La tortola Padre Pedrojosé Ynaraja Siento por esta ave un gran aprecio y admiración. Con la paloma forma parte del orden Columbiformes. Es un ave migratoria, que, en el caso de Israel, no lo hacía muy lejos, pues, se alejaba hacia el sur únicamente, y, probablemente, como pasa ahora entre nosotros, los peninsulares de la cuenca mediterránea, ya no se va en todo el año. Paloma y tórtola fueron las dos únicas aves aptas para ofrecer en sacrificio en el Templo de Jerusalén. En el Cantar es mencionada una sola vez. El amado llama a su enamorada y la invita a despertarse y acudir, ya que “Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola” (2,12). Este arrullo y los cortejos tiernos, nada agresivos, entre la pareja, sorprenden a quien no está acostumbrado a observarlos. Tienen tal gracia, que cuando, en lenguaje popular, alguien se refiere a la galantería entre prometidos, suele decir “este par de tortolitos”. Escucharlos y observarlos de cerca, es un espectáculo enternecedor. (en los casos en que se han aposentado en un jardín ciudadano o particular y son numerosas las parejas, donde ni les falta comida, ni temen a depredadores, estos arrullos llegan a resultar molestos. En mi caso, solo me ocurre en casa de unos amigos. Así que no han llegado a anular la simpatía que siento por ellas). En una ocasión, con motivo de la festividad de San Jorge, patrono del movimiento scout, ofrecieron en la misa una preciosa e inmaculada tórtola. Imprudentemente, la dejaron sobre el altar. Lo imaginable era que huyese, se moviera o, peor aún, defecase. Nada de esto hizo. Incomprensiblemente, permaneció quieta. Parecía como si su actitud fuera contemplativa, ante el misterio Eucarístico que celebrábamos. Pese a que el ejemplar al que me he referido fuera blanco, las que veo con frecuencia, son de equilibrado color canela o de suaves tonos grisáceos. Presumen de un gracioso collar y de ademanes elegantes. Son poco asustadizas, hasta llegar a domesticarse y dejarse acariciar, lo que aumenta aún más su atractivo. Cuando en verano me dirijo o vuelvo del Cottolengo para celebrar misa, casi siempre me cruzo con alguna pareja. Este año casi siempre las he visto inmóviles en algún cable eléctrico. Disfruto de lo lindo cuando se mueven por el camino, entreteniéndose en picar cualquier cosa que se les ofrezca. Pese a que su alimentación preferida sea plantas tiernas y semillas, en realidad se comportan como aves omnívoras. Cuando las veo, pienso en Santa María. Imagino a la jovencita ilusionada, pasada la sorpresa de la visita de los pastores y aposentada, al menos provisionalmente, en Belén, llevando en brazos al Niño y recomendándole al esposo que no dejara escapar a los animalitos que, según norma establecida, debían ofrecer como rescate al levita que les atendiera. No imaginaría Ella, que la ofrenda de la avecilla, no era más que un símbolo de lo que iba a realizar aquella Criatura cuando fuera mayor, ofreciéndose voluntariamente al Padre para el Sacrificio Redentor. Yo también hice a pie ilusionado este trayecto de unos 11 kilómetros, hace muchos años y, por entonces, el recorrido era por paisajes solitarios. La tórtola, pues, me evoca siempre a Santa María ilusionada, una advocación que ignoro si alguien se la ha atribuido, yo hoy se la ofrezco reverente.