¿Por qué enseño? Alice H. Reich Crónica de Educación Superior, 19 de octubre de 1983 Recientemente tuve la oportunidad de pensar por qué enseño y me tomé el tiempo necesario para articular los aspectos positivos de enseñar y así refinar la visión hacia la que pudiera dirigirme. Conozco los aspectos de la profesión que amenazan con encoger el alma, como los recursos insuficientes de todo tipo que, con demasiada frecuencia, llegan a lugares incorrectos. Y sí, en algunas ocasiones, me siento desesperanzada sobre el significado de lo que hago. Sin embargo, sigo enseñando porque, para mí, es poner en práctica lo que significa ser humano, tener una voz que designa al mundo en relación con las experiencias de uno mismo. Cuando comencé a enseñar, sabía cuáles eran algunos de mis objetivos, pero tenía pocas ideas sobre cómo alcanzarlos. Quería que los estudiantes fueran miembros activos de su cultura, en vez de ser pasivos. Quería que vieran que un ser humano es un creador y una criatura del mundo. Quería que comprendieran que las condiciones de nuestra propia humanidad son las condiciones de toda la humanidad, que, en esencia, no somos más libres que la persona menos libre entre nosotros y que nuestro bienestar depende del bienestar de los otros. Quería que creyeran que, si aceptaban esas premisas, podían y debían hacer de este mundo un mundo mejor. Pero, ¿cómo enseña uno eso? Uno no puede concederles poder a las personas; uno no puede hacer que las personas sean responsables. La gramática de ese tipo de conceptos revela las políticas que las subyacen. “Yo le enseñaré a los estudiantes” es una afirmación de mi poder sobre ellos, yo siendo el sujeto activo y ellos siendo los objetos pasivos. En esa situación, lo principal que pueden aprender es la irresponsabilidad y la impotencia. Por eso, he tratado de aprender cómo enseñar preguntándome a mí misma quiénes fueron mis mejores maestros. Mis padres fueron mejores maestros que muchos de los que encontré en la mayor parte de mis años en la escuela porque ellos me enseñaron a aprender en todo lugar. Tuve algunos maestros excelentes, buenos de diferentes maneras: uno era paciente, otro estaba repleto de entusiasmo, otro era brillante y otro cuyas ideas surgían en el momento justo para mí y mis ideas. No obstante, de quienes más aprendí fue de mis amigos porque, en la amistad, uno encuentra esa reciprocidad genuina y ninguna coacción más que la fuerza del discurso; sin opresión, sin violencia de ningún tipo. Y ese es mi modelo ideal de enseñanza. Por supuesto que el ideal de reciprocidad y libertad no es completamente alcanzable en un salón de clases, pero proporciona una medida útil. Y en lo que respecta a alcanzar ese ideal en la enseñanza, en mi caso, debo agradecerles a los estudiantes, estudiantes que asumieron la responsabilidad cuando abandoné el control, que correspondieron con su discurso y pensamiento. El amor hacia mi material de enseñanza y el apoyo de mis amigos y colegas son vitales, pero si no escuchara las voces de los estudiantes, no podría continuar enseñando. Lo que me mantiene involucrada no es el estudiante excepcional (quien, según mi definición limitada, comparte, articula y se comporta de acuerdo a mi visión del mundo), sino la posibilidad de que cada estudiante encuentre una voz, una forma de ser que cambia el mundo. De los estudiantes he aprendido la mayoría de las cosas sobre cómo enseñar. He aprendido que el sonido de mi voz en el salón de clases no indica necesariamente que los estudiantes aprenden más que cuando hay silencio. He aprendido que permitirles que sean testigos del trabajo de mi mente sobre asuntos confusos es más instructivo para ellos y menos extenuante para mí que presentarme a mí misma como una persona que sabe todo, y mistificar los procesos a través de los cuales me volví tan ilustrada. He aprendido que no tengo que ser todo para todos. Los estudiantes que no aprenden conmigo pueden encontrar otros maestros con los cuales aprenderán. Y he aprendido que la preposición faltante en el enunciado “Enseño __ los estudiantes” no es a o para; es con. Enseño con los estudiantes. Eso no equivale a negar la diferencia en nuestra posición, yo soy la maestra y ellos son los estudiantes; no ganamos mucho y podemos crear una confusión considerable si negamos que nuestra relación es desigual. Sin embargo, en las relaciones humanas desiguales, como aquellas entre padre e hijo, y, uno esperaría que así fuera, entre maestro y estudiante, el objetivo es esforzarnos para eliminar la desigualdad. He aprendido a vivir con contradicciones y a adoptarlas como fuentes de nuevos aprendizajes. Durante algún tiempo pensé que existía un conflicto entre preocuparse por los métodos de enseñanza y por los contenidos. Me parecía que las personas que se preocupaban por cómo llegar a los estudiantes necesariamente trabajaban en eso a expensas de qué es lo que debería llegar a ellos. Sentía que uno no podía abarcar con éxito todo el material de un semestre si se centraba mucho en si los estudiantes lo comprendían o no. Ahora, aunque me preocupan mucho los contenidos, también veo que, si los estudiantes no lo comprenden, estoy avanzando con el material solo para mi propio beneficio. He llegado a ver la relación que existe entre enseñar los métodos y el contenido del curso como una tensión creativa. Al enfrentar dicha tensión, la enseñanza es un arte, que comparte con otros artes el mismo énfasis en el mensaje y en el medio, sin subordinar uno al otro. No se trata de encontrar cómo hacer un compendio del material, incluso más que la Misa en Si Menor de Bach, un compendio del ritual religioso. Lo que yo sé de antropología no sirve de nada en la enseñanza a menos que los estudiantes se apropien de una parte de ella. Y eso no sucede si ellos “compran” un compendio de cualquier cosa. Como maestra, espero transmitirles a los estudiantes los placeres del pensamiento crítico, una forma de ser en el mundo que quizás no sea muy reconfortante, pero que hace que la vida sea interesante. Espero poder mostrarles que apasionarse por las ideas debe dar lugar a la posibilidad de equivocarse. Quiero que sepan que soy crítica, no porque crea que no vale la pena vivir la vida, sino porque creo que vale la pena vivirla mejor de lo que lo hacemos la mayoría de nosotros. Quiero cambiar el mundo. Quizás no pueda hacerlo a través de la enseñanza, pero me da la oportunidad de convertirme en parte de un proceso en el cual las personas aprenden que no pueden aceptar el mundo tal como es, que su futuro no está predeterminado y que todos podemos hacer cosas para mejorar el mundo. Siempre quise cambiar la forma en la que mis estudiantes ven el mundo. También quiero que ellos cambien su mundo, y el mío, encontrando sus propias voces, articulando su experiencia de forma activa a partir de la experiencia de los demás. Lo más emocionante en la enseñanza es la brecha que existe entre lo que enseña el maestro y lo que aprende el estudiante. Allí es donde ocurre la transformación impredecible, la transformación que significa que somos seres humanos, que creamos y definimos nuestro mundo, y no objetos pasivos y totalmente definidos. Yo enseño porque es mi empleo y me siento privilegiada de tener un empleo que es casi un sinónimo de mi trabajo. Yo enseño porque me pone en un lugar en la sociedad donde se fomentan, no se temen, las ideas en pugna, donde favorecemos la competencia entre ideas más que la victoria de las propias. Yo enseño porque es una de las formas más rápidas de saber qué es lo que no sé, porque me mantiene alerta a las posibilidades. Y enseño a fin de crear nuevas posibilidades. Este artículo fue extraído de una conferencia; la conferencia completa está disponible en el volumen Adducere editado por Margaret McDonald y publicado por Regis College Press, Denver, Colorado, 1987. Visitar la página web de Alice Reich (Disponible solo en inglés)