AA.VV.-Comer con los ojos

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PRÓLOGO
El gusto de leer
En general, los placeres no son producto de la
obligación. Nada nos fuerza a leer determinados libros, escuchar ciertas músicas, ver tal o cual película, gritar aquellos goles, charlar con fulano o mengana, tirarnos en la hamaca. Y sin embargo, hay dos
placeres que sí consisten en ponerle fantasía a lo que
debemos hacer de cualquier modo, para seguir viviendo: comer es ––¿lamentablemente?–– el más repetido de los dos.
Es obvio: no tenemos más remedio que ingerir
alimentos un par de veces por día. Pero lo mismo les
pasa a gatos, ratas, garrapatas: lo propio de los hombres ––la cultura–– está en haber llenado esa necesidad con tanta carga de placer. Desde un guisito de
arroz hasta unas ostras frescas, desde unas papas fritas hasta una espuma de boletus, la comida suele ser
el espacio para detenerse a disfrutar lo más humano
de nuestros viejos instintos animales.
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Martín Caparrós
Pero no sólo es placer; comer es ––culturalmente––
un modo de definirse. Comer con alguien es la mayor
demostración de cercanía: compañero es, desde el latín, la persona con quien se comparte el pan. Comer
con alguien es formar una sociedad, y cada sociedad
se define por lo que pone o no pone en su plato: “Dime qué comes y te diré de dónde eres, qué historia
tienes, qué dioses adoras, a qué grupo social perteneces” ––y un par de cosas más. Un plato de comida es
un concentrado de recuerdos, referencias, esperanzas.
Hay platos que son pura biografía: aquellos ravioles de
la abuela, salamín del abuelo, milanesas mamá, asaditos papá. Hay platos que son un país: tantos argentinos sabemos que un bife ––el color, el olor, el sabor
de un bife bien asado–– en tierra lejana es una forma
precisa de la patria. Hay platos que son un estandarte
que el comensal agita: para mostrar un ascenso logrado ––la suprema Maryland hace cincuenta años, los
champiñones hace treinta, el sushi últimamente–– o
la fidelidad a una costumbre ––aquella pizza, un pucherito–– o tantos otros mensajes.
Por eso un plato es, primero, una idea: las buenas
comidas se gustan desde mucho antes de sentarse a la
mesa. Una buena comida se empieza a saborear cuando uno la imagina, horas antes, porque la está previendo o preparando. Como dice el clásico criollo:
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El gusto de leer
Cuando empieza ya empezó
una comida, hace tanto,
y a veces el adelanto
supera a la colación.
Si no mejor, es más largo,
y si dulce no es amargo:
no tiene mejor sabor
ningún guiso que sus ganas.
Si el hambre no se prepara
de acuerdo con el manjar,
no es manjar ni es bien ni es nada:
sólo tragar y tragar.
Por eso un plato es, después, también, una idea:
un recuerdo, una huella persistente en la retina o en
el paladar. Que, desde el principio, se convirtió en
relato: sobre gustos, está claro, se ha escrito de todo.
Para la Biblia, las desventuras de los hombres empezaron con aquel mordisco a la manzana que no
era manzana; Petronio describía manjares inauditos
––“el sirviente sacó su cuchillo de cazador y, cortando el lomo del jabalí asado, abrió un agujero del que
empezaron a salir zorzales”–– en su Satiricón; Cervantes definió, en la tercera línea de su historia, que
don Alonso Quijano era hombre de “más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes…”; Flaubert no
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Martín Caparrós
tuvo mejor forma de exhibir la sociedad francesa de
su tiempo que contando un banquete pantagruélico,
y Joyce decidió que el protagonista de su Ulises se
pasara buena parte del libro con unos riñoncitos de
cordero en el bolsillo, esperando el momento de comerlos. Son sólo unos pocos ejemplos: la comida es
materia de infinitos relatos.
Y leerlos, en general, nos da un hambre precioso.
Se puede leer de amores sin enamorarse, de viajes en
el sillón inmóvil, de crímenes sin degollar a nadie.
Pero, a diferencia de otras literaturas ––a semejanza,
quizás, de la erótica––, un buen relato con comida
produce, por lo menos, saliva, y muchas ganas de hacerse una. La literatura de sabores propone una forma distinta de leer: una postura diferente. Así que,
estimado lector, estimada lectora, hay que tener cuidado. Puede ser riesgoso acercarse a este libro si, al
hacerlo, se alejan mucho de la heladera, la despensa,
la cocina.
MARTÍN CAPARRÓS
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