FRAGMENTOS DE LA MANSIÓN DEL TIRANO DE CARLOS

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FRAGMENTOS DE LA MANSIÓN DEL TIRANO DE CARLOS LISCANO
Del Capítulo I:
Modestos orígenes de algunas cosas que acaban por ser esenciales
Escena del hombre que duerme
Un hombre duerme y, mientras duerme, sueña. No es un sueño demasiado
extraordinario. O acaso lo sea. Todo dependerá. Lo importante es que haya alguien
durmiendo y esté soñando. Sería así: en su casa, por la noche, un señor duerme.
Mientras duerme sueña. En el sueño le ocurren accidentes. Pueden ser estos: el
señor sueña que ha salido de su casa, que se va, que irremediablemente se va, que
anda por ahí, de noche, y de pronto se da cuenta de que alguien ha entrado en su
casa —en la casa del hombre que sueña—, se ha acostado en su cama, entre sus
sábanas, bajo sus frazadas. Él piensa: Hay alguien en casa, en mi cama, y yo aquí.
(…)
Escena del hombre que sueña
Un hombre está soñando. Se ha dormido y ahora sueña. Un enorme bulto
blancuzco y alargado flota cerca de él. Se parece tanto a un dirigible como a una
ballena. Así podría ser el sueño, pero no será tan grande. En realidad lo que ocurre
en el sueño es que el hombre se ve saliendo de su casa. Él sigue dormido, pero ha
salido de su habitación, abandonó la casa, y eso él lo ha visto. Se vio salir. Hay
sueños así.
En el sueño vagabundea por la ciudad. Es algo que hace a menudo, noctámbulo
recorredor de calles. Muchas madrugadas lo han sorprendido sentado en el banco
de una plaza, o junto a un mostrador en el mercado de verduras, o tomando vino
con el sereno de una obra en construcción al que conoció a la medianoche. Bastaría
mirarle los zapatos a este hombre para conocerlo. Ya no está en su pieza, soñando
marcha por la ciudad, despacioso, con las manos en los bolsillos, y aún no tiene
noción de qué le está ocurriendo. Puede decirse que no llegará a tenerla nunca y
que una vez, mientras se afeitaba, se sorprendió pensando en un animal enorme, lo
que le provocó risa y se cortó el labio. Pero esto último no suena muy verosímil.
En este momento el hombre se siente recorriendo una calle solitaria,
abandonada, donde ni siquiera vehículos pasan. Él sabe que camina, que está en
esa calle, pero hay algo leve, suave, en el aire o en la luz del aire que no le deja
disfrutar de la tristeza plácida de otras noches. Este hombre que duerme es un
hombre común y su sueño no es extraordinario. Ni siquiera es extraordinario. Solo
que es un sueño suyo, simple pero propio, tan propio que llegará a sentir ciertos
derechos de privacidad sobre él. Ahí está, en esa calle, zona de oficinas y barracas
de lana, de acopiadores de cuero y madera, un lugar donde durante el día hay
mucha actividad, mensajeros, peones, empleados dirigiendo el tránsito con sus
banderines amarillos y rojos, gente que trabaja. Así como otras personas con
vocación de intermediadores, comerciantes, abogados, escribanos, agentes de
propaganda, moviéndose de oficina en oficina, tomando café. Pensar, se dice este
hombre que duerme, que si de día aquí uno no anda atento se lo llevan por delante
y hasta lo aplasta un camión, y a la noche no hay un alma que lo mire. Esto es lo
que el hombre se dice: A la noche no hay un alma que lo mire.
Este hombre dormido y soñante, del que puede suponerse que se llama Franz,
muchas veces ha pensado que dentro de estas inmensas barracas ha de haber un
sereno. Tal vez dos, se ha dicho. Tendrán un calentador, asarán carne, tomarán su
vino, se contarán sus cosas. Yo debería conseguirme un trabajo de sereno, así de
día no tendría que pensar en qué haré por la noche. Hans —o Franz—, este sujeto,
transita por la vereda y puede ver, a lo lejos, la monótona perspectiva de los
gruesos muros de ladrillo antiguo de las barracas. La luz de las lámparas que
cuelgan en el centro de la calle y se balancean como quejándose, abre huecos en la
oscuridad de los muros, crea formas, sombras moviéndose. Hans no sabe muy bien
a dónde se dirige. Tampoco tiene por qué saberlo. Pero además, esto de saber hacia
dónde se va y que nunca es muy importante, siempre le ocurre por las noches
cuando sale a recorrer los viejos sitios conocidos. Por este motivo no tiene apuro ni
le preocupa no tenerlo. Hans es una persona de natural sencillo.
Así va Hans durante un rato. De pronto camina muy ligero unos metros, casi
corriendo, a zancadas, erguido dentro del sobretodo, y se detiene. Pero ¿cómo se
llama esta calle?, se pregunta. Es increíble, yo a esta calle la conozco, yo sé cómo se
llama, y ahora no puedo acordarme. Esta calle se llama de alguna manera, se llama
así. ¿Cómo se llama? No me acuerdo. Pero yo sé, hace treinta años que la conozco,
más allá está la tabacalera, siento el aroma. Es claro, esta calle es la que está
durmiendo en mi casa. ¡Cómo! Ah, ya sé, hay alguien en casa, en mi cama. Y esta
calle. Un tipo allá y yo sin poder acordarme del nombre. Es un hombre. En mi cama,
entre mis sábanas. Le cambian el nombre a las calles. Muere un político y tiene que
tener su calle, en vez de construir una nueva eligen una calle vieja y le ponen el
nombre del político. Pero las calles viejas ya tienen nombre, entonces ahora tiene
dos nombres porque nadie se entera de que el político muerto se quedó con la
calle. No puede ser que se me haya perdido un nombre. Lo dejé en casa. No. En mi
casa está él. Y yo acá, sin poder recordar. El individuo allá, ¿y yo? Yo aquí. Él allá,
pero ¿yo?
Del Capítulo IV:
Cambiar de punto de vista no solo es una necesidad sino que puede resultar
una experiencia saludable
En este momento Hans se encuentra en una calle silenciosa, como abandonada,
calle de depósitos y barracas de lana, donde nadie hay, nadie transita, ni siquiera se
ven vehículos por la calle. Él camina con las manos en los bolsillos de su grueso y
largo abrigo, despacio, pensando en la familiar rareza de este lugar. Pensar que de
día, se dice, aquí hay que andar atento para que no lo aplaste un camión y ahora no
hay una pobre alma ni para consuelo. Es extraño, piensa, yo conozco esta calle,
hace muchos años que la conozco y ahora no puedo recordar cómo se llama. Lento,
con una tristeza milenaria en los zapatos torcidos, Hans camina por la vereda
mirando las altas paredes de los depósitos donde las luces de la calle crean figuras,
formas de sombra, algo que lo distrae. Pero el pensamiento persistente de Hans
vuelve a preguntarle cómo se llama esta calle. Qué cosa, se dice, cómo me olvido de
los nombres. Yo sé dónde estoy, conozco este sitio, más adelante está la tabacalera,
tuve un amigo que vivía acá cerca. De pronto, sin ningún motivo, Hans apura el
paso unos metros y se detiene. Queda tieso, de pie en la vereda: Ya sé, dice, hay
alguien en mi casa. Eso es, en mi cama hay una persona que ha entrado y se metió
en mi cama.
Durante unos segundos lo inunda la calma, una especie de sucedáneo feliz de la
alegría. Es tan novedoso el hecho. ¡Alguien durmiendo en mi cama! Eso es, en mi
cama hay una persona. Es claro que hay alguien, un hombre, era eso. No puedo
acordarme cómo se llama esta calle, pero él está allá. Es un hombre, no hay dudas.
Las calles cambian de nombre. Se acostó vestido. Asqueroso. Un tipo en la cama de
uno. Lo que tendría que hacer es ir a sacarlo. Recordar el nombre y después decirle
al individuo que se vaya. No puede haber alguien porque sí en mi cama. Yo la
conozco, ¡si la conoceré! Ella sabe que yo sé quién es.
Estas ideas ocupan a Hans mientras camina, y se le simplifican tanto que logra
jugar con ellas sin asignarles ninguna trascendencia práctica. Hasta que adquiere
dimensión una frase en torno a la que se le aglutinan rápidamente todas las
imágenes: He recorrido ilímites caminos de fierro, se dice, y reacciona como si
otros adultos lo hubieran sorprendido haciendo algo en secreto. Pero pronto
pierde el recuerdo de esta emoción y ahora se encuentra saliendo de una zona de
penumbras, de un banco de nieblas que se desflecan entre los árboles. La luz que se
difunde desde vetustas columnas de hierro perfora la niebla. Hans tiene delante
una gigantesca estructura, como el arco de un puente del que se viera solo una
cabecera de apoyo, pero un puente tan enorme que podría estar destinado a
vehículos que trasladaran ciudades enteras de un país a otro. ¿Pero qué ciudades?,
se pregunta.
Resuelve pasar por debajo del puente. Durante largo rato camina como si
recorriera una cueva o una mina abandonada. En la oscuridad de caverna le parece
ver grandes tuercas en la base del puente y calcula que tienen un diámetro mayor
que sus dos brazos extendidos. Le gustaría detenerse a investigar qué tipo de
herramienta o qué aparato utilizarán para ajustar tuercas tan grandes, pero desea
salir pronto de esa región húmeda y un poco ajena, por lo cual sigue avanzando.
Después de un prolongado esfuerzo que lo hace sudar, se le presenta a lo lejos
una luminosidad como de río brillando en la noche y, por debajo, una franja opaca
y oscura. Por fin sale y ve el paisaje. Se encuentra parado en una calle muy ancha
que se tiende hacia el horizonte siguiendo las ondulaciones del terreno. Durante
unos minutos Hans observa los alrededores buscando referencias, algo conocido
que lo oriente. La vista oscila sin detenerse. La luminosidad de río era el cielo este
un tanto monótono que tiene sobre su cabeza. Por lo menos tienen cielo, piensa.
Halla cierto aire de blanda familiaridad en medio de la calle de ciudad extranjera,
algo que tiene que ver con jabones y roperos. Sin embargo alguna cosa impropia
anda en el ambiente.
Hay olor a aceite lubricante en el aire, a taller de autos. Su curiosidad puede más
que su extrañeza. Saca la mano del bolsillo, se agacha y toca la calzada. Ya me
parecía, piensa, la calle es de acero. Le quedan los dedos sucios de un líquido
viscoso. Los mira, los refriega y luego se los limpia en el sobretodo. Oye un ruido
como de miles de veletas dando vueltas en el palo y recién entonces se da cuenta
de que sopla viento. Sobre la derecha hay casas, oscuras, aplastadas, y al otro lado
el terreno se achata, aparecen los techos de unas pocas edificaciones y después
baldío hasta donde puede ver.
Decide caminar hasta la vereda de la derecha donde hay un árbol. Al acercarse al
árbol oye un ruido metálico, como si algo se quebrara, que se destaca en el barullo
de fondo de las veletas. Ve un ave que alza vuelo desde la rama donde está posada.
La ve aletear y elevarse chillando. Después deja de oírla y al fin se pierde en la
cúpula gris cuando es solo un punto que sus ojos no logran discernir. Se queda un
instante de cara al cielo. Es un cuervo, piensa cuando no ve más al animal. No
puede ser otra cosa que un cuervo. Permanece junto al árbol con la cabeza
levantada, pensando, y de improviso descubre el hilo que le permite vincular los
fenómenos. Mira el árbol, las hojas, se aproxima un paso. Sí, piensa, es claro, no son
veletas, las hojas son de lata y el viento las sacude, suenan. Aquí hasta el pan ha de
ser de acero. ¿Cómo? Que hasta el pan. Qué cosas. No sé, si pudiera preguntar. ¿Qué
barrio es este? Si hubiera alguien a quién preguntar.
Se acerca a la línea de casas como con intención de llamar. También el cielo es de
acero, piensa, y las viviendas. ¿Cómo se las arreglarán para vivir? ¿Tendrán
vidrios? Ahí dentro debe de haber alguien. Si pudiera llamar, si saliera alguien para
preguntarle. Le pregunto y me indica. En qué enredos me meto. Ahora tengo que ir
hasta la esquina. Ya sé, no me servirá de nada porque esa calle no lleva a ningún
sitio. Pero debo ir. Hay que buscar, hay que seguir buscando, piensa y comienza a
caminar lentamente contra un muro que termina en la esquina. No sé por qué me
pasan estas cosas, yo nunca busqué, yo siempre anduve, no más, nunca quise nada.
¿Por qué se meten así con uno? Ya veo que tendré que ir hasta la esquina. Alguien
cree que se entretiene conmigo, yo no le veo nada divertido. ¿Por qué a mí? ¿Toda
la noche me han de llevar a los trancazos como si uno fuera no sé qué? No sé ni qué
me espera.
Del Capítulo VII (Segunda Parte):
Donde H vuelve a intentar dilucidar el problema del cuervo y fijar posición
sobre cuestiones diversas
(…) Para las ofertas es que se ha creado lo que comúnmente se conoce como el
Trípode. El Trípode es un útil instrumento que consiste en: primero, recepción de
la propuesta e investigación en torno al sujeto que se ofrece. Segundo, revisión de
todas las ofertas precedentes y ubicación de la recién llegada en la lista de espera.
Tercero, búsqueda de oportunidades donde pueda ser necesaria, donde se pueda
utilizar esa oferta. Es decir, análisis de la realidad. Al ofrecerse usted obliga a usar
el Trípode. Las ofertas no se tiran a la papelera, pese a que constituyen un gasto de
tiempo, energías, ocupación de personal. Muy por el contrario, se las considera,
todas son consideradas. Bien podría recurrirse a los casos de ofrecimientos
fehacientemente probados. Pero no es así. En principio, una oferta no despierta
sospechas, inocentemente se la toma como un gesto de buena voluntad, deseo de
colaboración. Se siguen los pasos rutinarios de investigación. Investigación que no
significa dudas respecto al sujeto oferente, sino norma de trabajo. Se investiga
porque es necesario y no porque haya que probar nada. Si se tratara de probar
muy otras serían las técnicas. Investigación y prueba no están relacionadas entre
sí. Quien investiga no tiene nada que ver con quien busca pruebas. Es más, el que
investiga ni siquiera imagina que hay quien busca pruebas. Si se investigara
cuando se trata de hallar pruebas, si esa hipótesis no descartable pudiera hacer
real la escasa probabilidad que se le concede, si esa suposición existe, bueno,
entonces todo se vendría abajo. El paciente esfuerzo de muchos años quedaría
hecho trizas. Pero eso no es posible. Se mantiene estricta separación entre
métodos de investigar y métodos de probar. Incluso hay métodos para separar.
Luego de realizadas las averiguaciones de rutina, la investigación en sí desaparece.
En teoría, porque en la práctica nunca termina. La investigación continúa, adopta
otras formas. En particular se transforma en observación. Siempre hay algo que
observar, existe un pasado del que se necesitan datos, un presente en cierta
manera provisional, y un futuro sobre el que hay que hacer predicciones. Son
formas que no hacen uso del Trípode sino de diversos mecanismos más
especializados como la Silla de Vidrio, el Anillo de Goma, las Obras Completas y
otros de uso menos frecuente. Existe también el Departamento de lo Novedoso, el
Templo, las Fiestas. Pero aún no se sabe si usted alcanzará a conocer el Trípode,
por lo cual no puede ni soñar con las Fiestas. Pensamos que al menos conocerá el
Trípode. Tratemos de ser breves. Observando se dirige al que cree dirigir. En
principio, para experimentar se necesitan planes. Si los planes no están bien
hechos puede sacarse conclusiones erróneas y seguir, durante mucho tiempo,
cometiendo errores sistemáticos inducidos por el mismo plan. En vez de verdades
se obtienen equívocos. Son ordenados, meticulosos, puede clasificárselos por
género, especie, tema, subtema. Y así seguir, páginas y páginas, partes, capítulos,
mes, año, día, hora. Varios volúmenes muy presentables pero todo erróneo.
Aunque planificado. ¿Parece excesivo, verdad? Pero no lo es, nada está de más
cuando se busca el ciento por ciento de certeza y seguridad. Sus ojos lo verán.
Del Capítulo VIII:
El pasaje por la galería. La salvación puede estar en la calle. Nada de lo ajeno
puede no ser humano. Un monumento de los tiempos modernos
Sobre la mesa hay, se dice Hans. Y al entrar ve una mesa con una frutera y una
vela encendida, como si de un momento a otro estuviera por llegar un comensal.
Junto a la frutera una jarra de arcilla con dos asas. Hans, de pie cerca de la mesa,
cavila sobre los instantes transcurridos. Al prestar atención a la jarra siente los
labios resecos y recuerda que tiene sed. ¿Pero por qué harán jarras con dos asas?,
se pregunta. Ahí hay agua, yo debería beber algo, pero vaya uno a saber qué clase
de agua.
La frutera contiene naranjas y limones, y el conjunto, desde el rojo de la bandeja
hasta el amarillo y el naranja de las frutas y el ocre de la jarra, tienen un sereno
encanto que comienza a cautivarlo. En la penumbra se oye un suave siseo que
proviene de la recta llama inmóvil de la vela. Ahora distingue mejor y recién ve
hacia el fondo de la habitación, a la derecha, una abertura en la pared. Entonces
descubre que la mesa no es cuadrada sino que se prolonga hasta el fondo cubierta
por un mantel morado.
Un rayo de luz atraviesa el ambiente, como un acuario donde nadan extraños
peces. Hay peces como hojas de espada, peces como libros abiertos agitando sus
hojas, algunos parecen volverse de dentro afuera, peces como manos, como
bailarinas ondulando sus vestidos de amplias mangas. Hans permanece inmóvil,
con las manos en los bolsillos, mirando la urna en el aire. De pronto los peces
desaparecen y es solo un chorro de luz en el que flotan partículas de polvo. Su vista
vuelve al charco luminoso formado por el grupo de la cabecera. Al rojo se
incorporan los amarillos, los naranjas y los ocres haciendo arder en llamas la
cabecera. Todo se confunde en una visión de pedrería hasta que nuevamente cada
objeto cobra identidad. La jarra, cuya sombra toca los bordes de la frutera, no
participa del grupo más que por el trazo oscuro de su sombra que toca los bordes
de la frutera. La jarra formaría parte del conjunto de modo negativo, una especie
de vigilante atento a lo que sucede en la frutera, donde nada sucede hasta que Hans
da esta interpretación a la cosas: ve en la bandeja una patena sanguinolenta y
enseguida descubre que la frutas son como cabezas de pequeños monstruos
decapitados. Cada una de las frutas es el resultado de una ejecución y los tonos
oliváceos son los de la palidez de la muerte ocurrida hace no mucho. Aun las
arrugas y las muecas de espanto o resignación de las caras le parecen verosímiles.
De pronto encuentra en una de las frutas una boca desdentada que ofrece la
desvergüenza de la vulgaridad ante el acto final, como indicando con ese gesto que
la muerte es solo fraude. O que el último acto es también un fraude. Hans cree que
la boca sin dientes se ríe de él y está a punto de apoyarse en la mesa porque siente
náuseas. Pero el asco por aquella escena en que un verdugo, la jarra, severo y
sobrio, ejerce dominio sobre lo que ya no es, la estupidez de la autoridad frente a lo
que está muerto, lo obliga a cerrar los ojos y mantenerse de pie. Logra superar el
asco y cuando abre los ojos las cosas están como antes, solo que tiene la boca llena
de saliva: la vela sigue ardiendo, las frutas en la bandeja, la jarra de doble asa, el
mantel morado. Tengo que irme, piensa, debo salir de acá. Por allá. Aquello debe
comunicar con alguna parte. Se dirige hacia el hueco que había visto en la pared.
Después de pasar la mesa encuentra la puerta que comunica con un corredor. Al
final del corredor hay luz, luz que entra de la calle. Al ingresar en él distingue,
sobre la pared de la izquierda, manchas blancas y grises que le parece guardan
alguna relación. Se recuesta sobre la derecha y ve que la otra pared ofrece un raro
espectáculo. Al ver las formas piensa: Es mármol, y tentado está de tocarlas para
ver de qué material están hechas. No lo hace. En la pared está representada una
niña jugando con un aro, un poco a la izquierda de Hans. A ambos lados hay una
construcción con arcadas y junto a la más próxima, la de la derecha, un vagón
abandonado. Hans siente que la niña está en peligro, que hay algo que estallará por
todos lados en instantes. La niña se ha perdido, piensa. Ella estaba jugando frente a
su casa y se fue alejando, ahora no se da cuenta de que está en peligro y sus padres
han de estar buscándola. Debería hacer algo por ella. Pero si le grito será peor, se
va a asustar. Tendría que entrar ahí. No tiene noción del riesgo que corre. En ese
vagón debe de haber forajidos que quieren atraparla y llevársela, quién sabe qué
cosas le harán. Se hacen pasar por cómicos ambulantes. Tal vez terminen de criarla
o la vendan. Ella marcha al peligro y no lo ve. Allá atrás hay una sombra, alguien
avanza o espera. Está esperando a que ella se acerque. Tiene un arma. Esa forma
puntiaguda de la sombra puede ser una lanza. No, la sombra es de una estatua. Con
lanza. ¿Y del otro lado? Parece un convento. Yo he visto un lugar parecido alguna
vez. Un viejo cuartel destinado a depósito. Debe de ser un hospital. Sí, un lugar para
internar gente. Locos. Tiene ventanas. No veo bien las últimas. Están sobre la
arcada. Ya sé, cuento los arcos. Son catorce. O quince ventanas. Ahí deben de estar
los enfermos especiales, reciben luz por las ventanas. Tienen familiares que pagan
y relaciones influyentes. Piden al director que se los ubiquen en las habitaciones
que dan a la plaza. Si yo estuviera ahí treparía a la ventana y miraría la estatua.
Esos por lo menos tienen luz. Los que están en las piezas de adentro ni siquiera
eso, no ven el sol nunca. Estarán pálidos. Adentro debe de ser un infierno. Aunque.
Pero las ventanas parecen tapiadas. Sí, las cegaron con chapas de acero. Qué
cerdos. Sí, cerdos. ¿Para qué tienen familiares influyentes si no pueden mirar por la
ventana? Yo golpearía hasta que quitaran la chapa. O se volvieran sordos. En la
esquina. Esa torre. Es la guardia, tiene aberturas. Los cuidadores se entretienen
mirando la niña. Es aburrido ser cuidador. Ocho horas esperando a que a alguien le
dé un ataque. Los cuidadores tampoco le avisan a la niña, quieren entretenerse con
ella. Voy a tener que entrar yo. Pero ¿y si entro? Salen los del vagón y nos atrapan a
los dos. No consigo nada con entrar. Si al menos supiera dónde viven los padres
iría a avisarles. Se movió la sombra. No es una estatua porque si se mueve. Tal vez
un carro alegórico. Sobre ruedas. Pero no se ha movido, la punta sigue a la misma
distancia. Debe de ser algún general. Caballo de bronce con general antes de la
batalla que salvó a la humanidad. No podré hacer nada por ella. Qué inocente, todo
lo que le espera. Algún día tendrá que. Y ella jugando con su aro. De rodillas. El
pelito flotando. No hay que dejar a los niños solos. Aunque quizá tenga suerte, no le
ocurrirá nada. Será feliz. No, no le va a ocurrir porque. Es claro. A ver. Hans se
decide y extiende la mano para tocar la pared. El tacto del mármol frío lo devuelve
a sus pensamientos anteriores. Cómo me entretengo en estas cosas, piensa. Yo
debo irme, buscar. Tal vez halle. Una salida. Hacia mi casa. Hay un hombre. Ssst.
Eso no. Ahora es de día otra vez.
De pie en el vano de la puerta mira la vereda, la calle, y se llena de satisfacción al
encontrarse en un lugar que cree conocer. Deja la puerta y va hacia la derecha.
Ahora debo encontrar al Profeta, dice y sonríe. No sé por qué, pero aquí todo es así.
El Profeta, ¿quién será eso? Después me arrepentiré por no socorrer a la niña.
Nunca pude con los niños. Miedo. Siempre están a punto de lastimarse. Uno no
sabe qué decirles. Repiten cualquier cosa que oyen, hay que cuidarse delante de
ellos. Se dicen tantas cosas sin pensar. A ellos les quedan grabadas. A veces para
toda la vida. Ser honrado. Decía mi padre que hay que ser. Después yo escuchaba
de noche la cama que crujía y me sentía sin honra. Yo nunca sería honrado.
Del Capítulo XI:
Un esquema de lo que ha venido siendo que también anuncia lo que vendrá.
Alguien con quien conversar en este mundo
—Llámeme Maestro.
—Bien Maestro, usted dirá.
—No me gusta su tono. Usted suena un poco autoritario. Sería preferible que
fuera más amable, más callado y modesto.
—No sé cómo me expreso, pero no fue mi intención. Yo necesito ayuda.
—Todos la necesitamos. Es temprano, la noche recién comienza, puede llegar a
durar la eternidad si uno sabe hacerlo. Pero su tono no es apropiado.
—Ya le dije, disculpe.
—No hay disculpas aceptables. Uno hace algo y después que lo hace ya está
hecho, el mundo ha sido modificado sin regreso. Lo mejor es que no lo vuelva a
hacer. Bien, olvídelo. Corramos un velo sobre estas cosas, estas pobres cosas que
no le hacen bien a nadie. Ahora, ¿qué quiere que le cuente?
—Dígame dónde estoy.
—No insista. Usted debería saberlo. ¿Por qué vino entonces?
—Está bien, no quiere ayudarme. ¿Qué puede contar?
—Mucho. Tengo la historia de mi infancia, la brigada, los niños en el parque.
También tengo un poema que yo he escrito. Elija.
—Dígame el poema. ¿De qué trata?
—Espere a oírlo. Pero antes conocerá a los niños. Es así. Hubo temporadas en que
los niños pasábamos aburridos, decía Alberto. Requeteaburridos, decía Teresa. Y
de tan aburridos de aburrirse, decidieron ser otros. Nunca me dejás terminar. El
Meticuloso. La Malvada. Así empezábamos, ¿te acordás? Y después nos
peleábamos. Pero después nunca más. Nunca más. Hubo una vez. En aquel tiempo.
En cierto lugar. Había una vez dos niños. Uno era Alberto, también llamado Al, el
Meticuloso. La niña era Teresa, más conocida por la Malvada. Los niños eran
vecinos, vivían en la calle de las Magnolias. Una tarde la muñeca rubia. No, primero
contábamos todo lo de antes. ¿Antes de antes? Claro. Sí. Alberto y Teresa, cuando
niños, jugaban en el patio de la casa de Teresa, en el fondo. Los niños, decía Teresa,
decidieron un día ser otros. No te adelantes. ¡Dejame contar! Después te dejo. En
aquella época jugábamos en el patio que nos parecía muy grande, aunque nunca
llegamos a conocerlo por completo. ¿Cómo que no, Al? Al principio teníamos el
patio y una pieza abandonada que había en el fondo. En la pieza se guardaban
herramientas, cañas de pescar y unas cajas grandes y vacías que nunca supimos
para qué servían. Los niños hacían todo sin que nadie nos viera. También teníamos
los espejos. Ah, es cierto, los espejos. Cuánta cosa. Había el Salón de los Espejos.
Que ya era el Salón. Ya era.
Mientras el Maestro hace su cuento Hans se distrae, aprovecha para mirar
alrededor. Hay una tortuga en un rincón. Creyó que era solo un caparazón, pero
luego la vio moverse. El cuento continúa, Hans atiende por instantes, luego se
pierde, piensa en sus cosas.
—Tenían espejos por todas partes y decíamos que era el Salón de los Espejos y
nosotros éramos ellos. ¿Te acordás de ellos? ¿Cómo no me voy a acordar? Todavía
jugábamos al qué puede sucederle. ¿Qué puede sucederle, qué puede sucederle? Yo
dije primero. Pero no habíamos quedado en que íbamos a jugar. Pero yo dije. Pero
hay que avisar antes. Bueno, no jugamos. Íbamos al Salón y te pintabas. Y a veces Al
pintaba a Teresa. Hasta que nos hicimos otros. Es verdad, ahora somos otros. Un
día dice Teresa, los niños son otros. No, todavía no, antes hacíamos que
contábamos todo. Teníamos el patio y la pieza del fondo y el Salón. También el
Parque. Y las muñecas. Pero las muñecas no eran mías. Sí, pero también
jugábamos. Hasta que la muñeca rubia se enfermó. ¿Te acordás cuando
hablábamos al revés y nadie nos entendía? ¿Y si decíamos que ahora hablábamos al
revés como antes y nadie nos entiende? No, ahora vamos a contar. Bueno,
decíamos que cuando la muñeca rubia se enfermó. La muñeca está enferma, dijo
Teresa. Es la que está vestida de tirolesa. No estaba vestida de tirolesa porque
estaba vestida de gitana, dice Alberto. Pero yo decía que estaba de tirolesa. ¿Y qué
es tirolesa? No sé, pero me gustaba que estuviera. Era la Tirolesa que estaba
enferma y hacíamos que la llevábamos al hospital para que la curaran. La
envolvíamos en un trapo, decía Alberto, y se fueron al hospital. Era una bufanda no
un trapo. Es lo mismo. La bufanda roja, Alberto el Meticuloso. Teresa la. Y vos,
Fernando de vez en cuando. Ay, quién habla, ¿no serás aquella Brígida Esculapia
más conocida por Brícula Espiágida? No seas malo. Yo no empecé. Seguimos con lo
de la muñeca. La Tirolesa se enfermó y decían que la llevábamos urgente al
hospital que era la pieza del fondo. Y decían que estaba grave y que había que
operar. Entonces decíamos que éramos médicos del hospital y que tenían que
operar. Y le dábamos un pinchazo chiquito en la nalga para que se duerma. Pero
antes la habíamos acostado encima de las cajas que estaban en la pieza. Que nunca
supimos para qué servían. La muñeca hacía mammmá con un aparatito que tenía
en la espalda. Después le cortaban el pelito para que no se infeste. Pero yo no la
operé decía Alberto. Pero estabas de acuerdo y la muñeca se rompió y no fue por
culpa mía. ¿Pero quién le sacó el ojito con una tijera? Sí pero yo no le saqué el
aparatito que tenía en la espalda que hacía mammá. Sí pero fue porque ella se
quejaba todo el tiempo. Sí pero mientras dormía le metías los dedos, yo me
acuerdo, y Tere decía que la dejaras quieta que así nunca se va a dormir. Alberto
señalaba que la muñeca no tenía nada. ¿Y qué querías que tuviera? No sé, algo.
Entonces la doctora decía que no la molestes, que la dejes quieta. Al quería saber.
Tere decía que la dejes así se duerme, yo después te muestro. ¿Lo tuyo? Sí, Al, qué
otra cosa. Pero después no me querías mostrar. Todo el tiempo preguntando si
Tere te iba a mostrar ahí o qué. Si ahí era de verdad ahí. La goma hacía flop cuando
la cortaste para sacarle el ojito. Pero yo no la corté en la espalda para sacarle la
cosa de hacer mamá. Yo creía que un ojo era como una bolita pero este ojo era
nada más que media bolita. Después dejamos la muñeca y querías que te mostrara.
Me habías prometido. Pero era solo para que la dejaras quieta. Pero yo quiero ver.
Entonces Tere decías que yo también quiero ver lo tuyo. Pero yo tengo que ver
primero. No, eso no vale. Sí, pero me dijiste. Pero yo veo primero. No, entonces
vemos los dos a la vez. Bueno, a la vez. Esperá decía Tere y te sentaste en la caja.
Bueno, yo cuento dijo Al. No, contamos los dos. Sí, ¡a la una, a las dos y a las! Teresa
levantó la falta y enganchó el calzón y lo bajó hasta la mitad de los muslos. Alberto
se bajó el pantalón hasta las rodillas. Bueno, ya está dice Tere. No, dice Alberto, yo
no vi bien. Sí ya viste, yo también vi. Yo quiero tocar. No, tocar no. No vi bien. Sí que
viste todo. Pero también tocar. No y no, ya alcanza. Entonces Tere te subiste el
calzón y te acomodaste la falda. Al quedaste como un bobo con los pantalones por
las rodillas y enseguida te dio vergüenza y te los subiste. Tere decías que no le
digas a nadie. Pero a nadie nadie. Vos tampoco digas a nadie. Ese día fue que
encontraron el Parque. Pero no me dejaste ver bien. Sí, Al, habías visto. Pero yo
quería tocar. ¿No te parece, decía Tere, que todo es muy aburrido, siempre lo
mismo, todo igualigualigual? Uf. ¿Y si decíamos que éramos otros? Pero si
decíamos eso ya no sería. Sí, pero podríamos agregar más cosas. Ya sé, dice Tere,
éramos otros y tenían una casa muy grande que era la Mansión y un parque que
rodeaba la Mansión. Síííí. Y hacíamos que el Parque era enorme. Decían que eran
otros y teníamos la Mansión con el Salón de los Espejos y nadie se enteraba porque
cuando venían nos hacíamos los de antes y solo veían que estábamos en la pieza
del fondo. Pero nosotros sabíamos que somos otros y que estaba el Parque. ¿Pero y
si alguien nos ve? No nos van a ver porque estaríamos en el Parque y a uno no lo
ven cuando se hace otro. Si vienen uno está como siempre y no encuentran a nadie,
pero nosotros sabemos que ya no estamos porque decimos y ellos no, ¿te das
cuenta? Sí, y como el Parque es muy grande no nos hallan enseguida y hasta se
pierden en él. Yo a veces decíamos era María Eulalia y me pintaría y sería María
Eulalia en la Mansión. Pero también podrías ser la señorita B. Y vos César Daniel,
un muchacho que puede volar y tendrías la Pandilla del Espacio y volarías alto más
arriba que todo y cuando te cansaras vendrías a conversar y me traerías regalos. Sí,
te traje collares y una vez dos perritos de un lugar que nadie conocía y que se
llamaban Li y La. Nunca nos faltaría nada porque decimos que Al consigue todo lo
que nos gusta. Y tendríamos el Parque con muchos juegos. El Parque llegaba hasta
donde quisiéramos. ¿De qué lado estaba el Parque? Del del sol, Al. Ah. Tenía grutas
y arroyos y fuentes. Cantidad de fuentes por todas partes. Había una fuente en el
centro del Parque que se llamaba Fuente de los Caracoles. Las fuentes eran
muchísimas y parecían todas iguales pero nosotros sabemos que son todas
diferentes. Y que los que las ven decían que era siempre la misma fuente de los
Caracoles. Hay caminos que recorren el Parque pero algunos solo nosotros los
conocemos. Hacíamos que había luces en las fuentes, entre los árboles, y las
usamos para mandarnos mensajes. A veces prendemos azules y verdes. Y otras
naranjas y violetas. O solo amarillas. Nos hacemos señales porque el Parque es
muy grande. Y también la Mansión es muy grande con el Salón de los Espejos.
Después tenemos muchas habitaciones y hay escaleras con rincones para
esconderse. Con recovecos y escondites que nadie sabía. Después Tere se te
ocurrió lo de tener una estatua. Síí, ¿no ves que si decimos que en el Parque hay
una estatua la llamamos a la Mansión y viene a conversar y juega con nosotros?
¿Pero para qué? Porque hacemos cosas con ella. Ella decimos está enamorada, pero
no puede ver a su novio porque él vive en otro Parque, entonces se escriben cartas,
pero las cartas de él nunca llegaban y viene a preguntarnos a nosotros si no hemos
recibido alguna carta por error. ¿Ves que sirve lo de la estatua? No me gusta. Sí, vas
a ver, decíamos que yo hacía de estatua y venía a casa a visitarnos. ¿Cómo está
vestida la estatua, es muy grande? Sí, es como una estatua Al, pero no tan grande.
Pero las estatuas son enormes. Pero esta no, Alberto, no seas meticuloso. Está bien,
¿cómo era que teníamos que decir? Bueno, yo soy la estatua y vengo de visita y
ustedes me reciben. ¿Cómo se llama usted, señorita estatua? Yo me llamo Silvia
Cristina, ¿y usted? Me llamo Alberto. No, decías otros nombres, por ejemplo Jaime
José. No me gusta. Bueno, Pedro Andrés, cualquier nombre, Alberto, hay que elegir.
¿Y usted qué quiere? Ay, no Al, sé amable. La invitabas a pasar y le mostrabas la
Mansión. Ah sí, pase, acá vivimos Teresa y yo. ¡Qué hermosa casa tienen! Sí,
tenemos muchas cosas, el Salón de los Espejos y la muñeca rubia que está en el
hospital. Pero no hay que mezclar Alberto, la muñeca rubia era antes de la
Mansión. Yo vengo y tan-tan, ¿quién es? ¿Y después? Lo que pasa es que no querés
jugar. Sí quiero, pero no a la estatua. ¿Y si decíamos que adentro de la Mansión, en
un rinconcito había una casita chiquita? ¿Para los dos? Claro. ¿Y qué decíamos?
Decimos que hay una casita solo para nosotros y allí sí nadie podría entrar aunque
encontraran el Parque y la Mansión. ¿Nadie la conoce y podemos jugar a la estatua
entonces? No, a la estatua no, no hay espacio porque la casita es chiquitititita. Pero
si solo decíamos Al, siempre hay espacio. Igual, no se puede. Entonces no jugamos
más. Y esa es la historia de los niños. Ahora usted está aquí. Vea fijemos un punto
para no perdernos. Le llamaremos el Punto. Volveremos a él cuando sea necesario.
Ya sabe, si estamos perdidos volvemos al Punto. ¿Qué le pareció lo de los niños?
—No sé, no entendí mucho. Me parece largo, demasiado largo.
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