idea utilitaria que
constituye el segundo error estético de la escuela naturalista. Este error lo ha combatido
más que nadie el mismo Zola, en un libro titulado Mis Odios (anterior a La Novela
Experimental), refutando la obra póstuma de Proudhon, Del Principio del Arte y de su
Función Social. Es de ver a Zola indignado porque Proudhon intenta convertir a los artistas
en una especie de cofradía de menestrales que se consagra al perfeccionamiento de la
humanidad, y leer cómo protesta en nombre de la independencia sublime del arte, diciendo
con donaire que el objeto del escritor socialista es sin duda comerse las rosas en ensalada.
No hay artista que se avenga a confundir así los dominios del arte y de la ciencia: si el arte
moderno exige reflexión, madurez y cultura, el arte de todas las edades reclama
principalmente la personalidad artística, lo que Zola, con frase vaga en demasía, llama el
temperamento. Quien careciere de esa quisicosa, no pise los umbrales del templo de la
belleza, porque será expulsado.
Puede y debe el arte apoyarse en las ciencias auxiliares; un escultor tiene que saber muy
bien anatomía, para aspirar a hacer algo más que modelos anatómicos. Aquel sentimiento
inefable que en nosotros produce la belleza, sea él lo que fuere y consista en lo que
consista, es patrimonio exclusivo del arte. Yerra el naturalismo en este fin útil y secundario
a que trata de enderezar las fuerzas artísticas de nuestro siglo, y este error y el sentido
determinista y fatalista de su programa, son los límites que él mismo se impone, son las
ligaduras que una fórmula más amplia ha de romper.
- III Seguimos filosofando
Tal cual la expone Zola, adolece la estética naturalista de los defectos que ya conocemos.
Algunos de sus principios son de grandes resultados para el arte; pero existe en el
naturalismo, considerado como cuerpo de doctrina, una limitación, un carácter cerrado y
exclusivo que no acierto a explicar sino diciendo que se parece a las habitaciones bajas de
techo y muy chicas, en las cuales la respiración se dificulta. Para no ahogarse hay que abrir
la ventana: dejemos circular el aire y entrar la luz del cielo.
Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una
teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y
lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo
y del idealismo racional. En el realismo cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de
dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivistas.
Un hecho solo basta a probar la verdad de esto que afirmo. Por culpa de su estrecha tesis
naturalista, Zola se ve obligado a desdeñar y negar el valor de la poesía lírica. Pues bien;
para la estética realista vale tanto el poeta lírico más subjetivo e interior como el novelista
más objetivo. Uno y otro dan forma artística a elementos reales. ¿Qué importa que esos
elementos los tomen de dentro o de fuera, de la contemplación de su propia alma o de la del
mundo? Siempre que una realidad -sea del orden espiritual o del material- sirva de base al
arte, basta para legitimarlo.
Citemos cualquier poeta lírico, el menos exterior, lord Byron o Enrique Heine. Sus poesías
son una parte de ellos mismos: esas quejas y tristezas y amarguras, ese escepticismo
desconsolador, lo tuvieron en el alma antes de convertirlo en lindos versos: no hay duda
que es un elemento real, tan real, o más, si se quiere, que lo que un novelista pueda
averiguar y describir de las acciones y pensamientos del prójimo: ¿quién refiere bien una
enfermedad sino el enfermo? Y aun por eso resultan insoportables los imitadores en frío de
estos poetas tristes; son como el que remedase quejidos de dolor, no doliéndole nada.
El gran poeta Leopardi es un caso de los más característicos de lo que puede llamarse
realidad poética interior. Las penas de su edad viril, la condición de su familia, la dureza de
la suerte, sus estudios de humanidades y hasta los miedos que pasó de niño en una
habitación obscura, todo está en sus poesías, como indeleble sello personal, de tal modo
que, si suponemos a Leopardi viviendo en diferentes condiciones de las que vivió, ya no se
concibe la mayor parte de sus versos. Y digo yo: ¿no es justísimo que quepa en la ancha
esfera de la realidad una obra de arte donde el autor pone la médula de sus huesos y la
sangre de su corazón, por decirlo así? Aun suponiendo, y es mucho suponer, que el poeta
lírico no expresase sino sus propios e individuales sentimientos, y que éstos pareciesen
extraños, ¿no es la excepción, el caso nuevo y la enfermedad desconocida lo que más
importa a la curiosidad científica del médico observador?
Pero si todas las obras de arte que se fundan en la realidad caben dentro de la estética
realista, algunas hay que cumplen por completo su programa, y son aquellas donde tan
perfectamente se equilibran la razón y la imaginación, que atraviesan las edades viviendo
vida inmortal. Las obras maestras universalmente reconocidas como tales, tienen todas
carácter anchamente realista: así los poemas de Homero y Dante, los dramas de
Shakespeare, el Quijote y el Fausto. La Biblia, considerada literariamente, dejando aparte
su autoridad sagrada, es la epopeya más realista que se conoce.
A fin de esclarecer esta teoría, diré algo del idealismo, para que no pesen sobre el
naturalismo todas las censuras y se vea que tan malo es caerse hacia el Norte como hacia el
Sur. Y ante todo conviene saber que el idealismo está muy en olor de santidad, goza de
excelente reputación y se cometen infinitos crímenes literarios al amparo de su nombre: es
la teoría simpática por excelencia, la que invocan poetas de caramelo y escritores
amerengados; el que se ajusta a sus cánones pasa por persona de delicado gusto y alta
moralidad; por todo lo cual debe tratársele con respeto y no tomar la exposición de sus
doctrinas de ningún zascandil. Busquémosla, pues, en Hegel y sus discípulos, donde larga y
hondamente se contiene.
Entre naturalistas e idealistas hay el mismo antagonismo que entre Lutero y Pelagio. Si
Zola niega en redondo el libre arbitrio, Hegel lo extiende tanto, que todo está en él y sale de
él. Para Zola, el universo físico hace, condiciona, dirige y señorea el pensamiento y
voluntad del hombre; para Hegel y sus discípulos ese universo no existe sino mediante la
idea. ¿Qué digo ese universo? Dios mismo sólo es en cuanto es idea; y el que se asuste de
este concepto será, según el hegeliano Vera, un impío o un insensato (a escoger). ¿Y qué se
entiende por idea? La idea, en las doctrinas de Hegel, es principio de la naturaleza y de
todos los seres en general, y la palabra Dios no significa sino la idea absoluta o el absoluto
pensamiento. Consecuencias estéticas del sistema hegeliano. En opinión de Hegel, la esfera
del arte es «una región superior, más pura y verdadera que lo real, donde todas las
oposiciones de lo finito y de lo infinito desaparecen; donde la libertad, desplegándose sin
límites ni obstáculos, alcanza su objeto supremo» Con este aleteo vertiginoso ya parece que
nos hemos apartado de la tierra y que nos hallamos en las nubes, dentro de un globo
aerostático. Espacios a la derecha, espacios a la izquierda, y en parte alguna suelo donde
sentar los pies. Y es lo peor del caso que semejante concepción trascendental del arte la
presenta Hegel con tal profundidad dialéctica, que seduce. Lo cierto es que con esa libertad
pelagiana que se despliega sin límites ni obstáculos, y con ese universo construido de
dentro a fuera, cada artista puede dar por ley del arte su ideal propio, y decir, parodiando a
Luis XIV: «La estética soy yo». «El arte -enseña Hegel- restituye a aquello que en realidad
está manchado por la mezcla de lo accidental y exterior, la armonía del objeto con su
verdadera idea, rechazando todo cuanto no corresponda con ella en la representación; y
mediante esta purificación produce lo ideal, mejorando la naturaleza, como suele decirse
del pintor retratista». Ya tiene el arte carta blanca para enmendarle la plana a la naturaleza y
forjar «el objeto», según le venga en talante a «la verdadera idea».
Pongamos ejemplos de estas correcciones a la naturaleza, tomándolos de algún escritor
idealista. Gilliatt, el héroe de Los Trabajadores del Mar de Víctor Hugo, es en realidad un
hombre rudo, que casualmente se prenda de una muchacha y se ofrece a desempeñar un
trabajo hercúleo para obtener su mano. Nada más natural y humano, en cierto modo, que
este asunto. Pero, por medio del procedimiento de Hegel, el hombre se va agigantando,
convirtiéndose en un titán; sostiene lucha colosal con los elementos desencadenados, con
los monstruos marinos, venciéndolos, por supuesto; por si no basta, concluye siendo mártir
sublime, y el autor decreta su apoteosis.
Sin salir de esta misma novela, Los Trabajadores del Mar, aún encontramos otro personaje
más conforme que Gilliatt con las leyes de la estética idealista: el pulpo. Pulpos sin
enmienda los vemos a cada paso en nuestra costa cantábrica; cuando aplican sus ventosas a
la pierna de un bañista o de un marinero, basta por lo regular una sacudida ligera para
soltarse; por acá, el inofensivo cefalópodo se come cocido, y es manjar sabroso, aunque
algo coriáceo. Pero éstos son los pulpos tal cual Dios los crió, la apariencia sensible del
pulpo, que diría un hegeliano; lo real del pulpo, o sea su idea, es lo que Víctor Hugo
aprovechó para dramatizar la acción de Los Trabajadores. Allí el pulpo ideal, o la idea que
se oculta bajo la forma del pulpo, crece, no sólo física, sino moralmente, hasta medir
tamaño desmesurado: el pulpo es la sombra, el pulpo es el abismo, el pulpo es Lucifer. Así
se corrige a la naturaleza.
Un héroe idealista de muy diversa condición que Gilliatt es el Rafael de Lamartine. Éste no
representa la fuerza y la abnegación, no es el león-cordero, sino la poesía, la melancolía, el
amor insondable e infinito, el estado de ensueño perpetuo. Complácese el autor en describir
la lindeza de Rafael, muy semejante a la del de Urbino, y además le atribuye las cualidades
siguientes: «Si Rafael fuese pintor -dice- pintaría la Virgen de Foligno; si manejase el
cincel, esculpiría la Psiquis de Canova; si fuese poeta hubiera escrito los apóstrofes de Job a
Jehová, las estancias de la Herminia del Tasso, la conversación de Romeo y Julieta a la luz
de la luna, de Shakespeare, el retrato de Hydea, de lord Byron...». Ustedes creerán que
Rafael se conforma con pintar lo mismo que su homónimo, esculpir como Canova y
poetizar como Job, el Tasso, Shakespeare y Byron en una pieza. ¡Quiá! El autor añade que,
puesto en tales y cuáles circunstancias, Rafael hubiese tendido a todas las cimas, como
César, hablado como Demóstenes y muerto como Catón. Así se compone un héroe idealista
de la especie sentimental. ¡Cuán preferible es retratar un ser humano, de carne y hueso, a
fantasear maniquíes!
Los hombres de extraordinario talento suelen poseer la virtud de la lanza de Aquiles para
curar las heridas que abren. En la Poética de Hegel doy con un párrafo que es el mejor
programa de la novela realista. «Por lo que hace a la representación, la novela propiamente
dicha exige también, como la epopeya, la pintura de un mundo entero y el cuadro de la
vida, cuyos numerosos materiales y variado fondo se encierren en el círculo de la acción
particular que es centro del conjunto. En cuanto a las condiciones especiales de concepción
y ejecución, hay que otorgar al poeta ancho campo, tanto más libre, cuanto menos puede,
en este caso, eliminar de sus descripciones la prosa de la vida real, sin que por eso él haya
de mostrarse vulgar ni prosaico». Si se tiene en cuenta la época en que Hegel escribió esto,
cuando la novela analítica era la excepción, es más de admirar la exactitud de la apreciación
independiente del sistema general hegeliano, como lo es también en cierto modo lo que
dice acerca del fin y propósito del arte. En este terreno lleva inmensa ventaja a Zola: para
Hegel, el arte es objeto propio de sí mismo, y referirlo a otra cosa, a la moral, por ejemplo,
es desviarlo de su camino verdadero.
«El objeto del arte -declara el filósofo de Stuttgart- es manifestar la verdad bajo formas
sensibles, y cualquiera otro que se proponga, como la instrucción, la purificación, el
perfeccionamiento moral, la fortuna, la gloria, no conviene al arte considerado en sí». El
error que aquí nos sale al paso es que Hegel, al decir verdad, sobreentiende idea, pero al
menos no saca a la belleza de su terreno propio; no confunde, como Zola, los fines del arte
y de las ciencias morales y políticas.
El idealismo está representado en literatura por la escuela romántica, que Hegel
consideraba la más perfecta, y en la cual cifraba el progreso artístico. Esta escuela, que
tanto brilló en nuestro siglo, fue al principio piedra de escándalo, como lo es el naturalismo
ahora. Sus instructivas vicisitudes merecen capítulo aparte.
- IV Historia de un motín
Allá por los años de 1829, el conde Alfredo de Vigny, escritor delicado cuya aspiración era
encerrarse en una torre de marfil para evitar el contacto del vulgo, dio al Teatro Francés la
traducción y arreglo del Otelo de Shakespeare. Esta tragedia y las mejores del gran
dramático inglés se conocían en Francia ya, merced a las adaptaciones de Ducis, que en
1792 había aderezado el Otelo al gusto de la época, con dos desenlaces distintos, uno el de
Shakespeare, y otro «para uso de las almas sensibles». No juzgó el conde de Vigny
necesarias tales precauciones, aunque sí atenuó en muchos pasajes la crudeza
shakesperiana; gracias a lo cual el público se mostró resignado durante los primeros actos,
y hasta aplaudió de tiempo en tiempo. Pero al llegar a la escena en que el moro, frenético de
celos, pide a Desdémona el pañuelo bordado que le entregara en prenda de amor, la palabra
pañuelo (mouchoir), traducción literal de la inglesa handkerchief produjo en el auditorio
una explosión de risas, silbidos, pateos y chicheos. Esperaban los espectadores algún
circunloquio, alguna perífrasis alambicada, como cándido cendal o cosa por el estilo, que
no ofendiese sus cultas orejas; y al ver que el autor se tomaba la libertad de decir pañuelo a
secas, armaron tal escándalo, que el teatro se caía.
Formaba parte Alfredo de Vigny de una escuela literaria entonces naciente, que venía a
innovar y a transformar por completo la literatura. Dominaba el clasicismo a la sazón, no
sólo en las esferas oficiales, sino en el gusto y opinión general, como lo demuestra la
anécdota del pañuelo. ¡Tan mínima licencia causar tan terrible espanto! Es que lo que hoy
nos parece leve, a la sazón era gravísimo. Las letras, a fuerza de inspirarse en los modelos
clásicos, de sujetarse servilmente a las reglas de los preceptistas, y de pretender majestad,
prosopopeya y elegancia, habían llegado a tal extremo de decadencia, que se juzgaba delito
la naturalidad, y sacrilegio llamar a las cosas por su nombre, y las nueve décimas partes de
las palabras francesas se hallaban proscritas a pretexto de no profanar la nobleza del estilo.
Por eso el gran poeta que capitaneó la renovación literaria, Víctor Hugo, dijo en las
Contemplaciones. «¡No haya desde hoy más vocablos patricios ni plebeyos! Suscitando una
tempestad en el fondo de mi tintero, mezclé la negra multitud de las palabras con el blanco
enjambre de las ideas, y exclamé: ¡De hoy más no existirá palabra en que no pueda posarse
la idea bañada de éter!».
Una literatura que, como el clasicismo de principios del siglo, mermaba el lenguaje,
apagaba la inspiración y se condenaba a imitar por sistema, había de ser forzosamente
incolora, artificiosa y pobre; y los románticos, que venían a abrir nuevas fuentes, a poner en
cultura terrenos vírgenes, llegaban tan a tiempo como apetecida lluvia sobre la tierra
desecada. Aunque al pronto el público se alborotase y protestase, tenía que acabar por
abrirle los brazos. Es curioso que las acusaciones dirigidas al romanticismo incipiente se
parezcan como un huevo a otro a las que hoy se lanzan contra el realismo. Leer la crítica
del romanticismo hecha por un clásico, es leer la del realismo por un idealista. Según los
clásicos, la escuela romántica buscaba adrede lo feo, sustituía lo patético con lo repugnante,
la pasión con el instinto; registraba los pudrideros, sacaba a luz las llagas y úlceras más
asquerosas, corrompía el idioma y empleaba términos bajos y viles. ¿No diría cualquiera
que el objeto de esta censura es L'Assommoir?
Sin arredrarse, proseguían los románticos su formidable motín. En Inglaterra, Coleridge,
Carlos Lamb, Southey, Wordsworth, Walter Scott, rompían con la tradición, desdeñaban la
cultura clásica y preferían a La Eneida una balada antigua, y a Roma la Edad Media. En
Italia, la renovación dramática procedía del romanticismo, por medio de Manzoni.
Alemania, verdadera cuna de la literatura romántica, la poseía ya riquísima y triunfante.
España, harta de poetas sutiles y académicos, también se abrió gustosísima al cartaginés,
que traía las manos llenas de tesoros. Pero en ninguna parte fue el romanticismo tan fértil,
militante y brioso como en Francia. Sólo por aquel brillante y deslumbrador período
literario merecen nuestros vecinos la legítima influencia, que no es posible disputarles, y
que ejercen en la literatura de Europa».
¡Magnífica expansión, rico florecimiento del ingenio humano! Sólo puede compararse a
otra gran época intelectual: la de esplendor de la filosofía escolástica. Y tiene de notable
haber sido mucho más corta: nacido el romanticismo después que el siglo XIX, un gran
crítico, Sainte- Beuve, habló de él en 1848 como de cosa cerrada y concluida, declarando
que el mundo pertenecía ya a otras ideas, otros sentimientos, otras generaciones. Fue un
relámpago de poesía, de belleza y de encendida claridad, al cual se le puede aplicar la
estrofa de Núñez de Arce:
¡Qué espontáneo y feliz renacimiento!
¡Qué pléyade de artistas y escritores!
En la luz, en las ondas, en el viento
Hallaba inspiración el pensamiento,
Gloria el soldado y el pintor colores.
Un individuo de la falange francesa, Dovalle, muerto en desafío a la edad de veintidós años,
aconsejaba así al poeta romántico: «Ardiendo en amor y penetrado de armonías, deja brotar
tus inflamados versos, y fogoso y libre pide a tu genio cantos nuevos e independientes. Si el
cielo te disputa la sagrada chispa, vuela atrevido a robársela. ¡Vuela, mancebo! Sí,
acuérdate de Ícaro: ¡él cayó, pero logró ver el cielo!».
Aunque del movimiento romántico francés descartemos a algunos de sus representantes
que, como Alfredo de Musset y Balzac, no le pertenecen del todo y corresponden en rigor a
distinta escuela, le queda una cantidad tal de nombres célebres, que bastan a enriquecer, no
algunos lustros, sino un par de siglos. Chateaubriand -hoy desdeñado más de lo justo-; el
suave y melodioso Lamartine; Jorge Sand; Teófilo Gautier, tan perfecto en la forma; Víctor
Hugo, coloso que aún se mantiene de pie; Agustín Thierry, primer historiador artista, son
suficientes para ello, sin contar los muchos autores, quizá secundarios, pero de indisputable
valía, que dan señal evidente de la fecundidad de una época y pulularon en el romanticismo
francés; Vigny, Mérimée, Gerardo de Nerval, Nodier, Dumas, y, en fin, una bandada de
dulces y valientes poetisas, de poetas y narradores originales que fuera prolijo citar. Teatro,
poesía, novela, historia, todo se vio instaurado, regenerado y engrandecido por la escuela
romántica.
Nosotros, los del lado acá del Pirineo, satélites -mal que nos pese- de Francia, recordamos
también la época romántica como fecha gloriosa, experimentamos todavía su influencia y
tardaremos bastante en eximirnos de ella. Diónos el romanticismo a Zorrilla, que fue como
el ruiseñor de nuestra aurora al par que el lucero melancólico de nuestro ocaso: místicos
arpegios, notas de guzla, serenatas árabes, medrosas leyendas cristianas, la poesía del
pasado, la riqueza de las formas nuevas, todo lo expresó el poeta castellano con tan
inagotable vena, con tan sonora versificación, con tan deleitable y nunca escuchada música,
que aun hoy... ¡que lo tenemos tan lejos ya!, parece que su dulzura nos suena dentro, en el
alma. A su lado, Espronceda alza la byroniana frente; y el soldado poeta, García Gutiérrez,
coge tempranos laureles que sólo le disputa Hartzenbusch, el Duque de Rivas satisface la
exigencia histórico- pintoresca en sus romances, y Larra, más romántico en su vida que en
sus obras, con agudo humorismo, con zumbona ironía, indica la transición del período
romántico al realista. Mucho antes de que empezase a verificarse, aunque determinada por
la francesa, nuestra revolución literaria tuvo carácter propio: nada nos faltó: andando el
tiempo, si no poseímos un Heine y un Alfredo de Musset, nos nacieron Campoamor y
Bécquer.
Mas el teatro del combate decisivo, importa repetirlo, fue Francia. Allí hubo ataque
impetuoso por parte de los disidentes, y tenaz resistencia por la de los conservadores.
Baour-Lormian, en una comedia titulada El Clásico y el Romántico, establecía la sinonimia
de clásico y hombre de bien, de romántico y pillo: y siguiendo sus huellas, siete literatos
clásicos netos elevaron a Carlos X una exposición donde le rogaban que toda pieza
contaminada de romanticismo fuese excluida del Teatro Francés, a lo cual el Rey contestó,
con muy buen acuerdo, que en materia de poesía dramática él no tenía más autoridad que la
de espectador, ni más puesto que el asiento que ocupaba.
A su vez los románticos provocaban la lucha, retaban al enemigo, y se mostraban díscolos y
sediciosos hasta lo sumo. Reíanse a mandíbula batiente de las tres unidades de Aristóteles;
mandaban a paseo los preceptos de Horacio y Boileau (sin ver que muchos de ellos son
verdades evidentes dictadas por inflexible lógica, y que el preceptista no pudo inventar,
como ningún matemático inventa los axiomas fundamentales, primeros principios de la
ciencia), y se divertían en chasquear a los críticos que les eran adversos, como
ingeniosamente lo hizo Carlos Nodier. Este docto filólogo y elegante narrador publicó una
obra titulada Smarra, y los críticos, tomándola por engendro romántico, la censuraron
acerbamente. ¡Cuál no sería su sorpresa al enterarse de que Smarra se componía de pasajes
traducidos de Homero, Virgilio, Estacio, Teócrito, Catulo, Luciano, Dante, Shakespeare y
Milton!
Hasta en los pormenores de indumentaria querían los románticos manifestar independencia
y originalidad, sin cuidarse de evitar la extravagancia. Son proverbiales y características las
melenas de entonces, y famoso el traje con que Teófilo Gautier asistió al memorable
estreno del Hernani de Víctor Hugo. Componíase el traje en cuestión de chaleco de raso
cereza, muy ajustado, a manera de coleto, pantalón verde pálido con franja negra, frac
negro con solapas de terciopelo, sobretodo gris forrado de raso verde, y a la garganta una
cinta de moiré, sin asomos de tirilla ni cuello blanco. Semejante atavío, escogido adrede
para escandalizar a los pacíficos ciudadanos y a los clásicos asombradizos, produjo casi
tanto efecto como el drama.
No se limitaba el romanticismo a la literatura: trascendía a las costumbres. Es una de sus
señas particulares haber puesto en moda ciertos detalles, ciertas fisonomías, las damiselas
pálidas y con tirabuzones, los héroes desesperados y en último grado de tisis, la orgía y el
cementerio. Varió totalmente el concepto que se tenía de literato: éste era por lo general, en
otros tiempos, persona inofensiva, apacible, de retirado y estudioso vivir: desde el
advenimiento del romanticismo se convirtió en calavera misántropo, al cual las musas
atormentaban en vez de consolarle, y que ni andaba, ni comía, ni se conducía en nada como
el resto del género humano, encontrándose siempre cercado de aventuras, pasiones y
disgustos profundísimos y misteriosos. Y que no todo era ficticio en el tipo romántico, lo
prueba la azarosa vida de Byron, el precoz hastío de Alfredo Musset, la demencia y el
suicidio de Gerardo de Nerval, las singulares vicisitudes de Jorge Sand, las volcánicas
pasiones y trágico fin de Larra, los desahogos y vehemencias de Espronceda. No hay vino
que no se suba a la cabeza si se bebe con exceso, y la ambrosía romántica fue sobrado
embriagadora para que no se trastornasen los que la gustaban en la copa divina del arte.
¡Tiempos heroicos de la literatura moderna! Sólo la ciega intolerancia podrá desconocer su
valor y considerarlos únicamente como preparación para la edad realista que empieza. Y no
obstante, al llamar a la vida artística lo feo y lo bello indistintamente, al otorgar carta de
naturaleza en los dominios de la poesía a todas las palabras, el romanticismo sirvió la causa
de la realidad. En vano protestó Víctor Hugo declarando que vallas infranqueables separan
a la realidad según el arte, de la realidad según la naturaleza. No impedirá esta restricción
calculada que el realismo contemporáneo, y aun el propio naturalismo, se funden y apoyen
en principios proclamados por la escuela romántica.
-VEstado de la atmósfera
Lo que se ve claramente al estudiar el romanticismo y fijar en él una mirada desapasionada,
es que tenía razón Sainte-Beuve; que su vida fue tan corta como intensa y brillante, y que
desde mediados del siglo ha muerto, dejando numerosa descendencia. Porque la clausura
del período romántico no se debió a que aquel clasicismo rancio y anémico de otros días
resucitase para imperar de nuevo; ni semejantes restauraciones caben en los dominios de la
inteligencia, ni el entendimiento humano es ningún costal que se vacíe cuando está muy
lleno, quedando encima lo de abajo, como suele decirse de las modas. Acertaba Madama
Staël al declarar que ni el arte ni la naturaleza reinciden con precisión matemática; sólo
vuelve y es restaurado lo que sobrevive a la crítica y cuela al través de su fino tamiz; así del
clasicismo renacen hoy cosas realmente buenas y bellas que en él hubo, o que por lo menos,
si no son buenas y bellas, están en armonía con las exigencias de la época presente y del
actual espíritu literario. Lo propio sucede al romanticismo: de él sobrevive cuanto
sobrevivir merece, mientras sus exageraciones, extravíos y delirios pasaron como torrente
de lava, abrasando el suelo y dejando en pos inútil escoria. Una literatura nueva, que ni es
clásica ni romántica, pero que se origina de ambas escuelas y propende a equilibrarlas en
justa proporción, va dominando y apoderándose de la segunda mitad del siglo XIX. Su
fórmula no se reduce a un eclecticismo dedicado a encolar cabezas románticas sobre
troncos clásicos, ni a un sincretismo que mezcle, a guisa de legumbres en menestra, los
elementos de ambas doctrinas rivales. Es producto natural, como el hijo en quien se unen
substancialmente la sangre paterna y la materna, dando por fruto un individuo dotado de
espontaneidad y vida propia.
Me parece ocioso insistir en demostrar lo que no puede ni discutirse, a saber, que existen
formas literarias recientes, y que las antiguas decaen y se extinguen poco a poco. Sería
estudio curioso el de la disminución gradual de la influencia romántica, no sólo en las
letras, sino en las costumbres. Sin rasgar el velo que cubre la vida privada, considero fácil
poner de relieve el notable cambio que han sufrido los hábitos literarios y el estado de
ánimo de los escritores. Desde hace algunos años calmóse la efervescencia de los cerebros,
atenuóse aquella irritabilidad enfermiza, o subjetivismo, que tanto atormentaba a Byron y
Espronceda, y entramos en un período de mayor serenidad y sosiego. Nuestros grandes
autores y poetas contemporáneos viven como el resto de los mortales; sus pasiones -si es
que las experimentan- laten escondidas en el fondo de su alma, y no se desbordan en sus
libros ni en sus versos; el suicidio perdió prestigio a sus ojos, y no lo buscan ni en el exceso
de desordenados placeres ni en ningún pomo de veneno o arma mortífera. En vestir, en
habla y conducta, son idénticos a cualquiera, y el que por la calle se tropiece con Núñez de
Arce o Campoamor sin conocerlos, dirá que ha visto dos caballeros bien portados, el uno de
pelo blanco, el otro algo descolorido, que no tienen nada de particular. Todo París conoce la
existencia burguesa y metódica de Zola, encariñadísimo con su familia; y si no fuera que
siempre comete indiscreción quien descubre intimidades del hogar, por inocentes que sean,
yo añadiría en este respecto, al nombre del novelista francés, algunos muy ilustres en
España.
Lo cual no quiere decir que se haya concluido la vaga tristeza, la contemplación
melancólica, el soñar cosas diferentes de las que nos ofrece la realidad tangible, el
descontento y sed del alma y otras enfermedades que sólo aquejan a espíritus altos y
poderosos, o tiernos y delicados. ¡Ah, no por cierto! Esa poesía interior no se agotó: lo
proscrito es su manifestación inoportuna, afectada y sistemática. Los soñadores proceden
hoy como aquellos frailecitos humildes y santas monjas que, al desempeñar los menesteres
de la cocina o barrer el claustro, sabían muy bien traer el pensamiento embebecido en Dios,
sin que por fuera pareciese sino que atendían enteramente al puchero y a la escoba. No es
nuestra edad tan positiva como aseguran gentes que la miran por alto, ni hay siglo en que la
condición humana se mude del todo y el hombre encierre bajo doble llave algunas de sus
facultades, usando sólo de las que le place dejar fuera. La diferencia consiste en que el
romanticismo tuvo ritos, a los cuales, en el año de 1882, nadie se sujetaría sin que le
retozase la risa en el cuerpo. Si en el estreno del drama más discutido de Echegaray se
presentase alguien con el estrafalario atavío de Teófilo Gautier en Hernani, puede que lo
mandasen a Leganés.
Ahora bien: si el romanticismo ha muerto y el clasicismo no ha resucitado, será que la
literatura contemporánea encontró otros moldes, como suele decirse, que le vienen más
cabales o más anchos. Tengo por difícil juzgar ahora estos moldes: indudablemente es
temprano: no somos aún la posteridad, y quizá no acertaríamos a manifestarnos imparciales
y sagaces. Sólo es lícito indicar que una tendencia general, la realista, se impone a las
letras, aquí contrastada por lo que aún subsiste del espíritu romántico, allá acentuada por el
naturalismo, que es su nota más aguda, pero en todas partes vigorosa y dominante ya, como
lo prueba el examen de la producción literaria en Europa.
De la generación romántica francesa sólo queda en pie Víctor Hugo materialmente, porque
vive; moralmente hace tiempo que no se cuenta con él; sus últimas obras no se pueden leer
con gusto, ni casi con paciencia, y los autores franceses cuya celebridad atraviesa el Pirineo
y los Alpes esparciéndose por todo el mundo civilizado, son realistas y naturalistas.
Inglaterra ha visto caer uno a uno los colosos de su período romántico, Byron, Southey,
Walter Scott, y venir a reemplazarlos una falange de realistas de talento singular: Dickens,
que se paseaba por las calles de Londres días enteros anotando en su cartera lo que oía, lo
que veía, las menudencias y trivialidades de la vida cotidiana; Thackeray, que continuó las
vigorosas pinturas de Fielding; y por último, como corona de este renacimiento del genio
nacional, Tennyson, el poeta del home, el cantor de los sentimientos naturales y apacibles,
de la familia, de la vida doméstica y del paisaje tranquilo. España... ¿Quién duda que
también España propende, si no tan resueltamente como Inglaterra, por lo menos con fuerza
bastante, a recobrar en literatura su carácter castizo y propio, más realista que otra cosa? Se
han establecido de algún tiempo acá corrientes de purismo y arcaísmo, que si no se
desbordan, serán muy útiles y nos pondrán en relación y contacto con nuestros clásicos,
para que no perdamos el gusto y sabor de Cervantes, Hurtado y Santa Teresa. No sólo los
escritores primorosos y un tanto amanerados, como Valera, sino los que escriben
libremente, ex toto corde, como Galdós, desempolvan, limpian de orín y dan curso a frases
añejas, pero adecuadas, significativas y hermosas. Y no es únicamente la forma, el estilo, lo
que va haciéndose cada vez más nacional en los escritores de nota; es el fondo y la índole
de sus producciones. Galdós con los admirables Episodios y las Novelas Contemporáneas,
Valera con sus elegantes novelas andaluzas, Pereda con sus frescas narraciones
montañesas, llevan a cabo una restauración, retratan nuestra vida histórica, psicológica,
regional; escriben el poema de la moderna España. Hasta Alarcón, el novelista que más
conserva las tradiciones románticas, luce entre sus obras un precioso capricho de Goya, un
cuento español por los cuatro costados, El Sombrero de Tres Picos. La patria va
reconciliándose consigo misma por medio de las letras.
En resumen, la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, fértil, variada y compleja,
presenta rasgos característicos: reflexiva, nutrida de hechos, positiva y científica, basada en
la observación del individuo y de la sociedad, profesa a la vez el culto de la forma artística,
y lo practica, no con la serena sencillez clásica, sino con riqueza y complicación. Si es
realista y naturalista, es también refinada; y como a su perspicacia analítica no se esconde
ningún detalle, los traslada prolijamente, y pule y cincela el estilo.
Nótase en ella cierto renacimiento de las nacionalidades, que mueve a cada pueblo a
convertir la mirada a lo pasado, a estudiar sus propios excelsos escritores, y a buscar en
ellos aquel perfume peculiar o inexplicable que es a las letras de un país lo que a ese mismo
país su cielo, su clima, su territorio. Al par se observa el fenómeno de la imitación literaria,
la influencia recíproca de las naciones, fenómeno ni nuevo ni sorprendente, por más que
alardeando de patriotismo lo condenen algunos con severidad irreflexiva.
La imitación entre naciones no es caso extraordinario, ni tan humillante para la nación
imitadora como suele decirse. Prescindamos de los latinos, que calcaron a los griegos;
nosotros hemos imitado a los poetas italianos; Francia a su vez imitó nuestro teatro, nuestra
novela: uno de sus autores más célebres, admirado por Walter Scott, Lesage, escribió el Gil
Blas, El Bachiller de Salamanca, y El Diablo Cojuelo, pisando las huellas de nuestros
escritores del género picaresco; en el período romántico, Alemania brindó inspiración a los
franceses, que a su vez influyeron notablemente en Heine; y esto fue de modo que si cada
nación hubiese de restituir lo que le prestaron las demás, todas quedarían, si no arruinadas,
empobrecidas cuando menos. A propósito de imitación decía Alfredo de Musset con su
donaire acostumbrado: «Acúsanme de que tomé a Byron por modelo. ¿Pues no saben que
Byron imitaba a Pulci? Si leen a los italianos, verán cómo los desvalijó. Nada pertenece a
nadie, todo pertenece a todos; y es preciso ser ignorante como un maestro de escuela para
forjarse la ilusión de que decimos una sola palabra que nadie haya dicho. Hasta el plantar
coles es imitar a alguien».
La evolución (no me satisface la palabra, pero no tengo a mano otra mejor) que se verifica
en la literatura actual y va dejando atrás al clasicismo y al romanticismo, transforma todos
los géneros. La poesía se modifica y admite la realidad vulgar como elemento de belleza:
fácil es probarlo con sólo nombrar a Campoamor. La historia se apoya cada vez más en la
ciencia y en el conocimiento analítico de las sociedades. La crítica dejó de ser magisterio y
pontificado, convirtiéndose en estudio y observación incesante. El teatro mismo, último
refugio de lo convencional artístico, entreabre sus puertas, si no a la verdad, por lo menos a
la verosimilitud invocada a gritos por el público, que si acepta y aplaude bufonadas,
magias, pantomimas y hasta fantoches como mero pasatiempo o diversión de los sentidos,
en cuanto entiende que una obra escénica aspira a penetrar en el terreno del sentimiento y
de la inteligencia, ya no le da tan fácilmente pasaporte. Pero donde más victoriosa se
entroniza la realidad, donde está como en su casa, es en la novela, género predilecto de
nuestro siglo, que va sobreponiéndose a los restantes, adoptando todas las formas,
plegándose a todas las necesidades intelectuales, justificando su título de moderna epopeya.
Ya es hora de concretarnos a la novela, puesto que en su campo es donde se produce el
movimiento realista y naturalista con actividad extraordinaria.
- VI Genealogía
La forma primaria de la novela es el cuento, no escrito, sino oral, embeleso del pueblo y de
la niñez. Cuando al amor de la lumbre, durante las largas veladas de invierno, o hilando su
rueca al lado de la cuna, las tradicionales abuela y nodriza refieren en incorrecto y sencillo
lenguaje medrosas leyendas o morales apólogos, son... ¡quién lo diría! predecesoras de
Balzac, Zola y Galdós.
Pocos pueblos del mundo carecen de estas ficciones. La India fue riquísimo venero de ellas,
y las comunicó a las comarcas occidentales, donde por ventura las encuentra algún sabio
filólogo y se admira de que un pastor le refiera la fábula sánscrita que leyó el día antes en la
colección de Pilpay. Árabes, persas, pieles-rojas, negros, salvajes de Australia, las razas
más inferiores e incivilizadas poseen sus cuentos. ¡Cosa rara!: el pueblo escaso de
semejante género de literatura es el que nos impuso y dio todos los restantes, a saber,
Grecia. Se cree que Esopo hubo de ser esclavo en algún país oriental para traer al suyo los
primeros apólogos y fábulas. De novela, ni señales en las épocas gloriosas de la antigüedad
clásica. Hasta cuatro siglos antes de nuestra era, cuando tenían ya los griegos sus
admirables epopeyas, teatro, poesía lírica, filosofía e historia, no aparece la primer ficción
novelesca, la Ciropedia de Jenofonte narración moral y política que no carece de analogía
con el Telémaco; el período ático -así se llama todo el tiempo en que florecieron las letras
helenas- no presenta otro novelista ni otra novela, pues no se sabe que Jenofonte
reincidiese. Los chinos, que en todo madrugan, poseyeron novelas desde tiempos remotos;
pero como la cultura occidental arranca de Grecia, si quisiésemos rendir homenaje a
nuestro primer novelista, tendríamos que celebrar el milenario, o cosa así, de Jenofonte.
Durante el período de decadencia literaria que comenzó en Alejandría, sale a luz en el siglo
de Augusto una linda novela pastoral, las Eubeanas, de Dión Crisóstomo. ¡No parece sino
que la fantasía novelesca estaba aguardando, para manifestarse libremente, la venida del
Cristianismo! Y muy a sus anchas debió de volar desde entonces, y mucho abundarían las
ficciones descabelladas y las fábulas milesias, cuando en el siglo II Luciano de Samosata
escritor escéptico y agudísimo, como quien dice, el Voltaire del paganismo, creyó necesario
atacarlas en la misma guisa que Cervantes atacó después los libros de caballería,
parodiándolas en dos novelas satíricas, la Historia Verdadera y el Asno.
En efecto, la literatura de aquellos primeros siglos del Cristianismo, si cuenta con alguna
buena novela, como Las Babilonias de Jámblico, está plagada de patrañas, milagrerías e
invenciones fantásticas, de biografías e historias sin pies ni cabeza, de cuentos referentes a
Homero, Virgilio y otros poetas y héroes, de Evangelios, leyendas y actas apócrifas,
algunas de muy galana invención; por donde se ve que el linaje de las novelas, con no ser
tan antiguo como el de otros géneros, puede preciarse de ilustre, ya que un parentesco de
afinidad le une a la literatura sagrada. La era de la novela griega concluye con Dafnis y
Cloe, Amores de Teagenes y Clariclea, las narraciones de Aquiles Tacio, las Efesianas de
Jenofonte de Efeso, las Cartas de Aristenetes: género especial de novela erótica donde el
paganismo moribundo se complacía en adornar con prolijas guirnaldas y festones el altar
arruinado del amor clásico.
Sobreviene la Edad Media: cambian personajes, asuntos y escritores; la novela es poema
épico, canción de gesta o fabliau; sus protagonistas, Jasón, Edipo, los Doce Pares, el Rey
Artús, Flora y Blancaflor, Lanzarote, Parcival, Guarino, Tristán e Iseo; los argumentos, la
conquista del Santo Grial, la guerra de Troya, la de Tebas; los autores, troveros o clérigos.
Muy rudimentariamente, ya se contenían allí los libros de caballerías y la novela histórica,
así como las crónicas de los Santos y leyendas doradas encerraban el germen de la novela
psicológica, de menos acción y movimiento, pero más delicada y sentida. Francia e
Inglaterra se llevaron la palma en este género de historias romancescas, de paladines,
aventuras, hazañas y maravillas: bien nos desquitamos nosotros en el siglo XVI.
Semejante a los jardines encantados que por arte de magia hacía florecer en lo más crudo
del invierno algún alquimista, abriéronse de pronto en nuestra patria los cálices, pintados de
gules, sinople y azul, de la literatura andantesca. No habían penetrado en España las
crónicas y proezas de los héroes carlovingios, los amoríos de Lanzarotes y Tristanes ni los
embustes de Merlín, pero en cambio moraba ya entre nosotros, amén del brioso Campeador
real, el Cid ideal, el caballero perfecto, puro y heroico hasta la santidad; el muy fermoso y
nunca bien ponderado Amadís de Gaula, patriarca de la Orden de Caballería, tipo tan caro a
nuestra imaginación meridional e hidalga, que ya a principios del siglo XV, los perros
favoritos de los magnates castellanos se llamaban Amadís, como ahora se llamarían
Bismarck o Garibaldi. ¿Nació el padre Amadís en Portugal o en Castilla? Decídanlo los
eruditos: lo cierto es que calentó su cabeza el sol ibérico, el sol que derretía los sesos de
Alonso Quijano errante por las abrasadoras llanuras manchegas, y que su interminable
posteridad, como retoños de oliva, brotó en el campo de las letras españolas. ¡Oh y cuán
fecundo himeneo fue aquel del firme y casto Amadís con la incomparable señora Oriana!
Un mundo, un mundo imaginario, poético, dorado, misterioso y extranatural como el que
vio el caballero de la Triste Figura en el fondo de la cueva de Montesinos, se alza en pos
del hijo del Rey Perión de Gaula. Lisuartes, Floriseles y Esferamundis; caballeros del Febo,
de la Ardiente Espada de la Selva; hermosísimas doncellas, feridas de punta de amores;
dueñas rencorosas o doloridas; reinas y emperatrices de regiones extrañas, de ínsulas
remotas, de comarcas antípodas, adonde algún alígero dragón transportaba en un decir
Jesús al andante; enanos, jayanes, moros y magos, endriagos y vestiglos, sabios con barbas
que les besaban los pies, y princesas encantadas con pelo que les cubría el cuerpo todo;
castillos, simas, opulentos camarines, lagos de pez que encerraban ciudades de oro y
esmeraldas; cuanto brotó la fantasía de Ariosto, cuanto en melodiosas octavas cantó
Torcuato Tasso, lo narraron en prosa castellana, rica, ampulosa, conceptuosa, henchida de
retruécanos y tiquis miquis amatorios, García Ordóñez de Montalvo, Feliciano de Silva,
Toribio Fernández, Pelayo de Ribera, Luis Hurtado y otros mil noveladores de la falange
cuya lectura secó el cerebro de Don Quijote y cuyo estilo parecía de perlas al buen hidalgo.
«¡Oh, que quiero -dice una heroína andantesca, la reina Sidonia- dar fin a mis razones por
la sinrazón que hago de quejarme de aquel que no la guarda en sus leyes!»
Apresúrate, llega ya, manco glorioso, que haces gran falta en el siglo: ase la péñola y
descabézame luego al punto ese ejército de gigantes, que al tocarles tú se volverán
inofensivos cueros de vino tinto: hendiráslos de una sola cuchillada, y perdiendo su savia
embriagadora, se quedarán aplastados y hueros. ¡Ven, Miguel de Cervantes Saavedra, a
concluir con una ralea de escritores disparatados, a abatir un ideal quimérico, a entronizar la
realidad, a concebir la mejor novela del mundo!
Notemos aquí un pormenor muy importante. Si bien la novela caballeresca prendió, arraigó
y fructificó tan lozana y copiosamente en nuestro suelo, ello es que nos vino de fuera.
Amadís, en su origen, es una leyenda del ciclo bretón, importada a España por algún
fugitivo trovador provenzal. Tirante el blanco, otro libro primitivo andantesco, fue
trasladado del inglés al portugués y al lemosín. Las aventuras de los andantes caballeros
ocurren en Bretaña, en Gales, en Francia. Aunque diestramente adaptadas sus historias a
nuestra habla, y leídas con deleite y hasta con entusiasta furor no pierden jamás un dejo
extranjerizo que repugna al paladar nacional. Venga un Cervantes; que escriba en forma de
novela una historia llena de verdad y de ingenio, protesta del ingenio patrio contra el falso
idealismo y los enrevesados discursos que nos pronuncian héroes nacidos en otros países, y
al punto se hará popular su obra, y la celebrarán las damas, y la reirán los pajes, y se leerá
en los salones y en las antesalas, y sepultará en el olvido las soñadas aventuras
caballerescas: olvido tan rápido y total como ruidosa era su fama y aplauso.
De andar en manos de todo el mundo, pasaron los libros de caballerías a ser objeto de
curiosidad. Sus autores eran contemporáneos de Herrera, Mendoza y los Luises. ¿Quién se
acuerda hoy de aquellos fecundos novelistas, tan caros a su época? ¿Quién sabe, a no
buscarlo exprofeso en un manual de literatura, el nombre del ingenio que compuso, v. gr.
Don Cirongilio de Tracia?
No me es posible persuadirme -digan lo que quieran los trascendentalistas- a que Cervantes,
cuando escribió el Quijote, no quiso realmente atacar los libros de caballerías, y matar en
ellos una literatura exótica que robaba a la castiza todo el favor del público. Y lo creo así,
en primer lugar, porque si la literatura caballeresca no hubiese alcanzado desarrollo y
preponderancia alarmante, Cervantes, al combatirla, procedería como su héroe, tomando los
carneros por ejércitos, y batiéndose con los molinos de viento; y en segundo, porque
juzgando analógicamente, comprendo bien que si un realista contemporáneo poseyese el
talento asombroso de Cervantes, lo emplease en escribir algo contra el género idealista,
sentimental y empalagoso que aún goza hoy del favor del vulgo, como los libros de
caballerías, en tiempos de Cervantes. Por lo demás, claro que el Quijote no es mera sátira
literaria. ¡Qué ha de ser, si es lo más grande y hermoso que se ha escrito en el género
novelesco!
El principal mérito literario de Cervantes -dejando aparte el valor intrínseco del Quijote
como obra de arte- consiste en haber reanudado la tradición nacional, haciendo que al
concepto del Amadís forastero y tan quimérico como Artús y Roldán reemplace un tipo real
como nuestro héroe castellano el Cid Rodrigo Díaz, que con mostrarse siempre valeroso y
honrado, y noble y comedido, y cristiano, lo mismo que el solitario de la Peña Pobre, es
además un ser de carne y hueso y manifiesta afectos, pasiones y hasta pequeñeces humanas,
ni más ni menos que Don Quijote; con ellos me entierren y no con la dilatada estirpe de los
Amadises.
No inventó Cervantes la novela realista española porque ésta ya existía y la representaba La
Celestina, obra maestra, más novelesca todavía que dramática, si bien escrita en diálogo.
Ningún hombre, aunque atesore el genio y la inspiración de Cervantes, inventa un género
de buenas a primeras: lo que hace es deducirlo de los antecedentes literarios. Mas no
importa: el Quijote y el Amadís dividen en dos hemisferios nuestra literatura novelesca. Al
hemisferio del Amadís se pueden relegar todas las obras en que reina la imaginación, y al
del Quijote aquellas en que predomina el carácter realista, patente en los monumentos más
antiguos de las letras hispanas. En el primero caben, pues, los innumerables libros de
caballería, las novelas pastoriles y alegóricas, sin excluir la misma Galatea y el Persiles, de
Cervantes; en el segundo las novelas ejemplares y picarescas: el Lazarillo, el Gran Tacaño,
Marcos de Obregón, Guzmán de Alfarache; los cuadros llenos de luz y color de la Gitanilla,
el humorístico Coloquio de los Perros, el Diablo Cojuelo, de Guevara; el cuento
donosísimo de los Tres Maridos Burlados, y... ¿a qué citar? ¿Cuándo acabaríamos de
nombrar y encarecer tantas obras maestras de gracia, observación, donosura, ingenio,
desenfado, vida, estilo y sentenciosa profundidad moral? Mientras el territorio idealista se
pierde, se hunde cada vez más en las nieblas del olvido el realista, embellecido por el
tiempo -como sucede a los lienzos de Velázquez y Murillo- basta para hacer que el pasado
de nuestra literatura recreativa sea sin par en el orbe.
Esta brevísima excursión por el campo de la novela desde su nacimiento hasta la aurora de
los tiempos modernos, en los cuales tanto se enriqueció y tantas metamorfosis sufrió, nos
enseña cuán mudable es el gusto y cómo las épocas forman la literatura a su imagen. ¡Qué
diferencia, por ejemplo, entre tres obras recreativas: Dafnis y Cloe, Amadís de Gaula y el
Gran Tacaño! Me represento a Dafnis y Cloe como un bajo-relieve pagano cincelado, no en
puro mármol, sino en alabastro finísimo. Sobre el fondo de una rústica cueva, donde se alza
el ara de las ninfas rodeada de flores, retozan el zagal y la zagala adolescentes, y a su lado
brinca una cabra y yace caído el zurrón, el cayado, los odres llenos de leche fresca; el
diseño es elegante, sin vigor ni severidad, pero no sin cierta gracia y refinada molicie que
blandamente recrean la vista. Amadís es un tapiz cuyas figuras se prolongan, más altas del
tamaño natural; el paladín, armado de punta en blanco, se despide de la dama cuyos pies
encubre el largo brial y cuyas delicadas manos sostienen una flor; entre los colores
apagados de la tapicería, resplandecen aquí y allí lizos de oro y plata; en el fondo hay una
ciudad de edificios cuadrangulares, simétricos, como las pintan en los códices. Y por
último, el Gran Tacaño es a manera de pintura, de la mejor época de la escuela española;
Velázquez sin duda fue quien destacó del lienzo la figura pergaminosa y enjuta del Dómine
Cabra; sólo Velázquez podría dar semejante claro-obscuro a la sotana vieja, al rostro
amarillento, al mueblaje exiguo del avaro. ¡Qué luz! ¡Qué sombras! ¡Qué violentos
contrastes! ¡Qué pincel valiente, franco, natural y cómico a un tiempo! Dafnis y Cloe y
Amadís no tienen más vida que la del arte; el Gran Tacaño vive en el arte y en la realidad.
- VII Prosigue la genealogía
En achaque de novelas hemos madrugado bastante más que los franceses. Hartos estábamos
ya de producir historias caballerescas, y florecía en nuestro Parnaso el género picaresco y
pastoril, mientras ellos no poseían un mal libro de entretenimiento en prosa, si se exceptúan
algunas nouvelles.
Sin embargo, cuando en sus tratados de literatura llegan nuestros vecinos al siglo XVI, no
se olvidan jamás de decir que también tuvieron por entonces su Cervantes. Veamos quién
fue el tal.
Poseído de la embriaguez de letras humanas que caracterizó al Renacimiento, cierto fraile
franciscano, hijo de un ventero turenés, se dio a estudiar el griego, descuidando totalmente
los deberes de su regla. Día y noche vivía encerrado en la celda con un compañero, y en vez
de maitines, ambos recitaban trozos de Luciano o de Aristófanes. Sorprendidos por el Padre
Superior, fuéles impuesta penitencia; y cuéntase -aunque los historiadores no lo dan por
cosa averiguada- que desde aquel punto y hora el fraile humanista revolvió el convento con
mil travesuras diabólicas, nada decorosas ni limpias, hasta que por fin logró escaparse y
abandonar el claustro, yéndose mundo adelante a campar por su respeto. Sucesivamente fue
monje benedictino, médico, astrónomo, bibliotecario, secretario de embajada, novelista, y
al cabo cura párroco; estudió y practicó todas las ciencias y todos los idiomas; disecó por
primera vez en Francia un cadáver; satirizó a los religiosos, a la magistratura, a la
Universidad, a los protestantes, a los reyes, a los pontífices, a Roma; y todo sin sufrir
graves persecuciones, y muriendo en paz, gracias a lo mucho que lo protegía el Papa
Clemente VII, al paso que Calvino le hubiera tostado de bonísima gana, y el poeta Ronsard
escribía su epitafio encargando al pasajero que derramase sobre la fosa del fraile
exclaustrado sesos, jamones y vino, que le serían más gratos que las frescas azucenas.
Ahora bien: este hombre singular, habiendo publicado obras científicas y visto que nadie
las compraba, concibió la idea de inculcar al pueblo los mismos conocimientos; pero en tal
forma, que le divirtiesen y los tragase sin sentir, para lo cual compuso una sátira
desmesurada, extravagante y bufa, un colosal sainetón, del que «despachó más ejemplares
en dos meses que Biblias se vendían en nueve años». Y la ponderación no es corta, porque
en aquellos tiempos de protestantismo militante se leía harto la Biblia. El autor compara la
burlesca epopeya de Gargantúa y Pantagruel a un hueso que hay que roer para descubrir la
substanciosa medula; el hueso es verdad que tiene tuétano suculento, pero también grasa,
sangre y piltrafas, que es preciso apartar. Es de los libros más raros y heterogéneos que se
conocen: aquí una máxima profunda, allí una grosería indecente; después de un admirable
sistema de educación, una aventura estrambótica. Para hacerse cargo de la índole de la
fábula, baste decir que cada vez que mama el héroe, el gigante Pantagruel, se chupa la leche
de cuatro mil seiscientas vacas.
Poner en parangón a Rabelais con Cervantes, es lo mismo que comparar a Luciano de
Samosata con Homero. Indudablemente Rabelais era un sabio, y Cervantes no: he de
decirlo aunque me excomulgue algún cervantista. Pero a Rabelais, como a su siglo, la
erudición no lo salvó enteramente de la barbarie. Rabelais legó a su patria una obra
deforme, y Cervantes una creación acabada y sublime en su género. Nosotros podemos
encomiar el habla de Cervantes, y los franceses no propondrán nunca por modelo el
lenguaje de Rabelais, a pesar de su riqueza, variedad y carácter pintoresco.
Ni formó Rabelais, como el autor del Quijote, escuela de novelistas, ni Gargantúa y
Pantagruel son, en rigor, novelas. Más imitadores tuvo en lo sucesivo una mujer, la Reina
Margarita de Navarra. En aquel siglo donde nadie era mojigato sino los protestantes, la
erudita Princesa, viajando en litera y mojando la pluma en el tintero que su camarista
sostenía en el regazo, borroneó el Heptamerón, serie de cuentos alegres al estilo de los de
micer Boccaccio. En este género del cuento breve o nouvelle fue fecundísima Francia; ya
desde el siglo XV se conocía una gran colección, las Cien Novelas Nuevas. Solían tales
historietas narrarse primero de viva voz, imprimiéndose después si agradaban: superiores al
cuento popular, eran inferiores a la novela propiamente dicha. Nosotros carecemos de
nouvelles. la novela ejemplar, aunque corta, tiene más alcance que la nouvelle francesa.
Los extremos se tocan: Francia, que descolló en semejantes cuentos ligeros, produjo
también los novelones monumentales en varios tomos, que abundaron en el siglo XVII. Era
moda, a la sazón, imitar a España; nuestra preponderancia política había impuesto a Europa
los trajes, costumbres y literatura castellana. Dícese que Antonio Pérez, famoso valido de
Felipe II, fue quien trasplantó a la corte de Francia, donde vivía refugiado, nuestro
culteranismo; al par el caballero Marini, aquella peste de las letras italianas, gran corruptor
del gusto en su tierra, cruzó los Alpes para inficionar a París. Formóse la sociedad del
palacio de Rambouillet, donde se conversaba apretando el ingenio, quintesenciando el
estilo, discreteando a porfía, y llovían madrigales, acrósticos y todo género de rimas
galantes. A ejemplo del palacio memorable en los anales de la literatura francesa, se
crearon otros círculos presididos por las preciosas (que entonces aún no eran ridículas), en
los cuales también se alambicaba el lenguaje y los afectos: fruto y espejo de estas
asambleas sui generis fueron las novelas interminables de La Calprénede, de Gomberville y
de la señorita de Scudéry. Los héroes de ellas, aunque llevaban nombres griegos, turcos y
romanos, hablaban y sentían como franceses contemporáneos de las preciosas; Bruto
escribía billeticos perfumados a Lucrecia, y Horacio Cocles, prendado de Clelia, contaba al
eco sus amorosas cuitas. En Clelia levantó la señorita Scudéry el famoso mapa del país de
Terneza, al través del cual serpea el río de la Afición, se extiende el lago de la Indiferencia
y descuellan los distritos del Abandono y la Perfidia. Considerando que tales novelas solían
constar de ocho o diez volúmenes de a ochocientas páginas, resulta que era preferible
engolfarse en los libros de caballerías, aun a riesgo de secarse la mollera como el Ingenioso
Hidalgo.
Es verdad que no todas las ficciones novelescas del siglo XVII parecen hoy tan soporíferas:
las de Madama de Lafayette se sufren mejor; la Astrea de Urfé es linda pastoral; la Novela
cómica, de Scarron, imitada del español, ofrece colorido y animados lances. Nosotros
abandonábamos el riquísimo venero abierto por Cervantes, y entretanto los franceses muy a
su sabor lo explotaban, sacando de él oro puro. Lesage, quizá el primer novelista de Francia
en el siglo XVIII, se labró un manto regio zurciendo retazos de la capa de Espinel, Guevara
y Mateo Alemán. Bien quisimos disputar a Francia el Gil Blas, en cuyo rostro y talle
leíamos su origen castellano; pero ¿quién nos tiene la culpa de ser tan descuidados y
pródigos? Inútilmente alegamos que Gil Blas debió nacer del lado acá del Pirineo: los
franceses nos responden que lo que hay de español en G il Blas es lo exterior, la vestidura:
el carácter del protagonista, versátil y mediocre, es esencialmente galo. Y en eso, vive Dios
que llevan razón. Nuestros héroes son más héroes, nuestros pícaros más pícaros que Gil
Blas.
El abate Prévost, novelador incansable que compuso sobre doscientos volúmenes,
olvidados hoy, casualmente acertó a escribir uno por el cual figura al lado de Lesage.
Manon Lescaut no es más ni menos que la historia sucinta de dos perdidos, uno varón y
otro hembra. El héroe, el caballero Desgrieux, un solemne fullero; la heroína, Manon, una
cortesana de baja estofa. Y está lo original y pasmoso del libro en que, con tales
antecedentes, Manon y Desgrieux cautivan, interesan, hasta arrancar lágrimas. No es que se
verifique en los dos personajes alguna de aquellas maravillosas conversiones, o redenciones
por el amor, que fingen los escritores contemporáneos, desde Dumas en La Dama de las
Camelias hasta Farina en Capelli Biondi: nada de eso. La cortesana muere impenitente. ¿A
qué debe, pues, su atractivo singular la historia de Manon? Su autor nos lo revela. «Manon
Lescaut -dice- no es sino pintura y sentimiento, pero pintura verdadera y sentimiento
natural. En cuanto al estilo, habla en él la naturaleza misma». La impresión que causa el
breve libro de Prévost es la que produce un suceso cierto, el análisis de una pasión hecho
por el paciente. Un hombre penetra en la iglesia; arrodíllase al pie de un confesonario, y
refiere su vida sin omitir circunstancia, sin encubrir sus vilezas ni sus culpas, sin velar sus
sentimientos ni atenuar sus malas acciones: ese hombre es gran pecador, pero ha amado
mucho, ha sido arrastrado a pecar por afectos vehementísimos, y el confesor que le escucha
siente deslizarse por sus mejillas una lágrima. Esto acontece al que oye en confesión al
caballero Desgrieux.
¡Cuán lejos está Rousseau de poseer la naturalidad del abate Prévost! Rousseau es idealista
y moralista: predicar, enseñar, reformar el universo, tal es su propósito. Sus novelas
rebosan doctrinas, reflexiones y declamaciones: virtud, sensibilidad, amistad y ternura
andan en ellas como por su casa. El Emilio, en especial, puede considerarse tipo de la
novela docente: el arte, el interés de la ficción, la pintura de las pasiones, todo es allí
secundario: el caso es demostrar cuanto se propuso el autor que el libro demostrase.
Penetrado de las excelencias y ventajas del estado salvaje y primitivo, Rousseau defendió
su tesis hasta el extremo, decía con gracia Voltaire, de infundir ganas de andar a cuatro
pies, y solicitó que la igualdad se aplicase tan sin límites, que se casase el hijo del rey con
la hija del verdugo. ¡Pícara idea y cuántos estragos hizo en la novela andando el tiempo! Lo
noto de paso, y continúo.
Por supuesto que la moral de Rousseau era peregrina: su héroe Saint-Preux, adorando la
virtud, seducía a la doncella que sus padres le fiaban para educarla. No obstante, todo lo
que se diga de la popularidad y éxito de las novelas de Rousseau es poco. Rousseau ejerció
sobre su época el decisivo influjo que alcanzan los escritores si aciertan a erigirse en
moralistas. Las mujeres lo idolatraron; las madres lactaron a sus hijos para obedecerle;
pulularon las Julias y los Emilios; ciertas comarcas del Norte quisieron tomarle por
legislador; la Convención puso en práctica sus teorías, y el torrente de la revolución corrió
por el cauce de sus ideas. No ventilemos aquí si todo esto fue vera gloria: lo evidente es que
no fue gloria literaria. Como novelista, vale más el abate Prévost.
El mérito literario que no puede negarse a Rousseau, es el de introducir melodías nuevas en
el idioma francés, desecado por la pluma corrosiva y aguda de Voltaire. Rousseau supo ver
el paisaje y la naturaleza y describirla en páginas elocuentes y hermosas: Pablo y Virginia
son la segunda parte de la Eloísa; Bernardino de Saint-Pierre aplicó a un tiempo los
procedimientos artísticos y las teorías anti-sociales de su modelo Rousseau, cuando buscó
para teatro de su poema un país virgen, un mundo medio salvaje y desierto, y para héroes
dos seres jóvenes y candorosos, no inficionados por la civilización y que mueren a su
contacto, como la tropical sensitiva languidece al tocarla la mano del hombre.
Mejor que Rousseau narraba Voltaire. Sus cuentos en prosa son la misma sobriedad, la
misma claridad, la misma perfección; no es posible indicar en ellos ni leves errores
gramaticales; allí resalta el respeto más profundo, la más completa intuición de eso que se
llama genio de un idioma. Pero también se advierte aquella pobreza de fantasía, aquella
carencia de sentimiento, aquella luz sin calor y aquel corazoncillo seco y encogido,
arrugado como nuez añeja, eterna inferioridad del autor de Cándido. Voltaire cuenta; no es
posible que novele. El novelista necesita más simpatía y alma menos estrecha.
Diderot reúne mejores condiciones de novelista. Voltaire sabe literatura, pero Diderot es
artista, artista que pinta con la pluma: en él comienza la serie de los escritores coloristas de
Francia; él emplea antes que nadie frases que copian y reproducen la sensación, por donde
consumados estilistas contemporáneos le reconocen y nombran maestro. Sus teorías
estéticas, nuevas y atrevidas entonces, contenían ya el realismo; en sus novelas late la
realidad: lástima grande que, obedeciendo al gusto de la época, las haya sembrado de
pasajes licenciosos, enteramente innecesarios. No pueden compararse sus aptitudes con las
de ningún escritor de su tiempo; lea el que lo dude El Sobrino de Rameau, tesoro de
originalidad; lea la misma Religiosa, descartando las manchas de inverecundia que la afean
y el alegato contra los votos perpetuos que el acérrimo libertino no supo omitir, y verá un
libro interesantísimo, con delicado interés, sin aventuras ni incidentes extraordinarios, sin
galanes ni amoríos de reja, con sólo el combate interior de un espíritu y el vigoroso estudio
de un carácter. Diderot escribió La Religiosa fingiendo ser las memorias de una doncella
obligada por su familia a entrar monja sin vocación, y que tras de mil luchas se escapa del
claustro, y dirigió el manuscrito al Marqués de Croismare, gran filántropo, como si la
desdichada le pidiese auxilio. El Marqués, engañado por la admirable naturalidad del relato,
se apresuró a mandar dinero y a ofrecer protección a la imaginaria heroína de Diderot.
Con estos novelistas de la Enciclopedia hemos llegado a un punto crítico. La Revolución
comienza, y mientras dure su formidable sacudida nadie escribe novelas, pero todo el
mundo se halla expuesto a vivirlas muy dramáticas.
- VIII Los vencidos
Cuando pasó el Terror, las letras, que habían subido al cadalso con Andrés Chénier,
comenzaron a volver en sí, pálidas aún del susto.
Pigault Lebrun fue el Boccaccio de aquella época azarosa, un Boccaccio tan inferior al
italiano, como la estopa a la batista. Fiéveé narrador agradable, entretuvo al público con
historietas, y Ducray Duminil contó a la juventud patéticos sucesos, novelas donde la virtud
perseguida triunfaba siempre en última instancia. De la pluma de Madama de Genlis brotó
un chorro continuo, igual y monótono de narraciones con tendencia pedagógico-moral; pero
la iluminada y profetisa Madama de Krüdener picó más alto, escribiendo Valeria.
No obstante, la figura principal que domina estas secundarias, entre las cuales tantas son
femeninas, es otra mujer de prodigiosa cultura y excelso entendimiento, filósofa,
historiadora, talento varonil si los hubo: la Baronesa de Staël.
Antes de componer novelas, la hija de Necker se había ensayado con obras serias y
profundas, y su Corina y su Delfina fueron para ella como descanso de graves tareas, o,
mejor dicho, como expansiones líricas, válvulas que abrió para desahogar su corazón, cuya
viveza de sentimientos no desmentía su sexo. Ella misma fue heroína de sus novelas, y
fundó así, rompiendo con la tradición de impersonalidad de los narradores y cuentistas, la
novela idealista introspectiva. Delfina y Corina lograron tal aplauso y ganaron tantos
lectores, que hasta se cree que Napoleón no se desdeñó de criticar, en su cesáreo estilo, y
por medio de un artículo anónimo inserto en el Monitor, las producciones novelescas de su
acérrima adversaria.
Al par que trazaba a la novela los rumbos que tantas veces recorrió después, Madama de
Staël descubría una mina explotada luego por el romanticismo, dando a conocer en su
magnífico libro La Alemania las riquezas de la literatura germánica, romántica ya, y que de
tal modo vino a influir en la de los países latinos.
Es de notar que los enciclopedistas, y Voltaire más que ninguno, mientras preparaban la
revolución política atacando desaforadamente el antiguo régimen y minándolo por todos
lados, se habían mostrado en literatura conservadores y pacatos hasta dejarlo de sobra,
respetando supersticiosamente las reglas clásicas; y como si el clasicismo en sus
postrimerías quisiese revestirse de nueva juventud y forma encantadora, encarnó en Andrés
Chénier, el poeta más griego y más clásico que tuvo nunca Francia, al par que el primer
lírico del siglo XVIII. De modo que aun cuando Diderot reclamó la verdad en la escena y
en la novela, y Rousseau hizo florecer en su prosa el lirismo romántico, las letras
permanecieron estacionarias y clásicas durante la revolución y primeros años del imperio,
hasta que vinieron Madama de Staël y Chateaubriand.
Siendo jovencita, Madama de Staël leía asiduamente a Rousseau; el joven emigrado bretón
que comparte con ella la soberanía de aquel período, era también discípulo del ginebrino, y
discípulo más adicto, porque mientras Madama de Staël se mostró asaz indiferente a la
naturaleza, musa del autor de las Confesiones, Chateaubriand se lanzaba a América por
anhelo de conocer y cantar un paisaje virgen, y describir con mas poesía que su maestro las
magnificencias de bosques, ríos y montañas. Por este mismo propósito, donde el poeta tenía
más parte que el novelista, resultó que las novelas de Chateaubriand fueron poemas mejor
que otra cosa. Al menos Corina se estudiaba a sí propia y a la sociedad en que vivió; no que
René se idealizaba, subiéndose al pedestal de su enfermizo orgullo, perdiéndose en
nebulosa melancolía, y aislándose así del resto de los humanos. Sus contemporáneos
hicieron de Chateaubriand un semidiós; la generación presente le desdeña con exceso
olvidando sus méritos de artista. René no es inferior a Werther, de Goethe, como análisis de
una noble enfermedad, la insaciable, vaga e inmensa pasión de ánimo de nuestro siglo. El
descrédito cada vez mayor de Chateaubriand no puede achacarse sino a la creciente
exigencia de realidad artística.
En efecto, cuantos quisieron buscar la belleza fuera de los caminos de la verdad, comparten
la suerte del ilustre autor de los Mártires; la indiferencia general arrincona sus obras,
cuando no sus nombres. ¿De qué le sirvió a Lamartine su unción, su dulzura, su instinto de
compositor melodista, su fantasía de poeta, tantas y tantas cualidades eminentes? ¿Lee hoy
alguien sus novelas? ¿Se embelesa nadie con el platónico panteísta Rafael? ¿Llora nadie las
penas y abandono de Graziella? ¿Hay quien pueda llevar en paciencia a Genoveva?
Si las novelas de Víctor Hugo no han perdido tanto como las de Chateaubriand y
Lamartine, consiste quizá en que son más objetivas; en los problemas sociales que plantean
y resuelven, aunque por modo apocalíptico; en el vivo interés romancesco que saben
despertar, y en cierto realismo... ¡perdóneme el gran poeta! de brocha gorda, que a
despecho de la estética idealista del autor, asoma aquí y allí en todas ellas. Y digo de
brocha gorda, porque nadie ignora que a Víctor Hugo le son más fáciles los toques de
efecto que las pinceladas discretas y suaves, por donde su realismo viene a ser un efectismo
poderoso, pero no tan hábil que no se le vea la hilaza. En suma, Víctor Hugo toma de la
verdad aquello que puede herir la imaginación y avasallarla: verbigracia, el soplo por la
nariz con que el presidiario Juan Valjean
apaga la luz en casa de Monseñor Bienvenido. Lo que únicamente tiende a producir
impresión de realidad, Víctor Hugo no sabe o no quiere observarlo. En justo castigo de esta
culpa, sus novelas van estando, si no tan marchitas como las de Chateaubriand y Lamartine,
al menos algo destartaladas. Para que produzcan ilusión, hay que verlas con luz artificial.
Por lo demás, ni Chateaubriand ni Víctor Hugo ni Lamartine hicieron de la novela artículo
de consumo general, fabricado al gusto del consumidor. Esta empresa industrial estaba
guardada para el irrestañable e impertérrito criollo Dumas, abogado de los folletines, a cuya
intercesión se encomiendan aún tantos dañinos escribidores.
¡Peregrina figura literaria la del autor de Monte Cristo! Trabajo le mando a quien se
proponga leer sus obras enteras. Si la inmortalidad de cada autor se midiese por la cantidad
de tomos que diese a la estampa, Alejandro Dumas, padre, sería el primer escritor de
nuestra época. Porque si bien está demostrado que, además de novelista, fue Dumas razón
social de una fábrica de novelas conforme a los últimos adelantos, donde muchas, como el
blanco y carmín de la doña Elvira del soneto, sólo tenían de suyas el haberle costado su
dinero; si es cierto que se patentizó la imposibilidad física de que hubiese escrito cuanto
publicaba, y si cuando pleiteó con los directores de La Prensa y de El Constitucional, éstos
le probaron que, sin perjuicio de otros encargos, se había comprometido a darles a ellos
cada año mayor número de cuartillas de original que puede despachar el escribiente más
ligero; si amén de contraer y cubrir todos estos compromisos está averiguado que viajaba,
que hacía vida social, frecuentaba los bastidores de los teatros y las redacciones de la
prensa, se metía en política y galanteaba, todavía es admirable que haya dado abasto a
escribir la prodigiosa cantidad de libros que sin disputa le pertenecen, y a leer y retocar los
ajenos cuando salían escudados con su nombre.
Por muchos cirineos que le ayudasen a llevar el peso de la producción, Dumas aparece
fecundísimo. Un teatro se fundó sólo para representar sus obras; un periódico para
despachar en folletín sus novelas, pues ya no alcanzaban los editores a imprimirlas aparte».
En tan inmenso océano de narraciones novelescas como nos dejó, sobreabunda el género
pseudo-histórico, especie de resurrección de los libros de caballerías adaptados al gusto
moderno. Alejandro Dumas llamaba a la historia clavo donde colgaba sus lienzos, y otras
veces aseguraba que a la historia era lícito hacerle violencia, siempre que los bastardos
naciesen con vida. Penetrado de tales axiomas, trató a la verdad histórica sin
cumplimientos, como todos sabemos. Es cierto que también Chateaubriand había sustituido
a la erudición sólida y a la crítica severa su fantasía incomparable; pero ¡de cuán distinto
modo! Chateaubriand bordó de oro y perlas la túnica de la historia; Dumas la vistió de
máscara.
En medio de todo, hay dotes sorprendentes en Alejandro Dumas. No es grano de anís
inventar tanto, producir con tan incansable aliento y mecer y arrullar gratamente -siquiera
sea con patrañas inverosímiles- a una generación entera. El don de imaginar, acaso nadie lo
ha tenido en tanta cantidad como Alejandro Dumas, si bien otros lo poseyeron de calidad
mejor y más exquisita: que en esto de imaginación, como en todo, hay género de primera y
de segunda. Y realmente, Alejandro Dumas es el tipo de la literatura secundaria, no del
todo ínfima, pero tampoco comparable a la que forjan grandes escritores con los cuales no
puede medirse el autor de Los Tres Mosqueteros.
Literariamente, Dumas es mediocre. De ahí proviene su éxito y popularidad. Dumas subió a
la altura exacta de la mayor parte de las inteligencias. Si su forma fuese más selecta y
elegante, o su personalidad más caracterizada, o sus ideas más originales, ya no estaría al
alcance de todo el mundo. Su novela es, pues, la novela por antonomasia; la novela que lee
cada quisque cuando se aburre y no sabe cómo matar el tiempo; la novela de las
suscripciones; la novela que se presta como un paraguas; la novela que un taller entero de
modistas lee por turno; la novela que tiene los cantos grasientos y las hojas sobadas; la
novela mal impresa, coleccionada de folletines, con láminas melodramáticas y cursis; y la
novela, en suma, más antiliteraria en el fondo, donde el arte importa un bledo y lo que
interesa es únicamente saber en qué parará y cómo se las compondrá el autor para salvar a
tal personaje o matar a cuál otro.
Hoy, al ver la enorme biblioteca dumasiana, no sabe uno qué admirar más, si su tamaño o
su poca consistencia. El abate Prévost, de sus doscientos volúmenes, logró salvar uno que
le inmortaliza: diez o doce años después del fallecimiento de Dumas, dudamos si alguna de
sus obras pasará a las futuras edades.
Bien arrumbado se va quedando asimismo el rival de Dumas, el poco menos fecundo e
inventivo Eugenio Sue. En éste había la cuerda socialista, populachera y humanitaria, que
tocada diestramente, gana triunfos tan brillantes como efímeros. Sin embargo, Sue tuvo
más de artista que Dumas; dio mayor relieve a sus creaciones. Su fantasía rica e intensa,
evocaba con fuerza superior. Pero si en alguien alcanzó esta facultad aquel grado de
pujanza que todo lo poetiza y transforma, y sin reemplazar a la verdad, compensa su falta,
fue en Jorge Sand.
Jorge Sand es el escultor inspirado de la novela idealista; Alejandro Dumas, y Sue mismo, a
su lado, no pasan de alfareros. Gran productor como sus rivales, recibió del cielo, por
añadidura, dones literarios, merced a los cuales fue el único competidor digno de Balzac,
como Madama de Staël lo había sido de Chateaubriand. Su ingenio era de aquellos que
hacen escuela y marcan huella resplandeciente y profunda. En el día podemos juzgar con
serenidad al ilustre andrógino, porque aun cuando somos casi coetáneos suyos, no hemos
alcanzado el período militante de sus obras. Nuestros padres conocieron a Jorge Sand en la
época de sus aventuras y vida bohemia, y se escandalizaron con la propaganda anticonyugal
y antisocial de sus primeros libros. Hoy, en el vasto conjunto de los escritos de Jorge Sand,
esos libros, forma primaria de su talento dúctil y variable, son un pormenor, digno sí de
tomarse en cuenta, pero que no empece al mérito de los restantes: tanto más, cuanto que el
gusto ha cambiado, y actualmente se cree que la obra mejor de la autora de Mauprat son sus
novelas campestres, Geórgicas modernas, dignas de compararse con las del poeta
mantuano. ¿Qué importan las teorías filosóficas tan extravagantes como inconsistentes de
Jorge Sand? Latouche dijo de ella descortésmente que era un eco que reforzaba la voz, y a
fe que no se engañó en lo que respecta a pensamiento, porque Jorge Sand dogmatizaba
siempre por cuenta ajena. Pero el escritor insigne no le debe nada a nadie. Hoy sus
filosofías son tan peligrosas para la sociedad y la familia como una linterna mágica o un
kaleidoscopio. Valentina, Lelia, Indiana, no nos persuaden a cosa alguna; su propósito
docente o disolvente resulta inofensivo. Lo que permanece inalterable es el nítido y
majestuoso estilo, la fantasía lozana del autor.
En toda la literatura idealista que revisamos impera la imaginación, de más o menos
quilates, más o menos selecta; pero siempre como facultad soberana. Podemos decir que
ella es la característica del periodo literario que empieza con el siglo y dura hasta su mitad.
También indudable aparece la decadencia del género. No hablemos de Alejandro Dumas y
Eugenio Sue: consideremos sólo a Jorge Sand, que vale más que ellos. Lo que sucede con
Jorge Sand es prueba palmaria de que la literatura de imaginación es ya cadáver. La célebre
novelista, de edad muy avanzada, falleció hace pocos años, como si dijéramos ayer, en
1876, en su tranquilo retiro de Nohant, y hasta los últimos días de su existencia escribió y
publicó novelas, donde no se advertía inferioridad o descenso en la composición ni en el
estilo, antes descollaba como siempre la maestría propia del gran prosista. Pues esas
novelas, insertas en la Revista de Ambos Mundos, pasaban inadvertidas; nadie reparaba en
ellas; para la generación actual, Jorge Sand había muerto mucho antes de bajar al sepulcro.
¿Y por qué? Tan sólo porque estaba fuera del movimiento literario actual; porque cultivaba
la literatura de imaginación, que tuvo su época y hoy no cabe. No es que la gente dejase de
pronunciar con admiración el nombre de Jorge Sand; es que consideraba sus escritos como
se consideran los de un clásico, de un autor que fue hijo de otras edades y no vive en la
presente.
- IX Los vencedores
Conocidos ya los padres de la Iglesia idealista, ahora nos toca trabar amistad con los jefes
de la escuela contraria.
Diderot es su patriarca; él comunicó antes que nadie a la empobrecida lengua del siglo
XVIII colorido y vibración; él abogó, como sabemos, por la verdad en el arte. Descendiente
en línea recta de Diderot, fue Enrique María Beyle, Stendhal.
Antes de escribir novelas, Stendhal manejó la crítica y narró sus impresiones de viaje: pero
en ningún género de los diversos que cultivó aspiraba a la gloria de las letras. No hay cosa
menos parecida a un escritor de oficio que Stendhal: hombre de activa existencia, de varia
fortuna, pintor, militar, empleado, comerciante, auditor del Consejo de Estado, diplomático,
quizá debió a su misma diversidad de profesiones la acuidad de observación y el
conocimiento de la vida que distingue a los viajeros literarios, como Cervantes y Lesage,
investigadores curiosos que prefieren a los polvorientos libros de las bibliotecas la gran
biblia de la sociedad. Stendhal emborronó papel sin premeditación; no usó de pseudónimos
por coquetería, sino por mejor ocultarse; no se creyó llamado a regenerar cosa alguna, ni a
transformar el siglo con sus escritos; trabajó como aficionado, y cierto día se quedó
estupefacto viendo un artículo encomiástico que Balzac le dedicaba. «He repasado el
artículo -son sus propias palabras- pereciéndome de risa. A cada elogio subido de punto,
pensé en el gesto que pondrían mis amigos si tal leyesen». Sencillo en la forma, aunque
muy refinado y sutil en el fondo, empleaba el sobrio lenguaje de los enciclopedistas, con
mayor descuido e incorrección de la que ellos se permitieron; y aunque tocado de
romanticismo en sus primeros años, jamás admitió las galas y adornos de la prosa
romántica; antes para manifestar su desdén por el estilo florido, afirmaba que al sentarse al
escritorio tenía muy buen cuidado de echarse al coleto una página del Código.
Por culpa de esta originalidad misma, Stendhal consiguió en vida pocos lectores y menos
partidarios: el fulgor de las estrellas románticas llenaba entonces el firmamento. Hasta dos
lustros después de la muerte de Stendhal, ocurrida en 1842, no empezaron a llamar la
atención sus obras, que no llegan a docena y media, fundándose en sólo dos novelas su
fama de escritor realista. La Cartuja de Parma describe una corte pequeña, un ducado
italiano, donde se tejen maquiavélicas intrigas y el amor y la ambición hacen diabluras:
tempestad en el lago de Como. Rojo y Negro estudia aquella primera época de la
Restauración francesa, en que sucedió al poder militar de Napoleón -ídolo de Stendhal- la
influencia religioso-aristocrática. Acerca del mérito de estos dos libros se han pronunciado
juicios muy diversos. Sainte-Beuve, declarando que no son novelas vulgares y que sugieren
ideas y abren caminos, las califica sin embargo de detestables, fallo harto radical para un
crítico tan ecléctico. Taine las admira hasta el punto de llamar a Stendhal gran ideólogo y
primer psicólogo de su siglo. Balzac se declara incapaz de escribir cosa tan bella como La
Cartuja de Parma. A Caro le irritan de tal suerte ésta y las demás obras de Stendhal, que
llega a injuriar al autor; y Zola, reconociendo en él al sucesor de Diderot y poniéndolo en
las nubes, niega la completa realidad de sus personajes, que no son, en concepto de Zola,
hombres de carne y hueso, sino complicados mecanismoscerebrales, que funcionan aparte,
independientes de los demás órganos.
Hay algo de verdad en tan opuestos pareceres. Si se atiende al procedimiento artístico,
Sainte- Beuve está en lo cierto. Las novelas de Stendhal no carecen de ninguna
imperfección. Escritas con poca gramática -como demostró Clemencín que está el Quijote-,
su estilo es no sólo descarnado, sino escabroso. Fáltales unidad, coherencia, interés
sostenido gradualmente; en suma, las cualidades que suelen elogiarse en una obra literaria.
De La Cartuja de Parma podrían suprimirse las dos terceras partes de los personajes y la
mitad de los acontecimientos sin grave inconveniente: en Rojo y Negro sería muy oportuno
que la novela concluyese en el primer tomo: también podría acabar a la mitad del segundo.
Respecto a elegancia, proporción y destreza en componer, está muy por cima de Stendhal
su discípulo Merimée.
Zola tampoco yerra cuando asegura que los héroes de Stendhal raciocinan demasiado. Sí; a
veces sobra allí raciocinio. El protagonista de Rojo y Negro, Julián Sorel, al regresar de un
desafío, donde le han metido una bala en un brazo, viene raciocinando muy reposadamente
acerca del trato de las gentes de alto coturno, de si su conversación es amena o enfadosa, y
otras menudencias por el estilo: y no lo hace en voz alta ni con ánimo de mostrarse sereno,
que entonces sería natural, sino para su capote. Otro cualquiera pensaría en la herida, por
poco que le doliese. Sin embargo Zola, al reconocer estos lunares, conviene con Taine,
declarando que Stendhal es profundo psicólogo. Lo que le falta por confesar al jefe del
naturalismo francés es que el valor de los aciertos de Stendhal consiste precisamente en el
terreno sobre que recaen. Stendhal analiza y diseca el alma humana, y aunque a Zola no le
cuadre, el que acierta en ese género de estudio se coloca muy alto. Es como el disector que
trabaja en las partes más delicadas e íntimas del organismo, necesarias para la vida; o como
el cirujano que opera sobre tejidos recónditos, llenos de venas, arterias y nervios.
Copista de la naturaleza exterior, a cuyo influjo atribuye las determinaciones del albedrío,
Zola pospone sistemáticamente ese orden de verdades que no están a flor de realidad, sino
incrustadas, digámoslo así, en las entrañas de lo real, y por lo mismo sólo pueden ser
descubiertas por ojos perspicaces y escalpelos finísimos. No es que Zola no sea psicólogo;
pero lo es a lo Condillac, negando la espontaneidad psíquica: por eso el método interiorista
de Stendhal no acaba de satisfacerle. Y es el caso que Stendhal no tiene otros títulos a la
gloria que ya va dorando su sepulcro, sino esa lucidez de psicólogo realista que nos
presenta un alma desnuda, cautivándonos con el espectáculo de la rica y variada vida
espiritual, espectáculo tanto o más interesante, diga Zola lo que quiera, que el de los
mercados en el Vientre de París... y cuenta que este vasto bodegón de Zola es admirable. En
resumen, Stendhal borra sus muchos e innegables defectos con el subido valor filosófico de
sus bellezas, viniendo a ser sus obras como joya de ricos diamantes engarzados y montados
sin esmero alguno.
Extraños azares los de la gloria literaria. Stendhal, con el corto patrimonio de dos novelas,
logra hoy ver unido su nombre, en concepto de iniciador del arte realista y naturalista, al de
Balzac, que fue un titán, un cíclope, forjador incansable de libros. Y cuenta que si Stendhal
era indiferente a la celebridad, Balzac aspiraba a ella con todas las fuerzas de su alma. La
obtuvo particularmente fuera de su país, en Italia, en Suecia, en Rusia; mas no tanta que no
compitiesen ventajosamente con él adversarios como Dumas y Sue, disputándole la honra y
el provecho». Mientras Dumas podía derrochar en locuras caudales ganados con su péñola
de novelista, Balzac luchaba cuerpo a cuerpo con la miseria, sin obtener jamás un mediano
estado de fortuna. Para mayor dolor, la crítica le atacaba encarnizadamente.
No encierra la vida de Balzac aventuras novelescas; su historia se reduce a trabajar y más
trabajar para satisfacer a sus acreedores y crearse una renta desahogada; escribió sin
descanso, sin término, pasando las noches de claro en claro, produciendo a veces una
novela en diez horas, y todo en balde, sin lograr verse libre de sus urgentes y angustiosas
obligaciones ni disponer de un ochavo. Dicen con razón cuantos hoy escriben acerca de
Balzac, que en ese modo de vivir suyo se contiene la explicación y clave de sus obras.
Propúsose Balzac realizar completo y enciclopédico estudio de las costumbres y sociedad
moderna mirada por todos sus aspectos; y declarándose doctor en ciencias sociales, quiso
crear la Comedia Humana, resumen típico de nuestra edad, como el poema de Dante lo fue
de la Edad Media. Cada novela, un canto. En tan vasta epopeya, todas las clases tuvieron
representación y todas las modificaciones políticas su pintura adecuada. Balzac retrató de
cuerpo entero al imperio, a la restauración, a la monarquía de Julio; copió del natural, con
fidelidad admirable, las fisonomías de la nobleza legitimista, chapada a la antigua, desde
los heroicos chuanes del Este hasta los jactanciosos hidalgüelos del Mediodía; las de la
mesocracia orleanista; las de los soldados del imperio, del clero, de los paisanos; de los
diferentes tipos de la bohemia literaria, de los periodistas, y, para decirlo de una vez, lo
copió todo, conforme a su gigantesco plan, con atlético vigor y esfuerzo hercúleo. Zola, que
sabe hablar de Balzac elocuentemente, compara la Comedia Humana a un monumento
construido con materiales distintos: aquí mármol y alabastro, allí ladrillo, yeso y arena, todo
entreverado y confundido por la mano presurosa de un albañil que a trechos era insigne
artista. El edificio, combatido de la intemperie, a partes se desmorona, viniéndose al suelo
los materiales viles, mientras las columnatas de granito y jaspe se sostienen erguidas y
hermosas. No cabe comparación más exacta.
De todo hay en el colosal monumento erigido por Balzac; hasta las mismas columnatas de
mármol que Zola admira, con ser de preciosa traza y calidad inestimable, están levantadas
aprisa, por brazos febriles. ¿Cómo no? Atendido el modo de componer de Balzac, así tuvo
que suceder. Cuando se encerraba en su habitación con una resma de papel delante, sabía
que dentro de quince días, de una semana, o quizá menos, le reclamaría el editor la resma
manuscrita, y el acreedor se presentaría a recoger el precio quitándoselo de las manos.
Considérese el estado moral de Balzac al escribir, y compárese, por ejemplo, al de su
sucesor Flaubert, que para componer una novela en un tomo consultaba quinientos, hacía
seis de extractos, y tardaba ocho años a veces. Balzac hilvanó en veinte días César Baratte,
una de sus mejores obras, un pórtico de mármol. Sus cuartillas, ininteligibles, losanjeadas
de borrones, cruzadas, tachadas, caóticas, las traducían a duras penas en la imprenta. ¡Y
Flaubert copiaba diez o doce veces una página para perfeccionarla! De juro Balzac no se
tomó nunca la molestia de copiar; mandaba el original a las prensas, y en pruebas corregía,
variaba párrafos enteros. No le era lícito pararse en menudencias.
¡Qué mucho que sus creaciones sean desiguales! Aunque descontemos aquellas obras de la
juventud que más parecen de la senectud, y en las cuales se muestra tan inferior, en la
misma Comedia Humana se hallan libros de valor tan diverso como Eugenia Grandet y
Ferragus, La Prima Bette y los Esplendores y Miserias de las Cortesanas. No sólo es
patente la diferencia entre novela y novela, sino entre las partes de una misma. De tantas
obras magistrales, apenas hay una perfecta, que pueda proponerse como modelo digno de
imitación; y, sin embargo, en casi todas se contienen bellezas extraordinarias.
Así como no era posible que, dada su especial manera de crear, se consagrase Balzac a
purificar y dirigir su copiosa vena y a procurar la perfección, tampoco lo era que procediese
como los realistas contemporáneos, tomando todos y cada uno de los elementos de sus
obras de la observación de la realidad. No le hubiera alcanzado para eso sólo entera la vida.
Dijo acertadamente de él Philarete Chasles que, más que observador, era vidente. Trabajaba
al vuelo sirviéndose de la verdad adivinada y deducida, combinándola en sus escritos a la
mayor dosis posible, pero no empleándola pura. Si la inspiración traía de la mano a la
verdad, mejor que mejor; si no, no era cosa de suspender el comenzado trabajo, ni de
renunciar al socorro de la fantasía para entretenerse en verificar datos. En Balzac, sobre la
observación está la inspiración de lo real. Su espíritu concentraba en un foco rayos de luz
dispersos, sin tomarse el trabajo de contarlos ni de averiguar su procedencia. La intuición
desempeña en sus obras papel importantísimo. ¿Dónde había cursado Balzac ciencias
sociales? ¿Dónde ganó el birrete de doctor? ¿Cuándo aprendió fisiología, medicina,
química, jurisprudencia, historia, heráldica, teología, todas las cosas que supo como
cabalmente debe saberlas un artista, sin erudición ni errores? Se ignora.
Si a veces la imaginación le arrastra y dibuja perfiles inverosímiles, en cambio cuando
encuentra el cabo de la realidad, que es casi siempre, tira de él y no para hasta devanar toda
la madeja. La mayor parte de sus caracteres son prodigios de verdad. Lo que queda impreso
en la mente, después de leer a Balzac, no es el asunto de esta novela, ni el dramático
desenlace de la otra sino -don harto más precioso- la figura, el andar, la voz y el modo de
proceder de un personaje que vemos y recordamos como si fuese persona viva y la
conociésemos y tratásemos.
Suelen censurar el estilo de Balzac sus jueces. Sainte-Beuve lo califica de «enervado,
veteado, rosado, asiático, más descoyuntado y muelle que el cuerpo de un mimo antiguo».
Si es cierto que le falta la sobriedad y la armonía, que en Balzac no cupo nunca, en cambio
el estilo del autor de Eugenia Grandet posee lo que no se aprende ni se imita: la vida: Sus
frases alientan, su colorido brillante y fastuoso las hace semejantes a rico esmalte oriental.
Defectos, tiene todos los que faltan a Beyle: lirismo, hinchazón, hojarasca; pero ¡cuántos
primores, cuántos lienzos de Tiziano y de Van Dick, qué interiores, qué retratos de mujer,
qué paños y carnes tan jugosamente empastados! Walter Scott, al cual Balzac admiraba y
respetaba con extremo ha sido más difuso sin ser tan feliz.
-XFlaubert
Flaubert se diferencia de Balzac como un hombre de un gigante. El autor de la Comedia
Humana hizo épica la realidad; el autor de Madama Bovary nos la presenta cómicodramática. Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por
consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma,
aumentaban sus proporciones; Flaubert, en cambio, lo vio sin ilusión óptica; y no digo que
lo contempló con ojeada serena, porque me parece que la frase se aviene mal con el
pesimismo que de modo indirecto, pero eficaz, predican sus obras.
De Flaubert sí que no hay que preguntar dónde y cuándo aprendió lo mucho que sabía. Hijo
de un médico afamado, se familiarizó presto con las ciencias naturales, y aunque la
desahogada situación de su familia le permitió no abrazar más carrera que la de las letras,
fue estudiante perpetuo y adquirió una cultura algo heterogénea y caprichosa, pero
vastísima. Su amigo Máximo du Camp, que en un libro reciente, los Recuerdos literarios,
comunica al público tantas y tan interesantes noticias acerca de Flaubert, dice que éste era,
por su prodigiosa memoria y lectura inmensa, un diccionario viviente que se podía hojear
con gusto y provecho. Mostró siempre Flaubert predilección hacia cierto linaje de estudios
que hoy apenas atraen más que a entendimientos refinados y curiosos: la apologética
cristiana, la historia de la Iglesia, los Santos Padres, las humanidades. Tan graves ejercicios
intelectuales, unidos a su ardentísimo culto de la forma y a su sagacidad de implacable
observador, hicieron de él un artista consumado, un clásico moderno.
Flaubert escribió menos libros y pocas más novelas que Stendhal. Su primer obra -aparte de
un ensayo titulado Noviembre, que no llegó a hacer gemir las prensas- es La Tentación de
San Antonio, especie de auto sacramental semejante al Ashavero de Edgar Quinet. El Santo
ve desfilar ante sus deslumbrados ojos todas las seducciones de la carne y del espíritu,
todos los lazos que el demonio puede tender a los sentidos, al corazón y a la mente; y pasan
turbándole con sus palabras o con su aspecto, desde la Reina de Saba hasta la Esfinge y la
Quimera, y desde la diosa Diana hasta los herejes nicolaítas. Cuando Flaubert leyó a sus
amigos el manuscrito, prueba evidente de su peregrina erudición, éstos, mirándolo desde el
punto de vista literario, emitieron el siguiente dictamen: «Has trazado un ángulo cuyas
líneas divergentes se pierden en el espacio; has convertido la gota de agua en torrente, el
torrente en río, el río en lago, el lago en océano y el océano en diluvio; te anegas, anegas a
tus personajes, anegas el asunto, anegas al lector y se anega la obra». Y viendo que el fallo
le consternaba, aconsejáronle que emprendiese otro trabajo, un libro donde pintase la vida
real, y donde la misma vulgaridad del asunto le impidiese caer en el abuso del lirismo,
defecto heredado de la escuela romántica. Flaubert tomó el consejo y produjo Madama
Bovary. Andando el tiempo, solía decir a sus consejeros: «Me habéis operado el cáncer
lírico: mucho me dolió pero era hora de extirparlo».
Gran salto hubo de dar Flaubert desde La Tentación hasta Madama Bovary. En La
Tentación se revelaban sus variados y selectos conocimientos, su asidua lectura de
teólogos, místicos y filósofos: en Madama Bovary cambia la decoración: no estamos en los
desiertos de Oriente, sino en Yonville, poblachón atrasado y miserable: no presenciamos la
gigantesca lucha del Santo asceta con las potestades del infierno, sino las vicisitudes de la
familia de un medicucho de aldea. Todo es vulgar en Madama Bovary: el asunto, el lugar
de la escena, los personajes; sólo el talento del autor es extraordinario.
Emma Bovary nació en las últimas filas de la clase media; pero en el elegante colegio
donde fue educada, se rozó con señoritas ricas e ilustres, y empezaron a depositarse en ella
los gérmenes de la vanidad, concupiscencia y sed de goces, graves enfermedades de nuestro
siglo. Poco a poco se van desarrollando estos gérmenes, y depravan el alma de la joven,
esposa ya y madre de familia. Sentimentales amoríos, hábitos de lujo incompatibles con su
modesta posición de mujer de un médico rural, trampas y desórdenes crecientes, complican
de tal modo su situación, que cuando los acreedores la apremian se envenena con arsénico.
Éste es el sencillo y terrible drama -tomado de un hecho cierto- que inmortalizó a Flaubert.
El argumento de Madama Bovary -que ha sido tan censurado y ha producido tal escándalofue sugerido a Flaubert, según declara Máximo du Camp, por la casualidad que le trajo a la
memoria el recuerdo de una mujer desdichada que vivió y murió como su heroína. De la
alta trascendencia social de obras como Madama Bovary y de su sentido moral hablaré más
adelante, cuando toque la delicada cuestión de la moralidad en el arte literario; ahora me
limito a hacer constar que Flaubert aceptó el primer dato que se le ofrecía, y que le sería
indiferente aprovecharse de otro cualquiera. Historias como la de Madama Bovary no
faltan; pero hasta Flaubert nadie las había referido así. El mismo Balzac, que comprendió
bien el poder del dinero en nuestra sociedad, no llegó a manifestar con tanta energía como
Flaubert la metalización que sufrimos. Un escritor menos analítico poetizaría a Madama
Bovary, haciéndola morir abrumada bajo el peso de sus desengaños amorosos o de sus
remordimientos devoradores, y no de sus vulgares deudas. Las páginas en que Madama
Bovary, frenética y desalada, implora en vano de sus amantes la suma necesaria para
aplacar a sus acreedores, son el estudio más cruel, pero más sincero y magnífico, que se
habrá escrito sobre la dureza de los tiempos presentes y el poder del oro.
No es sólo admirable en la obra maestra de Flaubert el vigor y la verdad de los caracteres;
hay que considerarla también modelo de perfección literaria. El estilo es como lago
transparente en cuyo fondo se ve un lecho de áurea y fina arena, o como lápida de jaspe
pulimentado donde no es posible hallar ni leves desigualdades. Jamás decae, jamás se
hincha; ni le falta ni le sobra requisito alguno; no hay neologismos, ni arcaísmos, ni giros
rebuscados, ni frases galanas y artificiosas; menos aún desaliño, o esa vaguedad en las
expresiones que suele llamarse fluidez. Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin
frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo, y en suma, trabajado con tal
valentía y limpieza, que será clásico en breve, si no lo es ya. Las descripciones en Madama
Bovary realizan el ideal del género. No comete Flaubert, aunque describe mucho, el pecado
de pintar por pintar; si estudia lo que hoy se llama el medio ambiente, no lo hace por
satisfacer un capricho de artista, o por lucirse hablando de cosas que conoce bien, sino
porque importa al asunto o a los caracteres: y posee tino tan especial, que sólo describe lo
más saliente, lo más típico, y eso en pocas palabras, sin abusar del adjetivo, con dos o tres
pinceladas maestras. Así es que en Madama Bovary, a pesar de la escrupulosa conciencia
realista del autor, cada cosa está en su lugar, y siempre lo principal es principal, lo
accesorio accesorio. La habilidad de Flaubert se patentiza así en lo que dice como en lo que
omite: por donde es superior a Balzac, que usa tanto adorno superfluo.
Flaubert desconoció enteramente el valor de Madama Bovary; es más, le irritó su éxito. Le
sacaba de quicio el que el público y los críticos la prefiriesen a sus demás obras, y para
verle furioso no había sino aconsejarle que escribiese otra cosa por el estilo. «¡Que me
dejen en paz con Madama Bovary!», solía exclamar. Durante los últimos años de su vida,
quiso retirar de la circulación el libro, no permitiendo nuevas ediciones, y si no lo verificó,
fue porque necesitaba dinero. No sólo desdeñaba a Madama Bovary, considerándola
inferior, por ejemplo, a La Tentación, sino que declaraba menospreciar el género a que
pertenece, o sea el estudio analítico de la realidad en caracteres y costumbres, estimando
únicamente el primor del estilo, la belleza de la frase, y asegurando que sólo con ella se
ganaba la inmortalidad; que Homero era tan moderno como Balzac, y que él daría a
Madama Bovary entera por un párrafo de Chateaubriand o Víctor Hugo. Porque es de
advertir que para Flaubert, entusiasta discípulo de la escuela romántica, ferviente admirador
de Hugo, Dumas y Chateaubriand, la perfección del estilo no era aquella admirable
sobriedad y nitidez que él alcanzaba, sino los oropeles líricos, la prosa poética y florida.
Caso de ceguera literaria muy semejante a la que impulsó a Cervantes a preferir entre sus
obras el Persiles.
Después de Madama Bovary, Salambona es lo mejor de Flaubert. Con la misma
escrupulosidad que estudió las miserias de un lugarcillo en tiempo de Luis Felipe,
reconstruyó Flaubert el mundo remoto, la misteriosa civilización púnica. Nos transportó a
Cartago entre los contemporáneos de Amílcar, durante la sublevación de las tropas
mercenarias que la república africana tenía a sueldo para auxiliarla contra Roma; y la
heroína de la novela fue la virgen Salambona sacerdotisa de la Luna. Parece a primera vista
que tales elementos compondrán un libro enfadoso, erudito quizá, pero no atractivo; algo
semejante a las novelas arqueológicas que escribe el alemán Ebers. Pues nada de eso.
Aunque el autor de Salambona nos conduzca a Cartago y a las cordilleras líbicas, al templo
de Tanit y al pie del monstruoso ídolo de Moloch Salambona es en su género un estudio tan
realista como Madama Bovary.
Prescindamos de la infatigable erudición que desplegó Flaubert para pintar la ciudad
africana, de su viaje a las costas cartaginesas, de su esmero en revolver autores griegos y
latinos; también lo hace Ebers, y mejor y más sólidamente; pero no por eso son menos
soporíferas sus novelas. Lo que importa en obras como Salambona, no es que los
pormenores científicos sean incuestionablemente exactos, sino que la reconstrucción de la
época, costumbres, personajes, sociedad y naturaleza no parezca artificiosa, y que el autor,
permaneciendo sabio se muestre artista; que en todo haya vida y unidad, y que ese mundo
exhumado de entre el polvo de los siglos se nos figure real, aunque extraño y distinto del
nuestro; que nos produzca la misma impresión de verdad que causa el escrito jeroglífico al
descifrarlo un egiptólogo, o el fósil al completarlo un eminente naturalista, y que si no
podemos decir con certeza absoluta «así era Cartago», pensemos al menos que Cartago
pudo ser así.
Con Salambona se acabaron los triunfos de Flaubert. La Educación sentimental, novela en
la cual puso sus cinco sentidos y cifró grandes esperanzas, hizo un fiasco tan completo, que
Flaubert, en sus acostumbrados arrebatos de cólera, solía preguntar a sus amigos apretando
los puños: «¿Pero me podrán Vds. decir por qué no gustó aquel libraco?». La causa de que
el libraco no gustase merece referirse. Según el ya citado Máximo du Camp, en la vida de
Flaubert se reconocen dos períodos: durante el primero, los años juveniles, Flaubert era de
despejado ingenio y fecunda inventiva; aprendía sin esfuerzo y trabajaba fácilmente; de
pronto le hirió una horrible enfermedad, mal misterioso que Paracelso llama el terremoto
humano, y no sólo su cuerpo atlético, sino también su inteligencia lozana, quedaron como
estremecidos en su misma raíz, doblegados y en cierto modo paralizados. Dos extraños
síntomas paralelos se notaron en el enfermo: aborreció el andar, en términos que hasta le
hacía daño ver pasearse a los demás, y para el trabajo literario se hizo tan premioso y
difícil, que copiaba veinte veces una página, la enmendaba, la cruzaba, la raspaba, y de tal
suerte se encarnizaba en la labor, que si un mes lograba producir veinte páginas definitivas,
decía hallarse rendido y muerto de cansancio. Después de terminar una cuartilla gimiendo,
suspirando y bañado en sudor, levantábase de su escritorio e iba a tumbarse en un sofá,
donde se quedaba exánime.
Esta lentitud y enorme esfuerzo que le costaba cada una de sus obras, tardando eternidades
en concluirlas (La Tentación la limó, varió y retocó por espacio de veinte años), provenía
del afán de conseguir absoluta corrección de estilo y completa exactitud en hechos y
observaciones. Hubo momento en que alcanzó ambas cosas sin exagerarlas y sin perjuicio
de la creación artística, y fue cuando produjo Salambona y Madama Bovary; pero después
rompióse el equilibrio, y empezó a abusar del procedimiento, hasta el extremo de pasarse
horas enteras cazando una repetición de vocales o una cacofonía, y meditando en si una
coma estaba o no en su sitio, y de leerse treinta volúmenes sobre agricultura para escribir
diez líneas con conocimiento de causa». De esta prolijidad resultó el fracaso de la
Educación Sentimental, y sobre todo el de Bouvard y Pécuchet, su obra póstuma, donde la
novela se convierte en monótona sátira social, pesado catálogo de lugares comunes e ideas
corrientes, y donde una misma situación prolongada durante toda la obra y el lenguaje seco
y esqueletado a fuerza de querer ser puro y sencillo, cansan al lector más animoso.
Ya se deba a enfermedad o a condición especial de su ingenio, merece notarse la
decadencia de Flaubert, porque es caso poco frecuente el que un escritor decaiga y se
esterilice por excesivo anhelo de exactitud y perfección, siendo así que la mayor parte, tan
pronto cogen buena fama, se echan a dormir. Flaubert, al contrario, llamaba distraerse a
escribir cuentos como el Corazón Sencillo, que representa seis meses de asiduo trabajo: a
fuerza de afilar la punta del lápiz, Flaubert la quebró.
El fondo de las obras de Flaubert es pesimista, no porque él predique ni esas ni otras
doctrinas, pues escritor más impersonal y reservado no se ha visto nunca, sino porque su
implacable observación descubre a cada instante la flaqueza y nulidad de los propósitos e
intentos humanos: ya nos muestre a Madama Bovary soñando amores poéticos y cayendo
en prosaicas torpezas, ya a Salambona expirando horrorizada de su bárbaro triunfo, ya a
Bouvard y Pécuchet estudiando ciencias y tragando libros para quedarse más sandios de lo
que eran, no tiene Flaubert rincón donde puedan albergarse ilusiones consoladoras.
Escarneció sobre todo la sociedad moderna, lo que se suele llamar ilustración, progreso,
adelantos, industria y libertades. Éste es un aspecto de Flaubert que no dejaron de imitar
Zola y sus secuaces; sólo que Flaubert no obedecía a un sistema; hacíalo por instinto. En el
trato con sus amigos, Flaubert se mostraba, al contrario, entusiasta y exaltado, y
apasionábase fácilmente.
Método de composición
Edgar Allan Poe
En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente,
refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho
sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la
materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de
justificar todo lo que había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin;
por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de
Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no
percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber
sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene
continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable
apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el
tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un
cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se
inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para
combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración,
proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde
quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se
pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo
quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo:
entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la
inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba
elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir,
indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los
incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y
de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones
de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en
cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y
que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras
hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo
semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que
justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar
creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática;
experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada
tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La
verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo
como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el
pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección
prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma,
los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y
los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el
noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena
disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas
de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor
dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el
interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en
literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se
me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que
logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más
conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición
puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a
paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la
circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema
tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado
extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto,
soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos
sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el
conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que
coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su
propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere,
que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo
que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de
poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es
tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad
psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad
del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas
salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su
extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante:
totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las
obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como
Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin
embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión
de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la
elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico
efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición
restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un
efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de
excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico,
concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien
versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que
causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve
siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un
punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la
poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos
amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más
elevado y más puro no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello.
Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se
supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma
-no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo
bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla
evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los
objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello -ya que ningún
hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy
tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o
satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más
fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al
alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres
verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza,
que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la
verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que
pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por
contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al
objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de
belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello
como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más
alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia
humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la
belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas
sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la
busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la
construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar;
empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente
sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de
efecto -entendiendo este término en su sentido escénico-, no podía escapárseme que
ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de
éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de
someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible
de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal
como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones
líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la
monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de
identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo,
permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el
de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie
de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que
su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión
había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las
aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría
proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como
estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de
aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en
estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de
cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer
fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas
consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora,
asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una
palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso
posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una
búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más).
En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra
nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa
repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida
tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la
dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la
criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no
razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un
loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de
palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal
agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un
poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente.
Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me
pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende
universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el
más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante
amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la
belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema
más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para
desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y
un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas,
sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio
posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra
para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me
ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía
producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que
respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de
lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y
así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole
melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se
encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo
diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se
diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia
tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le
demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por
experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore
siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el
transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que
el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de
horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran
comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis
meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!."
Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este
modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas
anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el
metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran
anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de
composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir
estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna
vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre,
la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha
sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro
exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y
estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en
versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en
manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general,
para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la
más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para
aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El
cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico,
alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el
quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los
pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el
primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y
medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio;
el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos
habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos
combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera
parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación
original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos,
obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el
amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar.
Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura;
pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente
necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además,
ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que
decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de
lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había
santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como
ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza,
en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que
ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer
momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una
idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero
también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el
amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de
que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa,
primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste
con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre
su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente
por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación
íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del
nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de
profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz
fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El
cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.
En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:
Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".
Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".
Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el
serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que
sigue a la que acabo de citar:
Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.
A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el
comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra,
enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta
el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen
como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una
posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea
posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta
a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede
considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración.
Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su
propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana
donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le
pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado,
responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco
melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos
que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante
se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no
tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a
formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione
la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que
he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa
tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha
mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y
mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta
desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen
eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de
combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena
subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le
confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de
confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la
pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la
expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente
subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad
sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del
pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:
Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".
Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética.
Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un
sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en
el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo
el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.
Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!
1846
Decálogo del perfecto cuentista
Horacio Quiroga
I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que
ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu
arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío",
no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño
de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo
débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que
hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que
el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les
importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por
una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz
entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si
tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que
pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
Manual del perfecto cuentista
Horacio Quiroga
Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna
experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay,
en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y
efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas
cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida
por lo general y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus
luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo
contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se
realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro
está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de
divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una
anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde
otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera
sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez
será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y
seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha
venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el
cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final
para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento
que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr
verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo
ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace
sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
"¡Estaba muerta!"
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza.
El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los
admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o
contenida. Una de ellas es:
"Nunca volvieron a verse".
Puede ser más contenida aun:
"Sólo ella volvió el rostro".
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla
frase:
"Y así continuaron viviendo".
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
"Fue lo que hicieron".
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no
recomendaría a los principiantes:
"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes".
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de
gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el
truco del "leitmotiv".
Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas
llamas..."
Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando
grandes llamaradas. La criatura dormía..."
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es,
como muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto,
pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los
casos, saber a dónde se va. "La primera palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar
escrita con miras al final".
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector
conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y
he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente
estos comienzos. Un ejemplo:
"Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a
coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades
de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena?
¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de
hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido
cogida por sorpresa, y esto constituye un desiderátum, en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele
ser el comienzo condicional:
"De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero
perdió ambas cosas".
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya
conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció.
El truco del interés está, precisamente, en ello.
"Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el
dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada".
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla
por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a
menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el
misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren
todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo
de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta
miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o
eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas
abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los
viejos cuentistas. Ellas son:
"Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez..."
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de
ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro
interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto
adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de
meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar
terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con
que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una
dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!"
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa
con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común.
"Pálido como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien
característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el
más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto
de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la
impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que
sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y
el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo
cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
"Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve
saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me
había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en
aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los
zapatos".
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es
ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de
su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente
que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color
local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más
que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la
confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...
Recuperar la palabra
Marta Sanuy*
Los talleres de escritura están proliferando en los últimos años y es interesante preguntarse
por qué motivo. Mientras otras disciplinas artísticas cuentan con una larga tradición
educativa -los talleres de pintura, de escultura o las escuelas de cine son habituales y para
los que ejercen estas tareas no es un desdoro declarar que han acudido a sus aulas- los
talleres de escritura suscitan, quizá por su relativa juventud, cierto escepticismo.
La relación entre lectores y escritores está marcada por el alejamiento. Los escritores
trabajan, no lo olvidemos, con la materia prima que más común nos resulta a todos: el
lenguaje, y su trabajo consiste en la actividad más habitual en nuestras vidas: contar. Quizá
por eso el lector que se siente sorprendido por una obra -sorprender es una de las metas de
quien cuenta- piensa cuando termina de leerla y de un modo casi automático: “Yo no sería
capaz”, “esto nunca se me hubiese ocurrido a mí”, sin pararse a pensar que tampoco el
autor escribe sus obras de un tranco y a la velocidad de la lectura.
La imagen del escritor se distancia del lector por varios motivos, el autodidactismo es uno
de ellos, sus maestros no son de carne y hueso sino de papel, y aquí aparece la primera
misión de un taller literario -que no se diferencia de la que siempre se ha utilizado en una
buena academia de pintura- trazar una ruta de lecturas que muestre los secretos técnicos de
quienes le precedieron. Porque quien escribe cuenta, como patrimonio, con una tradición
literaria que le conviene conocer bien; resulta tan chocante la imagen de un escritor que no
lee como la de un galeno que nos viene a descubrir las vacunas.
Otro de los males románticos que aquejan a la figura del escritor es la idea de “la
inspiración” como fuente de la escritura. De ahí se derivan problemas terribles como el
pánico ante la página en blanco. La finalidad principal de los talleres de escritura es
derribar ese concepto mítico. Inventar fórmulas para liberar al escritor de la tiranía de la
inspiración fue uno de los principales propósitos de Perec, Calvino, Russel o Queneau. En
los talleres de escritura debe desaparecer el “no se me ocurre nada”, puesto que se
estructura el trabajo a partir de propuestas concretas y se invierte la fórmula partiendo
siempre del “¿qué se te ocurre sobre....?”
Y después, claro, está la técnica. Los talleres deben trabajar sobre los textos de cada
alumno. Anotar cada texto da estupendos resultados, observables, porque a las pocas
semanas cada cual se ha librado de esos pequeños complejos concretos que tanto paralizan.
Pero la pregunta que planteábamos al principio era ¿por qué están proliferando los talleres
de escritura? La respuesta es obvia: se escribe más, desapareció la correspondencia pero
apareció internet. La comunicación escrita está volviendo a pertenecernos a todos.
FIN
Marta Sanuy es directora de la EscueladeEscritura.com
Consejos a un joven novelista
Mario Vargas Llosa
Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación
su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un
escritor y escribir una obra que lo trascienda.
No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al
principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y
convicción.
La literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio.
En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de
partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la
fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la
invención químicamente pura no existe en el dominio literario.
La ficción es, por definición, una impostura -una realidad que no es y sin embargo finge
serlo- y toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder
de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de ilusionismo y
prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros.
En esto consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios
y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y
fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo
alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un
mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos
novelistas).
La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence
de la verdad de la mentira que nos cuenta.
La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma
debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.
La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.
La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo
delata.
Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o
plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los
que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.
El de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del
cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista da apariencia de
objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del
mundo real.
Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y
otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son
esencialmente autónomos, diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se
armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de
una novela.
Si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no
se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin.
El dato escondido
Mario Vargas Llosa
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió
de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su
protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que
utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado
decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos
escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla
sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que
llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha.
Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque
Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de
inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias
clásicas.
Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia con que lo
hizo el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más
célebre de Hemingway, llamado "Los asesinos"? Lo más importante de la historia es un
gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ele Andreson ese par de
forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry’s de
esa localidad innominada? ¿Y por qué ese misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick
Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o
dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si
queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que
inventárnosla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador
omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco
Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice
él) que selló su suerte.
El ‘dato escondido’ o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que
el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte
explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa
y la fantasía del lector.
Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en
"Los asesinos", ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg,
una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la
compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar
callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector
a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones, es
una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en
sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.
¿Recuerda usted el gran ‘dato escondido’ de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway,
The sun also rises? Sí, esa misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador de la novela.
No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el
lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio
comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella
Brett, mujer a la que transparentemente y que sin duda también lo ama y podría haberlo
amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información
precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una
ausencia que se va haciendo muy llamativa a medida que el lector se sorprende con el
comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la
única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su importancia. Aunque
silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese ‘dato escondido’ baña
la historia de The sun also rises con una luz muy particular.
La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente
esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha sido exiliado de la
narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace
sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no
hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional –
un argumento con principio, desarrollo y conclusión-, sino, más bien, los indicios o
síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los
arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras
enterradas por los siglos, o los zoológicos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la
prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que
las novelas de Robbe-Grillet están todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.
Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que
lo que en ella se encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser
abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser
invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente
significado (jalousie es celosía, una ventana enrejada, pero también los celos), alguien que,
poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos
de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo
deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada
obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos
desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador?
¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos ‘datos escondidos’ no tienen
respuesta dentro del discurso novelesco y el propio lector debe esclarecerlos a partir de las
pocas pistas que la novela le ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para
siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han
sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear
expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se
descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo momentáneos - descolocados- podemos
llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’, figura poética que, como usted recordará,
consiste en descolocar una palabra en el verso por razones de eufonía o rima ("Era del año
la estación florida..." en vez del orden regular: "Era la estación florida del año...").
Quizás el ‘dato escondido’ más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la
tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia -la
desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake, por Popeye, un gángster impotente y
psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz- está desplazado y disuelto en hilachas de
información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del
horrendo suceso. De este ominoso, abominable silencio, irradia la atmósfera en que
transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y
primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter
simbólico, de mundo del ‘mal’, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del
término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los
horrores de esta novela -la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un
ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de
degradaciones morales- es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del
bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo Santuario
está armado con ‘datos escondidos’. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan
importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son,
primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien,
de este modo, gracias a esos ‘datos escondidos en hipérbaton’ va comprendiendo
cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta,
en todas sus historias, Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato
escondido’.
Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de ‘dato escondido’, dar un salto atrás
de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant lo
Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el ‘dato escondido’ -en
sus dos modalidades: como hipérbaton o como elipsis- es utilizado con la destreza de los
mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno
de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y
Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta
mediados del CLXIII). Este es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen
a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía
por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos,
benignos en el caso de Tirant y Cermesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los
amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y
Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico ‘real’, sino de manera
discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y un ‘dato escondido’ en hipérbaton, gracias a lo
cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los
preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la
cámara y se explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber "celebración de bodas
sordas", simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden
‘real’ de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella
princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera ‘muda
temporal’ o ruptura de la cronología: "Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les
pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto". El relato
da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia
interrogación: "¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?" La
narración conduce luego al lector a la mañana siguiente.
Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a
Estefanía "toda llena de déjame estar". ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de
Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida
van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de
este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido
un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se
produce la segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en el episodio. Este retrocede a la
víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el
curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del
episodio.
¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta ‘muda temporal’, como usted
habrá observado, se ha producido también una 'muda espacial’, un cambio de punto de vista
espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal
y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar
un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos,
desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que
tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble temporal y espacial- introduce pues una ‘caja china’ en el episodio de las bodas sordas, es
decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración
general del narrador- omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant lo Blanc utiliza muchas
veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o ‘muñecas rusas’. Las proezas de
Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son
reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al
Conde de Varoic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que
hacen a Tirant y al Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la aventura
del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De
este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que
los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso
vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del
acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los
modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con
nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las
más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para
todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el
procedimiento del ‘dato escondido’, la parte escrita de toda novela es sólo una sección o
fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de
todos sus ingredientes sin excepción -pensamientos, gestos, objetos, coordenadas
culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y
contiene la historia total- abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el
texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la
economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.
Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista
Claude Simon -quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura
‘realista’ de reproducir la realidad- se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de
cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se
preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura
consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera.
Había falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción
incluyera asimismo un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás
de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los
sistemas de distribución y comercialización que los trasladan de productor hasta el
consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes?
Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la
evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente
conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la
sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad
y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados
sobre la salud del fumador.
De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos
absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un
sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del
universo.
De las ficciones, podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista a la hora
de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder
ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a
conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo
imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.
Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela -o, mejor, una ficción escrita- es
sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a
eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los
que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por
obvios o inútiles, de los ‘datos escondidos’ a que me refiero en esta carta. En efecto, mis
‘datos escondidos’ no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad,
desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento
tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de
vista.
Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando
Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de
datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una vez
eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un
determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa
escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la
ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos
para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que
queremos, es la del ‘dato escondido’ (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a
este procedimiento).
El cuento ultracorto bajo el microscopio
Lauro Zavala*
Aquí llamo ultracorto a todo cuento cuya extensión no rebasa las 200 palabras. En estas
notas señalo la existencia de una gran diversidad de formas de hibridación genérica, gracias
a la cual el cuento brevísimo se entremezcla, y en ocasiones se confunde, con formas de la
escritura como la crónica, el ensayo, el poema en prosa y la viñeta, y con varios géneros
extraliterarios.
La investigadora venezolana Violeta Rojo propone llamar minicuento a la narrativa que
tiene las siguientes características: brevedad extrema; economía de lenguaje; juegos de
palabras; representación de situaciones estereotipadas que exigen la participación del lector,
y carácter proteico. Esto último puede presentarse en dos modalidades: ya sea la
hibridación de la narrativa con otros géneros literarios o extraliterarios, en cuyo caso la
dimensión narrativa es la dominante; o bien la hibridación con géneros arcaicos o
desaparecidos (fábula, aforismo, alegoría, parábola, proverbios y mitos), con los cuales se
establece una relación paródica. El ejemplo paradigmático de minicuento es "El dinosaurio"
(1959) de Augusto Monterroso.
En el estudio de estos minicuentos es necesario considerar, además de la brevedad extrema,
los siguientes elementos característicos: diversas estrategias de intertextualidad (hibridación
genérica, silepsis, alusión, citación y parodia); diversas clases de metaficción (en el plano
narrativo: construcción en abismo, metalepsis, diálogo con el lector) (en el plano
lingüístico: juegos de lenguaje como lipogramas, tautogramas o repeticiones lúdicas);
diversas clases de ambigüedad semántica (final sorpresivo o enigmático), y diversas formas
de humor (intertextual) y de ironía (necesariamente inestable).
Todos los estudiosos del cuento ultracorto señalan que el elemento básico y dominante
debe ser la naturaleza narrativa del relato. De otra manera, nos encontramos ante lo que
algunos autores han llamado un minitexto pero no ante un minicuento; es decir un texto
ultracorto, pero no un cuento ultracorto.
Sin embargo, el elemento propiamente literario -tanto en los minitextos como en los
minicuentos- es la ambigüedad semántica, producida, fundamentalmente, por la presencia
de un final sorpresivo o enigmático, que exige la participación activa del lector para
completar el sentido del texto desde su propio contexto de lectura.
La intensidad de la presencia de los elementos estructurales indicados hacen del cuento
ultracorto una forma de narrativa mucho más exigente para su lectura que la novela realista
o el cuento de extensión convencional.
Antes de 1956, fecha de publicación de la Breve historia del cuento mexicano de Luis Leal,
entre los principales cultivadores del cuento muy breve en México se encontraban Carlos
Díaz Dufoo II, Julio Torri, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Mariano Silva y Aceves, Genaro
Estrada, Juan José Arreola, Juan Rulfo y algunos otros, cuya tradición continúa hasta hoy.
Habría que añadir que de todos estos escritores sólo Paz y Reyes llegaron a practicar
directamente la escritura del haiku.
La actual popularidad del género se puede deber, tal vez, al crecimiento editorial y al
incremento de estudios y talleres dedicados al cuento, a la crisis de la sociedad civil (con la
consiguiente multiplicación de voces públicas) y sin duda a la creación del Concurso de
Cuento Breve de la revista "El Cuento".
Cuento y poema en prosa: Instrucciones para cruzar la frontera
La consideración fundamental en el estudio de todas las formas de textos breves es el
problema de la escala. Sin embargo, un rasgo común a todos estos tipos de textos es su
tendencia lúdica hacia la hibridación genérica, especialmente en relación con el poema en
prosa, el ensayo, la crónica y la viñeta, y con numerosos géneros no literarios.
Este fenómeno, el de la hibridación genérica, ha sido estudiado por Linda Egan en el
contexto de la distinción entre crónica y cuento en la escritura de algunos narradores
mexicanos contemporáneos. Señala Linda Egan con agudeza que "del llamado artículo de
costumbres, inventado en México por Guillermo Prieto, se distinguían (al menos) cuatro
géneros: el cuento, la crónica, el ensayo y la nota periodística. Nunca ha sido fácil
distinguir entre ellos en México".
Si esto ocurre en el cuento de extensión convencional, en el caso del cuento muy breve
encontramos, además, una gran proximidad con el poema en prosa y, en algunos casos, una
apropiación paródica de las reglas genéricas de la parábola o la fábula, o incluso del
aforismo, la definición, el instructivo, la viñeta y muchos otros géneros extraliterarios.
Para algunos autores (Bell, Imhof, Baxter), la diferencia entre el cuento ultracorto y el
poema en prosa es sólo una cuestión de grado, e incluso puede depender de la manera de
leer el texto. Tal vez por esta razón algunos textos de Julio Torri ("De fusilamientos", "La
humildad premiada" y "Mujeres"), que en base a todo lo visto hasta aquí pueden ser
considerados legítimamente como cuentos ultracortos, han sido incluidos en sendas
antologías del ensayo (J.L. Martínez) y del poema en prosa (L.I. Helguera).
En la misma antología del poema en prosa en México se incluyen varios de los más breves
textos de La oveja negra de Augusto Monterroso, del Bestiario de Juan José Arreola, y de
Gente de la ciudad de Guillermo Samperio, es decir, textos que pueden ser considerados
como cuentos muy cortos o ultracortos. De cualquier manera, todos estos escritores son
conocidos principalmente por su trabajo como cuentistas.
En el cuento breve mexicano hay numerosos casos de textos de naturaleza lírica, es decir,
construidos a partir de un "yo" narrativo que contempla el mundo de un modo particular,
con orientación pictórica o musical, fragmentación temporal y mayor atención al espacio.
Esta escritura es muy evidente, por ejemplo, en una tradición que va de los cuentos poéticos
de Carlos Díaz Dufoo II hasta la Caja de herramientas de Fabio Morábito. El libro
paradigmático es, sin duda, ¿Aguila o sol? de Octavio Paz.
Tal vez es necesario reconocer, como lo hace Irving Howe, que el cuento es a otras formas
de la ficción lo que la lírica es a otras formas de la poesía, o, en palabras de Azorín: "El
cuento es a la prosa lo que el soneto al verso".
Cuento o viñeta: Distinción precisa pero irrelevante
En varios libros de cuento escritos en un tono lírico se han incluido brevísimas viñetas, es
decir, textos en los que hay la descripción de una situación sin ofrecer el contexto al que
pertenece, como es el caso de algunos cuentos ultracortos contenidos en De noche vienes
de Elena Poniatowska y Sólo los sueños... de Edmundo Valadés.
A su vez, en algunos libros de ficción novelesca se han incorporado textos muy breves,
como en el ya mencionado caso de La señora Rodríguez y otros mundos de Martha Cerda y
de Terra Nostra de Carlos Fuentes, dos autores cuya narrativa es marcadamente
metaficcional.
En algunos otros libros no se establece ninguna distinción tipográfica o estructural entre los
textos narrativos y la presencia de viñetas. Estos son libros propiamente híbridos, como
Gente de la ciudad, La rebelión de los enanos calvos, Castillos en la letra y La musa y el
garabato.
Por último, algunos libros contienen viñetas con una narrativa condensada y elíptica, como
es el caso paradigmático de Los relámpagos de Ethel Krauze.
Todo lo anterior nos lleva a concluir que la distinción entre cuento y viñeta puede ser de
interés para algunos críticos pero no lo es para los escritores, al menos en el momento de
organizar sus textos para ofrecerlos a la lectura.
Ensayo narrativo y otras formas fronterizas
El referente imprescindible del desplazamiento genérico entre cuento breve y ensayo en
México es el Manual del distraído (1978) de Alejandro Rossi. A partir de este caso
paradigmático tal vez podría hablarse de al menos cinco estrategias de hibridación en el
cuento breve contemporáneo en México:
En primer lugar hay distintas formas de ensayos narrativos, como los de carácter patafísico
(Hugo Sáez en Cuadernos patafísicos) o de carácter hiperbólico y paródico (Hugo Hiriart
en Disertación sobre las telarañas).
Otro grupo de autores escribe libros de crónicas-ensayo de naturaleza narrativa: Carlos
Monsiváis, Armando Ramírez, Ignacio Trejo, Emiliano Pérez Cruz, Hermann
Bellinghausen, Guillermo Sheridan, José Joaquín Blanco y un largo etcétera.
También hay un nutrido grupo de textos en los que se proponen otras formas híbridas y
paródicas. Entre estas formas, difícilmente repetibles, están las siguientes: relato como
ensayo epistolar (Bárbara Jacobs en Escrito en el tiempo); parábolas paródicas (Augusto
Monterroso en La oveja negra y demás fábulas); banquete platónico (Moreno-MorábitoCastañón en Macrocefalia); crónicas imaginarias (Juan Villoro en Tiempo transcurrido);
metaforización narrativa (Fabio Morábito en Caja de herramientas); ucronías oulipianas
(Oscar de la Borbolla en Ucrónicas y Las vocales malditas); adivinanzas como cuentos
como poemas en prosa (Manuel Mejía Valera en Adivinanzas); reseñas apócrifas (Ilán
Stavans en el Manual del perfecto reseñista); parodias parabólicas (René Avilés Fabila en
Fantasías en carrusel y varios otros títulos), y crónicas ficcionalizadas (Cristina Pacheco en
Sopita de fideo y varios otros títulos).
Además de los géneros mencionados hasta aquí (poema en prosa, ensayo, crónica y viñeta),
hay numerosos géneros de la escritura breve que son hibridizados o parodiados en la
narrativa ultracorta. Entre estas formas de escritura breve podrían ser mencionadas las
siguientes: escritura oracular, aforismo, mito, definición, instructivo, fábula, palíndromo,
solapa, reseña bibliográfica, parábola, confesión, alegoría y grafito. En México hay al
menos un grupo de textos escritos en cada uno de estos géneros híbridos. En todos los casos
la tónica dominante suele ser la narrativa o los elementos propios del cuento breve o los
señalados anteriormente para el cuento ultracorto.
Por último, algunos autores practican una escritura fronteriza de carácter dialógico, es
decir, una narrativa breve escrita desde fuera de la literatura, como es el caso de los cuentos
cortos y muy cortos del Subcomandante Marcos y de los textos antropológicos de Roger
Bartra. El primero es autor de parábolas civiles con una amplia difusión nacional, escritas
en la selva lacandona sobre una computadora portátil, y cuyas raíces pertenecen
simultáneamente a la cultura indígena y al canon de la tradición occidental. El segundo ha
intercalado una serie de parodias parabólicas en su estudio sobre los mitos de la identidad
del mexicano, La jaula de la melancolía (1987), al estilo de las Mitologías (1957) de
Roland Barthes.
En conjunto, esta abundancia es suficiente para pensar en la formación paulatina de un
nuevo canon de lectura.
Conclusión
Tal vez el auge reciente de las formas de escritura itinerante propias del cuento brevísimo, y
en particular las del cuento ultracorto, son una consecuencia de nuestra falta de espacio y de
tiempo en la vida cotidiana contemporánea.
Y seguramente también este auge tiene relación con la paulatina difusión de las nuevas
formas de la escritura, propiciadas por el empleo de las computadoras. El futuro del cuento
ultracorto es tan grande como nuestra imaginación.
Profesor investigador titular en la Universidad Autónoma Metropolitana, Campus
Xochimilco, México.
El cuento ultracorto: Hacia un nuevo canon literario
Lauro Zavala*
INTRODUCCIÓN
La brevedad en la escritura siempre ha ejercido un gran poder de seducción. Entre las
formas de escritura radicalmente breve con valor literario podrían mencionarse el haiku,
el epigrama y la poesía fractal.
En lo que sigue propongo un modelo para el estudio de los cuentos cuya extensión es
menor a la convencional, así como algunos ejemplos de su presencia en la literatura
mexicana contemporánea. Aquí llamaré, en general, cuento breve a esta clase de
narrativa literaria.
En la segunda parte de estas notas dirijo mi atención a la existencia de una gran
diversidad de formas de hibridación genérica, gracias a la cual el cuento brevísimo se
entremezcla, y en ocasiones se confunde, con formas de la escritura como la crónica, el
ensayo, el poema en prosa y la viñeta, y con varios géneros extraliterarios.
DEL CUENTO CONVENCIONAL AL ULTRACORTO: ALGO MÁS QUE LA
ESCALA
El interés que ha resurgido en los últimos años por el cuento en general, y por el cuento
breve en particular, se observa en la reciente publicación de numerosas antologías en
diversas lenguas y tradiciones literarias.
También es posible reconocer la vitalidad que tiene el cuento en México al observar la
historia editorial de algunos libros que contienen cuentos de extensión convencional y
cuentos breves. Tan sólo en la Ciudad de México, El llano en llamas, de Juan Rulfo,
originalmente publicado en 1953, llegó en 1994 a las 34 reimpresiones, las últimas de
las cuales han tenido un tiraje de 40 000 ejemplares.
Para estudiar el cuento breve podemos partir del acuerdo que existe entre escritores y
críticos al señalar que la extensión de un cuento convencional oscila entre las 2000 y las
30 000 palabras. Al estudiar las antologías y las investigaciones que se han realizado
hasta ahora sobre cuentos cuya extensión es menor a las 2000 palabras, en lo que sigue
propongo reconocer la existencia de tres tipos de cuentos breves. Las diferencias
genéricas que existen entre cada uno de estos tipos de cuentos dependen de la extensión
respectiva. Aquí propongo llamar a cada uno de estos tipos de relatos, respectivamente,
cuento corto, muy corto y ultracorto.
Debido a su proximidad genérica con otras formas de la escritura, al tratar de ofrecer
una definición del cuento breve nos enfrentamos a varios problemas simultáneos: un
problema genérico (¿son cuentos?), un problema estéico (¿son literatura?), un problema
de extensión (¿qué tan breve puede ser un cuento muy breve?), un problema nominal
(¿cómo llamarlos?), un problema tipológico (¿cuántos tipos de cuentos muy breves
existen?) y un problema de naturaleza textual (¿por qué son tan breves?).
Empezaré por responder a la pregunta: ¿cuántos tipos de cuentos breves existen?, pues
es la que lleva a la respuesta de las demás preguntas.
Por debajo del límite de las 2000 palabras parece haber tres tipos de cuento distintos
entre sí.
CUENTOS CORTOS : DE 1 000 A 2 000 PALABRAS
Estos cuentos han sido reunidos en diversas antologías de carácter internacional bajo el
nombre de sudden fiction o ficción súbita, y también han sido llamados cuentos
microcósmicos (en el caso de la ciencia ficción) o simplemente short shorts (cortos
cortos).
Para Irving Howe, quien es autor, coleccionista y estudioso de esta clase de cuentos
breves, “en estas obras maestras de la miniatura, la circunstancia eclipsa al personaje, el
destino se impone sobre la individualidad, y una situación extrema sirve como emblema
de lo universal (...) produciendo una fuerte impresión de estar fuera del tiempo” (I.
Howe, x).
A partir de estas observaciones, el mismo investigador propone una tipología de los
cuentos cortos. Un cuento corto puede narrar un incidente o condensar una vida, o bien
puede adoptar un tono lírico o alegórico. Estas son las posibilidades:
i) Un incidente repentino, lo cual produce epifanías surgidas en un periodo
extremadamente corto en la vida de un personaje. Estas epifanías suelen estar
despojadas de sus respectivos contextos, condición que obliga al lector a proyectar
sobre la situación un contexto imaginado por él mismo. Ejemplos: “El ramo azul” de
Octavio Paz; “El eclipse” de Augusto Monterroso.
ii) Condensación de toda una vida, lograda gracias a la capacidad de comprimirla en
una imagen paradigmática. Ejemplos: “Paper Pills”, “The Untold Lie” y otros cuentos
breves de la serie escrita por Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio.
iii) Imagen instantánea en la que no hay epifanía, tan sólo un monólogo interior o un
flujo de memoria. Ejemplo: “Amargura para tres sonámbulos” de Gabriel García
Márquez.
iv) Estructura alegórica, cuya belleza superficial nos puede llevar a resistirnos al placer
de su interpretación. Ejemplos: “Un lugar limpio y bien iluminado” de Ernest
Hemingway o “Chacales y árabes” de Franz Kafka.
Al reflexionar sobre esta clase de cuentos, Charles Baxter observa que mientras en las
novelas encontramos individuos en el largo y complejo proceso de madurar importantes
decisiones morales, en los cuentos de extensión convencional asistimos al momento de
la decisión (o a la ilusión de poder tomar una decisión). En ambos casos participamos
en algún tipo de acción moral. En cambio en el cuento corto, dice Baxter, lo que
observamos es la reacción de un personaje o de una comunidad ante un momento de
tensión súbita. En este caso, concluye, no hay (o no parece haber) posibilidad de tomar
ninguna decisión. De hecho, esta posibilidad es sustituida por algún tipo de ritual, que
se ubica a medio camino entre lo personal y lo colectivo (C. Baxter, 21).
Al leer cuentos breves que no pertenecen a la tradición occidental (parábolas budistas,
jasídicas o derviches) o que están cercanos al poema en prosa (como el cuento lírico) y
a diversos géneros extraliterarios, algunas de las características mencionadas
desaparecen, y en su lugar encontramos rastros formales propios del género hibridizado
o parodiado. Al ser el cuento breve un género proteico, es riesgoso reducir su diversidad
a normas estables.
Entre los cuentos cortos más conocidos encontramos la colección de Pequeños cuentos
misóginos (1975) de Patricia Highsmith, la abundante producción cuentística de Mario
Benedetti o a las difícilmente clasificables narraciones breves de Felisberto Hernández,
Oliverio Girondo y Macedonio Fernández.
En México encontramos, entre los libros de más reciente publicación (y que podrían
poner en duda cualquier clasificación genérica tradicional) los textos de Tiempo
transcurrido (1986) de Juan Villoro, La lenta furia (1989) de Fabio Morábito y Lugares
en el abismo (1993) de Agustín Monsreal.
CUENTOS MUY CORTOS : DE 200 A 1 000 PALABRAS
Esta categoría está constituida por los textos reunidos bajo el nombre de flash fiction,
las compilaciones de microhistorias y las narraciones instantáneas y urgentes escritas
por mujeres.
Dice Irene Zahava sobre los cuentos muy cortos: son las historias que alguien puede
relatar en lo que sorbe apresuradamente una taza de café, en lo que dura una moneda en
una caseta telefónica, o en el espacio que alguien tiene al escribir una tarjeta postal
desde un lugar remoto y con muchas cosas por contar (I. Zahava, vii).
En su teoría sobre el impresionismo y la forma en el cuento, Suzanne C. Ferguson
señala que en la estructura clásica decimonónica se puede romper la linealidad de la
secuencia narrativa, utilizando estrategias que generan, respectivamente, dos clases de
cuentos: elípticos (cuando se omiten fragmentos del relato) o metafóricos (cuando
algunos fragmentos del relato no son omitidos, sino sustituidos por elementos
disonantes e inesperados) (S. C. Ferguson, 221).
El primer tipo (historias elípticas) corresponde a las primeras dos categorías señaladas
anteriormente para el cuento corto (incidente repentino o condensación de una vida, es
decir, en ambos casos, intensificación del tiempo). El segundo caso (historias
metafóricas) corresponde al monólogo interior o la estructura alegórica. En todas las
formas del cuento muy corto se condensan las estrategias que hemos visto utilizadas en
el cuento corto.
Los títulos de los cuentos muy cortos suelen ser enigmáticos, y en ellos puede haber
ambigüedad temática y formal, hasta el grado de alterar las marcas de puntuación. Los
finales suelen ser también enigmáticos o abruptos (A. Bell, 30). Pero siempre se
requiere que el lector participe activamente para completar la historia.
En este grupo de cuentos se encuentran “El silencio de las sirenas” incluido en el
Bestiario (c. 1924) de Franz Kafka, y libros como la Centuria (Cien breves novelas-río)
(1979) de Giorgio Manganelli, el Manual de zoología fantástica (1957) de Jorge Luis
Borges, las Historias de cronopios y de famas (1962) de Julio Cortázar y Rajapalabra
(1993) de Luis Britto García.
En México encontramos esta clase de narraciones en la sección Arenas Movedizas del
libro ¿Aguila o sol? (1949) de Octavio Paz, la Enciclopedia de latinoamericana
omnisciencia (1977) de Federico Arana, Gente de la ciudad (1986) de Guillermo
Samperio, Castillos en la letra (1986) de Lazlo Moussong (1986), Las vocales malditas
(1988) de Oscar de la Borbolla, Amores enormes (1991) de Pedro Angel Palou, La
musa y el garabato (1992) de Felipe Garrido, Léérere (1992) de Dante Medina, los
Cuadernos patafísicos (1992) de Hugo Enrique Sáez y La casa en Mango Street (1994)
de Sandra Cisneros.
CUENTOS ULTRACORTOS : DE 1 A 200 PALABRAS
Estos textos constituyen el conjunto más complejo de materiales de la narrativa
literaria. Está formado por los fragmentos narrativos seleccionados por Jorge Luis
Borges y Adolfo Bioy Casares en su libro Cuentos breves y extraordinarios (1953), y
por Edmundo Valadés en El libro de la imaginación (1976). También a esta categoría
pertenecen los minicuentos del concurso creado por la revista El Cuento, los
microcuentos de la compilación hecha por Juan Armando Epple en América Latina, los
casos de Enrique Anderson Imbert y los llamados textículos de Julio Cortázar
(especialmente los incluidos en su Último Round y en La vuelta al día en ochenta
mundos).
Esta clase de microficciones tienden a estar más próximas al epigrama que a la
narración genuina. El crítico alemán Rüdiger Imhof señala en su estudio sobre las
metaficciones mínimas que para su comprensión cabal es necesario desviar la atención
de las consideraciones genéricas acerca de lo que es un cuento, y dirigirla hacia el
asunto más fundamental, que es la escala, es decir, la extensión de estos textos.
La fuerza de evocación que tienen los minitextos está ligada a su naturaleza
propiamente artística, apoyada a su vez en dos elementos esenciales: la ambigüedad
semántica y la intertextualidad literaria o extraliteraria.
La naturaleza del hipotexto, es decir, del material que está siendo aludido, parodiado o
citado, determina a su vez la naturaleza moderna o posmoderna del cuento. Esto
significa que cuando el hipotexto es una regla genérica (por ejemplo, si se parodia el
estilo de un instructivo cualquiera, en general) nos encontramos ante un caso de
intertextualidad posmoderna, es decir, ante un caso de recuperación de la historia. Por
otra parte, cuando lo que se recicla es un texto particular (por ejemplo, el mito de las
sirenas o un refrán popular) nos encontramos ante un caso de intertextualidad moderna,
es decir, ante un rechazo de la historia. Esta diferencia implica relaciones distintas con
la tradición literaria (P. Pavlicic, 174).
La consecuencia de todo lo anterior es que en los microcuentos la presencia de la
epifanía es casi exclusivamente textual (o intertextual), es decir, de naturaleza
estructural, pues esta epifanía ya no puede recaer en algún personaje y su respectiva
situación específica. Esto es así debido a que en estos textos el concepto mismo de
personaje ha desaparecido bajo el peso de la intertextualidad o de la ambigüedad
semántica. Como ocurre también en la escritura hipertextual (en ciertos programas de
computadora), es el lector quien tiene la opción de construir un sentido que luego es
conferido al texto, gracias a la superposición de contextos.
También en estos microtextos la ironía está presente, pero suele ser inestable, es decir,
no puede ser determinada por la intención de la voz narrativa. Esto se debe a que la
intención narrativa en general (y la intención irónica en particular) es indecidible en
estos casos, a falta del suficiente contexto para ser interpretada de manera estable (W.
Booth).
Afirma Juan Armando Epple, en la introducción a su antología de microcuentos
hispanoamericanos, que este género híbrido y proteico es una “metáfora expresiva de
los dilemas que viven las sociedades latinoamericanas en sus niveles sociales,
ideológicos y de reformulación estética de sentidos” (J. A. Epple, 18).
Son cuentos ultracortos cada uno de los Ejercicios de estilo (1947) de Raymond
Queneau; las parábolas budistas incluidas en la compilación de José Vicente Anaya,
Largueza del cuento chino (1981) -en los que se puede estudiar la tradición más antigua
de cuentos ultracortos-; las paradójicas parábolas sufis recopiladas or Idries Shah en Las
ocurrencias del increíble Mulá Nasrudin (1976), en la tradición derviche; los textos de
la sección Museo en El Hacedor (1960) de Jorge Luis Borges, y las recreaciones
narrativas que constituyen la multitudinaria Memoria del fuego (1982-1986) de
Eduardo Galeano.
En alguna ocasión señaló Edmundo Valadés que fue en 1917 cuando se publicó por
primera vez un cuento ultracorto en Latinoamérica (E. Valadés, 195). Se trata de “A
Circe” de Julio Torri, uno de los más importantes cuentos ultracortos de la tradición
literaria mexicana. A partir de ese texto seminal se han producido otros como una
respuesta intertextual a aquél: “Circe” de Agustí Bartra, “Aviso” de Salvador Elizondo
y algunos más en el resto del continente.
En México se pueden encontrar al menos una docena de libros en los que algún autor ha
reunido sus cuentos ultracortos: Varia invención (1955) y La feria (1962) de Juan José
Arreola; De fusilamientos y otras narraciones (1964) de Julio Torri; Infundios
ejemplares (1969) de Sergio Golwarz; Fantasías en carrusel (1978) y Los oficios
perdidos (1983) de René Avilés Fabila; Sólo los sueños y los deseos son inmortales,
Palomita (1986) de Edmundo Valadés; La oveja negra y demás fábulas (1969) de
Augusto Monterroso; El grafógrafo (1972) de Salvador Elizondo; Cuaderno imaginario
(1990) de Guillermo Samperio; las secciones Mínima Expresión y Casos de la Vida
Real en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (1990) de José Emilio
Pacheco; La señora Rodríguez y otros mundos (1990) de Martha Cerda, y Relámpagos
(1995) de Ethel Krauze.
Los únicos de estos libros que están constituidos casi exclusivamente por ultracortos
son los de Samperio y Krauze; algunos otros son considerados tradicionalmente como
novelas (La feria) o como novela con una serie de cuentos breves intercalados (La
señora Rodríguez).
Por su parte, el libro de Sergio Golwarz tiene estructura infundibuliforme, es decir, en
forma de embudo. Empieza con un cuento muy corto (500 palabras), y cada uno de los
42 cuentos sucesivos es más corto que el anterior, hasta cerrar el libro con el cuento
más breve del mundo, que tiene el título de “Dios”. El texto de este cuento ultracorto
dice, simplemente: “Dios”. Este cuento merece ser leído cuidadosamente, en particular
en un país mayoritariamente católico como México.
Una lectura literal de este cuento, paradójicamente, puede llevar a reconocer lo que
podría ser una de las narraciones más extensas imaginables. De hecho, su interpretación
(y el hecho de ser considerado como cuento) está en función directa del capital cultural
y de la enciclopedia intertextual que posea cada lector, a la vez que acepta que sobre él
se puedan efectuar simultáneamente lo que podríamos llamar una lectura elíptica
(resaltando sólo algunos episodios) o una lectura parabólica (de carácter metafórico y
con final sorpresivo, necesariamente epifánico).
Sin duda, éste es uno de los cuentos ultracortos con mayor densidad genérica y con
mayor gradiente de polisemia en la narrativa contemporánea.
EL CUENTO ULTRACORTO: UNA MIRADA BAJO EL MICROSCOPIO
Lo que aquí llamo cuento ultracorto, como ya señalé, tiene una extensión que no rebasa
las doscientas palabras.
La investigadora venezolana Violeta Rojo propone llamar minicuento a la narrativa que
tiene las siguientes características: a) brevedad extrema; b) economía de lenguaje y
juegos de palabras; c) representación de situaciones estereotipadas que exigen la
participación del lector, y d) carácter proteico. Esto último puede presentarse en dos
modalidades: ya sea la hibridación de la narrativa con otros géneros literarios o
extraliterarios, en cuyo caso la dimensión narrativa es la dominante; o bien la
hibridación con géneros arcaicos o desaparecidos (fábula, aforismo, alegoría, parábola,
proverbios y mitos), con los cuales se establece una relación paródica (V. Rojo, 566-7).
El ejemplo paradigmático de minicuento es “El dinosaurio” (1959) de Augusto
Monterroso.
Por su parte, Andrea Bell, en su investigación sobre lo que ella llama cuento breve
incluye el muy corto y el ultracorto, es decir, hasta un límite de 1000 palabras.
Retomando lo señalado en el apartado anterior, en el estudio de estos minicuentos es
necesario considerar, además de la brevedad extrema, los siguientes elementos
característicos:
a) Diversas estrategias de intertextualidad (hibridación genérica, silepsis, alusión,
citación y parodia)
b) Diversas clases de metaficción (en el plano narrativo: construcción en abismo,
metalepsis, diálogo con el lector) (en el plano lingüístico: juegos de lenguaje como
lipogramas, tautogramas o repeticiones lúdicas)
c) Diversas clases de ambigüedad semántica (final sorpresivo o enigmático)
d) Diversas formas de humor (intertextual) y de ironía (necesariamente inestable)
Todos los estudiosos del cuento ultracorto señalan que el elemento básico y dominante
debe ser la naturaleza narrativa del relato. De otra manera, nos encontramos ante lo que
algunos autores han llamado un minitexto pero no ante un minicuento; es decir un texto
ultracorto, pero no un cuento ultracorto.
Sin embargo, el elemento propiamente literario -tanto en los minitextos como en los
minicuentos- es la ambigüedad semántica, producida, fundamentalmente, por la
presencia de un final sorpresivo o enigmático, que exige la participación activa del
lector para completar el sentido del texto desde su propio contexto de lectura.
La intensidad de la presencia de los elementos estructurales indicados hacen del cuento
ultracorto una forma de narrativa mucho más exigente para su lectura que la novela
realista o el cuento de extensión convencional.
Antes de 1956, fecha de publicación de la Breve historia del cuento mexicano de Luis
Leal, entre los principales cultivadores del cuento muy breve en México se encontraban
Carlos Díaz Dufoo II, Julio Torri, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Mariano Silva y
Aceves, Genaro Estrada, Juan José Arreola, Juan Rulfo y algunos otros, cuya tradición
continúa hasta hoy. Habría que añadir que de todos estos escritores sólo Paz y Reyes
llegaron a practicar directamente la escritura del haiku (T. Hadman, 7; 20-21).
La actual popularidad del género se puede deber, tal vez, al crecimiento editorial y al
incremento de estudios y talleres dedicados al cuento, a la crisis de la sociedad civil
(con la consiguiente multiplicación de voces públicas) y sin duda a la creación del
Concurso de Cuento Breve de la revista El Cuento.
CUENTO Y POEMA EN PROSA: INSTRUCCIONES PARA CRUZAR LA
FRONTERA
Como he señalado anteriormente, la consideración fundamental en el estudio de todas
las formas de textos breves es el problema de la escala. Sin embargo, un rasgo común a
todos estos tipos de textos es su tendencia lúdica hacia la hibridación genérica,
especialmente en relación con el poema en prosa, el ensayo, la crónica y la viñeta, y con
numerosos géneros no literarios.
Este fenómeno, el de la hibridación genérica, ha sido estudiado por Linda Egan en el
contexto de la distinción entre crónica y cuento en la escritura de algunos narradores
mexicanos contemporáneos. Señala Linda Egan con agudeza que “del llamado artículo
de costumbres, inventado en México por Guillermo Prieto, se distinguían (al menos)
cuatro géneros: el cuento, la crónica, el ensayo y la nota periodística. Nunca ha sido
fácil distinguir entre ellos en México” (L. Egan, 157).
Si esto ocurre en el cuento de extensión convencional, en el caso del cuento muy breve
encontramos, además, una gran proximidad con el poema en prosa y, en algunos casos,
una apropiación paródica de las reglas genéricas de la parábola o la fábula, o incluso del
aforismo, la definición, el instructivo, la viñeta y muchos otros géneros extraliterarios.
Para algunos autores (Bell, Imhof, Baxter), la diferencia entre el cuento ultracorto y el
poema en prosa es sólo una cuestión de grado, e incluso puede depender de la manera
de leer el texto. Tal vez por esta razón algunos textos de Julio Torri (“De
fusilamientos”, “La humildad premiada” y “Mujeres”), que en base a todo lo visto hasta
aquí pueden ser considerados legítimamente como cuentos ultracortos, han sido
incluidos en sendas antologías del ensayo (J.L. Martínez) y del poema en prosa (L.I.
Helguera).
En la misma antología del poema en prosa en México se incluyen varios de los más
breves textos de La oveja negra de Augusto Monterroso, del Bestiario de Juan José
Arreola, y de Gente de la ciudad de Guillermo Samperio, es decir, textos que pueden ser
considerados como cuentos muy cortos o ultracortos. De cualquier manera, todos estos
escritores son conocidos principalmente por su trabajo como cuentistas.
En el cuento breve mexicano hay numerosos casos de textos de naturaleza lírica, es
decir (en la definición de Ángeles Ezama), construidos a partir de un “yo” narrativo que
contempla el mundo de un modo particular, con orientación pictórica o musical,
fragmentación temporal y mayor atención al espacio (A. Ezama Gil, 62). Esta escritura
es muy evidente, por ejemplo, en una tradición que va de los cuentos poéticos de Carlos
Díaz Dufoo II hasta la Caja de herramientas de Fabio Morábito. El libro paradigmático
es, sin duda, ¿Aguila o sol? de Octavio Paz.
Tal vez es necesario reconocer, como lo hace Irving Howe, que el cuento es a otras
formas de la ficción lo que la lírica es a otras formas de la poesía, o, en palabras de
Azorín: “El cuento es a la prosa lo que el soneto al verso” (Azorín, 62).
CUENTO O VIÑETA: DISTINCIÓN PRECISA PERO IRRELEVANTE
En varios libros de cuento escritos en un tono lírico se han incluido brevísimas viñetas,
es decir, textos en los que hay la descripción de una situación sin ofrecer el contexto al
que pertenece, como es el caso de algunos cuentos ultracortos contenidos en De noche
vienes de Elena Poniatowska y Sólo los sueños.... de Edmundo Valadés.
A su vez, en algunos libros de ficción novelesca se han incorporado textos muy breves,
como en el ya mencionado caso de La señora Rodríguez y otros mundos de Martha
Cerda y de Terra Nostra de Carlos Fuentes, dos autores cuya narrativa es marcadamente
metaficcional.
En algunos otros libros no se establece ninguna distinción tipográfica o estructural entre
los textos narrativos y la presencia de viñetas. Estos son libros propiamente híbridos,
como Gente de la ciudad, La rebelión de los enanos calvos, Castillos en la letra y La
musa y el garabato.
Por último, algunos libros contienen viñetas con una narrativa condensada y elíptica,
como es el caso paradigmático de los Relámpagos de Ethel Krauze.
Todo lo anterior nos lleva a concluir que la distinción entre cuento y viñeta puede ser de
interés para algunos críticos pero no lo es para los escritores, al menos en el momento
de organizar sus textos para ofrecerlos a la lectura.
ENSAYO NARRATIVO Y OTRAS FORMAS FRONTERIZAS
El referente imprescindible del desplazamiento genérico entre cuento breve y ensayo en
México es el Manual del distraído (1978) de Alejandro Rossi. A partir de este caso
paradigmático tal vez podría hablarse de al menos cinco estrategias de hibridación en el
cuento breve contemporáneo en México:
En primer lugar hay distintas formas de ensayos narrativos, como los de carácter
patafísico (Hugo Sáez en Cuadernos...) o de carácter hiperbólico y paródico (Hugo
Hiriart en Disertación sobre las telarañas).
Otro grupo de autores escribe libros de crónicas-ensayo de naturaleza narrativa: Carlos
Monsiváis, Armando Ramírez, Ignacio Trejo, Emiliano Pérez Cruz, Hermann
Bellinghausen, Guillermo Sheridan, José Joaquín Blanco y un largo etcétera.
También hay un nutrido grupo de textos en los que se proponen otras formas híbridas y
paródicas. Entre estas formas, difícilmente repetibles, están las siguientes: relato como
ensayo epistolar (Bárbara Jacobs en Escrito en el tiempo); parábolas paródicas
(Augusto Monterroso en La oveja negra y demás fábulas); banquete platónico (MorenoMorábito- Castañón en Macrocefalia); crónicas imaginarias (Juan Villoro en Tiempo
transcurrido); metaforización narrativa (Fabio Morábito en Caja de herramientas);
ucronías oulipianas (Oscar de la Borbolla en Ucrónicas y Las vocales malditas);
adivinanzas como cuentos como poemas en prosa (Manuel Mejía Valera en
Adivinanzas); reseñas apócrifas (Ilán Stavans en el Manual del perfecto reseñista);
parodias parabólicas (René Avilés Fabila en Fantasías en carrusel y varios otros títulos),
y crónicas ficcionalizadas (Cristina Pacheco en Sopita de fideo y varios otros títulos).
Además de los géneros mencionados hasta aquí (poema en prosa, ensayo, crónica y
viñeta), hay numerosos géneros de la escritura breve que son hibridizados o parodiados
en la narrativa ultracorta. Entre estas formas de escritura breve podrían ser mencionadas
las siguientes: escritura oracular, aforismo, mito, definición, instructivo, fábula,
palíndromo, solapa, reseña bibliográfica, parábola, confesión, alegoría y grafito. En
México hay al menos un grupo de textos escritos en cada uno de estos géneros híbridos.
En todos los casos la tónica dominante suele ser la narrativa o los elementos propios del
cuento breve o los señalados anteriormente para el cuento ultracorto.
Por último, algunos autores practican una escritura fronteriza de carácter dialógico, es
decir, una narrativa breve escrita desde fuera de la literatura, como es el caso de los
cuentos cortos y muy cortos del Subcomandante Marcos y de los textos antropológicos
de Roger Bartra. El primero es autor de parábolas civiles con una amplia difusión
nacional, escritas en la selva lacandona sobre una computadora portátil, y cuyas raíces
pertenecen simultáneamente a la cultura indígena y al canon de la tradición occidental.
El segundo ha intercalado una serie de parodias parabólicas en su estudio sobre los
mitos de la identidad del mexicano, La jaula de la melancolía (1987), al estilo de las
Mitologías (1957) de Roland Barthes.
En conjunto, esta abundancia es suficiente para pensar en la formación paulatina de un
nuevo canon de lectura.
CONCLUSIÓN
Tal vez el auge reciente de las formas de escritura itinerante propias del cuento
brevísimo, y en particular las del cuento ultracorto, son una consecuencia de nuestra
falta de espacio y de tiempo en la vida cotidiana contemporánea, en comparación con
otros periodos históricos. Y seguramente también este auge tiene alguna relación con la
paulatina difusión de las nuevas formas de la escritura, propiciadas por el empleo de las
computadoras.
La última palabra, necesariamente breve, la tiene otro escritor, Irving Howe: “Los
escritores que hacen cuentos breves tienen que ser especialmente audaces. Lo apuestan
todo a un golpe de inventiva” (I. Howe, xiii).
Pero lo que se apuesta, a fin de cuentas, es el placer cómplice de cada lectura, un placer
que tal vez se prolongue más allá de ese momento, y que tal vez afecte la identidad del
lector. Esa posibilidad, entre otras, provoca que autor y lector compartan la creencia de
que vale la pena seguir apostando todo “a un golpe de inventiva” en cada lectura.
FIN
Bibliografía
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corto chino. Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México. 1981, 7-15.
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Seis problemas para la minificción, un género del tercer
milenio: Brevedad, Diversidad, Complicidad, Fractalidad,
Fugacidad, Virtualidad
Lauro Zavala*
La minificción es la narrativa que cabe en el espacio de una página. A partir de esta
sencilla definición encontramos numerosas variantes, diversos nombres y múltiples
razones para que sea tan breve.
En estas notas presento un breve panorama sobre el estado actual de la escritura de
minificción y sobre las discusiones acerca de este género proteico, ubicuo y sugerente,
que a la vez se encuentra en los márgenes y en el centro de la escritura contemporánea.
Aquí conviene señalar que aunque el estudio sistemático de la minificción es muy
reciente, pues se remonta a los últimos diez años, su existencia en la literatura
hispanoamericana se inicia en las primeras décadas del siglo XX. Por esta razón, la
mayor parte de las reflexiones y observaciones presentadas a continuación se derivan
del estudio de las antologías y los concursos de minificción, en cuya tradición los
escritores y editores hispanoamericanos se han adelantado en varias décadas a otros
muchos lugares del mundo. La tesis central de estas notas consiste en sostener que la
minificción es la escritura del próximo milenio, pues es muy próxima a la
fragmentariedad paratáctica de la escritura hipertextual, propia de los medios
electrónicos.
Los problemas que enfrenta la minificción en relación con la teoría, la lectura, la
publicación, el estudio y la escritura son al menos los relativos a seis áreas: brevedad,
diversidad, complicidad, fractalidad, fugacidad y virtualidad. A continuación me
detengo en cada uno de estos problemas señalando algunas de las conclusiones a las que
se ha llegado durante los últimos años y algunas de las áreas que podrán ser exploradas
con mayor profundidad en el futuro inmediato.
Brevedad
En su introducción a una antología de narrativa experimental publicada en 1971 con el
título Anti-Story (El anti-cuento) Philip Stevick incluye como una de las formas más
arriesgadas de experimentación la escritura de narrativa extremadamente breve, aquella
que no excede el espacio convencional de una cuartilla o una página impresa. Durante
los últimos veinte años esta forma de escritura ha dejado de ser algo marginal en el
trabajo de cualquier escritor reconocido o un mero ejercicio de estilo. En su lugar, la
minificción es cada vez con mayor intensidad un género practicado con entusiasmo y
con diversas clases de fortuna por toda clase de lectores. En el momento en el que está
agonizando el concepto mismo de escritores monstruosos o sagrados, surgen en su lugar
múltiples voces que dan forma a las necesidades estéticas y narrativas de lectores con
necesidades igualmente múltiples, difícilmente reducibles a un canon que señale lo que
es o puede llegar a ser la escritura literaria.
En otras palabras, el espacio de una página puede ser suficiente, paradójicamente, para
lograr la mayor complejidad literaria, la mayor capacidad de evocación y la disolución
del proyecto romántico de la cultura, según el cual sólo algunos textos con
determinadas características (necesariamente a partir de una extensión mínima) son
dignos de acceder al espacio privilegiado de la literatura.
La utilización de textos literarios muy breves, por otra parte, se encuentra entre las
estrategias más productivas de la enseñanza, lo cual tiene una clara raíz de tradición
oral. El cuento muy breve está siendo revalorado por su valor didáctico en los cursos
elementales y avanzados para la enseñanza de lenguas extranjeras, y en los cursos
elementales y avanzados de teoría y análisis literario (L. Zavala et al., en prensa). En
una hora de clase se puede explorar un texto muy breve con mayor profundidad que una
novela o una serie de cuentos.
En general, los textos extremadamente breves han sido los más convincentes en
términos pedagógicos en la historia de la cultura. Este es el caso de las parábolas
(bíblicas o de otra naturaleza), los aforismos (M. Satz 1997), las definiciones (L. Deneb
1998), las adivinanzas (M. Mejía Valera 1988) y los relatos míticos. Su propia
diversidad y su poder de sugerencia pueden ser probadas al estudiar la multiplicación de
antologías y estudios de estos géneros de la brevedad. Tan sólo en el caso de los mitos,
recientemente se ha llegado a comprobar la universalidad del mito de la Cenicienta,
cuya estructura narrativa es más persistente aún que la del mito de Edipo, pues
constituye un relato breve característico de casi toda estructura familiar (A. Dundes
1993).
También en los años recientes hay un resurgimiento del ensayo muy breve, para el cual
se utiliza simplemente la palabra Short (Corto) (J. Kitchen 1996). Y otro tanto ocurre en
el caso del cortometraje, los videoclips y la caricatura periodística. Los textos
ensayísticos de brevedad extrema de escritores como Jorge Luis Borges, Virginia Woolf
y Octavio Paz son una lección de poesía, precisión y brillantez que compiten con los
textos más extensos de los mismos autores. Tal vez esto explique también el
resurgimiento de otros géneros de brevedad extrema, como el Hai Ku (W. Higginson
1985) y los cuentos alegóricos de las distintas tradiciones religiosas (derviches,
budistas, taoístas, etc.).
Diversidad
En todos los estudios sobre minificción hay coincidencia en el reconocimiento de que
su característica más evidente es su naturaleza híbrida. La minificción es un género
híbrido no sólo en su estructura interna, sino también en la diversidad de géneros a los
que se aproxima. En este último caso, es evidente la reciente tradición de antologar
cuentos muy breves de carácter policiaco o de ciencia ficción, con títulos ligados a su
naturaleza genérica y breve, como Microcosmic Tales (Microhistorias cósmicas) (I.
Asimov, M. Greenberg & J. Olander 1992) o 100 Dastardly Little Detective Stories
(100 relatos policiacos cobardemente pequeños) (R. Weinberg, S. Dziemianowicz & M.
Greenberg 1993). Como ya ha sido señalado en diversas ocasiones, resulta difícil
distinguir la escritura de poemas en prosa de la narrativa más breve, razón por la cual
un mismo texto, especialmente en el ámbito hispanoamericano, es incluido con mucha
frecuencia simultáneamente en antologías de cuento, en antologías de ensayo y en
antologías de poema en prosa (cf. L. Zavala 1996).
También la diversidad genérica de la minificción permite incluir en su interior un tipo
de narrativa ilustrada de naturaleza artística y didáctica, generalmente de corte irónico,
conocido como mini-historieta. Se trata de viñetas en secuencia que en conjunto no
rebasan el espacio de una página y que narran una historia unida a las demás del mismo
libro por un tema común, dirigido a un público especializado (C. Sifax 1997).
Un caso particular de hibridación en la escritura contemporánea son los bestiarios y las
fábulas. Está ampliamente documentada la rica tradición de la escritura fabulística en
Hispanoamérica, en particular la escritura de fábulas con intención política en el interior
de las comunidades indígenas durante el periodo colonial y hasta las últimas décadas
del siglo XIX (M. Camurati 1978).
La tradición fantástica que produce un numeroso contingente de bestias mágicas y seres
sobrenaturales es genuinamente universal, y ha producido sus propios diccionarios
especializados, que constituyen acervos de relatos breves con diversos subtextos en
espera de ser explorados. Así, además de los diccionarios de monstruos, hadas,
dragones, ángeles, gárgolas y otros seres imaginarios surgidos en el contexto europeo,
en Hispanoamérica contamos también con una gran riqueza de bestiarios fantásticos.
Este recuento de bestiarios hispanoamericanos debe incluir, por lo menos, a tres
trabajos imprescindibles. En primer lugar el Manual de zoología fantástica (1954) de
Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero; el Bestiario (1959) de Juan José Arreola y Los
animales prodigiosos (1989) de René Avilés Fabila. En el terreno de la fábula es
ampliamente conocido el trabajo paródico de Augusto Monterroso, La oveja negra y
demás fábulas (1969), recientemente traducido al latín (1988).
El Bestiario de Indias del Muy Reverendo Fray Rodrigo de Macuspana (UAEM, 1995),
compilado por Miguel Angel de Urdapilleta, reúne materiales de muy diversas fuentes y
en los cuales reconocemos a la vez subtextos alegóricos y un compendio de
conocimientos empíricos de diversa naturaleza. Como complemento de esta antología
acaba de ser publicado el primer Diccionario de bestias mágicas y seres sobrenaturales
de América (UdeG, 1995) compilado por Raúl Aceves. Conviene señalar que estos
trabajos han sido publicados muy recientemente, en el año 1995, por las universidades
del Estado de México y de Guadalajara, respectivamente. Cada uno de estos volúmenes
forma parte de proyectos de investigación de mayor alcance sobre estas formas de
narrativa muy breve.
Complicidad
Todo acto nominativo es un acto fundacional. La responsabilidad de fijar un nombre a
un género proteico ha generado una enorme diversidad de términos y diversas formas
de complicidad entre lectores y textos. Pero tal vez es necesario señalar que los
términos técnicos más precisos se apegan a distinguir los textos en función de su
extensión relativa. Veamos algunos ejemplos. Alfonso Reyes llamó apuntes, cartones y
opúsculos a sus trabajos más breves. Otros autores, especialmente los que han escrito
poemas en prosa, han llamado a sus textos más breves, respectivamente, detalles,
instantáneas y miniaturas. Otros más se refieren a sus cuentos muy cortos como
cuadros, situaciones y relaciones de sucesos (A. Reyes; Genaro Estrada y Carlos Díaz
Dufoo, cit. en L. H. Helguera, 31, 27, 19). En todos estos casos se trata de textos cuya
extensión efectivamente es menor a una página, y que la crítica no ha dudado en incluir,
indistintamente, en las antologías de cuento, de ensayo y de poema en prosa, pues su
naturaleza híbrida los ubica en estos terrenos a la vez. Estos textos, como ya ha sido
señalado, son más breves que la llamada ficción súbita o incluso que la llamada ficción
de taza de café o de tarjeta postal (I. Zahava). Se trata, en suma, de lo que Cortázar
llamó textículos o minicuentos, y que aquí llamamos cuentos ultracortos o,
simplemente, minificción. ¿Por qué el nombre es tan importante? El nombre genera
expectativas específicas en los lectores, quienes esperan algo muy distinto al leer títulos
como Textos extraños (Guillermo Samperio, 1981) o Cuentecillos y otras alteraciones
(Jorge Timossi, 1995), aunado al hecho de que el primero está ilustrado con dibujos
experimentales y autoreferenciales, mientras el segundo está ilustrado por las
caricaturas de Quino. Todavía, sin duda, hay espacio para la creación de otros títulos a
la vez imaginativos y precisos. Un título neutral como Quince líneas, seguido del
subtítulo Relatos hiperbreves (Círculo Cultural Faraoni, 1996) es menos literario que el
sencillo Cuentos vertiginosos (Beatriz Valdivieso 1994).
El arte de titular los textos y sus respectivas colecciones no es sólo responsabilidad del
autor y el editor, pues los lectores también intervienen al hacer de una expresión
literaria parte del habla cotidiana. Sin embargo, es muy improbable que se lleguen a
adoptar los nombres nuevos presentados por los escritores William Peden (que propuso
el término ficción escuálida), Philip O'Connor (quien propone llamar cue a los textos
más breves que un cuento) o Russell Banks (quien propone llamarlos poe, en homenaje
a Edgar Allan Poe). Dice Russel Banks: "Yo escribo poes". Pero difícilmente alguien
escribirá en su pasaporte: Profesión: Escritor de cue (R. Shapard & J. Thomas 1989;
248, 258, 259).
Fractalidad
El concepto de unidad es uno de los fundamentos de la modernidad. Así, considerar a
un texto como fragmentario, o bien considerar que un texto puede ser leído de manera
independiente de la unidad que lo contiene (como fractal de un universo autónomo) es
uno de los elementos penalizados por la lógica racionalista surgida en la Ilustración. Sin
embargo, ésta es la forma real de leer que practicamos al final del siglo XX. Entre los
Derechos Imprescriptibles del Lector, incluye Daniel Pennac el derecho inalienable a
saltarse páginas, el derecho a leer cualquier cosa y el derecho a picotear. Sobre este
último, dice el mismo Pennac en su libro Como una novela: Yo picoteo, tú picoteas,
dejémoslos picotear.
Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra
biblioteca, abrirlo en cualquier parte y meternos en él por un momento porque sólo
disponemos de ese momento. (…) Cuando no se tiene el tiempo ni los medios para
pasarse una semana en Venecia, ¿por qué rehusarse el derecho a pasar allí cinco
minutos? (…) Dicho esto, puede abrirse a Proust, a Shakespeare o la Correspondencia
de Raymond Chandler por cualquier parte y picotear aquí y allá sin correr el menor
riesgo de resultar decepcionados (Pennac 1997, 162). En otras palabras, la
fragmentariedad no es sólo una forma de escribir, sino también y sobre todo una forma
de leer. Veamos entonces algunos testimonios de estas lecturas fragmentarias, en las
que se toman muy en serio textos que en otro momento habrían sido pasados por alto o
estudiados como parte de una unidad mayor. Uno de los casos más interesantes es el del
capítulo 68 de Rayuela, que hasta ahora ha sido objeto de diversos estudios lingüísticos
y literarios, como un texto con autonomía en relación con el resto de la novela. Pero
como complemento de lo anterior también encontramos los libros de varia invención,
como género omniscio propuesto en su momento por Juan José Arreola, y en general
las minificciones que resulta conveniente leer como parte de una serie. Este es el caso
de cada una de las Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar; los Ejercicios de
estilo de Raymond Queneau; las Nuevas formas de locura de Luis Britto García o la
serie de Las vocales malditas de Oscar de la Borbolla.
Esta relación entre la unidad y el fragmento puede llegar a extremos de ambigüedad
estructural, como en el caso de las crónicas de viaje escritas en forma de viñetas
reflexivas (El imperio de los signos de Roland Barthes); el autorretrato como serie de
imágenes introspectivas (Roland Barthes por Roland Barthes) o la creación de
antologías cuya organización invita a leer los textos incluidos en ella de manera
sugerente. Así, la compilación de tiny stories (historias pequeñas) elaborada por
Rosemary Sorensen en Nueva Zelandia reúne a escritores chinos y australianos y les da
una unidad inesperada, al dividir su compilación en seis secciones lógicas y a la vez
imaginativas. Las secciones son las siguientes: ¿Quién? Historias de identidad confusa.
¿Cuándo? Historias sobre la memoria y el sentido. ¿Cómo? Historias sobre el arte de
contar historias. ¿Por qué? Historias acerca de por qué la gente hace lo que hace.
¿Dónde? Historias acerca de otros lugares y otros tiempos. Y finalmente ¿Qué?
Historias de resistencia. En este caso, la misma organización es una invitación a la
relectura y una afortunada propuesta de interpretación.
Estos y otros muchos síntomas de las estrategias de lectura de textos muy breves nos
llevan a pensar que el fragmento ocupa un lugar central en la escritura contemporánea.
No sólo es la escritura fragmentaria sino también el ejercicio de construir una totalidad
a partir de fragmentos dispersos. Esto es producto de lo que llamamos fractalidad, es
decir, la idea de que un fragmento no es un detalle, sino un elemento que contiene una
totalidad que merece ser descubierta y explorada por su cuenta.
Tal vez la estética del fragmento autónomo y recombinable a voluntad es la cifra
estética del presente, en oposición a la estética moderna del detalle. La fractalidad
ocupa el lugar de fragmento y del detalle ahí donde el concepto mismo de totalidad es
cada vez más inabarcable (O. Calabrese).
Fugacidad
La pregunta por la dimensión estética de la minificción es una de las más complejas de
esta serie. Cuando encontramos minicuentos de naturaleza marcadamente híbrida
podemos preguntarnos, con razón: ¿son cuentos? (V. Rojo 1997). Algún estudioso de la
minificción ha llegado a afirmar sin ningún reparo que las mejores formas de
minicuento son los chistes (J. Stern 1996). Pero aquí podemos preguntarnos: ¿son
literatura? Una posible respuesta a estas preguntas se encuentra en las lecturas más
especializadas que se están realizando sobre estos textos y que contribuyen a crear, si
no un canon (lo cual sería virtualmente imposible) sí al menos un consenso acerca de la
naturaleza de estos materiales y acerca de lo que vale la pena de leer, escribir y estudiar.
Me refiero a las lecturas de minificción original que se se hacen en los concursos de
minicuentos; a la publicación de antologías; a la edición de revistas dedicadas a la
minificción, y a la elaboración de estudios especializados. Los concursos se han
multiplicado durante la década final del milenio y siguen creciendo a un ritmo
vertiginoso. Tal vez el más antiguo es el Concurso del Cuento Brevísimo de la revista
El Cuento de México, creado hace ya casi veinte años y cuyo límite son las 250
palabras.
También existe desde 1986 el Florida State University's World's Best Short Story
Contest (Concurso del Mejor Cuento del Mundo convocado por la Universidad del
Estado de Florida), cuyo límite también se ubica en las 250 palabras, es decir, el espacio
aproximado de una cuartilla. Los organizadores de este último han publicado ya una
antología de los cuentos que han obtenido los primeros lugares durante estos doce años
(J. Stern 1996).
Más recientemente se han creado otros concursos en América Latina, como el Concurso
Anual de Minicuentos de la Dirección de Cultura del Estado de Araguá (Venezuela); el
Concurso de Minificción de la revista Maniático Textual (Argentina); el Concurso de
Minicuentos y Minipoesía de la revista Casa Grande (Comunidad de Colombia en
México) y el Concurso de la revista Zona (Colombia), donde se publicó en su momento
un original Manifiesto del Minicuento.
Por último, mencionemos la existencia desde 1993 de la revista 100 Words, que publica
The International Writing Program, The University of Iowa (el programa internacional
de escritores de la Universidad de Iowa). Esta revista es bimestral y publica cuentos y
poemas con una extensión de 100 palabras, a partir de un tema propuesto de antemano
por los editores. La invitación para colaborar en esta revista está dirigida a todos los
escritores que alguna vez han sido parte del programa, y en el cual han participado
escritores de 72 países.
En lo que respecta a los estudios especializados, pocas novelas o cuentos de extensión
convencional han recibido la atención crítica que ha merecido "Continuidad de los
parques" de Julio Cortázar. Este cuento, con una extensión de dos páginas, no sólo ha
sido objeto de más de una docena de artículos especializados y capítulos de libros (cf.
L. Zavala, Cuentos sobre el cuento, en prensa), sino que incluso ha sido objeto de tesis
de grado y posgrado (A. Cajero 1992). Otros textos de minificción han recibido similar
respuesta de los lectores especializados, como es el caso del cuento de Oscar de la
Borbolla "El hereje rebelde" (C.A.Quiroz y V.Vargas 1994), incluido en su serie de
cinco cuentos Las vocales malditas.
En diversos libros de texto de nivel elemental, de educación secundaria y de educación
básica superior se han incluido numerosas minificciones de autores tan diversos como
Julio Cortázar, Julio Torri, Guillermo Samperio, José de la Colina, Jorge Luis Borges y
un largo etcétera. Tal vez la familiaridad que numerosos lectores tienen con este género
de la brevedad se debe en gran medida a estas formas de iniciación a la fuerza que tiene
la brevedad (Palou 1996).
El caso extremo de relación paradójica entre la extensión de un minicuento y la
respuesta crítica que ha generado es "El dinosaurio" de Augusto Monterroso, que ha
sido objeto de numerosos artículos, capítulos de libros y tesis. Entre los más conspicuos
aquí recordamos el artículo de Juan Villoro, "Monterroso, libretista de ópera" (J.
Villoro 1995). Pero tal vez un indicador aún más sorprendente que todos los anteriores
del lugar que ocupa la escritura de minificción en este momento es el curso
universitario diseñado con toda clase de ejercicios y recomendaciones para escribir
minificción, publicado en 1997 por Roberta Allen con el título Fast Fiction. Creating
Fiction in Five Minutes (Ficción rápida. Cómo crear ficción en cinco minutos).
Virtualidad
La minificción es lo que distingue a los cibertextos. Si los cibertextos son la escritura
del futuro, entonces la minificción es el género más característico del próximo milenio.
¿Qué es un cibertexto? Un cibertexto es el producto de utilizar un programa interactivo
frente al cual el lector ya no sólo elabora una interpretación, sino que participa con una
intervención sobre la estructura y el lenguaje del texto mismo, convirtiéndose así en un
coautor activo frente a la forma y el sentido último del texto. Si lo que está en juego en
la lectura de los cibertextos no es sólo su interpretación, sino una intervención directa
en la naturaleza del texto, en esa medida lo que está en juego en el cibertexto no es una
representación de la realidad, sino la presentación de una realidad textual que es
autónoma y no tiene referentes externos. El paso del texto al cibertexto es similar al de
la lectura sobre el papel a la intervención en el hipertexto interactivo sobre la pantalla
de la computadora. La creación de estos nuevos medios lleva a la producción de nuevos
juegos literarios, así como a la creación de talleres literarios de carácter interactivo y a
la escritura de cuentos virtuales de carácter multimedia.
Todo lo anterior, en el campo de la literatura, genera lo que recibe el nombre de textos
ergódicos ¿Qué es la literatura ergódica? (E. Aarseth 1997). El término proviene de
ergon (trabajo) y hodos (camino). Lo que podríamos llamar cuentos compactos o
cuentos ergódicos es una escritura fragmentaria que genera sus propios lectores
virtuales, cada uno de los cuales se concretiza en cada acto de lectura activa frente al
texto. Y precisamente la minificción se encuentra en el centro de estas estrategias de
descentramiento de la escritura textual.
Podríamos concluir recordando que en sus Seis propuestas para el próximo milenio
Italo Calvino construyó un horizonte estético, con mucho sentido común, a partir de
elementos como Levedad, Rapidez, Exactitud, Visibilidad, Multiplicidad y
Consistencia. Son todas ellas propuestas surgidas de la experiencia de un escritor
ejemplar.
Las propuestas presentadas aquí son sólo otras tantas maneras de elaborar un homenaje
al género de mayor Brevedad, Diversidad y Fugacidad de la escritura contemporánea, y
un reconocimiento a su elevado potencial de Complicidad, Fractalidad y Virtualidad. La
minificción es la clave del futuro de la lectura, pues en cada minitexto se están creando,
tal vez, las estrategias de lectura que nos esperan a la vuelta del milenio.
FIN
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Valera, Manuel: Adivinanzas. México, UNAM, 1988
Moss, Steve, ed.: The World's Shortest Stories. Murder. Love. Horror. Suspense. All
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words long! Running Press, Philadelphia, 1998
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mexicano. Homenaje a Luis Leal. Compilación de Sara Poot. México, UNAM, 1996 -------: "Bibliografía sobre metaficción en los cuentos de Cortázar" en Cuentos sobre el
cuento. Volumen 4 de la serie Teorías del Cuento. México, UNAM, en prensa
-------- et al.: Lecturas simultáneas. La enseñanza de la lengua y la literatura con
especial referencia al cuento ultracorto. México, UAM Xochimilco, en prensa
* Profesor investigador titular en la Universidad Autónoma Metropolitana, Campus
Xochimilco, México.
El Cuento en Red, Nº1: Primavera, 2000.
44 consejos para jóvenes escritores
Anónimo
Copiar en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus
inicios, probar todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
Contemplar la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras... con actitud de
asombro, de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas percepciones que así tengamos
de todo ello.
Inventar nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.
Mirar los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir sobre la
nueva forma de percibirlos.
Inventar un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen entre
sí.
De entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más simple, la
más atractiva o la primera que podamos atrapar, sin preocuparnos por perder las
restantes en el camino.
Es bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en la
respiración, para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras que pasen por la
mente y llevarlas a la página.
Se puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín telefónico, la carta de un
restaurante o la cartelera de los cines.
Plantearse la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar en
un texto la que más nos conmueva.
Observar lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de periódicos
sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.
Estar alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que dan
forma a la angustia.
Escribir sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos;
simplemente, hacerlo.
Escribir sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e íntima
liberación.
Imaginar varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como
método para contar algo desde distintos puntos de vista.
Repetir un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados y
recoger la mayor cantidad posible de material vivencial.
Imaginar un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno mismo y
escribir "durante" el viaje.
Planificar un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las
representaciones imaginarias.
Practicar el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde
un día completo hasta una semana, un mes... y anotar lo que experimentamos en ese
lapso.
Escribir un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños,
experiencias vividas, sonidos, perfumes...
Escribir un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse uno
mismo con otra persona.
Encontrar las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos
provoquen para constituirlas en componentes de una imagen.
Apelar a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones y
sensaciones táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para constituir imágenes.
Dividir un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar
con ellas en un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas piezas o
partes.
Inventar situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las funciones
del lenguaje.
Reunir todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de ellos, para
constituir una narración: noticias periodísticas, telegramas, poemas, diálogos
escuchados al pasar, etcétera.
Analizar todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles
que en torno a ellas nos aporta material para un texto o nos permite, directamente,
constituir el texto.
Inventar imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de frases
hechas, y desplegarlas literalmente en un texto.
Tomar una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara desconocida
como método para conseguir material literario.
Coleccionar refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.
Inventar refranes y jugar con su sentido literal.
Prestar atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento
ocurrido en un espacio común -un bar, el metro, un edificio, la playa- en un episodio
capaz de desencadenar otros muchos.
Elegir momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo que
sucede a nuestro alrededor, más cerca y más lejos.
Inventariar palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el esqueleto de
una historia.
Tomar todo tipo de secretos: un "secreto de familia", un "secreto de confesión", "el
secreto de estado", "el secreto profesional", como motores de un texto.
Hurgar en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos atrevemos a
expresar y ponerlo en boca de un personaje.
Confeccionar una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para
un texto en el que se omita algo específico.
Invertir el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la ficción.
En consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto.
Emborronar folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por
ninguna razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata sorpresa para
su autor. Dado que escribió asociando libremente, el material acopiado será
heterogéneo y muy aprovechable para ser transformado en texto literario.
Contar lo diferente y no lo obvio de cada día.
Trazarse un boceto de escritura "en ruta" y atrapar las ideas susceptibles de ser
incorporadas a nuestra futura obra.
Recopilar anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su totalidad.
Del intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y comentarios
reveladores.
Imitar una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje de las
palabras.
Rescatar la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.
Algunas notas sobre los diálogos
Rodolfo Martínez
Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No
parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá
hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra
atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en
profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar
para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera
evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente
hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una
imagen clara de cómo es.
Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión: La frasecita sin importancia de
"si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un
cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente
escrito en sus partes narrativas y descriptivas, resulte luego un completo fiasco a causa
de la pobreza de sus diálogos. Últimamente he tenido la oportunidad de leer bastante
material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener
más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen
tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a
avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los
personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra
de teatro.
¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más
importante, debe sonar natural a nuestros oídos mentales de lector, que parezca (aunque
en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oír por la calle o decir él
mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica
vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo
introducirlos.
Trataré cada uno de estos temas por separado.
La naturalidad
Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a
usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo
iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones
subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.
Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más
miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos
que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo
caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a
servirse exclusivamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos
tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido",
por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirán
de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos
describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar
el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su
habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán,
evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán
igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su
profesión.
Ese tema, el de la jerga, es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada
forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes
que estar bien enterado de qué términos usan los médicos. No digo que llegues al nivel
de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y
tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para
no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.
El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que sólo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor:
"el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo
lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta"1. Un
ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica2, donde el autor,
partiendo del vocabulario ruso, crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los
pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una
forma tan paulatina, y con un contexto tan esclarecedor, que uno apenas necesita mirar
el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En
nuestro país podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones3, novela olvidable en
casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor
somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el
sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta
el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los
más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y
alegóricos.
Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio, y en ese aspecto
quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, férreamente
estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de
Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo
a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo
comienza en ella."4
Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber
cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir
una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es
donde interviene el oído del escritor, su intuición y sus años de oficio.
En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de
discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se
interrumpe unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y
aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que
Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde
"Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe, llegue
Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no
es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.
Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones
sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va
derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así.
En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la
literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay
determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos
contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos
exponer, pero al mismo tiempo hemos de ser consecuentes con la caracterización de
nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a
divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la
conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.
También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es
más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento
dado, suelte una palabrota para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué
no? No hay que tener miedo a las palabrotas, la gente las usa cuando habla y, aunque el
escritor no debe abusar de ellas, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso.
Nada resulta más ridículo que un individuo que supuestamente está furioso, diciendo:
"¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá
"córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares,
pero uno o dos palabrotas insertadas en una conversación de forma natural ayudan a
hacerla más creíble, siempre que no nos pasemos.
Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que éste es válido? Una solución
puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos
salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en
la página escrita y que al ser oídos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin
embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en
una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que
para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una
gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es
bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan
poco"5. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus
habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de
tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede
sonar perfecto al oírlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No
olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo
escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.
¿Qué hacer, entonces?
Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y,
si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso
es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El
genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las
inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de
esforzarse".
Dar informacion. ¿Cómo?
Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo,
es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable
al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo6.
Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de
mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El
primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro
que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil
hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a
un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo
de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de
la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista,
emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que
estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder
demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de
acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el
escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando
uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El
que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene
cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho,
es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo
que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible
que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?
La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención
parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo
dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más
o menos así:
-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por
sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna
manera.
Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no
habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere
de lo que les ha pasado.
La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que
uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los
acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido
tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato, un fragmento de un
supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las
Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace
Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una
conferencia de carácter histórico-político.
Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la
intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la
verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso
impunemente.
Los Interlocutores
Dice Umberto Eco que cuando se puso a escribir El nombre de la rosa: "las
conversaciones me planteaban muchas dificultades. [...] Hay un tema muy poco tratado
en las teorías de la narrativa: [...] los artificios de los que se vale el narrador para ceder
la palabra al personaje"7. Como no hay nada mejor que un ejemplo, véase el siguiente,
que es el mismo que Eco propone en su libro: dos personajes se encuentran y uno le
pregunta al otro que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta a su vez
qué tal está el primero. Como veremos enseguida, hay muchas formas en las que puede
ser presentada esta conversación, y no todas son iguales:
A: -¿Cómo estás? -No me quejo, ¿y tú?
B: -¿Cómo estás? -dijo Juan. -No me quejo, ¿y tú? -dijo Pedro.
C: -¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan. -No me quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en
tono de burla.
D: Dijo Juan: -¿Cómo estás? -No me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego,
con una sonrisa indefinible-: ¿Y tú?
Umberto Eco propone un par de ejemplos más, pero estos cuatro son suficientes. A y B
son prácticamente idénticos, pero C y D son muy distintos a estos y, a la vez, muy
diferentes entre sí. Como vemos, la mano de un narrador se mete en mitad de la
conversación y altera completamente el efecto que nos produce ésta. En C y D vemos
unas connotaciones en la respuesta de Pedro que están completamente ausentes de A y
B.
¿Cuál es la solución más adecuada? Tema difícil, y no creo que se pueda hablar en este
caso de una solución más adecuada que otra. Cada autor tendrá sus gustos al respecto,
sus propias ideas, y estas se reflejarán en la forma de presentar los diálogos.
Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba acotaciones, nos decía muy poco sobre la
voz o el estado de ánimo del que hablaba, se limitaba a transcribirnos sus palabras, para
así preservar las posibles ambigüedades que pudieran surgir al interpretar el lector la
conversación. Esto está bien, si uno realmente quiere que las ambigüedades que surjan
queden ahí. Si no, la intervención del narrador es obligada. Al fin y al cabo, para eso
está, para decirnos que Pedro sonreía maliciosamente cuando decía que estaba bien, o
que Juan hablaba de forma agitada cuando preguntaba.
Mi opción personal es prescindir de las acotaciones, salvo de las más elementales en
una primera escritura. Luego, cuando llega el momento de corregir el texto, vas viendo
si son necesarias más, si te interesa recalcar que Juan jadeaba cuando Pedro tocó
determinado tema, o si prefieres no poner sobre aviso al lector sobre las reacciones del
personaje. Depende. Como ya he dicho, es una opción personal.
Lo que sí debemos tener bien claro es qué nos proponemos con un diálogo. ¿Queremos
simplemente intrigar al lector, engancharle a los acontecimientos pero seguir dejándole
en la ignorancia o incluso en la confusión en algunas partes? Entonces no seremos
demasiado prolijos. Por el contrario, si no deseamos que el lector llegue a una
conclusión errónea sobre el diálogo que acaba de leer utilizaremos las acotaciones para
romper las posibles ambigüedades que surjan en la conversación.
Entroncado con esto, me gustaría comentar muy brevemente otro defecto de los
escritores primerizos: utilizar demasiados interlocutores en el mismo diálogo. Una
conversación a dos bandas ya tiene sus propias dificultades, pero si metemos a tres o
incluso cuatro participando en ella, la dificultad se multiplica.
Los dos fallos que se suelen producir más a menudo son los siguientes:
1.Cada personaje suelta su parrafada de información y convierte el diálogo en un
número variable de monólogos.
2.Llega un momento en que el escritor se pierde y no sabe realmente quién está
hablando. O, si lo sabe, no es capaz de hacérselo claro al lector y es éste entonces el que
se pierde.
Mi consejo es empezar con cierta modestia y precaución: dos interlocutores, tres a lo
sumo. Ya es bastante difícil de por sí como para complicarnos más todavía.
Si, por razones estructurales, necesitamos que en determinada conversación haya
presentes cuatro o cinco personajes, existe un truco para ello. Diseñar el diálogo como
si se desarrollase solo entre dos interlocutores. Y luego, coger la parte del diálogo de
uno de ellos y dividirla a su vez entre otros dos o tres personajes. Si se hace con el
suficiente cuidado, el lector tendrá la impresión de que todos hablan, y la dificultad para
el escritor no habrá aumentado en exceso.
Conclusión
Un pájaro aprende a volar cayéndose del nido y un escritor aprende a escribir
pergeñando bodrios, a veces durante años y años y a veces, por desgracia, durante toda
su vida. Las notas que he expuesto más arriba pueden resultar o no de utilidad, pero
ningún consejo sustituirá a la práctica. El escritor se hace escribiendo, emborronando
miles de páginas.
Y se hace también leyendo, aprendiendo cómo otros escritores antes que él han resuelto
los mismos problemas a los que él se enfrenta ahora.
Y, en el caso concreto de los diálogos, se hace escuchando. Si un escritor debe ser un
observador de lo que le rodea (sí, incluso un escritor de ciencia ficción o fantasía
porque, no nos engañemos, estaremos en la Tierra Media o en Akasa-Puspa, pero
seguimos escribiendo sobre hombres y mujeres -o alienígenas y elfos- contando qué les
pasa y cómo reaccionan ante lo que les pasa), debe serlo especialmente de lo que se
dice junto a él si aspira a escribir algún día diálogos que resulten creíbles como tales.
Termino ya, recomendando a cinco autores que, desde mi parcial punto de vista, han
sobresalido como constructores de diálogos y quizá puedan ayudar al escritor bisoño a
enfrentarse con este tema. La elección de estos cinco en favor de otros puede parecer
subjetiva. No os llaméis a engaño: lo es. Son autores cuyo manejo de la conversación
me ha influido enormemente en un momento u otro: Miguel Delibes, uno de los oídos
más finos y sensibles de la literatura española. Sus diálogos en Los santos inocentes
siguen siendo, para mí, el mejor ejemplo del habla rural convertida en arte que existe en
nuestras letras.
Raymond Chandler, cuyos personajes utilizaban el diálogo como arma cuando no
podían hacerse con una pistola. Las réplicas y contrarréplicas de Marlowe, casi a ritmo
de ametralladora, son siempre ingeniosas, fluidas, vibrantes. Sus diálogos más
delirantes quizá estén en Adiós, muñeca.
Isaac Asimov. Sí, habéis leído bien, Isaac Asimov. Sus diálogos son funcionales, no
resultan casi nunca forzados y, sin florituras de ninguna clase, resultan creíbles. Como
ejemplo citar El fin de la eternidad o algunos capítulos de la primera parte de Los
propios dioses.
Pese a la vacuidad de contenido de muchas de sus conversaciones, Frank Herbert y
Robert Heinlein. Especialmente este último en El número de la bestia, que más que una
novela (como tal resulta bien pobre) es un manual de cómo escribir buenos diálogos.
NOTAS
1.Chandler, Raymond. Cartas y escritores inéditos, Ediciones de la Flor, Buenos Aires,
1976.
2.Burgess, Anthony. La naranja mecánica, Minotauro, Barcelona, 1976.
3.Martín, Andreu: Ahogos y palpitaciones, Ultramar, Barcelona, 1987.
4.Chandler, Raymond. El simple arte de matar, Bruguera, Barcelona, 1980.
5.Mendoza, Plinio Apuleyo. El olor de la guayaba, Bruguera, Barcelona, 1982.
6.Claro que Frank Herbert y Robert Heinlein quizá no estuvieran muy de acuerdo
conmigo, visto como les encantaba poner a varios personajes hablando durante algunos
cientos de páginas sin que dijeran absolutamente nada. Eso sí, haciéndolo de una forma
muy entretenida (la apostilla no es mía, sino de Juan Parera).
Cómo escribir un cuento policíaco
G.K. Chesterton
Que quede claro que escribo este articulo siendo totalmente consciente de que he
fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi
autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre
de estado o estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la
vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven
estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo
creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier
actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más
frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas
menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La
verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de
cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que
no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y
encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que
resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero
he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa,
que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy
afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este
sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que
todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o
más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la
investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será
un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta
mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por
los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia
los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El
robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al
hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se
adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las
miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan
científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de
una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos
consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o
sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la
razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la
descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida
y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.
En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me
pongo lo que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin
ninguna chispa, gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la
atención, incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.
Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier
otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe
para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no
simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta
de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la
mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los
escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y
que, mientras los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta
sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no
debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para
abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un
amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística,
por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos
de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados
ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la
oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto
acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock
Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido
completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial
clarear: el título es "Resplandor plateado" ("Silver Blaze").
El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la
complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple.
Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el
misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por
sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por
supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de
desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos
detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más
complejo aun que su solución.
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican
todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no
como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue
el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he
mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como
Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de
uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso
caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el
ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra
en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La
pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La
verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del
caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre
haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza.
Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace
el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que
sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar
actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que
esté muy a la vista. De otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad.
Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por
alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir
cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste
al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de
cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en
la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro
sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes
mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos
de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo
general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar
consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha
llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha
puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que
un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace
en una obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para
vigilar el jardín del medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor
hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un
agrimensor?. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin
reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el
cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando
por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la
historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una
miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al
escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un
agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué
esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a
este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá
como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen
parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos
pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un
vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es
una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo
a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo
tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible
que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y
algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en
mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un
derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo.
No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la
trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los
motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel
en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la
historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la
razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a
pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de
la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un
aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma
literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas
y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre
desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo
empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el
escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia
debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser
simplemente una alucinación.
Consejos para escribir ciencia ficción
Miguel Barceló
Nadie puede enseñar a escribir ciencia ficción, aunque muchas veces se ha intentado.
Escribir ficción es una habilidad acumulativa: a fuerza de escribir se van dominando las
técnicas narrativas y se obtienen mejores resultados.
Hay gente especialmente dotada que, de forma natural y espontánea, es capaz de
escribir muy bien desde el primer momento. Son pocos. La mayoría de los escritores ha
de realizar muchas pruebas e intentos para aprender a resolver los variados problemas
que plantea el hecho de escribir historias y entretener a los lectores.
A pesar de esto, recientemente han aparecido muchos libros, artículos y cursos que
"enseñan" a escribir y que, en realidad, pueden evitar perder mucho tiempo en las
primeras pruebas. Se trata, simplemente, de dar a conocer algunas de las cosas que los
escritores van aprendiendo con el tiempo y la experiencia. Pero nadie debe pensar que
se trata de recetas seguras.
Es necesario escribir y probar, volver a probar y, aún, volver a probar. Por ello éste es
uno de los muchos ámbitos en los que dar consejos resulta siempre arriesgado y, aunque
ahora voy a hacerlo, antes quiero recordar que siempre se puede decir aquello que se
atribuye a Napoleón: "No me deis consejos que ya sé equivocarme yo solo".
Otra advertencia antes de empezar. Aquí se habla, simplemente, de narrativa
tradicional. También caben en la ciencia ficción obras de tipo más experimental, pero
no las recomiendo en el inicio de una carrera de escritor. Un editor italiano de ciencia
ficción me hablaba, hace ya unos años, de cómo las mayoría de autores noveles
italianos le presentaban, en su primera novela, "la novela definitiva de su vida", aquélla
en la que ya habían incorporado todo el "mensaje" temático y estilístico que pretendían
transmitir. No es éste el punto de vista bajo el cual se escriben estas notas.
Mi enfoque aquí tiene mucha más relación con la narración entendida como un oficio y
no como un arte. Los oficios se pueden aprender con la práctica, mientras que, para las
artes, son imprescindibles cualidades especiales y no sólo habilidades. Por eso no creo
que sea posible enseñarlas. En la literatura hay obras de arte y de las otras. Si está
llamado a escribir obras de arte, nadie puede enseñar a hacerlo, tan solo usted puede
lograrlo al expresar lo que lleva dentro. Los artistas no deberían seguir leyendo. Pero si
lo que pretende es entretener e interesar a la gente (y no es poca cosa...) tal vez sí pueda
seguir haciéndolo.
En realidad, aunque tiene poco predicamento y a menudo se toma a broma, escribir
best- sellers es una habilidad interesante que se puede aprender, aunque el factor
definitivo es, casi siempre, que un editor acepte hacer un best-seller de su obra... aunque
sólo pensará en hacerlo si ésta supera unos mínimos.
En cualquier caso, empecemos.
Es imprescindible captar y mantener la atención del lector
Si es de aquellos (o aquellas) que saben explicar chistes, o de esos que cuando cuentan
una película a los amigos logran que éstos se sientan como si la estuvieran viendo, todo
irá bien. Si eso le ocurre, la verdad es que ya sabe explicar historias que es de lo que se
trata cuando se escribe narrativa como en el caso de la ciencia ficción que aquí nos
ocupa. Si no es un "narrador natural", hay cuatro o cinco cosas que se pueden aprender
y, tal vez, le pueden ahorrar horas y horas de pruebas. Eso es lo que voy a intentar
comentar aquí.
Lo primero que debe tenerse en cuenta, y aún más en los tiempos que corren, es que si
bien usted desea escribir, no es nada seguro que los demás deseen leer aquello que
escribe. Debería pensar siempre que el lector está sometido al reclamo de muchas más
actividades de ocio: televisión, cine, juegos de rol, juegos de ordenador, deportes, artes
y un larguísimo etcétera.
Si el lector le hace el favor de utilizar su precioso tiempo para leer sus historias, debe
ser a cambio de algo que le pueda compensar. Ese algo es muy diverso y, en el caso de
la ciencia ficción, las posibilidades aumentan.
Los elementos de la narración
Se puede interesar al lector describiendo un entorno nuevo y sorprendente: una sociedad
nueva, una tecnología diferente, unos seres extraños, unas costumbres distintas, etc. En
la ciencia ficción éste es un elemento con muchas posibilidades y, en realidad, el
famoso "sentido de lo maravilloso" de que se habla como rasgo característico del
género reside a menudo en ese entorno que los anglosajones etiquetan como
background.
También se puede interesar al lector con la idea central de su historia. A veces la idea
descansa, precisamente, en el entorno extraño en el que transcurre la narración y, si la
ciencia ficción es realmente una "literatura de ideas", muchas veces todo arranca a
partir de una idea. Veamos un ejemplo famoso: ¿qué ocurriría si el sexo de una persona
no fuese estable y, a lo largo de la vida de un individuo, éste pudiera ser tanto varón
como hembra? Una respuesta se puede encontrar en La mano izquierda de la oscuridad
de Ursula K. Le Guin, uno de los clásicos indiscutidos del género. En la ciencia ficción,
a menudo (aunque no siempre) la idea es el motor inicial de las narraciones o, en todo
caso, de la voluntad del escritor para narrar una historia.
Otra posibilidad es interesar al lector con los personajes. Pueden ser atractivos o
repulsivos pero, en cualquier caso, no deben dejar indiferente al lector. Fíjese, por
ejemplo, en los culebrones: J.R., en Dallas, era lo suficientemente malvado para
interesar a los espectadores como también interesan, por otras razones, los héroes
positivos. A menudo los lectores se identifican con uno de los personajes y éste es el
sistema más viejo y seguro para mantener la atención del lector. Eso sí, los personajes
deben reaccionar como lo haría un ser humano con los conocimientos y el carácter que
el escritor deja entrever que pueda tener el personaje. Y, lo más importante de todo, el
personaje central, el protagonista (y, si es posible, los demás también) debe cambiar en
algo como consecuencia de aquello que le ocurre. Todos sabemos que la vida nos va
cambiando poco o mucho y no sería verosímil que un personaje pase por un montón de
aventuras y no evolucione.
En realidad, demasiadas historias de ciencia ficción tienen poco prestigio literario o
narrativo debido a que los personajes son de "cartón-piedra" y no reaccionan como
cabría esperar lógicamente como consecuencia de todo lo que les ocurre. Piense por
ejemplo en el Hans Solo de La guerra de las galaxias, el James Kirk de la primera Star
Trek, o, para seguir con Harrison Ford, en las películas de Indiana Jones. Para ellos las
aventuras no significan nada. Siguen siempre igual. No es creíble. Intente evitarlo.
Pero si, a veces, aceptamos personajes que no evolucionen, con toda seguridad es
porque la trama de la historia resulta suficientemente interesante y mantiene la atención
del lector o espectador. Las aventuras de Indiana Jones, Hans Solo o James Kirk son,
por sí solas, lo bastante eficientes para mantener el interés de los que siguen la historia.
Aquí se hace imprescindible un consejo: no lo cuente todo, deje que el lector siga
intrigado por algo que le mueva a girar una hoja tras otra. Fíjese, por ejemplo, en la
técnica de los culebrones que van liando y liando el argumento para mantener el interés
de los espectadores. Aunque, eso sí, si complica la trama debe pensar que la narración
ha de finalizar atando todos los cabos de forma que el lector no se sienta engañado. A
los autores de culebrones puede no serles necesario, pero a los buenos narradores de
ciencia ficción sí. Por otra parte no olvide nunca que algo de misterio es, a menudo,
imprescindible: imagine la pobreza temática de la saga de La guerra de las galaxias sin
la "Fuerza"...
En realidad para mantener la trama hacen falta conflictos. Los personajes deben tener
problemas y la trama debería explicar cómo se plantean esos problemas, cómo los
personajes buscan diversas soluciones y cómo se llega a la solución o, también, cómo
los personajes fracasan en su intento. Los problemas o conflictos deben ser tanto
grandes (el central en la narración) como pequeños (los que dan "vida" a la historia y
mantienen la acción en movimiento). Suele ser conveniente que haya un clímax general
que resuelva la historia, pero debe construirse a partir de pequeños clímax parciales que
resuelvan los problemas menores que van conduciendo la narración hasta la resolución
(o el fracaso de ese intento...) del conflicto principal. Es evidente que todo esto depende
mucho de la longitud de la narración y no se pueden dar recetas únicas. En cualquier
caso, sí conviene destacar aquí que personajes distintos deben resolver de formas
diferentes unos mismos conflictos o, para expresarlo aún con mayor claridad, a
personajes diferentes, unos mismos hechos les deberían generar conflictos diferentes.
Un breve resumen provisional
Ya tenemos cinco elementos que pueden mantener el interés del lector. Hay varios más,
pero éstos son los centrales en la gran mayoría de historias. Es lógico que en cada
narración pueda dominar uno o más de esos factores. En las novelas de aventuras a
menudo es la trama y los conflictos y los peligros a que se enfrentan los personajes el
aspecto dominante y lo que mantiene el interés del lector. En los relatos cortos a
menudo es una idea, mientras que en las narraciones más largas hay que organizar la
historia central rodeada de otras historias menores que la complementen, siempre y
cuando el lector no pueda encontrar gratuitas esas historias laterales y, además,
encuentre fácil relacionarlas de forma natural con el hecho central de la novela.
Para sintetizarlo podríamos decir que:
La trama es lo que sucede.
El conflicto es la razón final de lo que sucede, el motor de la trama.
El entorno es el lugar y las circunstancias donde sucede la trama.
Los personajes son aquellos a los que les suceden las cosas que ocurren, y quienes
evolucionan y cambian como consecuencia de lo que sucede.
La idea, si existe explícita como elemento central, es lo que ha movido al escritor pero,
y esto es muy importante, debe ser mostrada de forma indirecta por medio de los otros
elementos.
Conviene recordar que es imprescindible mantener la atención del lector mientras está
leyendo y, también, después de haberlo hecho. El lector, cuando acaba de leer, debe
pensar que le ha sido rentable el tiempo que ha otorgado a su narración. Puede haber
pasado un buen rato con ella y considerarla un buen entretenimiento aunque haya sido
intranscendente; o puede haber encontrado un interesante motivo de reflexión en una
buena idea especulativa; o sentirse maravillado por un entorno extraño y sorprendente.
Aunque no se debe olvidar que, muy a menudo, es el personaje central quien puede
haber focalizado y mantenido el interés del lector y, por lo tanto, aquello que perviva en
su recuerdo.
Inventar historias
Parece que el problema principal de los nuevos escritores es "encontrar las historias".
Muchos autores de esos libros o cursos que pretenden enseñar a escribir narrativa, dicen
que la pregunta más repetida es: ¿de dónde sacan los escritores sus historias? No hay
una receta fácil ni única. Graham Greene habló de la necesidad de que el narrador sea
un buen observador y yo creo que esto también vale para los escritores de ciencia
ficción: exagere algún rasgo de una tendencia social, tecnológica o económica
observable, ponga a un determinado personaje en un entorno extraño o en una situación
imprevista, invente lo que ocurriría si..., etc. Pero los caminos para encontrar historias
son muy variados. Siempre podrá encontrar alguno nuevo.
De hecho, tras años y años de ciencia ficción, la mayor parte de las historias que pueda
inventar es muy posible que ya hayan sido narradas.
Orson Scott Card aconseja que no se preocupe por ello. Es difícil que tenga ideas
nuevas que no hayan sido ya exploradas. Pero, aunque repita historias (evitando
siempre el plagio, evidentemente...), les puede dar un tono o un enfoque distinto, un
punto de vista nuevo. Piense, por ejemplo, en Aviso de Cristóbal García que ganó el
premio UPCF del año 1993 (BEM número 35). La historia que nos narra Cristóbal
posiblemente no sea nueva, pero el planteamiento lo es y el cuento resulta interesante y
efectivo. A veces, cuando le falten temas para nuevas historias, puede practicar a partir
de un viejo cuento que haya leído tiempo atrás y que todavía puede recordar. Sin
releerlo de nuevo, tan sólo a partir del recuerdo que guarda, escriba su versión. Cuando
lo haya hecho, compárela con el cuento original y fíjese en las diferencias. Es un buen
ejercicio. Como la memoria es siempre muy selectiva, puede ocurrir que su cuento
resulte francamente distinto del original y sea incluso utilizable. Robert A. Heinlein,
uno de los escritores más admirados en Estados Unidos, hablaba de tres tipos centrales,
y para él únicos, de historias:
chico-encuentra-chica: una historia de amor o de búsqueda o de fracaso de este amor.
Las variaciones son infinitas.
el sastrecillo valiente, o su inverso: la historia de un triunfo o de un fracaso.
el-personaje-que-aprende: la historia de alguien que piensa de una manera al iniciarse la
narración y que, como consecuencia de los conflictos y de lo que le sucede, cambia de
forma de pensar.
Seguro que hay muchas variaciones posibles, pero si Heinlein logró construir una
carrera de éxitos con esto, tal vez le pueda ser útil también a usted. Recuerde que
Heinlein fue el primero que logró vivir de su carrera como escritor de ciencia ficción.
En nuestro país eso es, por ahora, imposible, pero tal vez en un futuro... Alguien debería
comenzar.
Un camino para construir historias
Para finalizar esta breve recopilación de consejos le daré mi versión resumida de los
pasos más interesantes que los editores de Asimov's Science Fiction recomiendan para
escribir ciencia ficción, y es justo decir que parecen muy razonables:
Empiece con una idea.
Lleve esta idea a la vida por medio de un conflicto (no caiga en las disertaciones de
profesor, son demasiado aburridas...).
Utilice los personajes que mejor puedan "dramatizar" el conflicto, y haga que cambien
en su forma de ser o de pensar por efecto de lo que les sucede.
Establezca una secuencia de los hechos que ocurren, una trama, que pueda mostrar los
pasos principales a través de los cuales sus personajes detectan el problema o los
problemas, buscan las soluciones posibles e intentan llevar a la práctica dichas
soluciones.
Prepare un buen entorno para rodear y ambientar todo lo que sucede en la historia. Haga
que sea razonable. No hace falta que explique con detalle todo lo que haya pensado
como entorno pero, como futuro escritor que quiere ser, debe tenerlo muy claro en su
imaginación.
Si es posible, inicie la historia en mitad de un conflicto para atraer al lector. En la
mayoría de los casos, el escritor debería tener clara la estructura general de la trama:
planteamiento, nudo y desenlace según establece la tradición clásica, pero nadie le
obliga a que la narración sea completamente lineal.
Busque un buen punto de vista para explicar la historia. (Conviene decir que éste es un
apartado bastante complejo y que merecería un tratamiento aparte que ahora no es
posible).
Déjese de teorías y... ¡escriba!
Advertencia final
Todo esto es, debería resultar evidente, insuficiente para escribir profesionalmente, pero
no para empezar. Tal vez podría resultar interesante que intente estudiar algunos
cuentos o novelas que haya leído y lleve a cabo un sencillo ejercicio para buscar en
ellos los cinco elementos antes citados: identifique los conflictos principales, analice la
estructura de la trama, localice el punto de vista bajo el cual está narrada la historia, vea
cómo cambian los personajes principales, estudie la congruencia del entorno y lo que
aporta a la narración, sintetice la idea central. En realidad, la mayoría de los talleres
literarios funcionan así, aunque puedan ir acompañados de exposiciones más o menos
teóricas.
La práctica es, en definitiva, la única que enseña de verdad. Empiece analizando la
práctica de los demás y, también, practicando usted. El camino no es corto, pero vale la
pena.
El cuento versus novela
Citas
"La novela es como un veneno lento y el cuento, como un navajazo."
Marina Mayoral
"Entre el cuento y la novela hay la misma disparidad de criterios que entre un flechazo
que dura una sola noche y un matrimonio de décadas [...]. Los cuentos, se dice, son
intensos y las novelas estables."
Eloy Tizón
"La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en
la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras
que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte
por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza
estéticamente esa limitación."
Julio Cortázar
"[El cuento] vuela como una cometa dejando allá abajo el pesado costillaje de la novela,
ese portaviones siempre amenazado de desguace."
Valentí Puig
"Abomino de los que esbozan novelas escribiendo cuentos, de los cuentos engordados
con hormonas."
Vicente Verdú
"Mantengo una total animadversión a la idea del cuento como territorio propicio para el
aprendizaje del escritor, o como ámbito para empeños de menor voltaje, livianos u
ocasionales y banco de pruebas para otras empresas narrativas de mayor cuantía y
envergadura."
Luis Mateo Díez
"El hecho de que ambos géneros sean narrativos ha favorecido la confusión y ha
facilitado la tarea invasora de la novela, hasta el punto de que ha llegado a olvidarse que
sus respectivas tradiciones son muy distintas y la del cuento mucho más vieja y más
permanente. Pues así como la novela ha aparecido y desaparecido varias veces a lo
largo de la historia, el cuento se ha mantenido invariable hasta tiempos muy recientes."
Javier Marías
"Para mí el cuento no es un relato o una estampa, sin más, sino un mundo con entidad
propia, con argumentos sugerentes y abierto, pero de ciclo cerrado, si es posible con
pirueta final verosímil; con ironía y emoción en sus entrañas, con algo de de misterio o
intriga, vinculado a mi tiempo y con un lenguaje que sea médula, y no postizo, de lo
que narra."
Andrés Berlanga
"Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en
quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos."
Jorge Luis Borges
"Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta
el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas."
William Faulkner
"Si aceptáramos la aseveración de Ernesto Sábato que dice 'la prosa es lo diurno y la
poesía la noche: se alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de
los abismos', si estuviéramos de acuerdo con esta definición, entonces tendríamos que
situar el cuento en el preciso centro del atardecer, con toda su belleza efímera y
vacilante, pero con toda rotundidad de conclusiones luminosas, atmosféricas y
sentimentales."
Joan Rendé
"No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento
bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres
últimas."
Horacio Quiroga
"Los cuentos no toleran elementos accesorios. Todos los materiales del cuento tienen
una función principal: de ahí la difícil concisión a que obligan, que no está sólo en el
empleo de las palabras, sino -sobre todo- en la previa selección de los motivos."
José María Merino
"Innumerables son los relatos del mundo"
Roland Barthes
"Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que éstas se encuentran en todas partes.
El mundo está lleno de ideas germinales."
Patricia Highsmith
"Lo que más me importa en este mundo es el proceso de creación. ¿Qué clase de
misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una
pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de jambra, frío o lo que
sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien
se mira, no sirve para nada?"
Gabriel García Márquez
La creación de personajes
Anónimo
Manejo de elementos psicológicos para la creación
de caracteres perfectamente delimitables; asignación
de nombres a los personajes; el personaje anónimo;
el escritor como personaje.
Básicamente, un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia.
Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del
personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es
un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla
cabalmente.
Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto
general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos.
Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en
miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas.
Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de
Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas
de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto
original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de
madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro
Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas,
lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que
lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son
los días de la semana.
Como hemos visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en
una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el
escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es
preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El
que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un
personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha
abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por
ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas,
adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del
escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en
la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.
Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad
adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor
aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza
ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las
feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del
escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se
presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las
características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.
En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es
recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni
siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la
psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan
estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen
como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas
mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.
El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos
personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no
requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la
importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el
cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra
mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho
determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean
correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la
novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues
dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las
acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres
simples sólo determinados por un nombre.
Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se
verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor
para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que
tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás
personajes de la historia. En ambos momentos se van añadiendo o eliminando ciertas
características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea
la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo
llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.
La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad,
independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en
elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso
recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado
la profundización psicológica en la caracterización. En la novela, el escritor aplica sus
conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos
tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos,
deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece
como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus
razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.
Otro factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del
personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible
que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de
denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es
definido simplemente por su actividad -el periodista, la gran señora, el hombre- o por
un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible,
incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle
usando alguna de sus características.
Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del
personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor
peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la
llaman así, pero en sus conversaciones cotidianas algunos prefieren llamarla por su
nombre. Se advierte, así, que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera
parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad
con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él.
El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que
podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se
topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera. Otras combinaciones son
más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder,
llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se
observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente
K -la primera letra del apellido del autor-, en algún cuento, Kafka asigna a sus
personajes nombres de variables matemáticas: A y B.
Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los
personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres
de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este
campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje
dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame
Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al
lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero
poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de
Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez
habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos,
pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda
a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.
En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es
factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español
Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la
mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya convertido en un
hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer
trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con
un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez
leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario, y que al leerlo se
prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse.
Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de
Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es
importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse,
porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El
protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que
no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma
noche muere de una indigestión.
Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el
autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de alguna u otra
manera -en primera o en tercera persona- se encarga de contar la historia. Pues bien, se
puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un
personaje, y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al
narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido
ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el
escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la
efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia
que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más
diversos autores.
Lectores de editoriales, los primeros críticos
Álvaro Colomer
"Cobran poco, ganan enemigos diariamente, trabajan en el anonimato y, sin embargo,
son los primeros responsables de cargar de buenos textos los anaqueles de las librerías.
Los lectores de las editoriales son la cruz de la moneda, cuya cara son los críticos
literarios."
R.R.O. es un chaval de 24 años que ha enviado el manuscrito de su novela a varias
editoriales. Ha sido un año de trabajo duro y solitario en el que ha volcado su ilusión y
su dinero en el proyecto. Se ha devanado los sesos para encontrar la palabra exacta,
expresar las ideas correctamente... La semana pasada recibió respuesta de dos
editoriales: no les interesa. "No hay derecho -dice-. Mi novela es mejor que muchas de
las ya publicadas, pero como no soy nadie... Estoy seguro de que ni se la han leído".
Aunque creerse un genio maltratado le consuele, se equivoca. Actualmente, se puede
afirmar que todos los manuscritos enviados a editoriales medianamente serias son
leídos. Otro asunto es saber por quién.
Cada editorial cuenta con un comité de lectura encargado de hacer una primera criba del
material recibido. Por unas siete mil pesetas el libro, los lectores deben valorar la
calidad literaria y comercial del producto que tienen delante. Son profesores, críticos,
filólogos o profesionales amantes de las letras. Necesitan ser intuitivos, objetivos,
severos, confiar en su propio criterio y, como sentencia R.R., lector de la editorial
Lengua de Trapo y de Plaza y Janés, "tener muchísima paciencia, sillones cómodos,
poca vida social y unas necesidades económicas mínimas. Además, mucha modestia.
Un lector no tiene que expresarse a sí mismo en un informe, sino que debe explicar un
libro a alguien que no lo ha leído". R.H., lectora de Debate, añade: "Y saber leer, que no
es tan fácil".
Tras analizar un manuscrito, el lector realiza un breve informe donde resume el
argumento del libro, valora su calidad literaria, lo engloba en un género, puntúa su
originalidad y lo sitia dentro de la línea editorial de la empresa. Este último punto es
clave: antes de enviar un texto, el aspirante a escritor debe conocer las colecciones y el
mercado al que se dirige la editorial. Si el informe es positivo, se entrará en un proceso
de lecturas cruzadas para contrastar opiniones y, al final, el editor decidirá si lee él
mismo el texto. "A mí me puede interesar un lector que lea mal porque me orienta",
dice C.B. editor de Debate, para quien la sintonía editor-lector es la clave. Pese a todo,
muchos manuscritos son desechados tras una lectura sesgada. Con veinte o treinta
páginas se puede percibir perfectamente la calidad del texto que ha llegado a la
editorial.
Pero R., nuestro escritor bisoño, desconfía de las editoriales. Muchas son las anécdotas
capaces de desacreditar el ingrato trabajo de los lectores. Juegos de la edad tardía, de
Luis Landero, fue rechazado varias veces antes de alcanzar su merecida fama. Y ni que
hablar del camino recorrido por Cien años de soledad.
Porque, aparte de lectores, estos profesionales son humanos y, como tales, pueden
cometer errores. Es más morboso, y más fácil, contar los fallos que los aciertos.
"Cuando era más ingenuo, entregaba una copia de los informes a los escritores -afirma
J.H., editor de Lengua de Trapo-, pero los lectores lo sabían y los escribían con menos
frescura".
Maneras de decir "no"
Hacia los años setenta, la escritora Marguerite Durás mandó a su editor francés una
novela que él mismo había publicado años atrás. Durás había cambiado el título y
firmaba con seudónimo. La novela fue rechazada. También a Doris Lessing le fue
devuelta una novela con seudónimo. Inmediatamente después de reconocer su autoría,
el libro salió a la venta. Aunque la mayoría de editores reconocen mirar los datos del
escritor, tanto por cazar talentos como por asegurar ventas, los lectores evitan hacerlo.
Los manuscritos enviados siempre van acompañados de una carta donde el escritor, en
cuatro líneas, debe presentarse. Ahora está de moda enviar una foto junto al manuscrito
y también firmar con seudónimo. "Hay escritores que presentan manuscritos con las
portadas llenas de dibujitos y esas cosas. Sólo con la presentación ya sabes si contiene
tonterías o literatura", afirma C.B. E.Q., lectora de cinco editoriales, recuerda una carta
en la que la madre del aspirante detallaba la depresión en la que estaba sumido su hijo
por culpa de la novela. Para evitar este tipo de presiones, así como amiguismos o
represalias -que las ha habido-, los cribadores editoriales suelen trabajar desde el
anonimato.
Aproximadamente un mes después de recibir la obra, el editor responderá al impaciente
escritor. Pueden ocurrir tres cosas: la primera es que la novela sea cortésmente
rechazada. R.R., que aparte de ser lector acaba de publicar su tercera novela, La
fórmula Omega, dice: "Odio las cartas de rechazo que comienzan: «Independientemente
de la calidad de la obra...» He recibido muchas y siempre he pensado: ¡Coño!, entonces,
¿de qué se trata, si no es precisamente de la calidad de la obra?". Los editores saben que
están rechazando proyectos cargados de ilusión, por lo que tratan de ser sutiles. La
segunda posibilidad, algo más complicada, es que se decida no publicar esa novela,
pero se muestre un sincero interés por un autor aún verde que promete madurar. La
tercera, lejana y casi onírica, es que un montón de meses después se publique la obra.
Es posible, además, que el editor recomiende hacer algunos cambios en la novela,
aunque la última palabra siempre la tiene el escritor. Por otro lado, existen editoriales
que promueven la autoedición y afirman que también poseen un comité de lectores. Por
lo general es falso, pero el escritor que paga prefiere creérselo.
España está a la cabeza mundial en cuanto a la producción de libros. Unos cincuenta
mil nuevos títulos aparecen en nuestras librerías anualmente. De esa cantidad, diez mil
son literarias. No es que cada editorial publique muchos libros, sino que en España hay
muchas editoriales y es difícil que una buena obra pase desapercibida. Quién crea que
los cuatro grandes nombres del sector acaparan el grueso de la publicación peninsular
es un error. Ciertamente, todo proyecto de escritor debe apuntar a las editoriales más
importantes, pero, descartadas éstas, hay que bajar el listón. Muchos de los llamados
autores revelación fueron primero rechazados por los popes de la edición, pero
respaldados por pequeños empresarios del mundillo. Valgan como ejemplo Juan
Manuel de Prada, Antonio Álamo o Juan Bonilla.
La cantidad de libros publicados nos da una idea de los libros rechazados. Por ejemplo,
de unas cuatrocientas novelas recibidas anualmente por una editorial, se publican unas
cincuenta. Para seleccionar las obras que han de ver la luz, las pestañas de los lectores
están más que quemadas. En la actualidad, M. A. L., traductor, crítico y lector, ha
abandonado los manuscritos porque "creo que hay que descansar para no perder los
propios referentes". E.Q. se recicla de otra manera: "se lee mucha porquería. Para no
perder el criterio, releo mis clásicos de vez en cuando".
Una anécdota escalofriante para los nóveles es el rumor que afirma que Patrick Süskind
escribió su propia novela basándose en la idea de un escritor rechazado: así nació El
perfume. Desconfiar del resto de escritores y demás monstruos relacionados con la
literatura es algo usual entre los aspirantes. Para evitarlo muchos envían su manuscrito
con el copyright e, incluso, con el mismísimo contrato listo para ser firmado. Para la
mayoría de lectores eso es una fantasía propia del escritor frustrado. Las palabras de
R.R. son contundentes: "Odio la perversión del razonamiento que conduce a pensar:
como no me hacen caso, señal inequívoca de que soy un genio". Nada más alejado de la
realidad.
Algunos consejos a los escritores
1) Visitar una librería y hacer un cuadro que recoja la línea de cada editorial y de sus
diferentes colecciones. Seleccionar cuidadosamente dónde podría encajar el libro. No
perder tiempo, dinero y esperanzas con las otras.
2) Redactar una carta de presentación escueta: los datos personales y un breve
currículum son suficiente. No explicar la vida y milagros ni defender o ensalzar la obra
y, sobre todo, no hacer la pelota. La carta de presentación no es otra novela.
3) Cuidar la presentación del manuscrito, facilitar la lectura y tener en cuenta que se
valora el contenido, no el continente.
4) Enviar el texto a las editoriales importantes y, si no hay suerte, ir bajando el listón.
Contando las editoriales pequeñas, España ofrece muchísimas posibilidades.
5) Esperar. La respuesta suele tardar entre quince días y un mes. Si se retrasa, llamar.
6) Solicitar una copia del informe. Seguramente le será denegada, pero inténtelo.
7) Seguir enviando la novela. Algún editor recomienda cambiar el título y el nombre
(un seudónimo sirve) y enviarla de nuevo a la editorial que la rechazó, porque el factor
suerte juega un papel importante.
Los diez mandamientos del escritor de ficción
Nancy Kress
Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos cinco minutos por
día.
Escribe el tipo de ficción que amas leer.
No esperes a la inspiración para comenzar.
Escribir es reescribir. Siempre.
Escucha todas las críticas con la mente bien abierta.
Lee todo lo que puedas. Y más también.
No sigas las tendencias en boga. Cuenta las historias que desees y como desees.
Dedica especial atención al primer párrafo. El que pega primero, pega dos veces.
Trata de "convertirte" en tus personajes mientras los escribes.
No te desanimes ante un rechazo. Al 90 por ciento de los escritores más exitosos les
dijeron al menos una vez que se dedicaran a otra cosa.
Los dos hilos
(Análisis de las dos historias: tema trascendental a la hora de
escribir cuentos)
Ricardo Piglia
I
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica
del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como
una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del
suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego)
y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste
en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde
un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la
superficie.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias
quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos
acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los
elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta
en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la
construcción.
IV
En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un
libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta.
¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas
tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El
autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la
historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el
asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos
que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó
una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una
historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de
Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la
materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.
V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra
cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está
puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está
contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada;
trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se
cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una
historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si
fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de
transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con
lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
VII
El gran río de los dos corazones, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra
hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento
parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su
pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la
elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles
precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el
jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se
va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia
visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo
"kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer
plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un
modo elíptico y amenazador.
IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar
o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes
narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos
con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según
los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de
taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura
entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario
Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la
condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.
X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en
hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las
maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales
de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción
deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con
Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la
forma de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto.
Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver,
bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos
hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón
mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.
Los principios de la historia
Ricard de la Casa
Uno de los puntos importantes en una obra es el comienzo, no importa que ésta sea un
relato o una novela larga. ¡Hay que atrapar al lector! Por ello, la historia no debe
empezar con una larga y detallada descripción del personaje principal, quién y cómo es,
ni siquiera del mundo que le rodea o de lo que hace todos los días.
La historia comienza cuando algo le sucede al protagonista. Cuando su rutina de todos
los días cambia, cuando sus costumbres se rompen, cuando algo, pequeño o grande,
sucede, o cuando algo extraordinario se manifiesta. Es decir, con un punto de tensión
que altera lo habitual, y esto es uno de los puntos claves de toda buena historia.
Y si eso es cierto en todos los casos, se convierte en un requisito indispensable el que se
cumpla en los relatos cortos o largos.
Los relatos requieren una extrema eficiencia y concreción. Cuanto más cortos más
eficientes y concretos han de ser, pues apenas hay sitio para nada banal o superfluo. Los
primeros párrafos deben incluir bastantes cosas para lograr asentar los primeros
cimientos de forma estable. Hay que lograr introducir el carácter de la historia, el tono
emocional desde el primer momento. Hay que presentar un coherente punto de vista a
través del cual la historia será percibida.
Hay que proveer un marco en el que el protagonista se mueva. Si la historia tiene
alguna idea especial, extraordinaria, no se debería dejar al lector hasta el final sin
conocerla; si es posible debe mostrarla desde el principio. Algunos piensan que
dejándola como sorpresa final, se consigue el impacto necesario para cautivar al lector,
sin darse cuenta de que el escritor construye la historia desde la primera palabra, y que
unos buenos cimientos aseguran un buen edificio. Dejarlo todo para el final es una de
las peores estrategias a que el escritor puede encomendarse.
A menudo los principiantes acaban la historia justo donde un escritor experimentado la
empieza. Hacen, de lo que debería ser un simple comienzo, toda una historia. El autor
novel construye alrededor de una idea, a menudo demasiado esquemática. Cuando la
idea está expuesta, acaba de forma inmediata, justo cuando empieza a atrapar al lector.
La mayoría de las veces por simple temor a estropear aquello que ya han escrito, por
miedo a no saber manejar los diálogos, o aprensión a una escena que exija más de dos
personajes en la escena, o desconfianza en sí mismo a no saber escribir una escena de
acción. Una forma de solucionar esto es escribir siempre, cueste lo que cueste, una
continuación de lo que se ha escrito, aunque se crea que no vale la pena, que no hay
nada más que contar. La historia introduce un carácter o personaje, unas premisas, un
tono, un marco y quizá un conflicto. Nada se resuelve hasta que se logra un clímax y se
soluciona. Por un lado escribir esa continuación le ayudará incluso a tener más claro el
relato que escribe y finalmente se dará cuenta si realmente aquello que escribe era tan
sólo el comienzo de algo más ambicioso.
Existen algunos métodos, en realidad pequeños ejercicios, para lograr centrar la trama,
tener más claro el entorno, las ideas que queremos utilizar, el carácter de los personajes
etc. El material resultante es muy probable que no se utilice finalmente en su totalidad.
En realidad, la mayoría será material de desecho. Pero, por un lado, le habrá ayudado
mucho más de lo que uno puede llegar a sospechar. Por el otro, por el simple hecho de
escribirlo habrá servido para seguir trabajando recursos estilísticos y para tener más
claro aquello que tiene en mente y cómo manejarlo, y también para encontrar atajos en
las múltiples formas de presentar una historia.
Escriba la primera escena de formas diferentes. Si puede, incluso, radicalmente
distintas. Plantéese los objetivos de esa primera escena en relación a su historia. Haga
una lista de ellos según su importancia. Una vez las tenga todas escritas vea cuáles de
ellas cumplen mejor y en qué proporción esos objetivos.
Puede empezar la primera escena con la descripción de algunos objetos que considere
importantes. Visualizarlos, situarlos apropiadamente, darles la importancia adecuada,
aquella que esté de acuerdo con su magnitud y trascendencia, mediante la correcta
utilización del lenguaje. Un ejemplo interesante es: trate de averiguar, en una escena
cualquiera de una película, con quién hablará el personaje principal cuando entre en un
lugar atestado de gente.
Inicie su primera escena desde varios puntos de vista. Como Narrador (aquel que
creamos más conveniente de los varios tipos existentes) o desde un punto de vista
exterior al Narrador, como por ejemplo una reflexión, o un pensamiento, o a través de
los ojos de un simple espectador. Intente introducir al personaje dando información
sobre él y lo que sucede, sólo la información esencial, sin atosigar al lector. Cuando los
tenga podrá observar la fuerza de cada uno de estos puntos de vista, y escoger aquél
más adecuado a sus propósitos, aquél que le proporciona mayores cotas de captación de
la atención del lector, de información sobre el personaje y tono general.
Uno de los inicios más cómodos son los diálogos, pero son también peligrosos porque
exigen la necesidad imperiosa de captar la atención del lector. Inicie la escena con unas
pocas líneas de diálogo entre dos personajes de la historia, no demasiadas. Trate de que
sean importantes para el argumento, de que den pistas sobre el carácter del personaje
principal.
Finalmente inicie la primera escena con una descripción del lugar donde ocurre,
incidiendo en detalles importantes de la trama o que nos cuenten algo sobre la
personalidad del personaje principal. Esfuércese en encontrar caminos válidos para que
esa descripción tenga la fuerza suficiente como para captar la atención del lector. De
todos los comienzos es, desde luego, uno de los más débiles, pero algunas obras
maestras se han iniciado con unas primorosas descripciones que me dejarían en muy
mal lugar.
Una vez hecho todo esto puede estudiar hasta qué punto le conviene utilizar uno, otro, o
quizá la mezcla de varios para conseguir el tono justo de la historia. Desde luego todos
esos ejercicios le habrán permitido realizar una buena síntesis del principio de la
historia y le permitirán enfrentarse al resto de ella con una magníficas perspectivas. Y
recuerde, no hay reglas fijas, goce probando nuevas formas de presentar la historia.
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de
excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin
jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad"
de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una
sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de
comprensión. Uno de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que
entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica
en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector
siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera.
La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre
que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que
no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la
muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de
la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación
padre- hija hasta el último momento, y al llegar a este punto salta y exclama:
"¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se
guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir,
le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es
legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces,
sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es
simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por
alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el
papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no
puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil
distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta
de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del
mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así
es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar
decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y
accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector,
a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que
éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los
personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación? ¿Qué diría Wanda
si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo
mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea,
en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado
información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae
conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no
sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en
lugar de éstos.
(...) La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no
cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los
códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente. El joven escritor que
comprende por qué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una
historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa, está en
situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente,
para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la
treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja,
sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las
técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente,
servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear.
Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las
técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja
totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una
historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será
igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre,
que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee
burdeles y sex-shops y practica la usura. ¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales
fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha
enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la
conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa? Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que
el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?)
carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las
exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y
en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un
tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la
situación. El personaje es la vida de la novela. El ambiente existe sólo para que el
personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. El argumento
existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar
al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo
transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las
consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un
personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la
que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
Ortografía
Anónimo
El idioma
El idioma es el conjunto de las palabras con las que los individuos de un pueblo se
comunican entre sí. Se ha dicho que una de las principales cartas de identidad de un
grupo humano es su idioma. Sea que hablemos de lenguas habladas por millones de
personas, como el castellano o el inglés, o de dialectos usados por grupos tribales para
designar las maravillas de su cotidianidad, el idioma es la herramienta que ha dado al
ser humano superioridad sobre las demás especies, al permitir trasmitir conocimientos
de una persona a otra, o a otras.
Las reglas de todo idioma están contenidas en dos disciplinas entrelazadas: la ortografía
y la gramática. La ortografía se ocupa de la disposición de los signos del idioma -las
letras y sus modificadores, como el acento, el punto, la coma- para el correcto
entendimiento de las palabras, y atañe en última instancia al lenguaje escrito; la segunda
es más compleja, pues dictamina las relaciones que existen entre las palabras para
producir la frase, la versión escrita de nuestras ideas, y atañe tanto al lenguaje hablado
como al escrito.
La ortografía y la gramática son, entonces, el esqueleto del idioma. Son establecidas
formalmente por los estudiosos de la lengua, pero en realidad tienen su fundamento
último en la manera como los pueblos hablan. A lo largo de los siglos, el idioma
experimenta un verdadero proceso de evolución que se alimenta del habla del hombre
común más que de las reglas dictadas por los filólogos. El idioma muta, constantemente
cambia su forma, porque la gente lo enriquece añadiendo palabras o combinando las ya
existentes, importando vocablos de otras lenguas y en ocasiones hasta sustituyendo
palabras que se ignoran con otras que sólo tienen significado para un grupo, una familia
o hasta para un solo individuo. Paradójicamente, este proceso suele ser designado
comúnmente con la palabra degeneración.
Nuestro idioma es el español, o castellano si atendemos al reclamo que nos recuerda
que nuestra lengua nació en la antigua provincia de Castilla. Evolucionó a partir de la
mezcla procurada por diversas y sucesivas invasiones a la Península Ibérica, donde hoy
están las naciones de España y Portugal. Para que se sentaran las bases de lo que hoy
conocemos como nuestro idioma, fue necesario que los romanos tomaran en su poder la
península en 218 a.C., conquistada tiempo antes por los cartagineses. Los romanos
impusieron un nuevo nombre para la antigua Iberia, que pasó a llamarse Hispania, y
como era de esperarse, por haber sido la actitud en los otros pueblos conquistados,
impusieron también su lengua, el latín. Éste se hizo de uso masivo en la región y en
relativo corto tiempo desaparecieron todas las lenguas ibéricas, a excepción del vasco que aún en nuestros días se usa.
También el latín habría de desaparecer, pues con los siglos este idioma sufrió también
el mismo proceso de transformación por el que necesariamente tiene que pasar toda
lengua humana. En un principio se vio modificado por las lenguas ibéricas que
pretendió sustituir, y los romanos establecidos en la península adoptaron un acento
distinto al original. El latín hablado en la región poco a poco perdió el uso que se le
daba a las letras f y v, y articulaba distinto la letra s. La f latina, utilizada como letra
inicial de muchas palabras, se convirtió en la h que hoy conocemos. Palabras como hijo
y hacer provienen de sus pares latinas filium y facere.
Estas modificaciones, que originalmente se debieron al uso popular de la lengua, se
convirtieron con el paso del tiempo en grietas importantes en la manera como pueblos
diversos, conquistados todos por Roma, terminaron hablando el latín. El idioma original
permaneció inmutable, atado a sus reglas ortográficas y gramaticales con las que aún
hoy se enseña académicamente. Pero el idioma hablado en la calle por mercaderes y
campesinos se alimentó de las peculiaridades de cada región y dio vida a varias lenguas
que serían llamadas romances: el castellano, el francés, el italiano, el portugués, el
rumano, el catalán y otras menos conocidas como el dalmático -hoy lengua muerta-, el
sardo o el provenzal. Estas lenguas iniciaron sus propios procesos de evolución, con
toda libertad, a partir del siglo V, cuando cae el imperio romano de occidente.
En 415 d.C. llegan a la península cien mil visigodos, que tenían la más avanzada
civilización germánica. La influencia de su cultura en nuestro idioma fue relativamente
pequeña dado que por más de un siglo se mantuvieron reacios a establecer contactos
con otros pueblos cercanos. De ellos conservamos algunas palabras que hoy
reconocemos automáticamente como nuestras y que jamás pensaríamos provenientes de
las raíces del alemán actual, como orgullo, ropa, garbo o guerra.
En 622 el profeta musulmán Mahoma lanza a su pueblo a una guerra santa con la
finalidad de implantar la doctrina de Alá, contenida en el Corán. Los musulmanes eran
guerreros feroces y en poco tiempo llegaron a dominar grandes territorios, adentrándose
inclusive en Europa. A la Península Ibérica llegaron en 711 y en pocos años
completaron el proceso de conquista de todos sus pueblos, a excepción de una pequeña
reserva cristiana oculta en las montañas del norte. Estos cristianos emprenderían un
proceso llamado Reconquista, que vio cumplido su objetivo sólo después de ocho siglos
y entre cuyos personajes heroicos se encuentra el famoso Cid Campeador, Ruy
(Rodrigo) Díaz de Vivar.
Esos ochocientos años de predominio árabe dieron a la cultura española gran parte de
los elementos que la conforman hoy en día. No fue un período de guerra continua y en
las épocas de paz relativa se incrementaban las relaciones entre españoles y árabes.
Había grupos de árabes viviendo entre españoles y viceversa, así como individuos de
uno y otro pueblo que abrazaban la religión del que la historia había colocado como
adversario. La gran influencia árabe que derivó de estas relaciones funcionó también en
el idioma. Es así como la gran mayoría de los nombres que usamos quienes nacimos en
países de habla hispana tienen raíces árabes, y un alto porcentaje de nuestras palabras,
especialmente las que empiezan con la letra a, vienen directamente del árabe: albañil,
arroba, albóndiga, almíbar, alcabala, aldea.
La Reconquista no fue un proceso fácil, pero tampoco esperó mucho tiempo antes de
obtener su primera victoria, que fue el establecimiento del reino de Asturias en 718,
después de que don Pelayo venciera a los moros en Covadonga. Los cristianos fueron
recuperando poco a poco los territorios que los árabes les habían arrebatado. Hacia fines
del siglo XI, la provincia de Castilla, creada después de que sus territorios fueran
independizados del dominio ejercido por los reyes de Asturias y León, ejerce
hegemonía política sobre otras provincias cristianas. Antes de Castilla la provincia
principal había sido la de Navarra, antes la de León y mucho antes la de Asturias. Cada
período tuvo también su lengua preponderante. El castellano se impuso cuando Castilla
logró alcanzar la máxima importancia política, y definitivamente empezó su proceso
evolutivo como lengua unificadora de regiones cuando el reino castellano echó a los
árabes de Granada y, por añadidura, dio nuevos horizontes a la cristiandad española al
anexarse los territorios conquistados en las Américas, ambos hitos en 1492.
Para el momento en que Granada es reconquistada, y con ella recuperada España toda,
ya el castellano era una lengua de uso común entre el pueblo y los ámbitos cultos. En
1140 ya se había escrito la primera gran obra en nuestro idioma, el Cantar del Mío Cid,
poema épico que exalta al héroe Rodrigo Díaz de Vivar. En el siglo XIII, el poeta culto
Gonzalo de Berceo, clérigo educado en San Millán, desafiaba el uso del latín en la
Iglesia escribiendo su poesía en castellano, idioma, como escribió, en cual suele el
pueblo "fablar con su vezino". Por la misma época, Alfonso X el Sabio ordena el
empleo oficial del castellano en la redacción de documentos públicos y en los anales
históricos, labores antes desarrolladas en latín. Se reconoce esto como el nacimiento
formal del idioma castellano.
El idioma y el escritor
La creación literaria ha sido uno de los medios más efectivos para la difusión de nuestro
idioma. De hecho, fue por mucho tiempo, después de la manipulación de la lengua por
parte de la gente común, el factor más influyente en la solidificación y divulgación de
los patrones que rigen el idioma. Hoy, además de la literatura y del habla vulgar, el
idioma fluye a través de los grandes medios de comunicación y particularmente en
nuestra década empieza a olvidarse de las fronteras al irrumpir las grandes redes
electrónicas lideradas por Internet.
Al ser el idioma la sustancia con la que trabaja el escritor, éste mantiene una relación
necesaria con aquél. Aunque no es un requisito imprescindible para ser buen escritor, el
dominio del idioma brinda un arma invaluable. No es un requisito imprescindible por
varias razones, pero particularmente porque el escribir de la manera correcta las
palabras sólo cubre el aspecto técnico de la literatura. Los otros elementos de la
literatura no dependen directamente de las reglas idiomáticas. La importancia real de
conocer a fondo el idioma está en la posibilidad de experimentar múltiples formas de
expresar sensaciones, narrar situaciones o describir el entorno. Para uno y otro lado, los
extremos son dañinos: el escritor que se valga únicamente del factor creativo a lo sumo
podrá crear material para la lectura de evasión, para el entretenimiento; el que se apoye
exclusivamente en el dominio del lenguaje se volverá inaguantable y seguramente su
lenguaje será rebuscado; el escritor que logre establecer un vínculo de equilibrio entre
lo que escribe y cómo lo escribe, estará en capacidad de generar un juego de interacción
con sus lectores. Ésta es, a nuestro juicio, la mejor forma de hacer literatura.
En nuestra época, el castellano se ha afianzado como uno de los idiomas más
importantes del mundo. Se lo enseña en universidades de países no hispanoparlantes y
el desmesurado crecimiento demográfico de los asentamientos hispanos en otros
horizontes ha dado un peso insospechado a nuestra lengua. Sin embargo, esto ha
convertido al castellano en un ente cargado de reglas nada sencillas de aprender, a lo
que se suman las dificultades que ocasiona el hecho mismo de encontrarse en constante
e hirviente evolución.
Nuestro idioma, como varios otros idiomas occidentales, se basa en veintiocho letras contamos aquí las letras ch y ll- y varios signos de puntuación. Cada una de estas letras
tiene sus propias reglas de uso; lo mismo ocurre con los signos. Las letras nos dan el
fundamento básico de lo que se dice y los signos son modificadores que contribuyen a
dar la idea correcta de la entonación en que las palabras deben ser pronunciadas.
La acentuación
Las reglas más sencillas de aprender son las de acentuación. Se conoce como acento el
signo que se coloca sobre algunas vocales para indicar determinada entonación de una
palabra. Pero el concepto real de acento va más allá del signo, bifurcándose
académicamente en acento ortográfico, el que se escribe, y acento prosódico, el simple
hincapié en la entonación de una sílaba. Éste es el más importante de conocer, dado que
al aprender a localizar la sílaba en la que cada palabra se pronuncia con mayor énfasis
brinda la posibilidad de saber cuándo el acento debe escribirse y cuándo no.
Todas las palabras contienen una sílaba en la que la entonación debe hacerse más
elevada. Esto sucede por la dinámica misma que el lenguaje adquiere en boca del
hablante: es inusual decir todas las palabras en un solo tono. La aparición del acento
ortográfico, el pequeño apéndice que solemos colocar sobre algunas vocales, se debe a
que, según la palabra que se escriba, la entonación puede dar uno u otro significado, o
dar un significado real en un caso y aniquilar cualquier significado en otro. Si
escribimos dolor cualquiera podrá comprendernos; si agregamos un acento y escribimos
dólor, y de hecho lo pronunciamos con mayor énfasis en la primera sílaba, desaparece
todo significado. Cuando alguien escribe terminó cualquiera puede entender que hay
algo que llegó a su fin; si se escribe término, la referencia es al fin mismo, y no a la
acción de llegar a ese fin. Si comprendemos estos hechos simples ya hemos cubierto el
primer paso para dominar la acentuación.
Por otro lado, las palabras se dividen en sílabas. Las sílabas son las moléculas de las
palabras. Si recordamos algunos fundamentos de física, una molécula es la partícula
más pequeña que conserva los elementos existentes en una sustancia. En las palabras
existe un elemento indispensable: las vocales. Las consonantes dan complemento a
aquéllas, pero no se necesitan en todos los casos. Las palabras que sólo tienen una letra
son todas con vocales, como las conjunciones "o" y "e" o la preposición "a". Aún en el
caso de la letra "y", que puede ser usada como una conjunción, pierde su característica
de consonante cuando es pronunciada sola, recuperándola cuando forma parte principal
de una sílaba, como en yelmo o leguleyo. Así que la localización, en una palabra, de las
sílabas, viene dada por la forma como la palabra es pronunciada. Existen pausas
mínimas, casi imperceptibles, que ocurren cuando hablamos, y que son literalmente las
fronteras que existen entre las sílabas. Cuando tenemos dudas sobre las sílabas que
componen determinada palabra, las mismas quedan disipadas cuando la pronunciamos
lentamente. Esas fronteras minúsculas aparecen de manera nítida y el concepto de
sílaba toma, finalmente, forma. Las palabras de nuestro idioma tienen generalmente
una, dos o tres sílabas, siendo menos frecuentes las de cuatro, cinco o más. No ocurre lo
mismo en otros idiomas: el alemán se nutre de la unión de varias palabras para crear
expresiones que para nosotros serían larguísimas. En castellano, cualquiera conoce
palabras de muchas sílabas: un gran porcentaje de ellas son palabras compuestas.
Submarino, agridulce, fundamentalmente, y en general todas las palabras que definen la
manera en que ocurre algo, terminadas en "mente". Ya hemos cubierto el segundo paso.
Si prestamos atención, podemos localizar, en cada palabra que pronunciamos, una
sílaba en la cual el tono de voz se eleva un poco sobre el resto. A esto los académicos le
han dado el nombre de sílaba tónica, pues es la sílaba que lleva la responsabilidad de
determinar el significado de la palabra, por lo que comentamos algunas líneas más
arriba. La sílaba tónica diferencia a la palabra a la que pertenece de otras con ortografía
similar. La localización con éxito de la sílaba tónica de una palabra es un ejercicio
necesario para terminar el aprendizaje de las reglas de acentuación. En nuestro idioma
elevamos el tono de la mayoría de las palabras en la última o en la penúltima sílaba. Si
damos revista a todas las palabras que terminan en "ión" - acción, organización,
ilustración-, o a las que terminan en "tura" -altura, cultura, pulitura-, podemos darnos
una idea de la importancia de este hecho dada la cantidad de palabras de esta naturaleza
que usamos a diario. También son muy comunes, aunque en menor número, las
palabras cuya sílaba tónica es la antepenúltima, como óvalo, áspero o sílaba, y muchas
formas verbales cuando se pronuncian en segunda persona, como úsalo, alábale o
amárralo. En nuestro idioma no se emplean sílabas tónicas más allá de la antepenúltima
sílaba, excepto en ciertos casos de palabras compuestas que, si son bien analizadas,
tienen una especie de doble acentuación, como "especialmente" -en cial y men.
Estas diferencias entre la posición que la sílaba tónica ocupa en cada palabra permite
establecer una clasificación de tres tipos de palabras. A las palabras que pronunciamos
con tono más elevado en la última sílaba se les da el nombre de agudas; las que tienen
este tono en la penúltima, graves (también conocidas como "llanas"); y las que tienen el
tono en la antepenúltima, esdrújulas. Son agudas palabras como parar y camión, aunque
ésta se escriba con acento y aquella no, porque a ambas les damos mayor entonación en
la última sílaba. Son graves (llanas), bajo las mismas condiciones, las palabras lápiz y
huerto. Las esdrújulas, todas las esdrújulas, se escriben con acento, por lo que son las
más fáciles de escribir correctamente. La misma palabra esdrújula es esdrújula. El tercer
paso está cubierto.
Ahora bien, el problema con todo esto no está simplemente en saber cuál es la sílaba
tónica de una palabra, sino en saber cuándo el acento debe ser escrito. Es lógico:
aunque no sepamos cuál es la sílaba tónica de la palabra "trato", no importaría porque
esa palabra no lleva acento ortográfico y nadie se dará cuenta de nuestra ignorancia. El
caso es que hay palabras que deben llevar acento ortográfico y si lo colocamos mal o lo
obviamos, podemos no sólo delatar nuestro desconocimiento delante de quienes sí
conocen las reglas de acentuación, sino además dar una idea errada de lo que queremos
decir.
La presencia del acento ortográfico está determinada por la existencia de ciertas
características en las sílabas que componen una palabra. En el caso de las palabras
agudas, la regla más fácil de recordar es que toda palabra cuya sílaba tónica sea la
última, y que termine en vocal, se escribe con acento. Lo cual puede ser simplificado
así: toda palabra aguda que termine en vocal se escribe con acento. Es por esto que se
acentúan las palabras maní, lloré y afiló. La otra regla concerniente a las palabras
agudas es que toda palabra aguda, y que termine en "n" o "s", se escribe con acento. Las
palabras agudas que terminen en r, como los verbos -cerrar, matar, llover-, no llevan
acento, pues no terminan en "n" ni en "s". Es útil conocer esto, pues se suele cometer el
error de escribir "capáz" cuando, al no terminar en n, s ni vocal, realmente no lo lleva.
Mucha gente, cuando aprende estas dos reglas, se sorprende de que algo tan sencillo sea
rehuido constantemente por considerársele algo muy complejo.
El caso de las palabras graves (llanas) es opuesto. Las dos reglas que valen para las
palabras agudas se ven ante un espejo cuando hablamos de las graves (llanas). En las
palabras graves (llanas), la regla a recordar será que toda palabra grave (llana) se
escribe con acento, siempre que no termine en vocal, en "n" ni en "s". Por esto, se
escribe el acento en las palabras revólver, pómez y lémur. Igualmente, por la misma
razón, y contra lo que mucha gente supone, no se acentúa la palabra "canon". Tampoco
se acentúan las formas verbales tales como realizaron, lograron, llegaron, que muchos
escriben realizarón, lograrón o llegarón, principalmente porque suelen confundirse con
palabras agudas que si se acentúan, como realización.
Ahora que hemos comprendido estas reglas concernientes a las palabras agudas y
graves (llanas), y recordando que absolutamente todas las esdrújulas se escriben con
acento, ya hemos cubierto el cuarto y más importante paso en el aprendizaje de las
reglas de acentuación.
El quinto y último paso es el que se refiere a las excepciones. Es el verdaderamente
complejo, porque la mayoría de las excepciones a estas reglas aplican a casos
específicos y no siempre es tan claro. Generalmente, las excepciones de acentuación
vienen dadas por la existencia de palabras con dos o más significados. Las palabras de
este tipo más fáciles de reconocer son los monosílabos. Éstos por regla general no se
acentúan, pues se considera innecesario escribir el acento en una palabra compuesta
sólo por una sílaba. Las palabras vio, dio y fue no se escriben con acento, al contrario
de lo que la mayoría de la gente supone. Pero tomemos el ejemplo de la palabra "más":
escrito así, con acento, se refiere a una adición o a una mayor cantidad de algo. Pero
cuando se le escribe sin acento es un sinónimo, de uso frecuente en literatura, de "pero".
Lo mismo sucede con "te" (forma pronominal de segunda persona como en "te doy una
canción") y la hora del "té" (la bebida). En palabras con más de una sílaba, el caso más
claro es el de "sólo" (sinónimo de únicamente) y "solo" (sin compañía de ninguna otra
persona). Las formas interrogativas añaden también sus acentos a las palabras de las
que se valen: "como", sin acento, se usa para comparar dos o más elementos (era rojo
como la sangre), pero cuando escribimos "cómo", con el acento, se pasa a inquirir algo.
Esto es independiente de que en la oración existan signos de interrogación: lleva acento
ortográfico la palabra "cómo" en estos casos: "¿cómo estás?" y "les diré cómo llegué
hasta aquí". Aunque la segunda frase no es una pregunta, sino una afirmación, la misma
encierra una forma interrogativa. Estos mismos ejemplos valen para "quién y quien",
"cuándo y cuando", "dónde y donde", "qué y que".
El caso de porque" también presenta algunas peculiaridades dignas de estudio. "Porque"
es una palabra compuesta, creada con "por" y "que". Cuando ambas se escriben juntas,
"porque", es una conjunción que antecede a la razón o motivo de algo. Decimos:
"llegamos tarde porque había mucho tráfico". Dos frases quedan unidas por "porque",
siendo la segunda una explicación del motivo de lo que ocurre en la primera. Pero
existe un caso en el cual esta palabra se escribe acentuada, y es cuando funciona como
sinónimo de razón o motivo. Esto suele confundir a la gente con la anterior acepción,
pero en realidad la diferencia está en el contexto de la frase. "Porqué" con acento se usa,
por ejemplo, en este caso: "El profesor explicó el porqué de las bajas notas del curso".
Lo cual no podría confundirse, bajo ningún concepto, con una conjunción que anteceda
a la razón o motivo de algo. Separadas, "por" y "que" son usadas para otros fines. "Por
que" sin acento, se usa para expresar la intención de que algo suceda de determinada
manera. Por ejemplo, se puede utilizar en: "Mis mejores deseos por que tenga una feliz
navidad". También, en: "El funcionario debe velar por que se cumpla la ley". Cuando se
escribe "qué" con acento, sirve como forma interrogativa para inquirir la causa de algo.
Como mencionamos en el párrafo anterior, una frase en forma interrogativa no
necesariamente lleva los signos de interrogación. Son frases en forma interrogativa,
usando "por qué", las siguientes: "¿Por qué llegas a esta hora?", y "El señor pregunta
por qué no hay habitación".
Una excepción que no se debe pasar por alto es la que se aplica cuando las palabras
este, esto, aquel y sus respectivos plurales sustituyen al sujeto en una oración, con la
expresa finalidad de no volver a nombrar el sujeto. Normalmente estas palabras no se
acentúan: "este" se debe escribir sin acento en "este automóvil es mío". Pero en este
caso: "había un automóvil rojo y otro blanco; éste fue el que compré"; se escribe el
acento porque "éste" sustituye al automóvil blanco. Algo parecido sucede con el y él: el
primero se escribe sin acento cuando se trata del artículo (el automóvil) y con acento
cuando sustituye al sujeto (él llegó ayer). También observamos esto con tu (tu casa) y tú
(tú tienes algo), así como con mi (mi cuaderno) y mí (eso es para mí).
Hay otras dos excepciones importantes y se refieren a las palabras graves (llanas). Ya
hemos visto que éstas no llevan acento ortográfico cuando terminan en vocal, en n o en
s. Para comprender el próximo caso es necesario saber que las vocales se dividen en dos
grupos: las vocales abiertas y las cerradas. Las abiertas son la a, la e y la o. Las cerradas
son la i y la u. Cuando la palabra grave termina en dos vocales, la primera cerrada y la
segunda abierta, y la sílaba tónica es la cerrada, se escribe el acento. Es el caso de
"comía, dormía o ganzúa". La otra excepción con palabras graves que queremos
comentar aquí es la correspondiente a las palabras que terminen en n o s, siendo una
consonante la letra previa a éstas. Por ejemplo, en bíceps o en fórceps. Aunque son
graves y terminan en s, se acentúan porque la letra anterior a la s es otra consonante, en
ambos casos la p.
El correcto uso de las letras
La parte más difícil de la ortografía consiste en aprender el uso correcto de cada letra.
Muchas de las letras de nuestro abecedario tienen usos específicos y aunque en
principio debe aplicarse un gran esfuerzo en aprender estas reglas, luego de un tiempo
se vuelve un ejercicio interesante dado que observamos ejemplos en todas partes. El
problema es que en nuestro idioma hay letras que se pronuncian de manera muy
parecida pero que se usan de forma distinta de acuerdo al entorno en que se enmarcan.
Particularmente en Latinoamérica, se ha perdido la diferencia entre la pronunciación de
las letras "c", "z" y "s", así como en las letras "b" y "v", y en un caso de la "g" y la "j".
En el caso de la c, la z y la s, se haría difícil para alguien inexperto saber si la palabra
pacer debería escribirse pacer, paser o pazer. Para resolver esto se han creado ciertas
reglas cuyo grado de dificultad estriba en su abundancia y no en otra cosa. Citaremos
aquí algunas de estas reglas sólo como referencia:
La c: verbos con terminaciones hacer, recibir, decir y conceder; sustantivos que
terminan en homicidio, catolicismo y latrocinio; algunas palabras esdrújulas que
terminan en: cómplice, cetáceo y lícito; muchos vocablos que terminan en prudencial,
enjuiciar, ocioso, malicioso, calvicie, juicio, las palabras que terminan en abundancia,
advertencia; los plurales de las palabras que terminan en z: lápiz, lápices; paz, paces.
La s: vocablos que terminan en: muchísimo, dantesco, mesura, despotismo, crisis; los
adjetivos que terminan en famoso, decisivo, nicaragüense; los sustantivos femeninos
que terminan en alcaldesa, pitonisa; terminaciones como la de las palabras conclusión,
propulsión; las combinaciones incorporadas en algunas inflexiones verbales: saltase,
cubriese; los vocablos que contienen las combinaciones segmento, signo; y, por
supuesto, como letra final de la mayoría de los vocablos castellanos.
La z: derivados de nombres terminados en portazo, melaza, maizal, pastizal, castizo,
cobertizo, levadizo, pozuelo, cazuela; muchas palabras agudas como capataz, viudez,
lombriz, arroz, arcabuz; las inflexiones correspondientes a los verbos terminados en
nazco, padezco, conozcas, conduzco.
La h: cuando se trata de palabras que comienzan por los diptongos hialino, hielo, hueso,
huidizo, hioides; en las palabras que comienzan como humano, horror, hombro; en las
palabras que comienzan por raíces griegas, como hipopótamo, hidrografía, hipertrofia,
hipnótico; se mantiene en los derivados de palabras como vehículo, enhebrar, vahído,
truhán, anhelar, inhumano.
La b: palabras que terminan en recibir, debilidad, nauseabundo; las que llevan las
combinaciones brumosa, blasfemia, cable; las formas del copretérito de los verbos de la
primera conjugación como mendigaba, hechizábamos, realizabais; las que comienzan
con el prefijo bilingüe, bisectriz, bizcocho; los vocablos que comienzan con budismo,
burbujas, búsqueda; los vocablos que comienzan con objetar, abstraído.
La v: palabras que comienzan con ventisquero, vertebrado, vestíbulo; en el presente del
indicativo, del subjuntivo y el imperativo de los verbos estar, ir, andar y tener: vamos,
estuve; vocablos precedidos en las consonantes n, d y b: invitación, advertir, obviar;
después de cierva, siervo, servicio, divino, levadizo; vocablos terminados en herbívoro,
equívoco; sustantivos y adjetivos que terminan en cava, inclusive, leva, grave, negativa,
nocivo, nueve.
La g: palabras que terminan en agencia, urgente; vocablos que comienzan con el prefijo
geo (tierra): geografía, geológico; infinitivos verbales con terminación er, ir, como
escoger, corregir; antecediendo en regente, gesto; en los adjetivos que terminan en
vigésimo, trigesimal, primogénito, octogenario; en las palabras que terminan como
magia, elogio, religión.
La j: sustantivos que terminan en engranaje, relojería, consejero, extranjera; en el
pretérito indefinido del indicativo y en el futuro y pretérito imperfecto del subjuntivo,
de los verbos traer y decir: trajiste, dijo, trajera, dijéramos, trajese, dijese, trajere, dijere;
en los verbos que terminan en ger, gir, cambia la g por j delante de a y o: recoger,
corregir, recojo, corrijo, recoja, corrija; delante de a, o, u, como en maja, joroba, juglar;
los verbos hojear y enrojecer que derivan de hoja y rojo.
La m: antes de p y b: diciembre, hombre, campestre, cumplido; antes de n: alumno.
La r: tiene sonido fuerte cuando se usa como comienzo de palabra: rincón, rápido; se
escribe simple, aunque suene fuerte, después de consonante: enredo, subrayar; se
escribe doble, para que produzca sonido fuerte, entre vocales: arrozal, carreta.
La x: en la formación de los prefijos ex (fuera de) y extra (además de): extemporáneo,
extraordinario.
La ll: en la formación de las palabras que incluyen las partículas calleja, camello, fuelle,
pajarillo, canastilla.
Es importante saber que todas estas reglas tienen algunas excepciones y además algunos
usos particulares adicionales a los que aquí mostramos. Pero el presente texto no
pretende ser una guía sobre esto, sino apenas una simple referencia, por lo que
invitamos al lector a reflexionar sobre estos temas haciendo las comparaciones de rigor
con textos que tenga a la mano o, inclusive, con un diccionario.
Los signos de puntuación
El tercer elemento a analizar en todo esto son los signos de puntuación. Añadidos al
idioma escrito con la idea de representar las diferencias de velocidad o entonación que
solemos hacer en el lenguaje hablado, los más conocidos son el punto, la coma y los
signos de interrogación y exclamación. Son los más fáciles de usar.
La coma (,) es la representación de una breve pausa que haríamos si la frase escrita
fuera pronunciada. Se usa para unir elementos en una descripción y se elimina cuando
se llega al elemento final y debe ser usada la conjunción "y": la casa, los árboles y el
automóvil. Sería incorrecto escribir la casa, los árboles, y el automóvil. Igualmente,
cuando se dicen varias frases cortas en una misma oración, deben ser separadas por
comas: "gritos desesperados, rostros llorosos, miembros rígidos: era la desolación". Se
usa coma también cuando se construye una frase a la manera del antiguo vocativo
latino: "Roberto, corre a casa". Esto implica también el uso de coma en la frase "corre,
José, corre". Se usa también cuando se omite el verbo: iremos a la playa, ustedes
también (decimos que se omite el verbo porque la frase es una forma abreviada de decir
iremos a la playa, ustedes irán también). Igualmente, cuando se intercala una frase que
explica algo que tiene que ver con la que le sirve de alojamiento: las puertas del
Ayuntamiento, declaró el alcalde, estarán abiertas. También se debe usar coma cuando
se trasponen los elementos de una oración: a tempranas horas de la mañana, yo lo leía.
Y, finalmente, cuando se escribe una conjunción adversativa: la encomienda llegó, no
obstante, se quedaron algunos objetos.
El punto y coma (;) define una pausa mayor que la de la coma. Es el término medio
entre la pausa representada por la coma y la representada por el punto. Suele separar
oraciones de sentido opuesto (todos convenían en la necesidad de decir siempre la
verdad; excepto Pedro, el mitómano) o que, siendo largas, guarden entre sí estrecha
relación (ya no volverás a soportar la inmunda carga maloliente de mi suciedad y mi
embriaguez; ya podrás almacenar todos los días, rincón oloroso a cedro de Perijá). El
punto y coma se utiliza también para separar ideas cuando sirven de explicación a los
elementos de una descripción (los ojos, azules y grandes; la boca, carnosa y
provocativa; las manos, blancas y suaves). También se usa antes de luego, sin embargo
y no obstante, y con menor frecuencia antes de pero y mas (sus declaraciones son
ciertas; sin embargo, carecen de toda efectividad).
Los dos puntos son una pausa un poco más larga que el punto y coma que funciona
como anuncio de que una frase que debe ser tomada en cuenta para entender la anterior
está por ser pronunciada (lo comprendí entonces: había llegado mi fin), o para hacer
una cita textual (Bolívar dijo: «Moral y luces son nuestras primeras necesidades»), así
como para marcar el inicio de una enumeración (había muchas personas: desde
mercaderes hasta marineros, desde niños hasta ancianas, desde doctores hasta
campesinos). Algo importante es que la presencia de los dos puntos no quiere decir que
la palabra siguiente deba iniciar con mayúsculas. Este es un error bastante común.
El punto representa la pausa más larga de todas. Marca el final de una frase y el inicio
de otra. También se usa para indicar una abreviatura, excepto cuando la misma es la
abreviatura de alguna unidad de medida.
Otros signos de puntuación de usos más específicos:
Exclamación e interrogación: identifican una exclamación o una pregunta directamente.
Se escriben al abrir y al cerrar la exclamación o la pregunta: ¿está muy cerca? ¡ya
viene! La presencia del signo de exclamación o de interrogación implica que, si está al
final de una frase, el punto desaparece absorbido por el que ya incluye el signo en su
parte inferior. Esto no ocurre cuando el signo que debe seguir es una coma o cualquier
otro, y se mantiene.
Paréntesis: se utilizan abriendo y cerrando una expresión que amplía la posibilidad de
comprender una frase específica. El hombre caminó (nunca había corrido) lo más
rápido que pudo.
Comillas: destacan palabras o giros (le llamó «dotol») y reproducen citas textuales
(dijo, mirándome: «No tienen nada que ver»). También encierran títulos de partes de
obras, títulos de revistas y periódicos. En algunos casos indican que se está empleando
un vocablo extranjero. Es un error usar las comillas para destacar la importancia de una
frase en particular.
Guión largo: sirve para indicar la aparición de un diálogo en el texto o como los
paréntesis, encerrando en sí una frase dentro de otra que funge de principal. En el
primer caso, el guión se coloca al principio del párrafo y no se cierra al terminar el
diálogo:
-Dime qué piensas, hermana.
Esta frase puede a su vez ser interrumpida por el narrador añadiendo un nuevo guión
largo, que se cerrará sólo si la frase contenida en él no está al final del párrafo:
-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño, con lágrimas en los ojos-, me tienes
preocupado.
Como vemos, se mantiene la presencia de cualquier signo de puntuación que, de no
existir el guión, se hubiera colocado en ese punto de la frase. El tercer caso es cuando la
frase que se inserta en el diálogo termina el párrafo:
-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño.
En este último caso, el guión no se cierra, pues el punto y aparte cumple la función de
cerrarlo automáticamente.
Cuando el guión trabaja como un paréntesis, la sintaxis es básicamente la misma
comentada. Agregaremos que en este último caso, el guión deja de cerrarse cuando le
sigue un punto y seguido o un punto y aparte, a diferencia del caso anterior, donde deja
de cerrarse sólo con el punto y aparte.
Guión corto: separa las sílabas al final de una línea. También se usa en la escritura de
las palabras compuestas separadas.
Diéresis: dos puntos que se colocan sobre la u cuando ésta se encuentra entre "g" y "e"
o "i" (aragüeño, Güiria).
Llaves: agrupan contenidos en cuadros sinópticos.
Corchetes: indican que lo que se encierra en ellos puede quedar fuera del discurso, se
está declarando fuera de contexto.
Asterisco: hace una llamada que luego el lector debe seguir al final de la página o del
texto.
Recursos y ornamentos poéticos
Anónimo
Términos descriptivos generales:
1. Manierismo: el procedimiento general de decorar los versos con varios ornamentos
poéticos o retóricos que se multiplican excesivamente en el barroco, algunas veces se
confunde con el barroquismo.
2. Culto, culterano, culteranismo: la actitud artística del barroco que busca la razón del
arte en el arte mismo, y que dicta que la obra sea escrita para un público ya culto.
3. Gongorismo, gongorino: el o lo que busca su modelo en la obra poética de Luis de
Góngora, el protoculto.
4. Concepto, conceptista, conceptismo: un juego de palabras o conjunto poético
dependiente de la sorpresa o agudeza ingeniosa. Por ejemplo, comentar la triple
negación de San Pedro (la noche del viernes santo):
"¿No había que cantar el gallo, viendo tan grande gallina?"
5. Llano: la tendencia de escribir poesía más popular que conceptista o culterana tal
como la obra de Lope de Vega frente a la de Góngora o Quevedo.
Ornati o recursos específicos:
1. Ablativo absoluto: el empleo del participio perfecto con fuerza de toda una cláusula
adverbial.
Ejemplo: Hecho ya el trabajo se fue.
2. Acumulación: la abundancia de detalles amontonados.
Ejemplo: Cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.
3. Acusativo griego: cuando las palabras modificantes concuerdan no con las palabras
que modifican sino con el sujeto principal, reemplazando así una preposición que
requiere el caso acusativo.
Ejemplo: Desnuda el pecho anda ella (Ella anda con el pecho desnudo)
4. Alegoría: (en griego: otra lectura). Un conjunto de elementos descriptivos o
narrativos en el que cada elemento corresponde directamente a los elementos de otro
conjunto, distinto del que representan en el sentido literal.
5. Aliteración: la repetición de consonantes en un pasaje, sobre todo de consonantes
iniciales.
Ejemplo: ...un no sé qué que quedan balbuciendo.
6. Alusión: la descripción de cualidades de un objeto o de una persona por medio de
citar o mencionar (aludir a) otro (bíblico, literario, histórico, etc.)
Ejemplo: Un Job era deste siglo presente
7. Amplificación: expansión por medio de descripciones, comparaciones, repeticiones.
Ejemplo:
¿Qué es la vida? Un frenesí;
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción...
8. Anacronismo: el empleo de un elemento para ornamentar a otro fuera de su debido
tiempo cronológico.
Ejemplo: En ventura Octaviano... (hablando del padre de Jorge Manrique)
9. Analogía: una semejanza establecida por la imaginación entre dos o más cosas
concebidas como distintas.
Ejemplo:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir.
10. Anáfora: repetición deliberada de una palabra (o más) al comienzo de varios versos
o estrofas para prestar un tono reforzado al estilo.
Ejemplo:
Sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son.
11. Anástrofe: inversión del orden normal para dar énfasis al segmento final.
Ejemplo: En tu edad ningún peligro hay leve.
12. Antífrasis: emplear una palabra o una expresión en sentido contrario al literal por
medio de la ironía o eufemismo.
Ejemplo:
¡Vete al cielo!, o bien,
¡Pégale bien, pero en la cara redonda!
13. Antítesis: presentación de una idea por medio de términos contradictorios, en forma
paralelística y concisa.
Ejemplo: sirena dulce si no esfinge bella.
14. Antonomasia: el empleo del nombre de una persona para representar una
abstracción.
Ejemplo: Casi en sombra de la muerte, un nuevo Orfeo.
15. Apóstrofe: el dirigirse a una persona o a una idea personificada.
Ejemplo: Y tú, Amor...
16. Apoteosis: la deificación de un hombre o de una calidad humana.
Ejemplo: Melibeo soy. En Melibea creo.
17. Asíndeton: supresión de la conjunción copulativa.
Ej: en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada
18. Asonancia: la rima femenina o masculina de vocales, o la repetición dentro del
verso de la misma vocal en sílabas acentuadas.
Ejemplo: infame turba de nocturnas aves.
19. Bimembración: la división de un concepto o un verso en dos elementos paralelos.
Véase también polimembración.
Ejemplo: al sonoro cristal, al cristal mudo.
20. Decoro: el empleo de elementos apropiados al sujeto.
21. Elipsis: dejar una idea incompleta.
Ejemplo: Anoche soñé... ¿Direlo?
22. Emblema: una imagen o una figura simbólica acompañada de una divisa o lema o
una referencia a un emblema consagrado por la tradición.
Ejemplo: el dulce nido del ciego niño
23. Encabalgamiento: dos versos que siguen sin pausa por necesidad del sentido o
sintaxis.
Ejemplo:
Pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera de aquí, sino corriendo
por tus aguas, y siendo
en ellas anegadas.
24. Epíteto: lo que se refiere a una persona o su nombre.
Ejemplo: El Cid: "el que en buen hora nació."
25. Gradación: elementos calificativos que van en orden de importancia creciente o
menguante.
Ejemplo:
Mal te perdonarán a ti las horas:
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
26. Hipérbato o hipérbaton: ordenación anormal asintáctica de palabras.
Ejemplo: Un monte era de miembros eminente
27. Hipérbole: exageración sorprendente con el motivo de hacer aceptar lo inverosímil.
Ejemplo:
Yo vos fui siempre leal
más que fue Paris a Elena.
28. Ironía: saber lo que otros no sabemos que sabemos, o decir el contrario de lo que
literalmente significan las palabras (puede llegar al sarcasmo cuando se hace amarga o
cruel).
Ejemplo:
Bien podéis salir desnudo
pues mi llanto no os ablanda;
que tenéis de acero el pecho
y no habéis menester armas.
29. Litote: emplear una expresión menos fuerte de la entendida.
Ejemplo: "menos mal" o "no es mala la idea"
30. Metáfora: una manera de sustituir una palabra o expresión por otra, con la que tiene
algún rasgo en común.
Ejemplo:
"Una prisión de nácar" (perla) o "campo de flores lucientes" (cielo).
31. Metonimia: el empleo de una palabra o expresión para indicar otra relacionada
(como la causa por el efecto, lo que contiene por lo contenido, etc.)
Ejemplo: Vertido Baco el fuerte arnés afea (Vino).
32. Onomatopeya: una palabra que tiene el sonido del significado.
Ejemplo: "el susurro de las abejas" o "maullar del gato".
33. Oxímoron - poner elementos contrarios en conjunción.
Ejemplo: "cortesanos labradores", "esqueleto vivo"
34. Paradoja: dos cosas que evidentemente se niegan o se contradicen, pero por lo que
sigue, no lo son.
Ejemplo:
un cuerpo con poca sangre,
pero con dos corazones.
35. Paralelismo: estructuras seguidas que se relacionan entre cosas comparables.
Ejemplo:
su boca dio, y sus ojos cuanto pudo,
al sonoro cristal, al cristal mudo.
36. Parataxis: la coordinación de elementos de una cláusula.
Ejemplo:
labré, cultivé, cogí,
con piedad, con fe, con celo,
tierras, virtudes, y cielo.
37. Paronomasia: el empleo de palabras con casi el mismo sonido.
Ejemplo:
sin velas desvelada
y entre las olas sola.
38. Perífrasis: emplear varias palabras en vez de una sola, o sea circunlocución.
Ejemplo: un rubio hijo de una encina hueca (panal de miel)
39. Personificación: dar calidades humanas a cosas inanimadas.
Ejemplo: ¡Oh noche que guïaste...
40. Polimembración: la división de un concepto en varios elementos paralelos.
Ejemplo:
¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!
¡Poco antes, nada; y poco después, humo!
41. Polisemia: El empleo de una palabra con varios significados a la misma vez.
Ejemplo:
Volviose en bolsa Júpiter severo;
levantose las faldas la doncella
por recogerle en lluvia de dinero.
42. Polisíndeton: la adición de innecesarias conjunciones copulativas.
Ejemplo: preso y forzado y solo en tierra ajena
43. Prosopopeya: atribuir sentimientos humanos a la naturaleza, generalmente en
simpatía con el ser humano tratado en el pasaje.
Ejemplo:
Se desatacó la noche
y se orinaron las nubes. (Sobre Leandro)
44. Quiasmo: presentación de un par sintáctico ya presentado en orden contrario.
Ejemplo: apenas llega cuando llega a penas.
45. Símil: la comparación explícita de dos cosas.
Ejemplo:
Como la tierna madre que el doliente
hijo le está con lágrimas pidiendo
.....
así a mi enfermo y loco pensamiento
46. Sinécdoque: tomar el mayor por el menor, la materia por el objeto, o la parte por el
todo.
Ejemplo: viendo que sus ojos a la guerra van
47. Sinestesia: la percepción de una imagen por medio del sentido que no le pertenece.
Ejemplo: la canción azul
48. Zeugma: el empleo de un sólo pronombre con dos antecedentes posibles.
Ejemplo:
sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Dos maneras de teclear cómodamente en español
Windows XP:
Escoja START> CONTROL PANEL> DATE, TIME, LANGUAGE AND
REGIONAL OPTIONS> REGIONAL AND LANGUAGE OPTIONS>
LANGUAGES> DETAILS. Probablemente dirá ENGLISH. Escoja ADD. Añada
ENGLISH UNITED STATES, pero en KEYBOARD LAYOUT escoja US
INTERNATIONAL. Eso es todo. En adelante podrá escribir de la siguiente manera:
ALT (de la derecha) + vocal = acento (á é í ó ú)
ALT (de la derecha) + vocal + SHIFT = acento en mayúsculas (Á É Í Ó Ú)
ALT (de la derecha) + n = ñ
ALT (de la derecha) + ! = ¡
ALT (de la derecha) + ? = ¿
"+u=ü
" + u + SHIFT = Ü
Hay un modo alterno de colocar acentos: primero la tecla de ', luego la vocal. Hay un
modo alterno de colocar la ñ: primero la tecla de ~, luego la n.
Nota: Notará un cambio importante en el teclado. Para colocar las comillas ("/') o la
tilde (~) primero hay que pulsar la tecla, luego la barra larga de abajo (de espacios).
Windows 98 o anterior:
Escoja START> SETTINGS> CONTROL PANEL> KEYBOARD> LANGUAGE.
Probablemente dirá ENGLISH. En ese caso, seleccione PROPERTIES y luego US
INTERNATIONAL. Eso es todo. En adelante podrá escribir de la manera indicada
arriba.
La segunda manera de escribir cómodamente en español, y ciertamente la más sencilla,
es con un teclado en español. Se consiguen fácilmente en Puerto Rico (Systronics, en
Hato Rey) y sólo valen cerca de $25.00, lo cual no es caro. En este caso, habrá que
seguir las instrucciones de arriba. En el momento de escoger el lenguaje, seleccione
SPANISH TRADITIONAL SORT.
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