Caer - Sexto Piso

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Caer
Éric Chevillard
Traducción de Lluís Maria Todó
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Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
Choir
Copyright © 2010 by Les Éditions de Minuit
Primera edición: 2016
Traducción
© Lluís Maria Todó
Imagen de portada
In That Moment, 1965, Oil paint and tempera on canvas, 2438 x 2438 mm,
Bernard Cohen
© Tate, London 2015
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2016
París 35–A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
Formación
Grafime
ISBN: 978-84-16677-13-9
Depósito legal: M-28395-2016
Impreso en España
Este libro fue publicado con el apoyo de la Embajada de Francia
en México / CCC-IFAL
El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta
publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no
es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.
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La única ambición de los habitantes de Caer, nuestro único
proyecto, salir de Caer. Aquí viene formulado con mesura,
fríamente, para la crónica. En tiempos normales, lo gritamos.
¡Saltar fuera de Caer!
¡Oh, yo!
¡Dejar Caer debajo de mí, despojo inmundo de mi decrepitud,
de mi incontinencia!
¡Fuera de Caer saltar! ¡Salir!
¡Salirme de su pringue, de su barro, ensanchar los ocho agujeros de mi cuerpo para que se derrame a través de ellos
la arena de Caer!
¡Caiga después sobre mi espalda!
¡Detrás de mí dejar los túmulos y cárceles de Caer!
¡Oh!, ¡surgir de las toperas de Caer!
¡Pájaro, patito, pajarito, pajarillo escurrirme!
¡Todas mis plumas para la flecha!
¡Y venga, va!
¡Echarme del territorio, condenarme al exilio lejos de Caer,
tomar radicales medidas de expulsión contra mi persona
mediante presión corporal, con los brazos doblados a la
espalda, sin escolta y sin tardanza llevarme a la frontera!
Bueno, ¿y qué? Me muerdo y me flagelo, me doy de bofetadas,
araño, me golpeo, me doy de cabeza contra las paredes
tanto como quiero, me privo de agua, de alimento, ¿y no
podría sólo extraditarme, desterrarme?
¿E impedirme la residencia en Caer?
¿Dispararme fuera?
¡Que al menos una escalera se me lleve!
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¡Hop!, ¡hop!, hop!
¡Anda, escalera!, ¡eso no es nada para ti!
¡Álzame fuera de Caer! ¡Trepa!
¡Salta!
¡Bate un poco las alas!
¿Vas a moverte?, los travesaños que tengo más abajo, a ésos
no voy a volver, puedes quemarlos: ¡leña para tu caldera,
para tu motor!
Pero ¡ah!, ¡ya casi lo teníamos!
¿Por qué te paras siempre en tan buen camino?
¡Sangre de las cóleras! ¡Él regresará!
Flaco como un palo, rígido y seco, ahora es el viejo Yoakam el
que toma la palabra. Al extremo de esa asta, el viento agita una
bandera deshilachada de barba y pelo de un blanco negruzco.
Yoakam ha sobrevivido a todas las edades de la vida, las ha dejado atrás, pero no ha olvidado nada. Nos juntamos a su alrededor para escuchar su relato.
Cuando Ilinuk nació, había tormenta sobre Caer. Los relámpa­
gos rasgaban el cielo negro y pesado que veinte años más tarde
se abriría para el Polidáctilo como un campo de trigo, como un
vestido. Aquella noche cayó la lluvia, y desde entonces la estamos
esperando. Zula trajo al niño al mundo de madrugada e inmedia­
tamente la tormenta amainó. El primer grito de Ilinuk hizo subir
el sol hasta lo más alto, y enseguida fue mediodía. Se vio pasar por
encima de Caer un vuelo triangular de aves blancas cuya migra­
ción estacional tomaba aquel itinerario por primera vez, y al que
renunciaron también súbitamente veinte años más tarde, después
de que Ilinuk alzara el vuelo milagrosamente.
Un ataque de tos se lleva las palabras siguientes. El anciano
pide un vaso de agua. ¡Un vaso de agua en Caer! ¿De dónde
sacar ese remedio? Las expediciones que se realizaron en
todas las direcciones con objeto de conocer la geografía de
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Caer no aclararon mucho la situación. Los informes siguen
siendo vagos, incompletos, imprecisos, y cuando se halla precisión en ellos, contradice lo que al menos creía saberse con
certeza: Así que no es una montaña, es una marisma, otra marisma más, de acuerdo. Pero aquí nada se da definitivamente
por sabido. Hasta ahora nos hemos puesto de acuerdo en pocas
cosas. Sin embargo, en todos esos informes queda registrada
la impresión de girar en redondo por una parte, y la escarpadura accidentada del contorno por otra parte y, en fin, la
impresión de girar en redondo, unas observaciones que todo
el mundo podría hacer igual arrastrándose unos pocos metros
hacia cualquier parte.
Sin embargo, suponemos que Caer es una isla, un anillo de
arrecifes sepultado bajo la arena y cerrado en torno a un mar
interior. La controversia empieza cuando se trata de determinar cuál es el mar interior y cuál el otro, el exterior, el que
rodea. Dos aguas en cualquier caso no navegables, erizadas de
escollos que asoman, atrapadas en los hielos durante buena
parte del año. Frágiles banquisas que no soportan el peso de
un niño: sólo el oso blanco y la morsa se mueven sin peligro
por esa superficie. Exigua y rasa la vegetación. Tal vez podría
formarse un bosquecillo acercando los árboles y, después,
atándolos, una gavilla. Eso es todo cuanto se sabe de Caer en
lo concerniente a la geografía física, todo lo que cabe afirmar
antes de ser desmentido.
¿Partir? Pero si no hacemos más que eso: nos hacemos a la
mar, desafiamos las inclemencias, soportamos mil tempestades; finalmente, lavados, molidos, medio devorados por congrios y cangrejos, por fin tocamos tierra, ¡tierra! ¡tierra!, y es
la otra orilla de Caer. Torbellino inmóvil, lábil turba, donde mi
barco embarrancó vacila mi casa. Además, ¿cómo franquear
la barrera de coral que rodea la isla igual que una muralla? Los
tiburones tampoco pueden hacerlo. Se quedan con nosotros,
prisioneros de la laguna.
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Así pues, Caer es posiblemente una isla, a menos que ese anillo rocoso sea el borde emergente de un cráter, a su vez lleno de agua sulfurosa, cuyas emanaciones nos queman la piel;
alrededor, la hostilidad de un océano impetuoso, sin majestad; finalmente nosotros, sobre esa cresta, aferrados a la roca,
discutiendo sin cesar sobre la precariedad de nuestra condición entre los balidos de las cabras que atizan un poco el debate y acechando el retorno de Ilinuk con una esperanza nueva
cada vez que una nube se aparta de una nube y la atroz y familiar sensación de nuestro desamparo reavivada en cuanto se
vuelve a formar el tapón de hollín que a veces un relámpago
enciende, que será el sol de aquel día, en cuyo resplandor trabamos conocimiento con nuestros allegados, demasiado allegados, la sanguijuela o el piojo, una madre, una hermana, un
marido, un hijo: de ellos hasta entonces no conocíamos más
que su respiración cortada, aquel jadeo ronco, aquel aliento o
duodenitis, sus rostros ya han dejado de sorprendernos, macilentos, negros de congestión, con labios sin carne, mirada
fija golpeada por la fiebre. Muchas veces, un musgo de barba
que más parece un liquen, una seta, se les come las mejillas y
el mentón. No simpatizamos. Nos dan asco: nos hemos visto
en sus ojos.
¡Ilinuk, Ilinuk, te lo imploramos, regresa! ¡Vuelve a buscarnos! ¡Absórbenos, prodigiosa Esponja, levántanos, todopoderosa Ventosa, oh Polidáctilo, aspíranos por tu Nariz!
¡Encájanos bajo tu Axila! ¡O detrás de tu Oreja, y vámonos!
Cuando la desesperación no nos abate, nos subleva la euforia;
después, o bien nos sumimos en un agujero de doce metros, o
bien somos precipitados contra el acantilado. Es para rebotar
mejor. Nuestros negocios prosperan en consecuencia. Producimos mucha, enormes cantidades de bilis. Es inútil orde­
ñarnos, la vomitamos generosamente en unos cubos grandes
que son vaciados al final del día en unas cubas y cisternas
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repartidas por Caer. La población pone a marinar allí la carne
y el pescado. También se lava ahí la ropa del hospital, más difícil de recuperar, y las madres actúan con un vigor que hace que
cuando asean a sus bebés parece que los estén ahogando. Fortalecidos por tal educación, no nos entretenemos en las nauseabundas orillas del candor; en Caer pronto entramos en la
vejez, con el loco ardor y el entusiasmo de la juventud, con
la esperanza de que así todo irá más deprisa.
Además, nos cuidamos de evitar cualquier diversión que pudiera retrasarnos. Nuestros artistas, deshonrados y odiados,
se ocultan, actúan siniestramente en el fondo de los pozos, no
queremos que salgan a la superficie. Hay que seguir largas
galerías grasientas y abovedadas, como cavadas por aquellos
hombros bajos, aquellas espaldas vergonzosas, para descubrir
sus pinturas y grabados ejecutados sobre los muros, en la fría
tiniebla. Nadie se pierde allí por gusto, pero a veces tropezamos con esos pozos, realmente, al azar de una caída en un
agujero de guijarros o buscando refugio contra el granizo y
las chinches. ¡Oh, pero antes el granizo y las chinches! ¡Cien
veces el granizo y cien veces las chinches! Los monstruos paridos por sus sueños enfermos y su imaginación pobremente
combinatoria muestran sus muecas en las cornisas de piedra,
muchas veces simples siluetas, trazadas con la punta del dedo
en la arcilla, o figuras polícromas que nuestras antorchas despiertan y excitan, qué listos. Es para llorar. Antes el granizo
en chubasco ininterrumpido sobre nuestras cabezas, antes las
chinches en el pelo, en las orejas, en la nariz y bajo la lengua
que aquellas apariciones grotescas; pronto volvemos a salir
al aire libre, entre los miasmas súbitamente refrescantes de
Caer.
Y nos tapiamos en nuestras chozas, corremos espesas cortinas ante nuestras ventanas y ese gesto nos parece prodigioso, digno de un dios omnipotente: con el mismo movimiento
desa­parecemos nosotros y hacemos desaparecer Caer. ¡Doble
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alivio! ¡Qué levedad de ser, súbitamente! A una y otra parte
de las cortinas, nada es ya visible. No nos gusta la luz que ilumina tan crudamente los horrores de Caer, pero tampoco nos
gusta la noche, que los disimula traicioneramente. ¿En el crepúsculo? Los adivinamos, y es peor.
Disponemos de trescientas doce palabras para decir gris,
cosa que sería desde luego muy insuficiente si su sentido no
variara según la entonación que les damos y si las modulaciones de esa queja no añadieran todos los matices necesarios
para la justa y completa evocación de Caer, donde la chinche,
por mucho que pique y zumbe, no resultará jamás tan irritante como la frívola mariposa versicolor que baila tan sólo para
nuestras cejas fruncidas, y que nosotros lapidamos, como
echamos al cantante desnudo a las ortigas: ésa es nuestra música. Algunos de nuestros jóvenes, sin embargo, prefieren
unos ritmos más trepidantes y con el volumen al máximo;
para eso tenemos el cactus o el zarzal. Es el mejor partido que
cabe sacar del paisaje de Caer.
En cuanto al agua de nuestras fuentes, esa sopa de renacuajos, típulas y fango, necesitaríamos alguna bebida para poder
tragarla. Será otra copa de amargura. Por mucho que excavemos el suelo, sólo sabemos extraer de él montañas, y por obra
y gracia de nuestra voluntad, de nuestro trabajo agotador, surgen nuevos obstáculos, trampas suplementarias, siempre dificultades, sea cual sea nuestro empeño. Y cuando alcanzamos
la cumbre de esas montañas, desde la cima tan sólo vemos un
poco mejor que desde abajo lo lejos que estamos del cielo.
Entonces entregamos nuestros cuerpos a las mecánicas precisas de Perlaps, el ingeniero. Sus engranajes no llevan a ninguna parte, pero lo hacen con decisión, a sacudidas breves y
decididas, con bruscos acelerones y frecuentes bifurcaciones
que tienen todas las apariencias de la necesidad, cosa que nos
distrae de las trayectorias aleatorias de nuestro errar por la
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isla, a menudo fatales, propensas a las colisiones y los encajonamientos desafortunados que son el origen de nuestros engendramientos.
Así las familias están formadas por miembros vinculados por
la desventura del azar, y cada mañana se identifican con dificultad, por eliminación, por intersecciones. Las funciones y
papeles rotan, se intercambian sin que lo sepamos. A veces
el padre es el hijo. Son nuestros vecinos los que nos constituyen como familia, su proximidad hostil o desdeñosa nos condena a permanecer agrupados. También somos, por lo demás,
guardianes de su celda. Tenemos más trato del que desearíamos. De esas fricciones, a veces, nace un vástago.
¡Huevos funestos, harina de harina!
Delgado como la luz bajo la puerta (y también su voz nos llega
desde el otro lado), habla el anciano Yoakam. Lo escuchamos.
Cuando el anciano Yoakam habla, lo escuchamos.
El nacimiento de Ilinuk fue acogido como cualquier otro: con
llanto y lamentaciones. Zula, su madre, y Anaphor, su padre,
permanecieron enclaustrados en su casa tal como exigía la cos­
tumbre. Actualmente los usos se han relajado y los nuevos padres
asumen públicamente su vergüenza. Pero en los tiempos de los que
hablamos, algunos no sobrevivían y enmendaban su funesto engendramiento con una rápida defunción, casi simultánea, que
atenuaba su falta y compensaba más o menos el perjuicio causado
a la comunidad por su negligencia. En todos los casos, hacían pa­
gar al recién nacido aquella humillación. Los golpes en el vientre
y las libaciones de vinagre no habían podido despegarlo; tal vez se
conseguiría ahora, que era más accesible. Sí, fuimos criados con
mano dura. Cuanto más visibles eran las trazas de los suplicios,
cuantas más marcas mostraban nuestros rostros, más respetados
eran nuestros padres. Así, no escatimaban el trabajo. Anaphor
gozaba de una inmensa consideración. Ilinuk ya constituía su
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orgullo: ojo morado, labio partido, cada día daba testimonio de
sus excelentes cuidados. Una sorda competición enfrentaba a los
padres en la isla, pero ya podían los demás ponerse clavos en
los guantes antes de golpear: nadie rivalizaba con Anaphor, que se
levantaba cada noche para pegar a su hijo; lo sé porque muchas
veces compartí la habitación de Ilinuk y también sé que éste no le
hizo jamás el regalo de una respuesta; ni un grito, ni un gemido.
Las plañideras convocadas a la cabecera de los recién nacidos
no se quedan ni un instante solas para lamentarse por su propio destino; se abandonan y eso las aflige sobremanera, las
desuela, hace más pesado el fardo de sus penas. Ah, pero si
pudiesen derramar al menos una lágrima amarga por su triste suerte, si se les dejara tiempo para ello, por lo menos una
vez de tanto en tanto, se sentirían aliviadas, aunque con pesar,
pues ¿acaso no son también ellas dignas de lástima? Pero no,
qué va, ni hablar. Se las llama de urgencia, se las convoca. Esta
mañana un niño ha visto la luz en Caer. ¡Desgracia! Por él las
plañideras derraman sus llantos. ¡Desgracia! !Desgracia!
¡Desgracia! ¡Desgracia!
¡Esta mañana un niño ha visto la luz en Caer!
¡Otro más!
¡Pobre niño pobrecito!
¡Sin nada, sin nadie, un inocente ha tenido la mala suerte de
ver la luz en Caer!, ¿es que la cosa no va a acabar jamás?
¡Uh! ¡Uh!
¡Basta de vástagos!
¡Llenaos de arena, vientres fecundos, buscamos una madre
para el cardo!
¡Esta mañana un niño ha visto la luz en Caer, maldición, maldición!
Enseñamos rigor a nuestros hijos, incluso rectitud. Andad erguidos, les ordenamos con la severidad de un educador preocupado por su futuro, y con tanta firmeza que los llevamos
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uncidos a los carros, a esos angelitos, por los campos arcillosos
de Caer. Se necesitan por lo menos doce niños para cumplir
con el trabajo de un buey, ¿queda clara ya la impericia y lentitud de esos pequeños diablos? Para su desgracia, no les guardamos ni una chuletita del animal al que sustituyen con tanta
desventaja, ni un jarrete, ni una carrillada, nos lo comemos
todo nosotros. Se pelearán por la punta peluda de la cola.
Fomentamos las riñas entre niños. No hay en Caer espectáculo más distraído ni alegría más sencilla que ésta. Varios
de entre nosotros prefieren los combates singulares, otros los
enfrentamientos entre bandas, de modo que para contentar
al público en general, los organizadores propician las situaciones en las que un niño solo se pelea con todos los demás.
¡Ah, la infancia, la infancia, tan breve, ay, conviene aprovecharla! Y luego, una estancia de once días en agua salada, la
absorción por todo alimento durante ese tiempo de un puñado
de tierra cotidiano, y la recitación continua de la gesta de Ilinuk, en eso consisten las tres pruebas iniciáticas que marcan
simbólicamente nuestra entrada en el mundo adulto. Un rito
del que todo el mundo vuelve convertido en ardiente partidario de él por amor a la tradición en cuanto lo ha cumplido y
ha quedado lesionado para siempre. Los individuos varones
y hembras se someten a él a una edad que varía en función de
su madurez, que sólo deciden sus padres pero que suele situarse alrededor de los quince años de existencia.
Después, al sujeto ya endurecido se le ruega que procure cubrir él mismo sus propias necesidades y las de la comunidad. Tal es el secreto de la reproducción en Caer, a pesar de
los pesares: los niños crecen. La mano de obra debe renovarse
periódicamente. Todos debemos someternos, sin vanas vacilaciones. Y ahora nuestros doctores estudian la manera de
encargar pequeños trabajos de costura o de ensamblaje, cosas
muy sencillas y adecuadas a sus débiles capacidades intelectuales, a los fetos escandalosamente ociosos y desocupados.
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En virtud de todo lo cual, nuestra progenie muy pronto queda
informada de la situación. Los primeros años lloran un poco,
es un buen comienzo, señal de una comprensión espontánea
de las cosas. ¡Qué despierta es esa carita sumida en llanto!
Después, dormimos al llorón con un cuento maravilloso: hace
muchos años, en la risueña provincia de Caer, para ahuyentar
a las cornejas y estorninos que echaban a perder los cultivos,
un hombre desconsiderado plantó un espantapájaros hecho
con paja sucia y harapos. Aquella misma noche, la asquerosa
caricatura tomó el poder. Al día siguiente, reinaba como soberano absoluto sobre la isla.
Pues sí, corderitos míos, nunca la abarcaremos del todo y sin
embargo basta con abrir los ojos para conocerla por completo
y quedar hartísimo de Caer y de su inmensidad como si fuera
algo muy corto. El niño queda aturdido y nosotros también nos
acostamos en un lecho de espinas y guijarros; es que se necesita una buena razón para levantarse, en Caer. Nos despierta el
sol, a menudo ausente durante largas semanas, esperamos su
regreso para continuar. Nos daba la hora. Sin él, no hay día de
hoy, el ayer se alarga como una hiedra.
Pero de repente la pendiente se acentúa bajo nuestros pies y el
suelo se hiela; pagamos caro el placer inocente de correr por la
playa. ¿Reaccionar? Reaccionando es como prestamos ayuda al
cortapicos, y la bofetada que tenía que acabar con él nos deja
sordos. Todas nuestras reacciones se vuelven contra nosotros.
Hemos fundido la banquisa de Caer, hemos dispersado la arena de su desierto, hemos aplanado la montaña de Caer vertiéndola sobre el valle de Caer, hemos secado su río tumultuoso,
de manera que hemos reducido Caer a su más pura expresión:
la más plana, la más austera, la más inhóspita.
¡Que tu Soplo seque las marismas de Caer, oh Ilinuk! ¡Antes
queremos la unción de tu Sudor, de tu Sebo, de tu Cerumen!
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¡Envíscanos en tus mocos, Ilinuk! ¡Dispara tu Lengua, oh Camaleón tornasolado, trágate esas moscas que somos! ¡Y que
tus Jugos gástricos nos disuelvan!
Algunas más de nuestras lamentables estrategias: adelgazar,
con la ilusión de que nos extirpamos, imprecar para purgarnos de nuestra hiel y derramarla sobre Caer a fin de matar los
gérmenes de esta vida que crece en nosotros como un árbol
torcido; pero también: meternos con los demás para terminar
con nosotros mismos. ¡Absurdas mundanidades! Nos batimos
en duelo con cualquier persona que nos topemos por primera vez, así lo quieren nuestras costumbres. La elección de las
armas se decide durante las presentaciones, cosa que nos proporciona ya de entrada un excelente tema de conversación y
de discordia, por consiguiente, y nos evita esos silencios embarazosos que siempre son de temer entre desconocidos. El
intermediario oficia de testigo imparcial y sólo se da por satisfecho cuando uno de los adversarios deja de dar señales de
vida: entonces, éste es declarado vencedor.
La mayoría de las veces, nuestros abrazos carecen de convicción, preferimos tragarnos las presas vivas; pero en ocasiones,
por el contrario, nos enlazamos estrechamente, con la secreta
esperanza de fundirnos con el cuerpo del enemigo y confiarle
así la responsabilidad y todo el peso de nuestro ser, del que,
sin embargo, para no flaquear, podrá utilizar los músculos adquiridos con el resto. Y cuando a pesar de todo nos hacemos
corteses visitas, es a fin de ponernos de acuerdo sobre la altura, el grosor y la resistencia de los muros que nos separan y
aíslan. Nuestro anfitrión nos obsequia entonces con un guiso
de carúnculas de pavo con salsa de chinches, que constituye el
plato tradicional de Caer. En todos los hogares se sirve en cada
comida.
Y seguirá sirviéndose mientras no hayamos llegado al final. Hace tiempo que hemos renunciado a luchar contra las
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chinches. Sin embargo, alguna vez aplastamos alguna: ésa es
una cosa que al menos nuestros pies saben hacer, ya que no
pueden trasladarnos lejos de Caer. Entonces un olor infecto
nos sube hasta la nariz como un incienso de gloria. La población de chinches no se reduce por tan poca cosa. Hasta tal
punto proliferan, que necesitaríamos doce pies cada uno y una
jornada laboral exclusivamente dedicada a dicha masacre para
tener alguna esperanza de contenerlas. Están en todas partes,
y cuando evoco al viejo Yoakam o a Mavrocordato el Nihilista,
a Ra’oof, Perlaps, Gilooly o Toko-Toko, se sobreentiende que
una chinche agita las antenas en su frente, en su pelo o en su
oreja. Así como yo no me tomo la molestia de señalarla, ellos
no se toman la de quitársela: esa chinche ocupa el lugar que
ocuparía otra si ésta no se encontrara ya allí; al menos evita la
presencia de aquella inoportuna.
Sólo soplamos de asco cuando se aventuran sobre nuestros labios; su vuelo pesado y ruidoso cubre entonces nuestras palabras y plegarias, pero nosotros no habríamos sabido decirlo
mejor. Para ser francos, soportamos mejor esa invasión que la
frecuentación forzosa de nuestros semejantes, algunos de los
cuales no dejan de ser cuadrúpedos y cornudos y otros poseen
la pata rápida y con garras. Dos casas una junto a la otra ya son
una ciudad en Caer, con todos los problemas de vecindario
que se derivan inevitablemente de tal concentración.
Me gustaría no omitir nada de esta crónica a fin de que los hijos sepan lo que sus padres soportaron antes de llegar al cielo
de Ilinuk y honren así su memoria. O tal vez, no me atrevo a
imaginarlo, estas notas suscitarán sentimientos muy distintos. Acaso despertarán más bien la nostalgia de Caer. Para
esos hijos cada vez más encharcados en Caer, estas notas tal
vez evocaran un paraíso perdido, cuando Caer no era todavía
más que Caer, cuando las rodillas y las caderas de los habitantes de Caer todavía no estaban hundidas en Caer, cuando sus cabezas emergían y podían tenderse hacia el cielo,
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hacia Ilinuk el Valeroso, antes de que Caer venciera definitivamente. Entonces estas notas harán nacer en ellos la tentación de Caer. Estas poblaciones cada vez más encharcadas en
Caer aspirarán a remontar a la superficie de Caer para llevar
ahí, como antes, la vida despreocupada y fácil que describo
con complacencia en mi crónica y que será la nueva esperanza,
el sueño imposible.
Toko-Toko, el astrólogo, menea la cabeza, perplejo: todos
los caminos que abre en las estrellas nos devuelven obstinadamente hasta aquí. A decir verdad, la crónica de cada día es
también un resumen de la historia de Caer desde sus orígenes.
¿Podría ser que anticipara precisamente su futuro? Los Celadores de Ilinuk rechazan esas sombrías profecías. Tan sólo
quieren creer en aquella que promete su regreso, de la que
no está permitido dudar. Para demostrar su fe, de un hachazo
se rajan en dos el dedo gordo del pie, después se suben a una
elevación; abriendo los brazos, se lanzan al vacío. Cuando llegan abajo, quedan aplastados. Es sin duda por eso por lo que
la secta llamada los Celadores de Ilinuk, a despecho de su proselitismo furibundo y de todos sus medios de intimidación,
jamás contó con más de seis o siete miembros, todos parapléjicos, que a veces pueden mover todavía su medio dedo y entonces tienen que apañárselas para lavarse, cortarse la comida
y ocuparse de sus asuntos.
¡Oh, piedad para nuestros miembros con sus torpes terminaciones!
El anciano Yoakam siempre está hablando, flaco como un chorro de lluvia, y su voz es tuétano y música para nuestros huesos
huecos.
La polidactilia de Ilinuk primero fue considerada por sus padres
una tara más que se añadía a la de haber nacido por obra y gra­
cia de ellos. Sus doce dedos de los pies parecían predisponerlo,
efectivamente, a adherirse más al suelo de Caer, adherencia que
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significaba adhesión y por tanto traición suprema a todos nues­
tros ideales. Un talón hipertrofiado habría podido inspirarles
ternura, pero aquel pie monstruoso ¿no era acaso una garra, una
espátula, una ventosa, una palma, una pata de batracio admi­
tida por el suelo de Caer, concebida para moverse por él ágilmen­
te, con facilidad? Anaphor y Zula estaban destrozados por haber
traído al mundo al primer hijo de Caer biológicamente resignado
a su suerte, un mutante tristemente surgido de nuestra triste con­
dición y dotado por la naturaleza con los atributos físicos idóneos
para, si no expandirse, al menos creerse en su lugar y bienveni­
do en aquella isla inhabitable. ¿Cómo íbamos a alegrarnos no­
sotros, los refractarios, de aquella aparente derrota del cuerpo,
de su dimisión, de su cobarde consentimiento a nuestro infor­
tunio? ¿Acaso no se doblegaba un poco más todavía, dotado de
aquella articulación suplementaria? Nosotros preferíamos ver
en nuestra inadaptación una prueba de resistencia, la prueba
de nuestra desaprobación obstinada y definitiva; pero la verdad
es que lo único que experimentábamos era nuestra impotencia.
Nuestra incapacidad congénita nos dejaba clavados allí. Ilinuk
no tuvo más que mover un dedo del pie para desmontar él solo el
programa que organizaba desde el origen de Caer la vida de sus
habitantes pasivamente dominados. Fue así como empezó todo.
Sin embargo, se terminaron ya los nacimientos de polidáctilos
en Caer. No sólo no nos nacen más, sino que actualmente lo
habitual es cruzarse con inválidos que sólo tienen cuatro dedos
–a veces menos– en un pie –o en los dos–. ¿Quién es responsable? La respuesta está contenida en la pregunta: es la arena.*
A pesar de todo, insistimos en andar descalzos, pero aquella
arena mezclada con sal y azufre disuelve el caucho, el cuero y
la cuerda en pocas horas. Ahora tememos que una mutación
venga a confirmar esa mutilación, arruinando así nuestra esperanza de ver algún día nacer en Caer un nuevo Ilinuk, Ilinuk
el Joven, Ilinuk Segundo, si es que el primero no regresase
* En francés, sable. [N. del T.]
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jamás. Ya se está murmurando –¿o será un centelleo de chinches?– que numerosos recién nacidos presentan dichas
malformaciones, pero sus padres, avergonzados de haber traído al mundo semejantes monstruos los esconden en
los patios traseros, las cocinas, las tiendas, o los calzan con
borceguíes cuando tienen pocos días. Unos borceguíes incongruentes que por lo demás son la causa de dichos rumores, y
los hacen totalmente inverificables.
Cada nacimiento, sin embargo, reanima la esperanza de que
se cumpla por fin la promesa y nos llegue ese Nuevo Ilinuk
que sabrá construir cohetes, que dará el impulso de salida a
todo el pueblo de Caer. La incógnita dura hasta la extracción
completa del bebé que siempre se presenta, como sin pensarlo, con la cabeza primero y la colita al aire. Engañado por los
empujones de la parturienta, su madre, el pequeño expulsado revivirá más adelante con nostalgia aquel instante en que
con razón podía creerse el Nuevo Ilinuk en la rampa de lanzamiento de su bólido espacial, en las trepidaciones de la gran
salida. A veces, gracias a un sueño, regresará beatíficamente
hasta aquel instante bendito que sin embargo marca el inicio
de sus sufrimientos y de esta estancada nostalgia.
Incluso antes de interesarse por el sexo aleatorio del recién
nacido, la comadrona –¡maldita sea su ralea!– cuenta fe­
brilmente sus dedos, que después son contados de nuevo
científicamente por un pediatra diplomado y otra vez más por
un especialista en álgebra con la ayuda de un ábaco, y entonces
no hay más remedio que anunciar a los padres la lamentable
verdad; su hijo, señora, su hijo… bueno, ¿qué?, ¡hable!, ¡se lo
suplico! Tengo que saberlo… Tiene sólo cinco dedos en cada
pie… (Desmayo de la recién parida).
¡Cuánto nos afligen y desconsuelan esas nuevas generaciones de incapaces! Por lo menos tanto como las antiguas, las
de nuestros padres y abuelos –¡ábranse los pozos negros para
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ofrecerles digna sepultura!–. En Caer no practicamos el culto
a los muertos. Para ser más exactos: los odiamos.
Odiamos a esos nómadas –¿venidos de dónde?, ¿por qué asquerosas sendas?– que juzgaron conveniente fijar su campamento en esta isla prácticamente salvaje. Y si fue ésta su
elección, consecuencia de perversísimas aficiones, de infantilísimos augurios, por lo menos habrían podido no imponerla y abstenerse de procrear, propagarse de esta manera,
proliferando como ratas incontinentes, como ratas cagadoras
de ratas, para poblar Caer. ¿Qué rabia los empujó, sin enemigos que combatir ni ídolos que derribar, que la emprendieron
así contra su descendencia, condenando a su prole y a los hijos
de sus hijos al irremisible tedio de Caer? Nosotros los insultamos, escupimos tanto y tan a gusto sobre su memoria que
la lluvia no tiene ya más huellas que borrar. Cuando una de
sus irrisorias piezas de alfarería –¡parece como si todos fueran alfareros, esos antepasados!–, asoma por algún carro, las
machacamos, devolvemos al viento ese puñado de polvo que
no habría debido cederles jamás, que, al contrario, tendría
que haber empujado ante ellos para impedirles que lo modelaran con sus manazas ávidas de comer y beber en botijo.
El Polidáctilo es nuestro único objeto de adoración. No queremos más padre fundador que aquel que se desgajó de los
fundamentos de Caer. Ilinuk encontró la salida que nosotros
buscamos en vano. Acaso también cruzó el cielo, donde su
rastro se perdió. No dejó tras él más que los restos retorcidos
de la rampa de lanzamiento de su cohete. Yoakam fundió ese
hierro para forjar la estatua del Polidáctilo que se yergue en la
plaza mayor. Ilinuk está desnudo, con un paño alrededor de
la cintura. Su cuerpo se inclina hacia delante con la pierna derecha siguiendo la espalda, formando con ésta una línea oblicua perfecta, mientras que la izquierda, doblada, con el pie en
el suelo, describe un ángulo recto perfecto. El brazo izquierdo,
ligeramente separado del cuerpo, se echa hacia atrás paralelo
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a la línea oblicua de la pierna y con la espalda que el brazo
derecho todavía prolonga hacia el cielo, con la mano cerrada
sobre un modelo reducido del cohete, que blande muy alto,
culminando a tres metros del suelo y aumentado por una flecha resplandeciente que puede verse desde todos los puntos
de Caer, y que señala la vía.
¡Ten piedad de nosotros, Ilinuk,
baja de nuevo,
ven a buscarnos,
ven a tomarnos,
acércanos al cielo,
despliega la escalera,
Ilinuk!
¡Haz girar el mundo
para que al fin rodemos hacia el lado bueno!
¡Si no, caída! ¡Descender más abajo que Caer, cavar bajo
Caer, por el foso, por el fondo, por la sima o el abismo, por
la abyección, la ignominia, abandonar Caer, bajar más, caer
aún más abajo que Caer! Pero retrocediendo ante Caer, nos
encontramos inexorablemente arrinconados en Caer. ¡Intentad darle un nuevo giro a vuestra vida, en esta isla! De todos
modos, antes del anochecer os picará una chinche, resbalaréis
sobre el estiércol, sollozaréis sentados en el suelo con la cabeza entre las manos.
¿Y qué hago yo en esta cloaca? Yo escribo mi crónica y sobre todo vigilo a Calamar, cuido de él, afilo sus antenas, unjo
con aceites preciosos sus articulaciones, compruebo cada día
el buen funcionamiento de sus palpos, la adherencia de sus
ventosas, absorbo los vahos que se depositan en los plácidos
espejos de sus ojos redondos para enturbiar su visión, como
para condenarlos a no ver nada más allá de Caer. Calamar, mi
pequeñín, tiene por misión abrir entre los astros nuestro camino hacia la libertad.
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