-1- EL ORCO Las Glosas Ûdunenses Thärilin de Enedwaith -2- Título original: EL ORCO Las Glosas Ûdunenses Thärilin de Enedwaith Diseño de portada: Literanda © Thärilin de Enedwaith 2014 © de la presente edición: Literanda, 2014 Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización expresa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Más ediciones en www.literanda.com -3- “Dedicado a mis malos hábitos” Thärilin de Enedwaith, 268 C.E. -4- Una visita inesperada Mi celda, amigo,1 era un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango. El suelo del inmundo agujero estaba desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era la prisión del puesto fronterizo de Lug Ûdun, en las Montañas de la Ceniza, y eso significa incomodidad. Infinita incomodidad. Estaba desesperado. Hacía ya días que había estrangulado a mi único compañero de celda, en un ataque de ira, provocado por el aburrimiento. Presa de la desmoralización, comencé a darme cabezazos contra las corrompidas rocas que me aprisionaban. Ni siquiera el dolor fue capaz de mitigar mi ansiedad y mi furia. Aturdido, me arrojé con rabia al suelo. De repente, la puerta de la celda se abrió. El guardián me pateó en el vientre varias veces, antes de facilitar el paso a alguien a quien no esperaba ver. Enseguida comprendí que mi situación no podía ser peor. Era Aathor, el cruel administrador de aquel puesto fronterizo. Un numenóreano de rostro imperturbable cuya sola presencia hacía tiritar al uruk2 más aguerrido. Aathor era la persona más poderosa en 1 Amigo: En oestron en el poema original “Uruk” de Cola de Ratón. Parece ser que en lengua orca no existía la palabra amigo. 2 Uruk: Orco, trasgo. Combinado con la palabra “hai” (pueblo) se refiere a la -5- muchas leguas a la redonda. Estaba directamente por debajo de los más cercanos al Amo. Cuando alguien poderoso pone los ojos sobre ti, puedes echarte a temblar. Y si tú eres, amigo, uno de esos que piensa que por el mero hecho de jugar bien tus drughaz3 puedes medrar en esta ratonera, sin duda eres un ingenuo. El humano hizo un gesto para que me levantara. –Acompáñame –me ordenó. Cruzamos la sala de torturas. Las paredes de aquella vasta estancia rezumaban de deliciosa sangre roja, y me sorprendí al ver los jirones de lo que hasta hace no mucho era un ser humano. Me excité. No era frecuente capturar humanos en Lug Ûdun. Los verdugos estaban de suerte: ésta noche tendrían festín. Sin dejar de caminar, Aathor comenzó a hablarme: –Se te ve fuerte, Bagronk. Si participaras en las peleas, podrías conseguir ciertos privilegios. ¿Cuánto tiempo hace que no pruebas la carne humana?... Malo es que el que manda pose los ojos en ti, pero infinitamente peor es que te agasaje. Desde que me castigaron con este destino en la peligrosa frontera norte, mi mente me había prevenido para que me mantuviera alejado de la primera línea de combate. Discreción era mi lema. Así que traté de conservar el anonimato y pasar desapercibido. Sin embargo, estaba claro que lo no había conseguido, y que esta nueva situación requeriría nuevos planteamientos. raza orca. 3 Drughaz: Piedra. Barbarismo proveniente del khuzdul, con raíz en la palabra Duraz, utilizado profusamente en el dialecto orco hablado por los Bosquenegrinos. Expresión utilizada también para denominar a un popular juego entre los orcos, similar a los dados. -6- Salimos de la prisión. Avanzamos por los tortuosos corredores que horadan estas montañas. Al acercarnos a un almacén de armas, el pasillo se vio inundado por humos, gritos y lamentos. Al llegar a la espaciosa sala, dos púgiles más bien enclenques se esforzaban en golpearse ante una muchedumbre enloquecida que prácticamente los ignoraba. Las apuestas y el aguardiente de hígado habían avivado entre el público reyertas mucho más violentas e interesantes que las que el anodino combate ofrecía. Sin meternos en el tumulto, llegamos hasta el palco. Era la primera vez que me sentaba en aquel lugar. Desde allí contemplamos en silencio el combate, hasta que debajo de nosotros estalló una de esas trifulcas: un fornido orco arrancó el ojo izquierdo a un jovenzuelo de apenas diez años. Era agradable abandonar el cautiverio y volver a la normalidad. El combate terminó. Retiraron los restos del perdedor, y sin más demora comenzó otra pelea. Con la vista fija en la lucha, Aathor dijo: –Tu encierro ha terminado… Tengo una misión para ti. Asentí expectante. –Mañana, al anochecer –añadió sin siquiera mirarme–, dirígete a la Puerta Norte. Pregunta por el oficial de guardia. Te estará esperando. Deberás hacerte cargo de dos bukras4. Partiréis hacia el norte de las Tierras Pardas, no lejos del Bosque Negro. Allí, desviaos al este, y buscad un campamento dirigido por un semi-orco. Su nombre es Drain… Debes contactar con él y ponerte a sus órdenes. Su mirada seguía escrutando el combate. –Hazlo bien, Bagronk… ¡No falles! 4 Bukra: Garra, también utilizado para dar nombre a una pequeña unidad militar. Una garra está formada por cinco orcos. -7- Y ese fue el único momento en que clavó en mí su cruda mirada. Sin más, se dio la vuelta y se marchó. Rodeado de todos los lameculos de Lug Ûdun, desde aquella privilegiada posición, vi todos los combates. Incluso bajé a pelear por un odre de licor, que conseguí sin excesivo esfuerzo. Una vez exprimida la piel de la alimaña, allí mismo, aturdido, me recosté. Me encontraba bien. Inusualmente bien. Cuando desperté, las antorchas de la gran sala llevaban largo rato apagadas. Me levanté malhumorado y dolorido. Después de dos lunas encerrado, era muy posible que tuviera que hacer uso de la fuerza para recobrar mis cosas. Como bien sabes, amigo, aquí, en Lug Ûdun, es práctica común que si alguien se aleja por más de dos noches de sus cosas, pierde todo derecho sobre ellas. Supongo que será así en todos los rincones en que moramos, desde las Montañas Grises hasta el Desierto del Sur. Así que me encaminé hacia mi barracón para recuperar mis pertenencias: una abollada rodela de hierro y. mi posesión más preciada: mi cimitarra de hoja ancha. Al pasar junto a una de las pequeñas salas de vigilancia que se repartían por todo el interior de la montaña, vi a un grupo de orcos jugándose su soldada en una partida de drughaz. Pasé rápido, sin prestarles atención. –¡Bagronk! –gritó la voz ronca de uno de ellos–. ¿Eres Bagronk, verdad? Me detuve. Traté de identificar la voz, pero no la reconocí. Lentamente me giré. –¿Quién quiere saberlo? Dos fornidos orcos se levantaron, abandonando la timba. Vinieron hacia mí. Yo los conocía: eran Haft y Ong. Haft, el más joven -8- era alto y musculoso, aunque algo torpe. Ong, más orondo, era de mediana edad, pero de mirada astuta. –Aquí las preguntas las hacemos nosotros… ¡glob5!–me dijo Haft. Y lo certificó, acariciando la empuñadura de su arma con sus sucias uñas negras. Volví a añorar mi cimitarra; di un paso atrás, y me puse en posición de combate. –¿Terco, el glob, eh? –añadió mientras desenfundaba suavemente su arma. –Si eres Bagronk, será mejor que nos acompañes –dijo Ong–, el Viejo quiere verte. Estando desarmado, y al oír que mencionaba al Viejo, no tuve más remedio que reprimir mis instintos y acceder, de mala gana, a su demanda. Nos pusimos en marcha y, en menos tiempo del que se tarda en contarlo, avistamos la galería que conducía a la madriguera de Sharkû 6. En los tiempos en que él fue importante, yo trabajé para él, cuando aquella miserable rata controlaba toda la chusma de las grutas de la zona sur. Dos noches antes de que me encarcelaran, el cerdo de Sharkû me había fiado dos odres de licor de hígado, a cambio de unos favores. No le debió satisfacer la manera en que le pagué, pues me exigió la devolución de los odres de aguardiente. Y créeme, amigo, que mientras estuve en la celda, fueron varias las veces en que pensé que ese viejo reptil no estaría demasiado contento conmigo. Escoltado por mis nuevos camaradas, crucé la guarnición hasta llegar al cubil del viejo, donde dos orcos armados guardaban la entrada. Saludaron a mis acompañantes y me registraron de for5 Glob: Orco común, tonto. 6 Sharkû: Viejo -9- ma brusca, aunque apresurada. Entramos en una amplia estancia, y de entre un montón de inmundicias, asomó el húmedo hocico de Sharkû. Su enorme y sebosa cabeza tardó una eternidad en aparecer por completo. –¡Bagronk! –dijo–, siempre has sido una diminuta cagada humana. Devuélveme lo mío, o serás una cagada humana aplastada por el pie de un troll. Mientras me hablaba, sacó a patadas, de entre las mugres, un pequeño orco. Su olor me reveló que se trataba de una hembra en celo. –Venerable Sharkû –dije con toda la solemnidad que fui capaz de fingir–, es comprensible tu indignación y te pido perdón. Me fue imposible cumplir el compromiso que adquirí contigo, pero como bien sabrás, tuve algunos problemas y me encerraron. –¡Ya sé que te encerraron, pushdug7! Por si aún no te has enterado, yo sé todo lo que pasa en este piojoso fortín. Y no creas que por pasearte bajo las faldas de Aathor te vas a librar de pagarme. ¿Dónde están los odres? ¡Los quiero ya! ¡Y con sus intereses de demora! Sentí el tremendo impacto de un garrotazo traicionero. Un dolor infinito galopó entre mi cerviz y mi oreja derecha. Caí al suelo. Y vi a un infecto orco de las montañas del norte regodearse a mi espalda blandiendo una porra tachuelada. No pude reprimir mi ira y desde el suelo grité: –¡Gordo apestoso!... Mueve tus sebosas papadas y dile a tus esbirros que no se les ocurra volver a golpearme. –¡Montañés! –chilló el Viejo–. ¡Aplasta a esa rata y que calle para siempre!... 7 Pushdug: Asquerosos excrementos - 10 - Aquel inútil me golpeó sin mucha contundencia en otras dos ocasiones, pero la tercera falló. Conseguí agarrarle de su gaznate y comencé a apretar. Mantuve mi presa hasta que, inconsciente, se derrumbó. Me hice con su arma y retrocedí hasta proteger mi espalda contra la pared. Media docena de rufianes irrumpieron en la habitación y avanzaron hacia mí con sus espadas desenvainadas. –¡Sharkû! –dije blandiendo frenéticamente la porra–. ¡Puede que haya otra manera de arreglar esto! Te daré cinco odres del mejor licor de hígado que has probado en tu vida. –¿Cinco? ––preguntó el Viejo recobrando la compostura–. ¡Que sean diez! –… ¿Mmmmm?... ¿Siete?... –¡Skai!8... ¿Pretendes reírte de mí?... ¡Acabad con él!… –Ocho me parece una cifra razonable –grité mientras a duras penas podía defenderme de mis atacantes. –¡No lo matéis aún! –dijo sonriendo sarcásticamente–. ¿Y cuándo me los entregarías? Aunque estaba claro que aquel rufián conocía todo lo que ocurría entre la tropa de la guarnición, era muy difícil que los asuntos que conciernen a los Amos llegasen tan pronto a los oídos de sus espías. Lo más probable era que no tuviese ni idea de que esa misma noche yo partía en una misión que me alejaría de allí durante muchas lunas. Así que decidí jugársela de nuevo. –¿Te parece bien que te los entregue pasada la medianoche? – faroleé–. Y en prueba de mi buena voluntad, te daré no sólo los ocho acordados, sino los diez que me pedías. Es lo menos que puedo hacer por recuperar tu confianza. 8 Skai: Interjección de desprecio - 11 - –Aceptaré gustosamente diez –respondió–. Pero ¿no te resultará muy complicado reunir tanto licor para la medianoche? –Tú no te preocupes, Gran Sharku –dije de manera ceremoniosa–. Pasada la medianoche mi deuda estará saldada. –Bien. Espero que no vuelvas a fallar. Y volvió a soltarme su largo y aburrido discurso que siempre terminaba con la promesa de matarme si volvía a tratar de engañarle. Todo el mundo sabe que un muerto nunca paga sus deudas, pero aquel viejo avaro había estado a punto de acabar conmigo. Masajeándome el cogote, abandoné la deliciosa insalubridad de la estancia, y me dirigí a mi barracón. Cuando llegué, pude comprobar que no me había equivocado al suponer que mis cosas habían desaparecido. En una esquina de la cueva un trasgo escuálido dormía la borrachera. De una patada lo desperté. –¡Piojoso! ¿Quién está ocupando este jergón? –dije señalando mi encame. –¿A mí qué me preguntas? –farfulló–. Yo sólo me ocupo de lo mío. Me giré. Simulé marcharme y cuando se descuidó le clavé mi calloso talón en la boca. Sentí como le arrancaba varios dientes. Gimiendo, dijo al instante: –… ¡Potroso!... Potroso tiene tus cosas. –Me parecía que no me habías entendido –le agité–. ¿Dónde está ahora ese malnacido? ¿Dónde? –Estará con los demás matando ratas en el vertedero –dijo entre escupitajos de negra sangre. –Bien. Has salvado el resto de tu dentadura –dije–. Otra cosa que no te resultará difícil responderme: ¿Dónde puedo conseguir algún odre de licor? - 12 - –¿Conoces a Sharkû? –respondió atemorizado –¡Déjalo! Volví a girarme. Estuve a punto de volver a darle otra patada con el talón, sólo por divertirme, pero tenía prisa. Salí de la estancia, y cuando estaba lejos le oí chillar y maldecirme. Sonreí. El vertedero estaba un tanto apartado, así que apreté el paso para llegar cuanto antes. Cualquier lugar de Lug Ûdun es una corrupta cloaca, pero el llamado vertedero provoca náuseas, incluso en los orcos más marranos. Aquella ciénaga sulfurosa engullía lentamente las infinitas inmundicias que eran despreciadas –incomprensiblemente– por una raza nacida de la mugre. El olor allí era tan espeso que incluso dificultaba la respiración de los roedores. A pesar de ello era habitual ver grupos de orcos cazando las alimañas que habitaban aquel corrupto lodo, mientras –ebrios– apostaban sus raquíticas pertenencias. Vi dos grupos. En uno de ellos destacaba un orco de formidable estatura. Me acerqué. Del cinturón del gran orco asomaba una empuñadura, en forma de garra de dragón, exactamente igual a la de mi cimitarra. El sujeto contaba torpemente un montón de ratas muertas, que se apilaban a sus pies. –¡Nueve ratas y una comadreja! ¡He ganado! ¡El odre es mío! Llegué hasta él, y con aire distraído, admiré la cuantía de sus presas. Le lancé un potente cabezazo y sentí su nariz quebrarse. Aturdido, cayó hacia atrás; pero antes de que se desplomara por completo, recuperé mi cimitarra y, de un certero tajo le separé la cabeza del cuerpo. Su cadáver se derrumbó inerte. Los demás se quedaron paralizados, y blandiendo mi arma, les dije: –Esta basura uruk me robó… ¡Esta cimitarra es mía! ¡Y ahora sus ratas también! ¿Alguien está disconforme?... - 13 - Nadie habló. Cogí el odre de licor y, sin darles la espalda, me marché. Se quedaron inmóviles. Las cosas estaban saliendo bien: había salido de la celda, me había librado de Sharku, y había recuperado mis cosas. Normalmente no suelen salir todo tan bien, así que me sentí satisfecho. Me adentré de nuevo en las galerías de Lug Ûdun durante un buen rato. Luego me detuve para examinar la espada. Me di cuenta de que era un poquito más larga de lo que yo recordaba y de que el color del metal tenía otro tono. Por otro lado la empuñadura en forma de garra de dragón es la más extendida en la Frontera Norte. Fuera mi espada o no –que no lo era– me la ajusté en el cinturón. Sea como fuere, una cosa estaba clara: ahora ésta era mi espada. A pesar de los muchos problemas que presenta la vida en Lug Ûdun, matar a alguien sin motivo no era uno de ellos. No porque no estuviese castigado, sino porque en la práctica nunca se denunciaba. Y no se hacía, porque nadie tenía ningún vínculo con nadie. Ni siquiera las madres sentían nada por sus cachorros. Así que en aquellos momentos, los compañeros del fiambre, en lugar de pensar en vengarle, le estarían despojando de todas sus pertenencias. Fue entonces cuando me di cuenta de que alguien me seguía. La tarde llegaba a su fin, tenía que acudir a mi cita, pero antes de irme decidí atar bien todos los cabos. Comencé a caminar deprisa. Despisté a mi perseguidor y en un recodo me escondí. No tardó en aparecer con actitud desorientada. Era apenas un muchacho. Con sigilo me coloqué detrás de él y le aprisioné el pescuezo con mi arma. Luego le di una paliza. Antes de que quedara inconsciente, le interrogué: –¿Por qué me persigues, trasgo? –Sharkû quiere asegurarse de que pagas tu deuda. Y te arrancará el pellejo por lo que me has hecho, dug9. 9 Dug: Porquería - 14 - Lo arrastré hasta unas dependencias, lo até y amordacé. –Dile al viejo seboso que el único pellejo mío que va a tener, es éste –dije, mientras me agarraba mis partes. Le arrojé un odre vacío de licor, y de un patadón en la cabeza le dejé sin sentido. Me largué de allí a paso rápido. Era probable que, a estas alturas, el viejo se hubiera enterado de mi partida. Cuando yo llegaba al puesto de guardia de la Puerta Norte, hacía rato ya que el hediondo sol había desaparecido. No me hizo falta preguntar por el oficial al mando, pues me estaba esperando. –¿Bagronk? –interrogó con voz aguardentosa. Asentí. – ¡Sígueme, uruk! Entramos en la gruta principal. En aquél momento, se estaba llevando a cabo el cambio de guardia y las galerías bullían de actividad. Me condujo a un almacén, en el que siete orcos se hallaban sentados sobre unos barriles de sebo, escuchando las palabras acaloradas de otro, que permanecía de pie, de espaldas a mí. –… y en el vertedero, aquel hijo de perra, delante de nosotros, le rebanó la cabeza de manera traicionera después de arrebatarle el arma… porque el tal Drogho era un malnacido, que yo apenas conocía… que de haber sido alguien de mi clan, os juro que como me llamo Potroso, que a ese uruk traidor le arranco el prepucio a mordiscos. Esto empezaba bien. Acababa de llegar y ya estaban hablando de mí. Y no negaré que fue toda una sorpresa averiguar que no había sido a Potroso a quien yo había decapitado aquella mañana en el vertedero. Me regodeé al imaginar la cara que pondría aquel estúpido al darse la vuelta y verme. Pero no pudo ser, porque repentinamente el aire en la estancia se enrareció, provocándome un profundo - 15 - desasosiego, como si un halo de perniciosa luz hubiera contaminado hasta el último de sus rincones. Sobresaltado me giré, y vi que entraba un ser siniestro de aspecto feroz, con la cabeza rapada y toda la piel adornada con oscuras runas. Vestía una túnica negra y caminaba descalza, contoneándose como una ramera del sur. Su presencia era tan repulsiva como sus pálidos pies, que mancillaban hasta el suelo que pisaban. Sin duda era Caleriën, la cachorra fiel de Aathor el todopoderoso numenóreano. Como bien sabes, amigo, en Lug Ûdun no es del todo extraño que individuos de otros pueblos cohabiten con nosotros, al servicio del Amo. Numenóreanos, trolls, variags, sureños, e incluso piratas de Umbar10, suelen ocupar algunos de los puestos más destacados tanto en el ejército, como en la administración. Pero los elfos, hasta la llegada de la Dama de las Tinieblas, sólo habían estado en País Negro abiertos en canal, empalados, a fuego lento y con una manzana en la boca. Allí estaba ella. La elfa de la que todo el mundo hablaba. Su mirada me heló los huesos, aunque inexplicablemente vi en sus ojos un brillo que me cautivó. Alzó la voz y todos los presentes nos sobrecogimos. –¡A ver! ¡Basura! ¡Poneos en formación! Y, con desprecio, fulminó con la mirada al orco más cercano. Adoptamos entonces una formación impecable. –¿Quién es Bagronk? Di un paso al frente y se acercó hacia mí. La miré fijamente a sus inexpresivos ojos. En aquel momento, amigo, me di cuenta de 10 Umbar: Secarral. Aunque hay quien sostiene que el origen de esta palabra es desconocido, para Thärilin de Enedwaith se trata de uno de los pocos barbarismos procedentes de la Lengua Negra que se introdujeron en el léxico del oestron. - 16 - que, por encima de mi aversión a los enanos, está el odio que me producen los elfos. Y si hay algo que aborrezco más que un elfo, es una elfa. No importa cuál sea su origen, aspecto, u olor. Pero sucedió entonces que, de forma antinatural, aquella hipnótica bruja me subyugó, y –como presa de algún arcano conjuro– no pude evitar caer rendido a sus encantos. Pensé que eran figuraciones mías y traté de resistirme a su presencia, pero creo que eso aún fue peor. –A partir de ahora estás al frente de la decimotercera compañía, vigésimo-segunda garra –dijo con autoridad–. Saldrás ahora mismo hacia el norte de las Tierras Pardas, por el sendero habitual. Una vez que dejes atrás las Colinas del Espanto11, dirígete al este por el camino del Mar del Sol Naciente12. Busca el campamento de un semi-orco llamado Drain, y ponte a sus órdenes. Allí le entregarás esto. De un pliegue de entre su gruesa túnica, extrajo un pergamino lacrado y me lo entregó. –En otras épocas mejores para ti, serviste de correo. Así que ya sabes lo que hay que hacer. ¿Alguna pregunta, basura orca? La miré fijamente, pero no dije nada. Ella señaló con el dedo al único soldado que yo conocía de todo el grupo, un enorme uruk que respondía al nombre de Skash. –¡Tú! ¡El más grande! –dijo–. ¡Coge ese saco! Ahí hay provisiones para varios días. Llamó al jefe de la guardia. –Pertréchalos a su gusto pero no te excedas, pues puede que no vuelvan. 11 Colinas del Espanto: Emyn Muil, en Sindarin. 12 Mar del Sol Naciente: Mar de Rhûn, en Quenya. - 17 - La Dama de las Tinieblas dio media vuelta y, con un contoneo, se desvaneció en la oscuridad. Kjaftur13, el capitán de guardia, nos condujo a la sala de armas. Era una nave de considerable tamaño, excavada en la piedra. De sus paredes pendían centenares de rodelas y escudos de combate. Unas desvencijadas estructuras de madera, que formaban pasillos, sostenían lanzas, espadas, porras, cuchillos y alfanjes. En el centro de la sala, sin ningún orden se encontraban apilados petos, yelmos, brazales y grebas, de diferentes tamaños. Si se buscaba bien entre tanto desecho, se podían encontrar algunas piezas de estupenda factura. Así que quien encontró algún pertrecho o arma mejor que el que poseía, aprovechó para cambiarlo. Skash cogió dos lanzas pesadas y cambió su ajado peto de cuero por una cota de malla en bastante buen estado. Era un orco gigantesco, al que yo conocía porque solía participar en las peleas organizadas, donde sabía sacar rentabilidad a su enorme corpachón. Nunca me disgustó su presencia y nos guardábamos respeto mutuo, que entre los nuestros, amigo, es lo más parecido a eso que los demás pueblos llaman amistad. Cuando estuvimos preparados, Kjaftur nos acompañó hasta la Puerta Norte, ordenó que la abrieran y –como es costumbre–, sin decir una palabra, se marchó. Todo el grupo, expectante, se quedó mirándome. –Repartámonos el peso de las provisiones –dije con autoridad. Skash volcó el saco en el suelo. Cada uno cogió una parte. Me acerqué a Potroso, y vi que me reconocía. En voz alta, para que todos pudieran oírme, exclamé: –¿Tienes algo en contra de los orcos hijos de perra que decapitan a otros orcos hijos de perra, para recuperar lo suyo? –De momento, no –dijo altivo. 13 Kjaftur: Grito - 18 - –¡Bien! Será como quieras que sea… ¡Venga todos! ¡En marcha! ¡Tenemos que encontrar esas asquerosas colinas y a ese apestoso semi-orco! Y así, la noche del equinoccio de primavera, nos desvanecimos en la oscuridad de las frías estepas. Y aunque es un mal augurio emprender un viaje en tal fecha, caminamos ligeros y cubrimos un buen trecho sin contratiempos. Y hubiéramos avanzado más, de no ser por un maldito orco, viejo y fulero. Vicario Sueldacostillas, que así se llamaba aquel necio, no hizo más que crear problemas, entablando trifulcas sin sentido con los demás miembros de la bukra. Y no tuve más remedio que dejarle claro quién estaba al mando. No era difícil adivinar que aquel orco marrullero iba a ser un problema añadido en nuestro viaje. - 19 -