El nacimiento del ejército insurgente Miguel Ángel

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El nacimiento del ejército insurgente
Miguel Ángel Fernández Delgado
INEHRM
Desde hace unos dos mil quinientos años, en El Arte de la Guerra, una de las
obras sobre estrategia más reconocidas e influyentes a partir de sus versiones a
lenguas occidentales, el general Sun Tzu señaló que “la guerra es un asunto serio;
da miedo pensar que los hombres puedan emprenderla sin dedicar la reflexión que
requiere”, pues sabía que la simple idea de encontrar personas armadas y
dispuestas al combate era tan indeseable como ver crecer una nube compuesta
por aves de mal agüero. Pero, en algunas situaciones, cuando se han tocado
ciertos extremos, según palabras del I Ching o Libro de las Metamorfosis, citado
por el propio Sun Tzu, si se cierran las salidas pacíficas, “con la alegría de superar
las dificultades el pueblo olvida el riesgo de la muerte” y opta por el desconcierto
de las armas.
Ese desconcierto fue la característica de las tropas insurgentes que comandaba
Miguel Hidalgo, hasta que el 22 de octubre de 1810, a su paso por Acámbaro, se
fundó oficialmente el primer ejército insurgente, como un cuerpo militar
disciplinado y con sus mandos claramente establecidos.
Ante el hartazgo de la inequidad, cuando el cura Hidalgo encendió la llama al
tañido de la campana de Dolores para levantar a las multitudes en armas contra el
gobierno opresor, aquéllas fueron reclutadas de inmediato. Al mando del caudillo y
unos cuantos militares, una hueste improvisada —carente en su mayoría de las
más elementales nociones de estrategia y de táctica militares— se conformó y
combatió sin los servicios indispensables para el auxilio de las tropas.
El levantamiento de Hidalgo dividió a la sociedad novohispana, más de lo que ya
se encontraba, entre los partidarios del bando insurgente y los del realista, pues
fueron pocos quienes lograron permanecer neutrales, aunque no todos
intervinieran directamente en el campo de batalla.
La población del virreinato, con un total aproximado a los cinco millones de
habitantes, de los cuales había cerca de un millón cien mil criollos, dos millones
cuatrocientos mil mestizos y castas, dos millones y medio de indios y apenas 17
mil españoles, quedó escindida, salvo estos últimos.
Ambos ejércitos fueron dirigidos por criollos en los puestos principales; mestizos,
mulatos y demás variaciones entre las castas engrosaron por igual las tropas de
ambos bandos. Algunos indios, en lo particular, se unieron al movimiento
insurgente, pero las comunidades indígenas de diversos pueblos permanecieron
fieles al monarca español cuando estalló la revuelta.
Desde el 15 de septiembre de ese año, el ejército insurgente había crecido
exponencialmente sin orden alguno. Otros conspiradores de Querétaro, los
capitanes Ignacio Allende y Juan Aldama, sumaron tropas del Regimiento de
Dragones de la Reina a la multitud convocada por Hidalgo: los internos de la
prisión de Dolores y vecinos que acudieron a su llamado, en buen número indios y
campesinos de poblaciones cercanas, armados con cuchillos, machetes, lanzas,
hondas y apenas unos cuantos fusiles. El grueso de la hueste —unos 300
hombres por lo pronto— compensaba su nulo entrenamiento y falta de estrategia
militar con el carácter imponente de su número y el entusiasmo de participar en el
inicio de un movimiento reivindicatorio.
De la sacristía del santuario de Atotonilco, tomó Hidalgo el estandarte con la
imagen de la Virgen de Guadalupe, la cual su tropa reconoció de inmediato como
estandarte del improvisado ejército insurgente, integrado por unos cuatro mil
hombres al momento de llegar a San Miguel el Grande. De allí prosiguieron hasta
Celaya, a la que entraron sin resistencia el 20 de septiembre. En ambos lugares,
se ordenó construir armas, especialmente lanzas, y se consiguió buen número de
barriles de pólvora destinados a las minas.
Refiere Lucas Alamán que fue en Celaya donde, a un par de días de su llegada,
Hidalgo convocó al ayuntamiento, ante cuyos miembros expuso los principios de
su lucha, y en la misma sesión, los allí reunidos lo declararon capitán general;
también fue nombrado teniente general Allende, mariscal de campo Aldama, y
otros cargos inferiores se concedieron al resto de los líderes. En seguida salieron
a los portales de la plaza, con la imagen guadalupana al frente, que fue colocada
en el balcón de un hostal, desde el cual Hidalgo pronunció un nuevo discurso que
exhortaba a unirse a la causa, el cual atrajo de inmediato más hombres, incluidos
los de las compañías del regimiento provincial. Sin embargo, era necesaria una
mejor organización y adiestramiento, pues el nuevo ejército aún no se medía con
el enemigo. El tema había sido discutido entre Allende e Hidalgo, dando lugar a
discusiones poco amables, pero el caudillo se negó a escuchar entonces al
soldado.
Precariamente organizados, pero ya con más de 20 mil elementos, los insurgentes
partieron hacia Guanajuato, ciudad estratégica tanto por su ubicación y elevado
número de habitantes, como por los ingresos que obtenía gracias a la actividad
minera.
Al frente de las tropas insurgentes iba una infantería compacta, integrada por unos
cinco mil hombres, en su mayoría indígenas con hondas, provisiones de piedras,
arcos y flechas, así como garrotes con hierros a guisa de lanzas o picas; en
seguida, la caballería, compuesta por arrieros, rancheros y peones armados con
machetes y lanzas de mayor tamaño y mejor hechura: detrás, los principales
cabecillas del ejército y, para cerrar la retaguardia, como reserva dispuesta para la
defensa de las tropas en ciernes, las dos compañías del Regimiento de la Reina.
Hidalgo, en carácter de capitán general, envió al coronel Mariano Abasolo y al
teniente coronel Ignacio Camargo para entrevistarse con el intendente Juan
Antonio de Riaño, a quien le solicitaron su rendición y la entrega de todos los
españoles, cuyos bienes serían embargados mientras el nuevo orden jurídico
dictaba lo conducente. Riaño los despachó, negándose a reconocer su autoridad.
Confiado en que las tropas realistas llegarían en su auxilio muy pronto, el
intendente cometió el error de atrincherarse en la Alhóndiga de Granaditas con
sus familiares y hombres de confianza, hasta con las riquezas y archivos de la
población, y todas las tropas de que pudo disponer, en lugar de salir a encontrar al
ejército enemigo, como se le había recomendado. El ataque de los insurgentes,
por consecuencia lógica, se concentró en su refugio.
El mismo 28 de septiembre, las huestes de Hidalgo llegaron a Guanajuato y
comenzaron desordenadamente el ataque contra Riaño y sus hombres, quienes
poco pudieron hacer para resistir el asedio. En menos de cinco horas y a costa de
unas tres mil vidas, el ataque llegó a su fin. Casi todos los defensores de la
alhóndiga murieron en combate o rematados por las turbas que vinieron después
para despojar los bienes y el aliento de vida que les quedaba a los pocos
atrincherados sobrevivientes o de los que habían logrado escapar heridos. Unos
cuantos terminaron en prisión, mismo destino al que llegaron en los días
subsecuentes otros españoles capturados en campaña bajo las órdenes del nuevo
ayuntamiento insurgente.
La tradición oral cuenta que no sólo hubo destrucción en aquel episodio. Hasta la
fecha, las familias guanajuatenses se transmiten de generación en generación la
memoria, amalgamada con la leyenda de que, cuando el señor cura hizo su
entrada en Guanajuato, ordenó la liberación de las mulas que trabajaban
triturando en las minas, revolviendo el mineral mezclado con productos químicos
que les destrozaban las pezuñas.
Durante tres días continuaron los saqueos, que Hidalgo trató de reprimir
tímidamente. Las diferencias entre el capitán general y Allende se acentuaron
todavía más por este motivo. Algunos insurgentes aprovecharon el tiempo para
obtener más y mejores armas; así se encargó la fundición de cañones a Rafael
Dávalos, alumno del Colegio de Minería. Al más grande de ellos se le dio el
nombre de Defensor de la América. El siguiente destino, camino a la capital
virreinal, era Valladolid, la actual Morelia.
Mientras las anteriores escenas se desarrollaban, Hidalgo fue excomulgado, el
virrey Venegas ofreció recompensa por los cabecillas insurgentes y el ejército
realista, al mando del brigadier Félix María Calleja en San Luis Potosí, realizaba
los preparativos para interceptar al enemigo.
Otros personajes de la sociedad novohispana se involucraron en los inicios de la
revolución de independencia y prepararon el escenario donde había de
constituirse el ejército insurgente.
El opulento hacendado Juan Bautista Larrondo y su esposa, María Catalina
Gómez de Larrondo, nativos de Acámbaro y con residencia frente a la parroquia
de San Francisco, formaban un matrimonio que mantenía amistad de tiempo atrás
con el cura Hidalgo. A comienzos de octubre de 1810, en ausencia de su marido,
doña María Catalina se enteró de que iban rumbo a Michoacán, desde la Ciudad
de México, el nuevo intendente de Michoacán, Manuel Merino, el coronel Diego
García Conde, comandante de la provincia, y el coronel de las fuerzas
provinciales, Diego Rul, conde de Casa Rul, quienes habían sido enviados
apresuradamente por el virrey Venegas para preparar la defensa de Valladolid.
Doña María Catalina, acompañada de su cajero y de un torero de apellido Luna,
llegó a la hacienda San Antonio, donde, en cuestión de minutos, reclutó y armó
peones con machetes, dagas y algunas pistolas, a los que envió a cerrar el paso a
la caravana enemiga. Después de un breve enfrentamiento, los realistas y sus
hombres resultaron presos.
Los prisioneros fueron enviados hacia Acámbaro, donde un mesón sirvió para
mantenerlos en cautiverio. La señora Gómez de Larrondo les envió ropa y
colchones, además de un médico que los atendiera. Como el pueblo alborotado
pedía las cabezas de los españoles, cerca de la medianoche decidieron enviarlos
a Celaya, escoltados por el torero Luna, para entregarlos a Juan Aldama, quien
pronto saldría de San Miguel el Grande.
El cura Hidalgo se encontraba en Guanajuato, preparando una incursión en
Querétaro, cuando el contador de doña María Catalina le hizo llegar la noticia de
los prisioneros. Al darse cuenta de la vía franca hacia Valladolid, cambió de
planes. El 10 de octubre salieron hacia la capital michoacana 3000 hombres, al
mando del coronel José Mariano Jiménez. En su periplo pasaron por Irapuato,
Salamanca, Valle de Santiago, Jaral (hoy Jaral del Progreso), Salvatierra y
Acámbaro, a donde llegaron al atardecer del día 13.
Hospedado en casa de la familia Larrondo, el líder insurgente felicitó a doña María
Catalina por su heroica iniciativa y al criollo acambarense Juan Bautista Carrasco,
quien había participado en la toma de Guanajuato. La esposa del hacendado
Larrondo correspondió el cumplido comprometiendo a su marido, a su hermano
José Antonio y algunos de sus empleados y peones a incorporarse al ejército, al
que hizo también generosas donaciones en metálico.
Por órdenes de Hidalgo, Aldama, desde Indaparapeo, el 15 de octubre por la
madrugada, solicitó la rendición de la ciudad a las autoridades de Valladolid. No
fue necesaria acción bélica alguna, porque esta vez no hubo resistencia.
Las fuerzas insurgentes, a las que se habían sumado más elementos, ahora
provistos de más y mejores armas, parque, provisiones y abundante tesoro que
permitió remunerarlos a razón de cuatro reales a los infantes y de un peso a los
miembros de la caballería, entró triunfalmente dos días después en la actual
Morelia, lugar donde el líder insurgente había consolidado su prestigio académico
en sus años de estudiante, profesor, regente y rector del Colegio de San Nicolás.
A este sitio fueron llevado los presos García Conde, Merino y Rul; los demás
prisioneros fueron conducidos a la cárcel municipal. El canónigo Mariano
Escandón, en ausencia del obispo Abad y Queipo, quien había huido hacia
México, le levantó la excomunión a Hidalgo; Allende, por su parte, se propuso
evitar que se repitieran los actos de vandalismo y saqueo, incluso dio la orden de
disparar un cañón sobre la muchedumbre que se disponía a entrar por la fuerza en
las casas de los españoles.
No cabía duda acerca del siguiente objetivo de las tropas insurrectas: la capital del
virreinato. Antes de proceder con los preparativos, se estableció un gobierno
insurgente en Valladolid, para el cual Hidalgo nombró intendente de Michoacán a
José María Anzorena. Con el fin de conservar la salud de las arcas del
movimiento, el caudillo tomó 400 mil pesos de la catedral, cantidad que entregó al
tesorero del ejército, su hermano Mariano Hidalgo.
Entre los días 19 y 20 del mismo mes, las tropas insurgentes —que llegaron a
Valladolid con 50 mil hombres y habían crecido hasta contar 80 mil, como
resultado de la entrada pacífica del ejército y de la alianza con el Regimiento de
Infantería Provincial, de ocho compañías de infantería y del Regimiento de
Dragones de Michoacán— partieron hacia la Ciudad de México. Pero como
providencia previa, Hidalgo ordenó al intendente Anzorena publicar por bando un
decreto para abolir la esclavitud, el pago de tributos y otras gabelas que sufrían las
castas.
En el camino entre Charo e Indaparapeo, José María Morelos salió a encontrar a
Hidalgo con el propósito de unirse al movimiento. Le ofreció sus servicios como
capellán, pero fue nombrado lugarteniente y recibió el encargo de combatir en el
sur del país y tomar el puerto de Acapulco, en la que sería su última entrevista y el
bautizo del más grande militar de la insurgencia.
Luego de pasar la noche en Indaparapeo, la hueste siguió hacia Zinapécuaro,
donde se detuvo al mediodía. Reanudó la marcha con destino, una vez más, hacia
Acámbaro, adonde llegaron antes del anochecer del 21 de octubre.
Al día siguiente, reunida la plana mayor insurgente en la plaza principal, se
reconoció la imperiosa necesidad de introducir una mejor organización militar
antes de emprender otra campaña. Procedieron entonces al nombramiento formal
de las fuerzas insurgentes, las cuales se dividieron en regimientos de mil hombres,
y a todo aquel que los reuniera se le concedería el grado de coronel con sueldo de
tres pesos diarios, dándole la libertad de designar a sus oficiales; igual sueldo
tendrían los capitanes de caballería, un peso diario los soldados montados y
cuatro reales los de a pie.
Hidalgo recibió el título de Generalísimo; Allende, Capitán General. Desde
entonces, sólo ellos estaban facultados para hacer nombramientos civiles y
militares de alta jerarquía. Jiménez, Aldama, el padre Mariano Balleza, Juan José
Díaz y Joaquín Arias fueron nombrados tenientes generales; Mariano Abasolo,
Joaquín de Ocón, José María Arancivia, José Antonio Martínez e Ignacio Martínez,
mariscales de campo; también se realizaron otros nombramientos menores. A
cargo de las relaciones no militares en el territorio ocupado por las fuerzas
independientes, se designó al licenciado José María Chico como ministro de
Policía y Buen Gobierno.
También se procedió a uniformar al ejército con distintivos acordes a su rango. La
máxima autoridad, Miguel Hidalgo, desfiló con casaca azul con vueltas
encarnadas con bordados de oro y plata, tahalí de terciopelo negro bordado, y en
el pecho una imagen grande dorada de la Virgen de Guadalupe. Esta última
podría ser la que se conserva como reliquia del padre de la patria en el llamado
manuscrito Aguascalientes, la cual se exhibe actualmente en el Museo del Castillo
de Chapultepec. El capitán general, Ignacio Allende, vistió chaqueta azul con
vuelta y solapa encarnadas, collarín, galones de plata, cordones en las hombreras
dando vuelta por debajo de los brazos y borlas colgantes hasta los muslos. Los
tenientes generales, mariscales de campo, brigadieres y capitanes adoptaron
también uniformes con galones, cordones y charreteras, dispuestos de acuerdo
con su jerarquía. En general, siguieron el paradigma impuesto por la moda militar
napoleónica.
La proclamación se realizó con los principales jefes colocados en el ángulo
noreste de la plaza, desde donde fueron llevados bajo palio, siguiendo una
copiosa valla humana, hasta el altar mayor de la parroquia de San Francisco,
donde se celebró una ceremonia religiosa de acción de gracias con el nombre de
tedéum.
Al concluir el acto solemne, la plana mayor, montada a caballo, pasó revista a las
tropas ya dispuestas en batallones formados en las calles y a las orillas de la zona
habitada, en particular en los campos aledaños a la ribera izquierda del río Lerma.
Luego se colocaron sobre el puente de piedra y desde allí dieron a conocer a las
tropas los grados de sus jefes.
El pueblo de Acámbaro respondió con júbilo al ser testigo privilegiado del
nacimiento del ejército insurgente. Adornaron festivamente todos sus rincones y
celebraron el acontecimiento con repiques de campana, bandas musicales,
banquetes, bailes, corridas de toros y salvas de artillería.
Al día siguiente, el nuevo ejército partió con rumbo a la capital.
Sabemos que la gloria militar de Hidalgo fue efímera. Su nombramiento como
generalísimo, la victoria en el monte de las Cruces y la entrada en Guadalajara
fueron sus grandes episodios. El 25 de enero de 1811, fue despojado del mando
militar del ejército insurgente. Esto no es extraño para quienes conocen el arte de
la guerra. “Si una persona que ignora las cuestiones militares es enviada para
intervenir en la dirección del ejército, cada movimiento despertará el desacuerdo y
la frustración recíprocos, y todo el ejército se paralizará”, escribió Sun Tzu, lo cual
no resta en Hidalgo el mérito de haber sido el iniciador del movimiento.
Pero la suerte estaba echada por el grupo del bando insurgente, pues el mismo
general Sun Tzu también sentenció: “Un ejército victorioso primero vence y
después busca la batalla; un ejército derrotado primero combate y después busca
la victoria”.
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