El papel del Individuo en la Historia

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El Espejo
El papel del Individuo en la Historia
José Rafael Herrera
“…las pasiones, los fines del interés particular, la satisfacción del
egoísmo, son, en parte, lo más poderoso; fúndase su poder en que no respetan
ninguna de las limitaciones que el derecho y la moralidad quieren ponerles, y
en que la violencia natural de las pasiones es mucho más próxima al hombre
que la disciplina artificial y larga del orden, de la moderación, del derecho y
de la moralidad”.
Son palabras importantes, escritas por Hegel en sus Lecciones sobre la
filosofía de la historia universal, al momento de definir el perfil característico
de ciertos personajes, protagonistas principales del teatro de la historia de la
humanidad. Se trata de los “individuos históricos”, de los llamados “grandes
hombres”, los “hombres fuertes”, los “héroes”, los “líderes”, las “iluminadas
cabezas” que comandan los procesos históricos, quienes, con su pasión y su
empeño inagotables, son capaces de subvertir un determinado orden de vida y
sustituirlo por el que sólo podía surgir, precisamente, de sus privilegiadas
‘bóvedas craneanas’. Son ellos, en suma, los autores y actores de la historia.
¿Acaso seríamos lo que somos sin ellos? ¿Hubiésemos llegado a donde hemos
llegado sin su decidida participación?
Acerca de ellos, y después de todo, Hegel y Marx coinciden –aunque
por vías diversas- en un mismo criterio hermenéutico: simplemente, no creen,
sin más, en su condición estelar y, más bien, los consideran como una mera
abstracción del quehacer histórico, por lo que apuntalan la necesidad de su
desmistificación.
Y sin embargo, más allá de la desconfianza que sobre ellos han
sembrado estos dos pensadores dialécticos, muchos de estos grandes hombres,
humildes como son, se auto proclaman, si acaso, como “una brizna de paja en
el viento” inmarcesible de la historia, a pesar de que, en el fondo de sus fueros
internos, ellos “saben”, porque “sienten”, que sin ellos la multitud se perdería
a sí misma, dado que están convencidos –o, en todo caso, sus más cercanos
colaboradores se los han hecho comprender- de que, como dice Hegel, “los
caracteres débiles se desorientan y paren ratones”. Juan Vicente Gómez debe
a Laureano Vallenilla-Lanz el haberse percatado de su papel estelar e
indispensable para la historia patria. De ahí se deriva la más firme de sus
convicciones: antes y después de mí, el diluvio. Pensaba Gómez –y en ello
coincidía con algún otro personaje del presente- estar situado por encima de
todo derecho y de toda moralidad.
Y aquí conviene detenerse un momento para hacer un breve paréntesis,
a los fines de sugerir una hipótesis que, tal vez, pueda parecer un tanto
atrevida, sobre todo en estos tiempos, signados por la barbarie ritornata: el
principium, o más bien, la suppositio teorética, relativa a la necesidad de la
presencia de los grandes individuos en la historia, conduce inmanentemente a
la apología de su propia mediocridad, la cual le es directamente proporcional.
En su Miseria de la filosofía, Karl Marx define su concepción de la
historia como el estudio de “La historia real, profana, de los hombres en cada
siglo”, y “representa a estos hombres, a la vez, como autores y actores de su
propio drama. Pero desde el momento en que os representáis a estos hombres
como los autores y actores de su propia historia, habéis llegado, dando un
rodeo, al verdadero punto de partida”.
La historia, concebida como el teatro de la humanidad, está abierta a
todos y cada uno de los hombres. Ella es una representación en la que
participa no sólo el elenco de los “grandes hombres”, sino también el de los
“pequeños”, los hombres de “a pié”. En este inmenso escenario están todas las
clases y estamentos sociales, desde las “grandes personalidades” hasta los más
humildes, desde los “genios” hasta los individuos más elementales, quienes
son, en realidad, su alter ego: el espejo sin el cual se le caería la máscara que
lleva en el rostro para ocultar el hecho de que, detrás de su antifaz, él es uno
más entre los otros. Ya no es lo que él cree que es, sino, precisamente, el
reflejo de su término correlativo: el otro de aquél otro que es sí mismo. Es la
dialéctica del “señorío y la servidumbre”. Porque, en realidad, en este teatro a
la Pirandello, que es la historia, todos forman parte y nadie puede quedar
excluido, ni por fuera ni por encima de ella: tras las máscaras de la historia,
los hombres se ocultan sin mostrar lo que realmente son. Ellos no son lo que
parecen ser. Tras su antifaz, el “gran individuo” histórico está condenado a
perder el derecho de hacer pública su propia angustia, el terror de mostrar al
gran público lo que realmente no es, poniendo al descubierto su triste
mediocridad.
Siguiendo a Hegel, Marx concibe la racionalidad de la historia como
racionalidad en la historia, cuya realización consiste en la lucha contra lo
irracional. La historia viva es el drama real del presente. La historia que vive
el ricorso de las glorias del pasado y pretende emular lo muerto es una vulgar
comedia y, a lo sumo, una farsa de payasos. Pero la historia real, de carne y
sangre, es, en cambio, el escenario de la lucha de la razón sobre la sin razón,
de la libertad sobre la esclavitud, de la civilización sobre la barbarie: es una
lucha que no se puede predecir, porque no está situada más allá de la historia
sino que se produce, precisamente, en el interior del entramado histórico.
No existe, ni en Hegel ni en Marx, un plan preconcebido, un “reino de
las sombras”, ubicado por encima de la autoría y de la actuación de los
hombres en la historia. Como dice Hegel, “el poder externo no puede nada a
la larga”. La historia es, por tanto, el escenario de las incertidumbres, de lo no
previsto, frente a lo cual se halla la voluntad de los hombres, en permanente
oposición. Los hombres se enfrentan al destino y luchan para imponer su
razón.
Pero el triunfo de la razón nunca es definitivo. De ser así, se llegaría al
fin de la historia, proclamado, con perseverante mediocridad, por Francis
Fukuyama. Decía Marx que “la humanidad se propone siempre únicamente
los objetivos que puede alcanzar”. En este sentido, cada época lleva adelante y
organiza una determinada lucha por una determinada forma de racionalidad en
contra de una determinada forma de irracionalidad. Cada período histórico
realiza así, en medio de sus circunstancias específicas y con sus propios
medios de vida, su modo particular de racionalidad. La conocida expresión de
Hegel: “A sus latidos –cuando el topo va minando en el interior- debemos
prestar oídos y procurar infundirles realidad”, sigue siendo una máxima para
todos los hombres que se han decidido cambiar el rumbo del presente y
conquistar la razón del aquí y del ahora.
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