Negociaciones Políticas durante la Intervención Militar de 1965

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Negociaciones Políticas durante
la Intervención Militar de 1965
Juan Bolívar Díaz
Agradezco la confianza de Bernardo Vega al invitarme a comentar su último
libro “Negociaciones Políticas durante la Intervención Militar de 1965”, acontecimiento
ignominioso de nuestra historia, que retrasó por varias décadas los esfuerzos de los
dominicanos y dominicanas por establecer las bases de la institucionalidad democrática
y cobró las vidas de dos o tres mil personas.
Se trata de un valioso aporte del economista e historiador, -ya más historiador
que economista-, a la comprensión del devenir histórico de la nación dominicana. Esta
obra completa una trilogía de Vega sobre la invasión militar norteamericana de 1965 y
sus consecuencias. La primera: Cómo los Americanos Ayudaron a Colocar a Balaguer
en el Poder, publicada en el 2004. La segunda: El Peligro Comunista en la Revolución
de Abril ¿Mito o Realidad?, editada en el 2006.
El libro que nos congrega es un denso volumen de más de 500 páginas en
formato grande y tipografía por debajo del promedio, pero con tanta información
interesante y documentada que no permite el aburrimiento ni invita a la deserción del
lector. Aunque la calidad de impresión de las fotografías que incluye no está al nivel del
aporte histórico bibliográfico.
Del casi centenar de libros publicados sobre la revolución constitucionalista y la
consiguiente invasión norteamericana, éste es sin duda el que más aporta sobre las
negociaciones que tuvieron que hacer las autoridades de Estados Unidos para salirse del
pantano en que tan gustosamente se metieron al invadir militarmente el país el 28 de
abril de 1965. Sin duda nadie había logrado hilvanar de forma tan minuciosa y
documentadamente las actuaciones de los norteamericanos y de los dominicanos que
durante 5 meses tuvieron en sus manos la suerte este país tantas veces humillado.
Las fuentes de Bernardo Vega para esta obra no pueden ser más contundentes,
porque abarca las notas sobre las múltiples reuniones sostenidas por el presidente
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Lindon Baines Johnson sobre la crisis dominicana. Pero también los textos de los cables
cruzados entre el gobierno de Washington y su embajada en Santo Domingo y las
conversaciones de Johnson que fueron grabadas. También ha tenido acceso a una fuente
nada ortodoxa y muy ilegítima, como fueron las grabaciones de las conversaciones
telefónicas de los ejecutivos constitucionalistas con su líder Juan Bosch, exiliado en
Puerto Rico, desde antes del estallido popular.
El FBI grabó 267 conversaciones telefónicas de Bosch, las cuales eran
transcritas, traducidas al inglés y enviadas de inmediato al presidente Johnson. El
espionaje telefónico abarcó a Joaquín Balaguer en Nueva York, a otras personalidades
involucradas en las negociaciones, así como a diplomáticos y periodistas. Todo ese
arsenal documental y la experiencia de Bernardo generaron una cronología objetiva de
los hechos y aportaron herramientas para una correcta interpretación de los mismos.
La revelación de ese inmenso legajo de documentos pone en relieve las frágiles
bases, la superficialidad y los prejuicios que se sustentaban la política norteamericana
de los conturbados años sesenta, cuando la guerra fría y más específicamente Fidel
Castro y la revolución cubana engendraron un traumático síndrome de pánico que
obnubilaba hasta mentes preclaras, llamadas a dominar sobradamente un escenario tan
pequeño y poco poblado como era la República Dominicana de los sesenta.
Esta es ora investigación demostrativa del pánico anticomunista que dominó el
accionar norteamericano en la crisis dominicana de 1965, con unas expresiones
increíbles para una superpotencia que determinaba en gran parte del mundo, con acceso
privilegiado a toda fuente informativa, y que estaba a punto de lograr la hazaña de
sembrar su bandera en la luna. Al autor no se le escapa el hecho de que justamente
cuando Johnson atiende la solicitud de su embajador en Santo Domingo, William
Tapley Bennet, para desembarcar marines en el país, presidía una reunión en el salón de
Gabinete de la Casa Blanca, donde se discutía la situación en Vietnam.
Sólo hacía 53 días que Johnson había dispuesto el desembarco de tropas
norteamericanas en Vietnam. Si lo había hecho en un país tan lejano, tratando de
contener la expansión comunista, cómo podría titubear en su propio patio trasero,
donde por demás ya lidiaba con un impertinente que había osado establecer allí una base
del inmenso enemigo comunista.
El lejano Vietnam sería un factor de incentivo a la imposición en la República
Dominicana. Cuando el embajador Bennet le dijo a Johnson que la revolución
constitucionalista estaba dominada por los comunistas, el gobernante no titubeó en
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disponer el desembarco de tropas, sin mayores averiguaciones. Se justificó
argumentando que no permanecería de manos atadas permitiendo que Fidel Castro tome
la isla, para preguntarse “qué podemos hacer en Vietnam, si no podemos limpiar a la
República Dominicana”.
Hay que recordar que los desvaríos de la intervención militar norteamericana en
Vietnam apenas comenzaban, convencidos de que había que imponer un muro de
contención a la expansión del comunismo sino-soviético.
El pánico y la confusión que se apoderaron del presiente Johnson fueron tales
que confundió la información de la CIA de que la revolución constitucionalista “era una
operación completamente liderada, operada y dominada por Castro”, con dominicanos
entrenados en el extranjero. Y la asumió como que habían llegado desde Cuba.
A la semana del desembarco en Santo Domingo, el presidente Johnson pareció
abrirse a la posibilidad de que los constitucionalistas pudieran gobernar el país e inició
negociaciones. El libro que ponemos hoy en circulación es el más completo aporte
cronológico sobre los alcances, y el fracaso de esa tratativa. Dos terceras partes del
mismo están dedicadas a documentar lo que se denominó como “Fórmula Guzmán”
para enmendar parcialmente los daños de la intervención, garantizándose un gobierno
libre de comunistas y duro con ellos. La última tercera parte se refiere a las
negociaciones ya entonces conducidas por el secretario general de la Organización de
Estados Americanos y el embajador norteamericano Ellsworth Bunker que culminarían
con la instalación del gobierno provisional de Héctor García Godoy.
Como está sobradamente documentado en esta y otras investigaciones, Johnson
se metió hasta el cuello en el pantano de Santo Domingo, en base a informaciones
subjetivas, cuando no abiertamente falsas. Y durante las primeras dos semanas de la
crisis dormía poco, pues le daba seguimiento hasta las 3 y 4 de la madrugada. En la
abundante documentación no aparece el menor indicio del supuesto control comunista o
castrista. Ni se pudo evidenciar que un solo cargo importante en el estado mayor o el
equipo de gobierno de Francisco Caamaño fuera comunista. El embajador William
Tapley Bennet dio cuenta de que “la CIA había reportado dos comunistas, ocho después
y luego cincuenta y dos, y ahora sesenta y cinco”, indica uno de los documentos.
Entre el 25 de abril y el 11 de mayo, cuando se iniciaron las negociaciones con
los constitucionalistas, Johnson participó en 42 reuniones con sus asesores y altos
ejecutivos y sostuvo 225 conversaciones telefónicas con los mismos, algunas de las
cuales pasaron de una hora. 69 de esas conversaciones telefónicas serían con su asesor
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personal para negociar con Juan Bosch, Abes Fortas, quien sin ostentar cargo oficial
pero casi domina el escenario. Aparece como el más iluminado para entender el
proceso. Sólo el día 18 de mayo, según el récord, Johnson recibió treinta y ocho
llamadas telefónicas, de las cuales 36 estaban relacionadas a la crisis dominicana.
El presidente de Estados Unidos se interesaba por los más nimios detalles de la
situación dominicana y disponía cualquier elemento táctico. El subsecretario de Estado
George Ball testimonió: “Lo que yo no anticipé fue la creciente absorción por parte del
presidente Johnson en el problema dominicano, al punto de que asumió la dirección de
la política de día a día y devino, de hecho, en el oficial encargado del escritorio
dominicano”.
Eso lo ratifica John Bartlow Martin, su embajador especial para reforzar a
Bennet en Santo Domingo, quien dijo que “el presidente Johnson estuvo manejando la
intervención dominicana como un encargado del escritorio dominicano en el
Departamento de Estado. Lo mismo ratificó el secretario de Estado Dean Rusk.
En gran proporción esta obra de Bernardo Vega muestra cómo Johnson trató de
negociar una solución con Juan Bosch y los constitucionalistas, reconociendo que tenían
gran representación popular, sobre todo cuando se les comparaba con la Junta Militar de
San Isidro o el gobierno de Antonio Imbert Barrera, ambos de propia manufactura
norteamericana.
Pero fue obvio que quedó preso de sus propios prejuicios y sobre todo de su
subsecretario Thomas Mann un auténtico come-comunistas que veía un Fidel Castro en
cada inquieto joven del mundo. Y miren que había exceso de inquietudes en este mundo
justo a la mitad de los años sesenta, la mayoría de las cuales nada tenían que ver con el
comunismo.
Mann, junto a los embajadores Bennet y Martin, y el general Bruce Palmer, jefe
de las tropas en Santo Domingo, boicotearon sistemáticamente los esfuerzos de
negociación de la llamada “Fórmula Guzmán”, que suponía un gobierno constitucional
de Antonio Guzmán, con integración de diversos sectores, pero bajo predominio de los
constitucionalistas. Ellos jugaron a incentivar a los militares acantonados en San Isidro,
y al seudo gobierno de Imbert Barrera a resistir cada vez que se veía próximo un
acuerdo en las negociaciones que conducían Fortas y el jefe de los asesores de seguridad
del gobierno estadounidense McGeorge Bundy.
El lanzamiento de la operación limpieza por las tropas militares de Imbert y
Wessin y la muerte del coronel Rafael Fernández Domínguez por parte de las tropas
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norteamericanas nada neutrales de Palmer, se produjeron en dos momentos en que se
estaba a punto del acuerdo con los constitucionalistas. En ambas ocasiones llevaron a
Guzmán a condicionar o retirarse de las negociaciones, obviamente presionado por la
indignación que esos hechos ocasionaban.
Thomas Mann, como Bruce Palmer y los embajadores Bennet y Martin eran
partidarios militantes de una solución militar de tierra arrasada contra los
constitucionalistas. Eran la extrema derecha de Johnson y sólo fueron contenidos por
oportunos consejos de Fortas, e incluso de Robert MacNamara, entonces nada menos
que Secretario de Defensa. La división en el gobierno, las incoherencias y la
subjetividad en los altos mandos norteamericanos eran tan contradictorios que, por
momentos, las opiniones del poderoso Pentágono parecieron más prudentes y
conciliadoras que las del Departamento de Estado, cuyos funcionarios casi todos, desde
el titular Rusk a los embajadores, se fueron contra los constitucionalistas.
Para Vega en medio de las negociaciones “los campos de batalla estaban bien
definidos. Rusk, Ball y Vaughn, del Departamento de Estado apoyaban la propuesta de
tierra arrasada de Mann. Mientras el jefe del Pentágono, MacNamara y su asistente
Cyrus Vance, más el principal asesor de seguridad Bundy y el asesor personal Fortas,
favorecían la solución negociada.
El autor llama la atención sobre cómo “Mann presionaba para el ataque contra la
zona norte (de Santo Domingo) en el mismo momento en que Fernández Domínguez
(llevado desde Puerto Rico en medio de la negociación) hablaba con Caamaño sobre lo
que Bosch había negociado con Fortas”.
Vega interpreta que el presidente Johnson “ante la opinión militar que
proponían Mann y Palmer y la diplomática que encabezaba Fortas, buscaba
ansiosamente nuevas ideas y alternativas”. Entiende que el mandatario estaba
obsesionado y su conciencia le mortificaba en la medida en que la prensa y los liberales
americanos criticaban su intervención en Santo Domingo.
Una pregunta que no queda clara tras la lectura de este inmenso legajo
documental es quién alentaba a Palmer y los embajadores sobre el terreno que en
momentos claves parecían tener una agenda diferente a la de la Casa Blanca. Temprano
de mayo cuando avanzaban las negociaciones de la Fórmula Guzmán y se presentaron
evidencias de que las tropas americanas apoyaban a las de Imbert-Wessin, Johnson se
encolerizó con el general Palmer y pidió certificación, amenazando con volarle la
cabeza. Luego Johnson llamó a Vance para que averiguara si era cierto que se permitía
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el paso de tropas de San Isidro por el corredor “neutral” que había impuesto Estados
Unidos. Y le advirtió: “No puedo creer que Palmer esté violando mis órdenes”.
En realidad, Palmer llegó con una clarísima idea de que tenía que aplastar a esos
comunistas, y seguramente lo mismo pensaban sus superiores y los otros generales y
almirantes involucrados en la invasión militar. Vega cita las memorias del general,
donde señala que entre el 5 y 15 de mayo, el mismo período de las intensas
negociaciones, “consolidamos nuestras posiciones militares y apoyamos sin ninguna
equivocación a los leales”, es decir las tropas de Imbert y Wessin.
La fórmula Guzmán nunca pudo consolidarse porque sobre el terreno, los
interventores creían que la opción era aplastar a todos esos comunistas. El embajador
Bennet era un topo que fue incapaz, con todos sus recursos, de advertir hasta lo que los
estudiantes sabíamos, que el Triunvirato se estaba cayendo, y tras la sorpresa reaccionó
con torpeza y prepotencia. Quedaría preso de su ignorancia, aferrado como salvavida, a
la estupidez de que los comunistas se apoderaban del país.
Mann era la personificación del halcón con anteojeras y glaucoma político, pero
dejemos que lo defina uno de sus propios compañeros de ruta, Bartlow Martin dice que
es “un individuo de derecha. Tenía una actitud tejana hacia América Latina. La actitud
tex-mex paternalista, oh todos son un grupito de pequeños niños”.
El intelectual kennedyano Arthur Schlesinger lo califica como “un colonialista
por mentalidad y un fanático de la libre empresa”, señalando que Mann creía que “los
demócratas progresistas eran, o liberales de cerebro débil, o pro comunistas y que la
esperanza para América Latina estaba en empresarios y en los ejércitos”.
Ya en 1964 Robert Kennedy, en una entrevista privada, había descrito a Mann
como “un desastre”.
Vega documenta que personajes influyentes como Cyrus Vance, McGeorge
Bundy, Robert MacNamara, Ellsworth Bunker y otros, más tarde o más temprano
terminaron reconociendo que no hubo un real riesgo comunista en la República
Dominicana de 1965. Pero Mann permaneció justificando la invasión militar. Sostuvo
en su historia oral que no se podía permitir otra base soviética en la isla de Santo
Domingo, porque todo el mundo sabía que el que controlara la República Dominicana
también controlaría a Haití.
Ya el 27 de mayo Mann había declarado a la prensa en Washington que la
ocupación norteamericana había evitado la pérdida de otro país al bloque sino-soviético
y sostuvo que era la tercera vez que se salvaba a la República Dominicana de caer en
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tales garras: La primera cuando el desembarco antitrujillista de junio de 1959 y la
segunda con el gobierno de Juan Bosch en 1963.
Desde luego, la responsabilidad última y mayor fue del presidente Lyndon
Johnson presa de pánico, quien por momentos constataba el error en que lo metieron,
pero temía rectificar, para no dejar sin justificación el haber devuelto los marines a
América Latina, después de una tegua de varias décadas. Hipersensible ante la crítica de
los sectores liberales norteamericanos, estaba empeñado en guardar su imagen de
estadista llanero solitario tejano que pararía en seco a los comunistas en Vietnam.
Contradictorio, se confesó en una de sus conversaciones grabadas con Fortas,
quejándose de las críticas que sufría tanto de liberales como de los derechistas, pero
concluyendo en que “lo único que podemos vender es el anticomunismo”. Justificando
su persistente reclamo en las negociaciones de que Antonio Guzmán se comprometiera
a deportar a todos los comunistas o recluirlos en Samaná o en la isla Saona.
Bernardo Vega encontró lo que señala como autocrítica del mandatario
norteamericano, cuando en un monólogo con Fortas dice: “No hay nada en el mundo
que quiera hacer que no sea hacer lo que creo es correcto. No siempre sé lo que es
correcto. A veces acepto el juicio de otros y me extravío como con el envío de tropas a
Santo Domingo. Pero el hombre que me extravió fue Lyndon Johnson. Nadie más, yo
hice eso. No puedo culpar a ningún maldito humano y no quiero que ninguno se dé
crédito por eso”. Prosiguiendo su monólogo Jhonson cometió un extravío cuando dijo
que no quería ser un interventor “pero yo creo que el señor Castro intervino muchísimo
cuando sacó a patadas al viejo Reid”, para a continuación afirmar que Donald Reid era
“el menos dictatorial, el más honesto y genuino de cualquiera de ese grupo que conocí”.
La obra de Vega –como las dos anteriores de la trilogía- vuelve a evidenciar la
subestimación que hasta entonces tenían los norteamericanos de los que viven al sur del
Río Bravo y su frecuente incapacidad para entender lo que pasa fuera de su ámbito
doméstico. John Bartlow Martin había sido embajador en el país y debía tener mayor
capacidad para establecer la dimensión del temido peligro comunista y para gestionar
una salida honrosa de la crisis. Y no sólo por la suerte del pueblo dominicano, sino
también porque estaba en juego el prestigio y la coherencia de la democracia que
Estados Unidos contraponía al comunismo.
Shlaudeman dijo a Bernardo Vega que en el viaje a Sant Domingo el 30 de abril
Martin le dijo que traía en mente a Imbert Barrera para presidir un gobierno, Y tan
pronto llegó se dedicó a investir de tal autoridad al nuevo salvador de la nación. Día y
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medio después ya Martin certificaba que la revolución estaba dominada por los
comunistas y que Caamaño era “un hombre peligroso”
Imbert Barrera se vendió a sí mismo como el providencial que necesitaba la
patria, pero no hay que culparlo si así lo creía un embajador, intelectual y escritor que
había vivido en el país, como Martin. El héroe del 30 de mayo estuvo presto a quitarse
cuantas vestiduras fuera preciso para alcanzar la presidencia, aunque su esposa le
advirtiera lo que era obvio: que lo utilizarían como un kleenex, que una vez se usa
puede ser desechado. Imbert llegó al extremo de leer como propia una declaración que
le escribió Martin.
Desde luego, el Gobierno de Reconstrucción Nacional sería tan insubstancial
como la Junta Militar de San Isidro, pero sirvió para contener a los constitucionalistas y
restablecer la moral y la capacidad operativa del sector militar que había perdido la
batalla del Puente Duarte el 27-28 de abril, y que en pánico pidió la salvadora invasión
de Estados Unidos.
Aparte de esos dos conatos de gobierno, los funcionarios norteamericanos
contemplaron numerosas alternativas. La de permitir la reposición de Bosch fue
descartada de inmediato. Luego pasó lo mismo con Rafael Molina Ureña, quien había
buscado asilo al momento de la invasión militar norteamericana y fuera sustituido por
Caamaño. Barajaron al ingeniero Emilio Almonte Jiménez y desde el 7 de mayo
conocieron la propuesta del Grupo de Santiago de que pusieran a García Godoy en la
presidencia, con un gobierno independiente de los grupos en pugna. En ese momento la
Fórmula Guzmán estaba en su apogeo, por lo que fue aplazada la candidatura que
terminaría predominando tres meses después.
Por momentos se barajó un fideicomiso de la OEA que involucraría a los “cuatro
sabios” que eran Rómulo Betancourt, José Figueres, Lleras Camargo y Luis Muñoz
Marín. No faltó quien aventurara un gobierno de coalición entre Imbert y Caamaño, u
otro Consejo de Estado como en 1961.
Desde los primeros momentos Joaquín Balaguer estuvo entre las cartas de
Johnson y compañía, pero la astucia del trujillista no le recomendaba hacer el papelazo
de Imbert Barrera y en todo momento habló de elecciones, mientras se vendía como un
hombre cansado y sin ambiciones. Como en la Era de Trujillo se quedó bajo el árbol
esperando que le cayera en sus manos la fruta madura. Al igual que con Trujillo,
siempre dispuesto a jugar la base que le dijeran los funcionarios estadounidenses, aún a
suscribir declaraciones pautadas, a dar informaciones y desde luego a alertar sobre el
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peligro comunista, del que no escapaba ni Bosch ni los constitucionalistas. Llegó a
permitir que le pagaran un pasaje de Nueva York a Puerto Rico para ir a hablar con Juan
Bosch.
Así como García Godoy fue avistado desde el principio como el hombre ideal
para la transición, los norteamericanos advirtieron que su ficha, su hombre para el
mediano y largo plazo era Balaguer. Todos sabemos que así resultó. Muy al comienzo
de la crisis dominicana Johnson escogió a Balaguer como su hombre y dispuso que lo
llevaran al poder, como habría de cumplirse bajo el paraguas de la intervención. Eso
quedó demostrado en el primer volumen de la trilogía de Bernardo Vega.
Después de la muerte de Fernández Domínguez y la indignada retirada de
Antonio Guzmán de las negociaciones, la fórmula Guzmán quedó desechada y aunque
hubo algún intento de revivirla, ya para entonces los militares de San Isidro se habían
revitalizado y oponían mayor resistencia a un gobierno que quedara en manos de los
constitucionalistas. Por demás, ya Johnson estaba convencido que debería abandonar el
papel protagónico y dejar a la OEA la responsabilidad de la crisis.
Emergieron ahí el secretario general del organismo interamericano, José Antonio
Mora, y el embajador Bunker que haría aquí una suave pasantía para enfrentarse
después a los norvietnamitas en París y en Saigón. Y allí sí que había muchos
comunistas y en capacidad de imponerse.
Mora vino a hacer pareja con las posiciones de Mann, degradando la OEA a los
últimos extremos. Pero el cansancio y las escasas perspectivas habían mermado a los
constitucionalistas, donde hubo auténticos héroes de la resistencia a la invasión
norteamericana. Caamaño, como Bosch y muchos otros mantuvieron en alto el decoro y
la dignidad nacional.
La solución García Godoy fue más desventajosa para los constitucionalistas que
lo que hubiese implicado la Fórmula Guzmán. Pero los documentos que revela Vega
muestran que conllevaba un costo muy elevado que don Antonio Guzmán no estuvo
dispuesto a pagar, como era comprometerse a violar los derechos civiles de cuantos de
sus propios partidarios pretendiera el invasor. En pocas semanas él habría quedado sin
respaldo y en el descrédito. La presidencia en tales circunstancias no valía una misa.
Antonio Guzmán aparece como la más alta figura en esta obra, y es una justa
reivindicación histórica. Fue más inflexible que Juan Bosch en rechazar la posibilidad
de deportar o encarcelar a los llamados comunistas. Y rehusó encabezar un gobierno,
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dando el control de las fuerzas armadas a los resentidos de San Isidro, porque sabía que
terminaría siendo otro kleenex de la coyuntura.
Esa firme posición de Guzmán estaba determinada por el hecho de que no se
creyó por encima del liderazgo de la revolución constitucionalista ni de su partido. Y
tenía que consultarles y de esas consultas no podía salir otra posición que rechazar la
persecución política y defender los principios fundamentales de la Constitución, por lo
que habían muerto miles de dominicanos.
Comparto las conclusiones de Bernardo Vega copiando el último párrafo de su
libro: “Si Estados Unidos no hubiese intervenido en República Dominicana en 1965
nuestra historia hubiese sido muy diferente. Pero una vez decidida y efectuada la
intervención, si Johnson hubiese aprobado la “Fórmula Guzmán” lo ocurrido en los
meses subsiguientes probablemente hubiese sido bastante diferente. García Godoy dejó
intactas a unas fuerzas armadas admiradoras de Balaguer y profundamente opuestas al
PRD, a Bosch y a los soldados de la revolución. Nunca se aprovechó la presencia de la
FIP para desmontar el liderazgo ultraderechista de las mismas. El objetivo deliberado de
Johnson, estimulado por Mann, desde el primer día de la guerra civil, fue colocar a
Balaguer en el poder. Eso hubiese sido más difícil bajo la “Fórmula Guzmán”.
Quiero agregar, finalmente, que en 1965 la República Dominicana pagó como
ningún otro país los platos rotos por la revolución cubana que desató tantos demonios
en la política norteamericana de los sesenta y setenta. Todos quisiéramos aferrarnos a la
hipótesis final de Bernardo: Si Balaguer no vuelve el trujillismo real hubiese sido
sepultado a corto plazo y no se hubiese creado ese mito de Balaguer como mago de la
política, lo que tanto pervirtió el quehacer político nacional, ganando devotos y
discípulos aún entre quienes en el pasado combatieron la ignominia, el atraso y la
indigencia institucional.-
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