Gabo vivió para contarlo - Corporación Viva la Ciudadanía

Anuncio
Este artículo es una publicación de la Corporación Viva la Ciudadanía
Opiniones sobre este artículo escribanos a:
[email protected]
www.viva.org.co
Gabo vivió para contarlo
Carlos Jiménez
Escritor y crítico de arte, autor de La escena sin fin. El arte en
la era de su big bang
Si la sola mención de Borges trae consigo la imagen de una biblioteca infinita,
la de García Márquez trae la de una vida inconmensurable. Él jamás habría
dicho lo que Borges dijo de sí: ¨Vida y muerte le han faltado a mi vida¨. Porque
si algo le sobró a la vida desbordante y proteiforme de Gabo fue la muerte, de
la que renegó en alguna entrevista porque nos priva sin remedio lo que él más
amaba: la vida. Vida vivida en su caso con una rara intensidad desde que era
apenas un adolescente, a quién la temprana vocación literaria no le confinó
jamás en una biblioteca ni le apartó un ápice de la calle, de los amigos, de las
mujeres o de la noche. Miento. Él mismo contó que, cuando cursaba sus
estudios de bachillerato en un internado de la gélida y pueblerina Zipaquirá, en
las cercanías de Bogotá, sin apenas amigos ni compañía se encerraba en la
biblioteca a leer libros de poesía, con la misma obstinada dedicación que en
adelante habría de acompañar todos sus empeños. Se comprende: para un
¨costeño ¨como él, nacido y criado junto al Mar Caribe y habituado por lo tanto
a su gente pachanguera y bulliciosa y a sus calores tan extremos como sus
tormentas, esa ciudad recoleta y silenciosa, perdida en las alturas vertiginosas
de los Andes y habitada por hombres taciturnos y mujeres embozadas
desdibujados por la niebla y la llovizna, le resultaba una versión del infierno
más contundente y verosímil que las imágenes flamígeras del mismo que
ofrecían los tenebrosos retablos coloniales.
Sus mejores biógrafos – como Dasso Saldívar o su hermano Eligio García –
dan cuenta de que su carrera literaria se confundió, hasta el día venturoso en el
que la primera tirada de Cien años de soledad se agotó de un día para otro en
Buenos Aires, con la de un indómito cachorro de escritor a quien tanto su
impetuosa vocación como las vicisitudes suyas, de su familia y su país le
fueron arrojando de un sitio para otro. Como si fuera la hoja de una hojarasca
arrastrada por el viento. Así fue de Aracataca a Zipaquirá, de Zipaquirá a
Bogotá y de allí a Cartagena, a Montería y luego a Barranquilla y de nuevo a
Bogotá, para desde allí irse por primera vez a Paris de donde regresó a Bogotá
sólo para preparar el viaje a Ciudad de México, que a la postre resultó el
definitivo. En ninguna de esas paradas dejó de cultivar y engrandecer su
vocación literaria, que allí están La hojarasca, El coronel no tienen quien le
escriba y el propio Cien Años de Soledad para probarlo. Pero, tampoco de vivir
su vida con un apasionamiento sin fisuras que corre parejo con el sobrio
fatalismo que asedia a tantas de sus mejores páginas.
El éxito de Cien Años de Soledad le encumbró a la fama, le llevó a Barcelona y
le permitió desplegar además amplia y libremente su vocación política. Porque,
cabe recordarlo en este día de tantas necrológicas: Gabo fue un modelo de
escritor engagé, comprometido como lo fueron en su día: Ernst Hemingway,
Ilya Ehrenburg o André Malraux. O, en el otro extremo del arco ideológico y
político Curzio Malaparte o Louis Ferdinand Celine.
El emblema de ese compromiso es su indeclinable amistad con Fidel Castro,
un líder político cuya contradictoria y compleja dimensión histórica, el propio
García Márquez intentó descifrar en El otoño del patriarca, su obra más
arriesgada y difícil que, por lo demás, convendría leer en paralelo con La
muerte de Virgilio de Hermann Broch, invaluable reflexión sobre las relaciones
entre el poeta y el emperador. A los críticos liberales la fidelidad de García
Márquez a Fidel Castro les resulta especialmente irritante y, en el mejor de los
casos, el baldón que desgraciadamente afea una obra literaria de calidad
absolutamente indiscutible. Que por algo le concedieron el Premio Nobél de
Literatura. Pero, estos críticos omiten o pasan por alto que Gabriel García
Márquez, ¨ uno de los once hijos del telegrafista de Aracataca ¨, cuya fuente
primigenia de inspiración fueron los relatos de su abuela, está inscrito en la
historia viva del Caribe, esa que se trasmite oralmente de generación a
generación y a la que se refieren recurrentemente tanto las leyendas como la
música populares. Y que por lo tanto está cargada por todas las tragedias que
cinco siglos de colonialismo y neo colonialismo han producido en el mar
Caribe, incluidas las más pérfidas formas de la esclavitud moderna y las
decenas de invasiones y de golpes de Estado promovidos o respaldados por
los gobiernos de Washington. De allí que García Márquez no haya podido
menos que simpatizar con el radicalismo con que la revolución cubana intentó
poner fin a esa historia infame y con el líder que, para bien y para mal, encarna
ese radicalismo: Fidel Castro.
La historia la escriben los vencedores, sentenció Walter Benjamin, pero
eso no impide que los vencidos sigan recordando las dolorosas
consecuencias de su derrota. El son o los boleros son impensables sin el
concurso de sensibilidades irritadas por los agravios y las humillaciones.
Francia le concedió en su día, la Legión de honor y él mismo tuvo un piso de su
propiedad en Paris. Pero, ni ese honor ni ese privilegio le hicieron olvidar
aquella noche aciaga de los años 50 del siglo pasado en la que la gendarmería
francesa, en represalia por un atentado terrorista del FLN, se dio a la cacería
de todos los argelinos residentes entonces en Paris. Detuvieron y apalearon a
miles - entre ellos a García Márquez, a quien confundieron con uno de ellos – y
a un número indeterminado de los mismos los arrojaron al Sena. Para que se
ahogaran sin más. Gabo perdonaba, pero no olvidaba.
Su obra periodística es ingente y tan deslumbrante como el resto de su
literatura. Pero, en ella destacada las crónicas que dedicó a la revolución y la
guerra civil en Angola y a la audaz y decisiva intervención de Cuba en la
misma. Su calidad es por lo menos equiparable a la de las crónicas sobre la
Guerra Civil Española que escribieron Hemingway, Dos Passos, Ehrenburg,
Koestler… Y son, junto con la trepidante crónica que dedicó a la arriesgada
aventura de Miguel Littin, rodar clandestinamente una película sobre el Chile de
Pinochet, prueba suficiente de que a Gabriel García Márquez también hay que
leerlo como a un formidable escritor político.
Edición N° 00396 – Semana del 25 de Abril al 1 de Mayo – 2014
Descargar