El espantajo de la «invasión» Fragmento de La crisis de la socialdemocracia, 1916 Rosa Luxemburg Publicado por Matxingune taldea en 2015 A pesar de todo, ahora, que no hemos podido impedir que la guerra estalle; ahora, que la guerra es, por lo menos, una realidad, que el país se halla ante una invasión enemiga, ¿debemos dejar a nuestro propio país indefenso, abandonarlo al enemigo? ¿Abandonar los alemanes su país a los rusos, los belgas a los alemanes, los servios a los austriacos? ¿Es que el principio socialista del derecho de las naciones a disponer de ellas mismas no dice que cada pueblo tiene el derecho y el deber de proteger su libertad y su independencia? Cuando la casa arde, ¿no se debe, ante todo, apagar el fuego, en lugar de buscar a quien lo prendió? Este argumento de la «casa en llamas» ha desempeñado un gran papel en la actitud de los socialistas, tanto en Alemania como en Francia, e igualmente ha sentado escuela en los países neutrales. Traducido al holandés, equivale a «cuando el barco se hunde, ¿no se debe, ante todo, intentar tapar las vías de agua?». Seguramente, un pueblo que capitula ante el enemigo exterior es un pueblo indigno, tal como es indigno el partido que capitula ante el enemigo interno. Los bomberos de la «casa en llamas» sólo han olvidado una cosa: que, en boca de un socialista, defender la patria no significa servir de carne de cañón bajo las órdenes de la burguesía imperialista. En primer lugar, en lo que respecta a la «invasión», ¿no se trata ciertamente del espantajo ante el cual toda lucha interna de clase debería desaparecer como embrujada y paralizada por un poder sobrenatural? Según la teoría policíaca del patriotismo burgués y del estado de sitio, toda lucha de clase es un crimen contra los intereses de la «defensa nacional», porque, según esta teoría, la lucha de clase pone en peligro y debilita la fuerza armada de la nación. La socialdemocracia oficial se ha dejado impresionar por el griterío. Y, sin embargo, la historia moderna de la sociedad burguesa muestra incesantemente que para la burguesía, la invasión enemiga no es el más abominable de todos los horrores, como lo pinta hoy, sino un probado medio del que se sirve gustosamente para luchar contra el «enemigo interior». ¿Es que los Borbones y los aristócratas franceses no llamaron a la invasión extranjera contra los jacobinos? ¿Es que la contrarrevolución austriaca y de los Estados pontificios no llamaron en 1849 a la invasión francesa contra Roma y a la invasión rusa contra Budapest? ¿Es que el «partido del orden» de Francia no amenazó abiertamente con la invasión de los cosacos para doblegar a la Asamblea Nacional? ¿Y es que por el famosos tratado del 18 de mayo de 1871 —concluido entre Jules Pavre, Thiers y compañía y Bismarck— no se acordó la libertad del ejército bonapartista y el apoyo directo a las tropas prusianas para aplastar a la Comuna de París? Para Karl Marx, esta experiencia histórica bastó para denunciar, hace ya cuarenta y cinco años, las «guerras nacionales» de los Estados burgueses modernos como una estafa. En su famosa Carta del Consejo General de la Internacional, dice: «Que después de la más terrible guerra de los tiempos modernos, el ejército victorioso y el ejército vencido se unen para aplastar conjuntamente al proletariado, este acontecimiento inaudito expresa no, como cree Bismarck, la destrucción definitiva de la nueva sociedad en ascenso, sino más bien el hundimiento de la vieja sociedad burguesa. El más alto heroísmo de que es todavía capaz la vieja sociedad es una guerra nacional. Y ahora ha quedado demostrado que se trata de una pura mistificación de los gobiernos, destinada a demorar la lucha de clases: guerras nacionales que se dejan a un lado tan pronto como esta lucha de clases se convierte en guerra civil. La dominación de clase no se puede ocultar bajo un uniforme nacional; ¡los gobiernos nacionales se enfrentan en bloque contra el proletariado!». 1 El espantajo de la «invasión» La invasión y la lucha de clase no son contradictorias en la historia burguesa, tal como se afirma en las leyendas oficiales, pero la una se sirva de la otra para expresarse. Si para las clases dirigentes, la invasión representa un medio eficaz para luchar contra la lucha de clases, para las clases revolucionarias, la lucha de clase más violenta constituye siempre el mejor medio para luchar contra la invasión. En el umbral de los tiempos modernos, la turbulenta historia de las ciudades, y en particular de las ciudades italianas, agitadas por innumerables conflictos internos y por agresiones exteriores; la historia de Florencia, de Milán, con su lucha secular contra los Hohenstaufen, demuestran que la violencia y el tumulto de las luchas de clases internas no solamente no debilitan la capacidad de resistencia de la sociedad ante los peligros externos, sino que, por el contrario, su fuerza se templa en el fuego de estas luchas y llega a ser capaz de enfrentarse con un enemigo exterior. Pero el ejemplo más aleccionador de todos los tiempos es la gran Revolución francesa. Si alguna vez la expresión «enemigos por todos lados» tuvo sentido, fue en la Francia de 1793, y en el corazón de esta Francia: París. Si París y Francia no fueron engullidos por la ola de la Europa coaligada, por las invasiones procedentes de todas partes, y si, por el contrario, opusieron una gigantesca resistencia cuando el peligro aumentaba y los ataques enemigos se multiplicaban; si derrotaron a cada nueva coalición con el renovado milagro de un ardor combativo inagotable, ello se debió únicamente a las ilimitadas fuerzas que desencadena el gran ajuste de cuentas de las clases en el seno de la sociedad. Hoy, con la perspectiva de un siglo, vemos con toda claridad que únicamente la expresión viva de este ajuste de cuentas, únicamente la dictadura del pueblo parisiense y su brutal radicalismo, fueron capaces de encontrar en la nación los medios y las fuerzas suficientes para defender y consolidar la sociedad burguesa, que apenas acababa de nacer frente a un mundo lleno de enemigos: frente a las intrigas de la dinastía, las traidoras maquinaciones de los aristócratas, las intrigas del clero, la rebelión de la Vendée, la traición de los generales, la resistencia de sesenta departamentos y capitales de provincia, y contra los ejércitos y las flotas unidas de la coalición monárquica europea. Una experiencia secular demuestra, en consecuencia, que no es el estado de sitio, sino la lucha de clase llena de abnegación, lo que despierta el respeto de sí mismo, el heroísmo y la fuerza moral de las masas populares, que es la mejor defensa, la mejor protección de un país contra el enemigo de fuera. En la misma trágica situación se encontró la socialdemocracia cuando, para justificar su actitud en esta guerra, apeló al derecho de las naciones a disponer de sí mismas. Cierto, el socialismo reconoce a cada pueblo el derecho a la independencia y a la libertad, a la libre decisión de su propio destino. Pero es un verdadero escarnio del socialismo presentar a los Estados capitalistas actuales como expresión del derecho de libre decisión. ¿En cuál de estos Estados la nación ha podido disponer hasta ahora de las formas y condiciones de existencia nacional, política y social? Lo que significa la libre decisión del pueblo alemán, lo que supone tal principio, los demócratas de 1848, Marx, Engels y Lassalle, Bebel y Libknecht, lo proclamaron y defendieron: es la gran República alemana1. Por este ideal vertieron su sangre los combatientes de marzo en las barricadas de Viena y Berlín; para realizar este programa, Marx y Engels querían obligar a Prusia a hacer la guerra al zarismo ruso en 1848. Para cumplir el programa nacional era por completo necesario liquidar el «montón de podredumbre organizada» denominado monarquía habsburguesa y abolir la monarquía militar prusiana, así como las dos docenas de monarquías enanas de Alemania. La derrota de la Revolución alemana, la traición de la burguesía alemana a sus propias ideas democráticas, condujeron al régimen de Bismarck y a su obra política, la gran Prusia actual con sus veinte patrias, bajo un solo casco militar denominado Imperio alemán. La Alemania actual se levanta sobre la tumba de la Revolución de marzo, sobre las ruinas del derecho de libre decisión nacional del pueblo alemán. La guerra actual, que tiene por objeto conservar, además de Turquía, la burguesía habsburguesa y el reforzamiento de la monarquía militar prusiana, es un nuevo entierro de los muertos de marzo y del programa nacional de Alemania. Hay una diabólica tiranía de la historia en el hecho de que los socialdemócratas, herederos de los patriotas alemanes de 1848, entren en esta guerra enarbolando el estandarte del «derecho de las naciones a disponer de ellas mismas». A menos que por azar la Tercera República, con sus posesiones coloniales en cuatro continentes y sus atrocidades coloniales en dos continentes, sea la expresión de la «libre decisión» de la nación francesa; o bien el Imperio británico, tal vez, con las Indias y la dominación de un millón de blancos sobre una población negra 1 Iniciada la revolución en Alemania en marzo de 1848, la Liga de los Comunistas elabora el documento conocido como Reivindicaciones del Partido Comunista Alemán, encabezado por la divisa de la Liga —«¡Proletarios de todos los países, uníos!»— y cuyo primer punto es: «1Toda Alemania será declarada república una e indivisible». El texto completo de la plataforma, junto con un análisis del marco político del momento, puede encontrarse en Marx, Engels y la revolución de 1848. Fernando Claudin, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1975. 2 El espantajo de la «invasión» de cinco millones de habitantes en África del Sur; o Turquía; o el Imperio zarista.... Sólo un político burgués, para quien la humanidad está representada por las estirpes de los señores y una nación por sus clases dirigentes, puede hablar de «libre disposición» en relación con los Estados coloniales. En el sentido socialista del concepto de libertad, no se puede pensar en una nación libre cuando su existencia nacional se basa en la esclavitud de otros pueblos, pues los pueblos coloniales también son pueblos y forman parte del Estado. El socialismo internacional reconoce a las naciones el derecho de ser libres, independientes, iguales. Pero sólo el socialismo internacional es capaz de crear tales naciones, él es el único capaz de hacer del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos una realidad. Esta consigna del socialismo es también, como otras suyas, no una santificación del estado de cosas existentes, sino una orientación y un estímulo para la política activa del proletariado, que se dispone a lograr transformaciones revolucionarias. En tanto existan Estados capitalistas y, en particular, en tanto que la política imperialista determine el modelo y la vida interior y exterior de los Estados, el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos no se asemeja en nada a la forma en que es practicado, tanto en tiempos de guerra como de paz. Hay más: en el cuadro imperialista actual no existen guerras defensivas ni nacionales, y los socialistas que no tengan en cuenta este determinado marco histórico, quienes en medio del tumulto mundial quieran situarse en un punto de vista particular, en el punto de vista de un país, desde el comienzo sustentarán su política sobre la arena. Anteriormente hemos intentado mostrar los antecedentes del conflicto actual entre Alemania y sus adversarios. Era necesario aclarar los móviles reales y las conexiones internas de la guerra actual porque, tanto en la actitud de nuestro grupo parlamentario como en los argumentos de nuestra prensa, la idea decisiva ha sido: defensa de la libertad y de la cultura alemanas. Contra esta afirmación se hace necesario atenerse a la verdad histórica: se trata aquí de una guerra preventiva preparada desde hace años por el imperialismo alemán, provocada por los objetivos de su «Weltpolitik»2 y desencadenada conscientemente en el verano de 1914 por la diplomacia alemana y austriaca. Pero, además, cuando se quiere emitir un juicio general sobre la guerra mundial y apreciar su importancia para la política de clase del proletariado, el problema de saber quién es el agresor y quién el agredido, la cuestión de la «culpabilidad» carece por completo de sentido. Si la guerra de Alemania es menos defensiva que la de Francia e Inglaterra, esto es sólo aparente, pues lo que estas naciones «defienden» no es su posición nacional, sino la que ocupan en la política mundial; sus antiguas dominaciones imperialistas amenazadas por los asaltos de la nueva Alemania. Si las incursiones del imperialismo alemán y del imperialismo austriaco en Oriente han traído, sin duda alguna, la chispa, por parte del imperialismo francés con su explotación de Marruecos, y del imperialismo inglés, con sus preparativos de pillaje en Mesopotamia y Arabia y con sus medidas para asegurar su despotismo en la India, y del imperialismo ruso con su política balkánica dirigida contra Constantinopla, poco a poco han ido llenando el polvorín que la chispa alemana haría estallar. Los preparativos militares han jugado un papel esencial: el del detonador que desencadenaría la catástrofe, pero en realidad se trataba de una competición en la que participaban todos los Estados. Y si fue Alemania, en 1780, quien con la política de Bismarck dio el primer impulso a la carrera armamentista, el Segundo Imperio le había preparado el terreno y la política aventurera de la Tercera República la alentó con sus expansiones en Asia oriental y África. Lo que da a los socialistas franceses la ilusión de que se trata de la «defensa nacional» es el hecho de que el gobierno francés y el pueblo francés en su conjunto no tenían ninguna intención bélica en julio de 1914. «Hoy todo el mundo está por la paz en Francia, sincera y lealmente, sin reservas y sin restricciones», afirmaba Jaurés en el último discurso que pronunció en vísperas de la guerra en la Casa del Pueblo de Bruselas. El hecho es perfectamente plausible y puede explicar psicológicamente la indignación de los socialistas franceses ante una guerra criminal impuesta por la fuerza a su país. Pero esto no basta para juzgar la guerra mundial en cuanto fenómeno histórico y para llevar a la política proletaria a tomar posición en relación con aquella. La historia que ha dado nacimiento a la guerra actual no comenzó en julio de 1914, sino que se remonta a años anteriores, durante los cuales fue tejida hilo a hilo con la necesidad de una ley natural, hasta que la malla espesa de la política mundial imperialista envolvió a los cinco continentes: un formidable complejo histórico de fenómenos cuyas raíces penetran en las profundidades plutónicas del devenir económico, y cuyas ramas más altas apuntan en dirección de un mundo nuevo distinto que comienza a vislumbrarse; fenómeno que por su amplitud gigantesca hacen inconsistentes los conceptos de falta de expiación, de defensa y ataque. 2 Política internacional. 3 El espantajo de la «invasión» La política imperialista no es obra de un país o de un grupo de países. Es el producto de la evolución mundial del capitalismo en un momento dado de su maduración. Es un fenómeno natural por naturaleza, un todo inseparable que no se puede comprender mas que en sus relaciones recíprocas y al cual ningún Estado podría sustraerse. No es solamente desde este punto de vista desde el que se puede evaluar correctamente en la guerra actual el problema de la «defensa nacional». El Estado nacional, la unidad y la independencia nacionales: estas eran las banderas ideológicas bajo las cuales se constituyeron los grandes Estados burgueses en el corazón de Europa en el último siglo. El capitalismo es incompatible con el particularismo de los pequeños Estados, con la dispersión política y económica. Para desarrollarse, al capitalismo le es necesario un territorio coherente, tan grande como sea posible y a un mismo nivel de civilización, sin lo cual no se podrían elevar las necesidades de la sociedad a un nivel requerido para la producción mercantil capitalista ni hacer funcionar el mecanismo de la dominación burguesa moderna. Antes de extender su red sobre todo el globo, la economía capitalista busca crear un territorio unido dentro de los límites nacionales de un Estado. El programa, dado el tablero político y nacional transmitido por el feudalismo medieval, no podía ser realizado mas que por vías revolucionarias. Este programa sólo fue realizado revolucionariamente en Francia en el curso de la gran Revolución; en el resto de Europa (así como la revolución burguesa), el programa sólo quedó bosquejado, quedó parado a la mitad del camino. El Imperio alemán y la Italia de hoy, la supervivencia de Austria-Hungría y de Turquía hasta nuestros días, el Imperio ruso y la Commonwealth británica son pruebas vivas de ello. El programa nacional no jugó un papel histórico, en tanto que expresión ideológica de la burguesía en ascenso aspirante al poder en el Estado, hasta el momento en que la sociedad burguesa quedó, mal que bien, instalada en los grandes Estados del centro de Europa y creó los instrumentos y las condiciones indispensables de su política. Desde entonces el imperialismo enterró por completo el viejo programa burgués democrático: la expansión más allá de las fronteras nacionales (cualesquiera que fuesen las condiciones nacionales de los países anexados) se convirtió en la plataforma de la burguesía de todos los países. Si el término «nacional» permaneció, su contenido real y su función se convirtieron en su contrario. Y este término no sirve mas que para ocultar en lo posible las aspiraciones imperialistas, a no ser que sea utilizado como grito de guerra en los conflictos imperialistas, único y último medio ideológico de lograr la adhesión de las masas populares y de llevarlas a jugar el papel de carne de cañón en las guerras imperialistas. La tendencia general de la política capitalista actual domina la política de los Estados particulares como una ley ciega y poderosa, tal como las leyes de la competencia económica determinan rigurosamente las condiciones de producción de cada empresario particular. Imaginemos por un instante —para disipar el fantasma de la «guerra nacional» que domina actualmente a la política socialdemócrata— que en uno de los Estados contemporáneos la guerra comience, efectivamente, como una simple guerra de defensa nacional; veríamos que los éxitos militares conducirían antes que nada a la ocupación de territorios extranjeros. Pero en presencia de grupos capitalistas altamente influyentes, interesados en conquistas imperialistas, los apetitos expansionistas se despiertan en el curso de la guerra, y la tendencia imperialista, que al comienzo de la guerra sólo estaba en germen, se desarrolla como en un invernadero y acaba por determinar el carácter de la guerra, sus objetivos y consecuencias. Por otra parte, el sistema de alianzas entre los Estados militares, que desde decenas de años domina las relaciones políticas de los Estados, implica necesariamente que cada una de las partes beligerantes, desde un punto de vista defensivo, intente ampliar el campo de sus aliados. Por ello, la guerra involucra sin cesar a nuevos países y, así, inevitablemente, quedan afectados los intereses imperialistas de la política mundial y se crean nuevos intereses. Inglaterra arrastró al Japón a la guerra, amplió la guerra de Europa a Asia oriental y puso los destinos de China a la orden del día, atizando las rivalidades entre Japón y los Estados Unidos y entre ella misma y Japón, acumulando motivos que agravan el conflicto. Del mismo modo, en el otro campo, Alemania arrastró a Turquía a la guerra, lo que condujo a liquidar inmediatamente la cuestión de Constantinopla, de los Balkanes y de Oriente Próximo. Quien no hubiera comprendido que, por sus causas y fundamentos, la guerra mundial era ya una guerra puramente imperialista, puede darse cuenta en todo caso, después de sus efectos, que la guerra debía, en las condiciones actuales, transformarse en un proceso imperialista de reparto del mundo según un encadenamiento mecánico e inevitable. Es lo que se produjo, por así decirlo, desde el comienzo. Como el equilibrio de fuerzas 4 El espantajo de la «invasión» permanece constantemente precario entre las partes beligerantes, cada una de ellas está obligada desde un punto de vista puramente militar a reforzar su propia posición y a preservarse del peligro de nuevas hostilidades apaciguando a los países neutrales mediante toda una serie de combinaciones. Véanse los «ofrecimientos» germano-austríacos, de una parte, y de los anglo-rusos, de otra, que han sido hechos a Italia, Rumania, Grecia y Bulgaria. La auto-denominada «guerra de defensa nacional» ha tenido como consecuencia en los países no comprometidos un desplazamiento general de las posesiones y de las relaciones de fuerza, que se expresan en el sentido de la expansión. En fin, como hoy todos los Estados capitalistas tienen posesiones coloniales y, en caso de guerra, aunque esta comience como una «guerra de defensa nacional», las colonias son seducidas por razones puramente militares, y como cada Estado beligerante intenta ocupar las colonias del adversario o por lo menos provocar en éllas levantamientos —ver la posesión de las colonias alemanas por Inglaterra y las tentativas de desencadenar la «guerra santa»— en las colonias inglesas y francesas, toda guerra actual debe transformarse automáticamente en una conflagración mundial del imperialismo. El esquema de una pura «guerra de defensa nacional» podría aplicarse, tal vez, a primera vista, a un país como Suiza. Pero, como por azar, Suiza no es un Estado nacional y, además, no es representativa de los Estados actuales, su «neutralidad» y el lujo de su milicia no son, precisamente, mas que productos negativos del estado de guerra latente de las grandes potencias militares que la rodean, neutralidad y milicia que no durarán sino en tanto suiza pueda sortear esta situación. Tal neutralidad puede ser hollada en un abrir y cerrar de ojos por la bota del imperialismo en el curso de una guerra mundial: un ejemplo es el caso de Bélgica. El caso de Servia constituye hoy el mejor medio de poner en evidencia el mito de la «guerra nacional». Si existe un Estado que tenga el derecho a la defensa nacional según los índices formales exteriores, es Serbia. Privada de su unidad nacional por las anexiones de Austria, amenazada por Austria en su existencia nacional, conducida a la guerra por Austria, Serbia lleva una verdadera guerra de defensa nacional para salvaguardar su existencia y su libertad. Si la posición del grupo socialdemócrata alemán es justa, entonces los socialdemócratas serbios que han protestado contra la guerra en el Parlamento de Belgrado y que han rechazado los créditos de guerra son, simplemente, traidores: habrían traicionado los intereses vitales de su propio país. En realidad, los serbios Lapchewitch y Kazlerovitch no solamente han entrado con letras de oro en la historia del socialismo internacional, sino que han demostrado una penetrante visión histórica de las circunstancias reales de la guerra, y con ello han rendido un destacado servicio a su país y a la educación de su pueblo. Formalmente, Serbia lleva sin ninguna duda una guerra de defensa nacional, pero las tendencias de su monarquía y de sus clases dirigentes van en sentido de la expansión, como las tendencias de las clases dirigentes de todos los Estados actuales, sin consideración alguna a las fronteras nacionales y adquiriendo, por ello, un carácter agresivo. Así ocurre con la tendencia de Servia hacia la costa adriática, sobre la cual mantiene un enfrentamiento imperialista con Italia a costa de los albaneses, y cuya solución se decidirá finalmente fuera de Serbia, entre las grandes potencias. Sin embargo, el punto crucial es el siguiente: tras el imperialismo serbio se halla el imperialismo ruso. Serbia no es más que un peón en el gran tablero de la política mundial y todo análisis de la actitud de Serbia ante la guerra que no tenga en cuenta este contexto y, en última instancia, el plan político general, está construido sobre arena. Lo mismo ocurre con la última guerra de los Balkanes. Si se consideran las cosas aisladamente y de una manera formal, los jóvenes Estados balkánicos, gozando históricamente de su derecho, cumplían el viejo programa democrático del Estado nacional. Sin embargo, situados en el contexto histórico real que ha hecho de los Balkanes el centro de la política mundial imperialista, las guerras balkánicas no han sido, objetivamente, mas que un detalle del cuadro del conjunto de las hostilidades, un eslabón de la fatídica cadena de los hechos que han conducido a la guerra mundial con una fatal necesidad. La socialdemocracia internacional concedió en Bâle a los socialistas de los países balkánicos la más calurosa ovación por su rechazo a toda colaboración moral o política a la guerra de los Balkanes y por haber desenmascarado la verdadera cara de esta guerra; con ello, se condenó anticipadamente la actitud de los socialistas alemanes y franceses en la guerra actual. Sin embargo, todos los pequeños Estados se encuentran hoy en la misma situación que los Estados balkánicos: así, por ejemplo, Holanda: «Cuando el barco se hunde, lo primero es tapar las vías de agua». En efecto, ¿de qué se puede tratar para la pequeña Holanda sino, simplemente, de la defensa nacional, de la defensa de la existencia y de la independencia del país? Si se toman en consideración únicamente las intenciones del pueblo holandés, no se trataría mas que de defensa nacional. Pero la política proletaria, que se basa en el conocimiento histórico, no puede limitarse a tener en cuenta 5 El espantajo de la «invasión» las intenciones subjetivas de un país particular, sino colocarse al nivel internacional y orientarse en relación a la totalidad de la situación de la política mundial. Quiéralo o no, Holanda es también un pequeño diente en el engranaje de la política y de la diplomacia internacional. Esto aparecería de una manera evidente en el momento en que Holanda fuese arrastrada a la guerra mundial. Inmediatamente sus adversarios intentarían golpear a sus colonias; la estrategia de Holanda en el curso de la guerra sería, naturalmente, la conservación de sus posesione actuales, y la defensa de la independencia nacional de pueblo flamenco del Mar del Norte desembocaría de hecho, en la defensa del derecho a dominar y explotar al pueblo malayo del archipiélago indonesio. Pero esto no es todo: abandonado a sí mismo, el militarismo holandés se rompería como una cáscara de nuez en el torbellino de la guerra mundial; Holanda formaría parte, quisiéralo o no, de una de las grandes formaciones de los Estados combatientes y, de esta suerte, se convertiría en el soporte y el instrumento de tendencias puramente imperialista. Así, el cuadro histórico del imperialismo es el que determina en cada ocasión el carácter de la guerra para cada país particular, y este cuadro hace que, en nuestro días, las guerras de defensa nacional sean absolutamente imposibles. Rosa Luxemburg 1916 6