Los intermediarios del arte como productores de

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Los intermediarios del arte como productores de sentido cultural
Durante la introducción al último encuentro de Talking Galleries, Bartomeu Marí
tomaba como referencia el diagnóstico al sistema artístico de los años ochenta
que el artista barcelonés Antoni Muntadas había realizado en su obra Between
the Frames (1983-1993). Entre la amplia gama de actores intermediarios que en
ese entonces Muntadas había encontrado desplegada entre el arte y el público,
Marí advertía la ausencia actual de la voz de los artistas y los críticos. Momentos
después, tras la exhaustiva recapitulación de las últimas tendencias en el
comercio actual del arte llevada a cabo por Noah Horowitz, la aseveración de
Marí fue confirmada: de ninguna manera la opinión de cualquier tipo de
intermediario dispuesto a aportar un juicio crítico sobre el valor simbólico del
arte parecía de vital importancia para el complejo sistema de relaciones
comerciales que había sido ilustrado.
Aunque la ausencia absoluta de voces críticas en la mediación entre arte y
público parece lejos de ser definitiva, lo que sí resulta evidente es que el poder
para determinar el valor del arte ha pasado a concentrarse en sectores con un
mayor interés comercial que cultural. Tal vez la evidencia más inmediata de este
desplazamiento sea el desfase actual en la relación entre valor simbólico y valor
económico; un desajuste manifestado en la desmesurada revalorización de
precios. No obstante, como síntoma de un fenómeno cultural más amplio, puede
que el ofuscamiento del poder simbólico del arte representé una amenaza
mucho más desafiante. ¿Hasta que punto la dirección actual del mercado del arte
no amenaza con vaciar al arte de significado? Y lo que es peor aún ¿con
hacernos creer que ese significado no va más allá de ser una cifra económica?
Frente a esta condición habría que preguntarse de qué manera el sofisticado
sistema de comercio que estamos implementando puede perjudicar la vitalidad
del arte y su relación con la sociedad. ¿Qué provocó el desplazamiento en la
noción
del
valor
del
arte?
¿Es
este
desplazamiento
definitivo?
¿Qué
consecuencias culturales puede traer?
Para poder llevar a cabo una interpretación de este fenómeno y evaluar sus
posibles consecuencias, habría que comenzar por ubicarlo en su contexto
histórico. Valdría la pena revisar –al menos en lineas muy generales– lo que muy
seguramente fue la transformación más decisiva que le ocurrió al arte occidental
durante el siglo XX. Un vistazo general a la historia del arte nos revela que una
sucesión de estilos artísticos empezó a acontecer desde el origen de las primeras
civilizaciones, se intensificó a través de la modernidad y se diluyó en el delirio de
las últimas vanguardias a mediados del siglo XX, absolviendo definitivamente al
arte de cualquier tipo de paradigma estético. En último termino, lo que la
emancipación del modelo linear y progresivo de la historia terminó por revelar, es
que el arte como tal no tiene ningún valor intrínseco, pues dicho valor es siempre
determinado por un contexto, es decir, que siempre y cuando un grupo de
personas se asocien en base a una inspiración común, cualquier manifestación
creativa podría ser considerada arte. Al acceder a este nuevo plano de
conciencia, el arte inmediatamente manifestó todo el potencial de su libertad
expresiva y una lucidez estética sin precedentes. Sin duda esto es lo que hemos
tenido la fortuna de atestiguar desde la emergencia de las vanguardias hasta el
día de hoy. No obstante, la independencia absoluta de todos los paradigmas
imperativos fue inmediatamente sucedida por otro tipo de condena. En cierta
medida, fue ese estado de incertidumbre lo que permitió que el mercado se
apoderara del valor del arte. ¿Bajo qué criterio podía juzgarse el valor de un arte
que se había emancipado de todos los parámetros? No es de extrañar que desde
que todos los paradigmas estéticos se extinguieron, las voces más autorizadas
en crítica e historia empezaran a perder su capacidad para influir sobre el valor
del arte, y que, a consecuencia de ello, dicho valor empezara a ser determinado
arbitrariamente por su relación con el mercado.
Si bien es cierto que la producción y difusión del arte siempre se ha
beneficiado enormemente de su relación con el dinero y el poder, nunca antes se
había visto al arte tan subordinado a los intereses del mercado. En las últimas
décadas, el crecimiento exponencial en la demanda por el arte conllevó a la
creación de plataformas de comercio más competitivas que el sistema
tradicional
de
venta
ofrecido
por
las
galerías.
Las
ferias
proliferaron,
concentrando oferta y demanda, aumentando el numero de ventas y facilitando
las relaciones públicas. Aunque la emergencia de las ferias sin duda ayudó a
fortalecer una infraestructura más consistente –estimulando la actividad artística
y fomentando el interés de un mayor número de personas– al mismo tiempo el
éxito de las ferias debe prevenirnos sobre la tendencia a introducir el arte en un
modelo de comercio más especializado; un modelo que se expresa idealmente
en la dinámica implementada por las casas de subastas. Menos dispuestas a
favorecer el diálogo entre la obra de arte y el público, las subastas terminaron
por convertir el arte en un mero activo financiero, operando a la manera de una
bolsa de valores, y lo que es peor aún, sin la ética que otro tipo de mercados
solicitan para conservar tanto su integridad como su estabilidad. Las inversiones
especulativas y el monopolio sobre cierto tipo de obra como estrategias para la
inflación de precios provocaron una burbuja económica que incluso parecía
soportar los inicios de la crisis en el 2008. No obstante, como cualquier acto
realizado bajo simples conjeturas y sin verdadero fundamento, estos falsos
indicativos sobre el valor del arte cayeron bajo su propio peso, o más bien, por la
falta de este mismo. Lo interesante de todo esto, es que incluso el modelo para
valorar el arte que venía presentándose como el más “oficial” y representativo de
la
era
del
capitalismo
financiero,
demostró
ser
una
mera
ilusión.
Afortunadamente, al final nos enfrentamos con el hecho de que existen múltiples
modelos de mercado y varios circuitos de comercio, y que probablemente los
más aptos para sobrevivir los imprevistos del acontecer histórico, sean los que
consigan ubicarse en un punto intermedio entre la mediación económica y el
compromiso cultural, pues sólo está segunda condición garantiza que, tanto la
obra de arte, como los juicios que se hacen sobre ella y su valor, tengan las
virtudes necesarias para enfrentarse al tiempo.
El llamado fin del arte, que a juicio del crítico Arthur C. Danto sobrevino con la
fatiga de la modernidad, representa un reto sin precedentes, tanto para los
artistas como para todo el circuito de intermediarios responsables de estimar el
valor estético y económico del arte. Después de haber comprobado que el
acontecer histórico se revela siempre como un relevo perpetuo de ímpetus
ilusorios y amargas decepciones, el reto actual parece ser el de reencontrar la
voluntad suficiente para seguir luchando por nuestra auto comprensión. En un
mundo sin un orden de sentido garantizado, la generación actual debe tomar
plena conciencia de su responsabilidad futura como actores históricos y
proceder con un entendimiento responsable. Que el hombre le haya perdido un
rastro definido a su dirección histórica en ningún momento significa que se haya
vuelto incapaz de emitir juicios de valor estético estimables. Sin duda el arte
todavía puede tomarle el pulso a está época de incertidumbre y servirnos como
guía en la perpetua reconstrucción de un significado.
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