mostrando en tecnología el cementerio como espacio

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ISSN 1989-1520
Nº 26 – NOVIEMBRE 2010
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SECCIÓN: BACHILLERATO
MOSTRANDO EN TECNOLOGÍA EL
CEMENTERIO COMO ESPACIO CULTURAL
AUTORA: Mª CARMEN GONZALEZ PARRA. DNI: 74648581B
ESPECIALIDAD: TECNOLOGÍA
Siempre me ha interesado el vínculo que existe entre las ciudades y los cementerios o, para
decirlo en los términos que utilizaban los griegos, entre las polis y las necrópolis, pues dice
muchas cosas acerca de los moradores de la ciudad y también de los usos de la sociedad en
la que se inscriben. Por eso, del mismo modo que cuando visito una ciudad siempre reservo
un tiempo para recorrer con calma el mercado, una de sus almas, espero la hora más
adecuada para la visita al cementerio, visita que en ocasiones me depara sorpresas que me
dan mucho que pensar.
Hablar de cultura es tan difícil porque dar una definición que satisfaga a la mayoría es
tarea imposible, pero hablar del cementerio como espacio cultural suma, a la dificultad de la
definición, el hecho de estar moviéndonos sobre “arenas movedizas”, alrededor de una
certeza, quizá la única, y de la que con frecuencia querríamos deshacernos.
Los cementerios son lugares extraños, por decirlo de alguna manera, y que despiertan
sentimientos muy diferentes entre sus visitantes, sean estos ocasionales (el turista, el viajero)
o asiduos (aquellos con un vínculo afectivo en el lugar: el amigo, el amado, el familiar
querido…). Se trata de espacios que tienen lazos de unión indisolubles con la ciudad a la que
pertenecen, pues todos los habitantes de ella tienen allí familiares (deudos se decía hasta no
hace mucho) o personas que han sido muy cercanas y por eso la sola mención del nombre ya
predispone a la melancolía. Pero incluso cuando se es sólo visitante ocasional se establecen
vínculos emocionales de muy difícil explicación.
Todas las culturas rinden culto a sus difuntos y es muy interesante tratar de averiguar
qué es lo que nos enseña el culto a los muertos acerca de la idea que tanto el individuo
particular como la sociedad en su conjunto se hacen sobre la muerte, si para ellos se trata de
un acontecimiento dramático o si, por el contrario, estamos en presencia de una sociedad que
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ha integrado el tránsito de esta vida a otra como la única certeza que se pueda tener, pero sin
angustia, sin desasosiego. Desde luego también sin deseo de acelerar el tránsito.
Desde los enterramientos prehistóricos que conocemos hasta los que se llevan a cabo
en la actualidad ha ocurrido un cambio tan profundo para la humanidad que a veces cabe
pensar que estamos hablando casi de especies distintas. Y sin embargo en el fondo subyace
la misma idea: la necesidad de mostrar, de alguna manera, quién era el difunto, cuánto lo
quisimos, cuál era su poder adquisitivo, cuál su posición dentro del grupo, incluso cómo el
grupo se afirma como tal en el ceremonial.
Modas y modos sociales son igualmente determinantes en el ritual de dar sepultura al
semejante, incluso cuando los vínculos no son de afecto, sino de interés.
En este sentido, me parece muy ilustrativa una polémica muy reciente de la que se ha
hecho eco la prensa en Galicia. Al hilo de la reivindicación sobre el uso general de la lengua
gallega, distintos grupos políticos expresan vehementemente su opinión contraria a que tanto
las lápidas de los cementerios como las esquelas mortuorias vayan escritas en castellano,
pues si el gallego es la lengua de la vida, también debe serlo de la muerte. Es la politización
llevada al extremo, casi a la caricatura.
En la cultura occidental el cementerio entendido como lugar de homenaje ha existido
prácticamente siempre, pero ha experimentado cambios muy importantes, vinculados no sólo
a los cambios sociales, políticos o temporales sino, sobre todo, a la influencia que la religión
tiene en la concepción de la vida y también de la muerte. Para ceñirnos al espacio europeo
que es el que nos resulta más conocido, comprobamos que los cementerios originariamente
se sitúan en el centro de la ciudad, junto a la iglesia, hasta que en el siglo XIX comienzan a
construirse extramuros ¿Quiere esto decir que cambia la visión del europeo acerca de la
muerte? Naturalmente. La creencia cristiana en la resurrección de la carne se modifica ya
para siempre con la Ilustración, la sociedad se torna laica y se agrandan las diferencias entre
católicos y protestantes, entre el Norte y el Sur de Europa y eso se traduce también en la
distinta forma de ver el fin de la vida y los ritos asociados a dicho fin. Así por ejemplo, los
cementerios del norte de Europa son concebidos como lugares de paseo, como parques
urbanos que constituyen una zona de recreo para la ciudad, caso de los países del norte de
Europa, mientras que en los países del sur católico el cementerio nunca deja de tener un tinte
dramático, con muy escasas excepciones, como veremos más adelante.
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En cualquier caso, resulta curioso que incluso para los cristianos, para quienes la
muerte es la liberación de las miserias de la carne y el acceso a la vida futura, haya llegado el
tiempo de sacar los “despojos” fuera de la ciudad, a un lugar que no nos recuerde
constantemente que somos mortales.
En este punto me gustaría hacer una reflexión sobre la adopción por parte del mundo
occidental de una técnica de inhumación propia de las sociedades orientales: la incineración.
Aunque no creo que contradiga la creencia en la resurrección de la carne, ni ningún otro de
los contenidos cristianos, sí que me parece que de alguna manera nos despoja del único
vestigio del paso por el mundo de la gran mayoría de nosotros, los anónimos, de los que no
quedará ya ni siquiera constancia en una tumba, ningún recuerdo cuando también hayan
desaparecido quienes nos quisieron.
Hasta finales del siglo XVIII, el común de los mortales recibía sepultura en una fosa, la
mayoría de las veces comunal, y de ellos no quedaba memoria. Es en este tiempo cuando
comienzan a individualizarse las tumbas y, como consecuencia, a tenerse constancia de
nuestra estancia aquí.
Ese derecho a ser recordado del que carecía el pueblo era el privilegio de la nobleza y
el clero y constituía al mismo tiempo una declaración pública de la proyección social, pues
mientras que el pueblo llano era enterrado (literalmente, es decir, en la tierra) en el exterior de
las iglesias, la nobleza era enterrada en el interior, y mandaba construir capillas que eran,
además, un alarde de poder con, por ejemplo, sepulcros lujosos que son también muestra del
movimiento artístico imperante en el momento. Por su parte, el clero, si era secular, recibía
sepultura en la iglesia a la que estuviera adscrito, cerca del altar mayor; pero en el caso de las
órdenes monásticas, el espacio para la sepultura era el claustro, también en el suelo, para
que el resto de la comunidad pisase sobre las tumbas de los difuntos, lo que se entendía
como un ejercicio de humildad, como la demostración de que no había soberbia ni aún
después de la muerte, ya despojados de la vanidad del mundo.
En el siglo XIX se inicia la costumbre del enterramiento extramuros, aunque claro, las
ciudades crecen y lo que fue lejano se incorpora al casco urbano. Por eso es por lo que en
algunas ciudades, incluso en la actualidad, hay cementerios urbanos, lugares para el recuerdo
que nos proporcionan tanta información, tantas pistas sobre sus habitantes, quienes saben
que irremisiblemente ésa va a ser su última morada.
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Pero vamos a tratar de ilustrar lo antedicho con ejemplos de formas de rendir homenaje
a los muertos.
Me gustaría empezar hablando de dos necrópolis prehistóricas: el dólmen de Menga,
en Antequera, y el yacimiento arqueológico de Gorafe, en la provincia de Granada.
Nos remontamos 4000 años en el tiempo cuando llegamos al principal dólmen dentro
del mejor conjunto de España, que comprende el ya mencionado de Menga y los de Viera, El
Romeral y El Alcaide. Contemplamos, o quizá seamos nosotros los contemplados, una gran
cámara ovalada, formada por siete grandes monolitos cuadrados en cada lado y una piedra
enorme que forma la cabecera. La cubierta está formada por cinco losas de tamaño
gigantesco. El de Menga es, de todo el conjunto mencionado, el único dólmen que presenta
inscripciones con figuras antropomorfas cuyo significado se ha perdido, aunque aún
sobrecoge la monumentalidad de semejante enterramiento, máxime si tenemos en cuenta que
es imposible saber quién es el difunto objeto del homenaje.
En cuanto a Gorafe, se trata del mayor yacimiento arqueológico megalítico de
Andalucía, constituído por un conjunto de 198 dólmenes que se asoman al arroyo de Gor,
dándonos la imagen de lo que bien pudo ser un valle sagrado hace ya más de 6000 años. La
llanura rodeada de montañas, con el Jabalcón al fondo y el misterio que rodea la zona, en
silencio, nos transporta a otro tiempo, a otra dimensión, a una época en la que la divinidad era
próxima y a la vez terrible.
En los dos casos citados, lo que destaca es la grandiosidad del conjunto y una cierta
atmósfera que invita al recogimiento, al respeto, emociones que nos parece son las que
debieron sentir quienes eligieron esos lugares y esas formas como última morada.
Pero en la misma medida que el tiempo pasa y cambian los usos y costumbres
sociales, también sufren modificaciones las formas de enterramiento. Para no ir muy lejos,
hablemos de la necrópolis púnica de Puente de Noy, en Almuñécar, la antigua Sexi de los
fenicios. También forma un conjunto con otras dos muy cercanas, las de Laurita y Velilla en la
misma ciudad, aunque el uso de la primera fue muy prolongado en el tiempo, pues se empezó
a utilizar en el siglo VIII antes de Jesucristo y dejó de cumplir su función ya en el siglo I de
nuestra era. Encontramos 132 tumbas con sus correspondientes ajuares funerarios. En ellas,
los cadáveres, ataviados con sus joyas y que probablemente estuvieron envueltos en
sudarios, se colocan en una fosa excavada en la roca, en posición fetal, por lo que los
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contemplamos en una actitud dulce, casi como si se estuvieran descansando y no durmiendo
el sueño eterno. Alrededor de los difuntos, vasos funerarios de alabastro, que incluyen
jeroglíficos, entre los que se encuentra el Vaso Canopo que contuvo los restos del faraón
Apofis I de Egipto y que es posible que fuera traído hasta aquí por los fenicios. Tiene la
particularidad de ser el documento escrito más antiguo hallado en la Península Ibérica. La
hermosa necrópolis púnica, la ciudad de los muertos, el lugar de culto y homenaje, el lugar del
recuerdo.
Y de época muy distinta pero en el mismo lugar y aprovechando las ruinas de un
castillo árabe que empezó siendo villa romana, un cementerio ya desgraciadamente
desaparecido. El que fuera cementerio municipal sexitano hasta los años 80 del siglo XX, de
una belleza extraordinaria, ocupó un lugar privilegiado durante casi tres siglos de existencia y
fue depositario del recuerdo y las infinitas historias de una población que deseaba cumplir con
la tradición de morar para siempre en la proximidad del Mar Mediterráneo para contemplarlo
por toda la eternidad.
Pero salgamos de aquí, alejémonos de nuestro entorno inmediato aunque sea para ir a
un lugar tan cercano culturalmente a nosotros como es Atenas, el foco del que irradia una
cultura de la que somos herederos. Visitemos el cementerio del Cerámico.
Aunque alcanza su esplendor como casi todo en Atenas, en el siglo V antes de Cristo,
conocido como “El Gran Siglo de Pericles”, sus orígenes se remontan probablemente al siglo
XII, aunque está documentado a partir del siglo IX antes de Cristo. Está situado junto al ágora,
en el barrio de los alfareros y precisamente debe su nombre a la arcilla (keramos en griego)
que se usaba para hacer las vasijas funerarias.
Puede pasar desapercibido a nuestros ojos precisamente por su ubicación y porque
reproduce la estructura de la polis. Así por ejemplo, encontramos el Paseo de las Tumbas, el
lugar donde se enterraban los difuntos célebres de Atenas. También la Vía Sagrada, con
esculturas, urnas de piedra (a diferencia de la mayoría, hechas en arcilla o en mármol),
escenas de despedida,, esfinges aladas…, manifestaciones de lo sagrado y de lo profano,
escenas propias del pensamiento mítico entremezcladas con la más pura racionalidad.
Atenas, la ciudad por excelencia, el modelo que sirvió a las nuevas polis de toda la
Magna Grecia, tuvo un cementerio a su medida.
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Volvamos. Aunque sea para viajar a una de las zonas del Imperio Romano más
alejadas de la Roma Imperial, a la Bética. Estamos en la Necrópolis romana de Carmona.
Aunque la ciudad es uno de los máximos exponentes de la arquitectura barroca
sevillana, conserva restos de todas las civilizaciones que por ella han pasado, entre otras la
romana, que la llamó Carmo.
La necrópolis, en un estado de conservación extraordinario, constituye una réplica de la
ciudad romana y sobrecoge cuando la contemplamos por su belleza y esplendor. Data de los
siglos I y II de nuestra era, cuando el modo de inhumación más frecuente era la incineración y
la forma de enterramiento habitual de las cenizas era la tumba colectiva en cámara
subterránea. Muchas de estas cámaras se nos aparecen con sus lápidas, sus inscripciones,
en fin, el recuerdo de los difuntos en la memoria de sus seres queridos. Hay también muchas
tumbas individuales y otras que sirvieron como panteón familiar y que se constituyen en el
símbolo del poder de las familias. De entre ellas destacan dos: la del Elefante y la de Servilia.
La Tumba del Elefante, que recibe su nombre por el animal que figura en su entrada,
está dedicada a los dioses Cibeles y Attis, dos deidades orientales importadas por los
romanos y que debieron estar vinculadas a la historia de la familia que erigió el monumento
funerario.
La Tumba de Servilia, quizá la más monumental de toda la necrópolis, sigue el modelo
helenístico en su ornamentación y es la reproducción de una mansión lujosa, por lo que en
ella encontramos todas y cada una de las partes canónicas de una domus romana.
Y del mundo romano a la Edad Media cristiana. Ya hemos hablado de las formas de
enterramiento de esta época, con la división estamental de la sociedad, tan marcada. Pero
ahora quiero hacer referencia a una forma de enterramiento que me resulta especialmente
curiosa: los sepulcros antropomorfos que se encuentran a lo largo de toda la geografía de la
zona norte de España, algunos en el exterior de las iglesias y otros en los eremitorios que
existieron durante los siglos VI, VII y VIII (fundamentalmente).
Aunque responden a diferentes épocas, necesidades y expectativas, siguen un modelo
muy parecido. Así, por ejemplo, el cementerio del exterior de la iglesia de Santa María de
Uncastillo, en Zaragoza, que aprovecha la piedra circundante para excavar en ella los
sepulcros antropomorfos, o la Vera Cruz de Segovia, donde los Caballeros de la Orden de
Malta se hicieron enterrar en el interior y reservaron el exterior para las personas próximas a
la Orden, tallando los canteros pacientemente la roca.
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En esta misma corriente se encuadra el monasterio y eremitorio de San Pedro de
Rocas, en la Ribeira Sacra orensana. Estamos en presencia de un recinto antiquísimo, muy
primitivo arquitectónicamente, que es testigo de los primeros asentamientos eremitas
cristianos. La mayor parte del suelo está tallada con sepulcros antropomorfos, alguno de
reducido tamaño, como de un niño pequeño. El lugar además es tan fragoso que sobrecoge,
hasta el punto que casi se “respira” lo que debieron sentir quienes lo habitaron.
Y por último quiero hacer referencia a una de las joyas del arte románico español. Se
trata de la iglesia rupestre de los Santos Justo y Pastor en Olleros de Pisuerga (Palencia).
Constituida como eremitorio a partir del siglo VII, está entera excavada en la roca y conserva,
tanto intra como extramuros algunos sepulcros antropomorfos, aunque el cementerio de la
iglesia, que es también el de la localidad, está justo a la entrada de ésta, debajo de la roca
excavada que contiene la iglesia.
Pero todavía hoy algunas ciudades conservan cementerios en su interior que son muy
interesantes, algunos de los cuales me resultan próximos por una u otra razón. Es el caso de
los de París, Florencia, Soria, Pisa y Praga.
El cementerio del Père Lachaise, en París, no es el único intramuros pero sí es, para
mí, el más atractivo. A diferencia del de Montmartre, más racionalista, construido siguiendo
otro modelo arquitectónico que entiende la ciudad al modo llamado hipodámico o en
cuadrícula, éste está dispuesto de forma menos solemne, más amable, como si estuviera
esperando la visita del paseante.
Cuando se inició, en el siglo XIX, estaba a las afueras de la ciudad, algo que no fue
muy bien aceptado por los parisinos, quienes rechazaban su lejanía, pero pronto fue
asimilado por ella y adquirió la función de parque. Sin embargo, su prestigio comenzó cuando
empezaron a llegar allí los restos de algunos personajes famosos, caso de Abelardo y Eloísa,
cuya tumba en estilo gótico encontramos casi a la entrada, o Balzac, María Callas,
Champollion, Godoy, Molière, Modigliani, Jim Morrison (cuya tumba siempre tiene flores y
otras ofrendas de sus infinitos admiradores), Édith Piaf, Juan Negrín… En fin, una lista
interminable de celebridades y otra igualmente interminable de visitantes que buscan la
sepultura de algún personaje admirado o quizá sólo la calma del paseo por uno de los
jardines más hermosos de París.
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De Florencia me quedo con el Cementerio de los Ingleses, también del siglo XIX. Toma
como modelo los bulevares parisinos y está en el centro de la ciudad, justo donde el tráfico es
más intenso, por lo que adentrarse en él supone recuperar, de pronto, el sosiego perdido en la
vorágine de la ciudad. En un lugar que incluso ha dado nombre a un síndrome asociado al
exceso de belleza, el síndrome de Stendhal, encontrar un lugar como este cementerio es un
verdadero lujo, un regalo inesperado y encantador.
Muy cerca de Florencia, uno de los cementerios más visitados, fotografiados,
nombrados… del mundo, el de Pisa. Es tan monumental como corresponde a un cementerio
que está situado en la Piazza dei Miracoli y que debe estar a la altura de la catedral, el
baptisterio y el Campanile, el más famoso campanario del mundo.
Se inicia su construcción en el siglo XIII, siendo el arquitecto Giovanni di Simone quien
da comienzo a las obras y es un recinto rectangular, completamente blanco y que está
rodeado de leyendas, como la que proclama que la flota naval de Pisa trajo desde el Monte
Gólgota, al concluir la Cuarta Cruzada, la tierra que cubre el suelo, con lo que los difuntos que
allí reposan están, ciertamente, enterrados en tierra santa, jugando con el doble sentido de las
palabras.
El claustro, espléndido en su blancura, está rodeado de soportales que estuvieron en
su día decorados por los pintores más importantes del siglo XIV italiano: Taddeo Gaddi,
Andrea di Bonaiuto, Spinello Aretino y Benozzo Gozzoli. También trabajó para el mayor
esplendor de este camposanto el escultor Andrea Pisano. Pero casi todo se perdió la noche
del 27 de julio de 1944, con el enfrentamiento entre las tropas americanas y la fuerza de
ocupación alemana. Afortunadamente, del gran Pisano se conserva la hornacina gótica con la
Madonna con Bambino e Santi.
Los antiguos nobles de la ciudad trajeron hasta aquí antiquísimos sarcófagos romanos
destinados a ser sus tumbas, así como una interesantísima colección de esculturas romanas
que todavía se conservan. Es un conjunto grandioso, pero que también contiene lo humilde,
por ejemplo, la tumba del gran Fibonazzi, que en silencio nos contempla.
De Praga se publicita siempre para el visitante el antiguo cementerio judío y bien es
cierto que la visita, obligada, nos depara la sorpresa de un lugar único en el mundo y que
supone un choque brutal para nuestra idea del descanso eterno.
Cuando nos adentramos en él, hallamos una colección ingente de tumbas
desordenadas y amontonadas, lo que se debe a la imposibilidad que los judíos tuvieron de
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agrandar el cementerio, ya que los cristianos no les vendían terrenos, a lo que se sumó el
hecho de que los judíos no pueden desenterrar a sus muertos. Por eso, la solución fue echar
tierra encima y enterrar sobre antiguas tumbas.
Todas las lápidas tienen una ingente cantidad de piedras pequeñas y notitas que en
ellas colocan los visitantes, siguiendo la tradición judía que no coloca flores en los
cementerios.
Y un cementerio muy humilde, casi desconocido. En una ciudad que podría definirse
con las mismas palabras: Soria. Junto a la iglesia de la Virgen del Espino, cuya factura
original fue románica pero que ha sufrido infinidad de transformaciones hasta alcanzar el
estado actual, el pequeño cementerio del Espino, que contiene la austera tumba de Leonor, la
esposa de Machado, con una dedicatoria tan sencilla que precisamente por eso llena de
melancolía a quien la lee: A Leonor, Antonio.
En la puerta del cementerio del Espino, el olmo viejo, hendido por el rayo, al que hacen
referencia los versos del poeta.
He reservado para el final la visita a los cementerios gallegos, tan integrados en la vida
cotidiana y que son a diario un espacio para el recuerdo, la visita, la ofrenda de flores, el rezo
callado.
Estamos en presencia de un modo de vida rural, en el que la iglesia representa el eje
de la vida pública y simboliza la idea de pertenencia a una comunidad, hasta el punto de que
ser bautizados en la misma pila y enterrados en el mismo cementerio, en el atrio de la iglesia,
se convierte en una seña de identidad. Se convive a diario con la presencia de la muerte y por
eso no es vista como un acontecimiento lejano, sino como algo próximo, tangible. Aquí no se
esconde a los muertos, que prácticamente han desaparecido en nuestra sociedad, sino que
se les tiene siempre presentes, lo que constituye una forma de exorcizar el miedo y quizá la
adquisición de la certeza de que no vamos a ser olvidados mientras que haya alguien que
pase por allí y dedique unos minutos de su tiempo a pensar en los que ya no están. De hecho,
el cementerio más reciente, el llamado “Cementerio del Fin del Mundo” en Finisterre, obra de
César Portela, formado por 14 cubos de granito que simulan los contenedores de un barco,
está prácticamente vacío, ya que nadie quiere ser enterrado allí, pues carece de símbolos
religiosos (de hecho, quiere ser modelo de cementerio laico, o al menos para que lo sea ha
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sido concebido) y que está en un lugar solitario, junto al mar, cerca del Cabo Finisterre, es
decir, representa todo lo contrario de la idea que el gallego tiene sobre la muerte. Es por eso
por lo que el fisterrán se hace enterrar en el pequeño cementerio que está junto a la iglesia de
Santa María das Areas, cerca del milagroso Cristo de Fisterra.
En la actualidad hay un movimiento de recuperación de cementerios de pequeñas
aldeas que están en estado de abandono, y que la mayoría de las veces tiene la finalidad de
convertirlos en reclamo turístico. Suelen ser los párrocos quienes se encargan de esta tarea
de recuperación, poniéndolos en valor, limpiando y recuperando tumbas, estableciendo un
censo, descubriendo a los propietarios, a los ocupantes, a quienes utilizaron panteones sin
que fueran de su propiedad, sabiendo que los familiares de los difuntos estaban lejos, a
quienes desde la emigración americana vuelven a descansar para siempre en su pueblo…
Es muy difícil decidir de cuál de estos cementerios hacer mención, pues prácticamente
todos tienen algo destacable: el de Muxía, desde donde se contempla el Océano Atlántico y el
lugar por el que llegó el Apóstol Santiago en una barca, cuyos restos, en forma de piedra, aún
permanecen aquí, el de San Xiao de Moraime, tan recoleto y con una lápida en el nicho del
que fuera párroco del lugar que prohibe a todos, pero especialmente a sus familiares, la venta
de su sepultura, el de Santiago de Cereixo en Ponte do Porto con el río rumoroso a sus pies,
el de San Andrés de Teixido, donde va de muerto quien no fue de vivo, San Xoan de Alba,
Goiriz… Pero si tengo que elegir, diré Hío y Noia.
En la península del Morrazo, en Pontevedra, junto a uno de los cruceiros más
espectaculares de Galicia, de significado ocultista, está el cementerio de Hío, en estilo
neogótico. Verlo al atardecer justifica cualquier molestia que produzca el viaje. Desde él se
contempla la ría de Aldán y una zona boscosa de gran belleza. Cualquiera querría descansar
aquí para siempre.
Dice la tradición del Camino de Santiago que los peregrinos, luego de haber rendido
visita al Apóstol en Santiago de Compostela, deben dirigirse hacia Finisterre, lugar en el que
realmente acaba el Camino. Pues bien, en el camino que va de Santiago a Finisterre
encontramos el cementerio de la iglesia de Santa María a Nova de Noia.
Conserva el esplendor medieval (su origen se data en el siglo XIV) y dispone de la que
es la colección más importante de lápidas gremiales de Europa. Todos los gremios de
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artesanos tienen en este cementerio una representación, pues los peregrinos que por aquí
pasaban hacían tallar una lápida con el símbolo de su gremio y la depositaban en el
cementerio de la iglesia, lo que está en el origen de esta profusión de lápidas en un lugar de
población tan reducida.
El cementerio está en uso en la actualidad, en el centro de la villa, justo donde se
instala el mercado dos veces por semana y ocupa un lugar de paso de una zona a otra del
pueblo, lo que lo convierte en el lugar más visitado de Noia, el más lleno de bullicio, de vida,
cumpliendo el deseo de quienes aquí se hicieron enterrar: contar con la compañía de los vivos
quienes se afanan en que esto no deje de ser así.
Hay tantos otros que hacer un catálogo de todos ellos es una tarea imposible. En
cualquier caso, todos son lugares sugerentes por una u otra razón y fueron hechos con la
intención de perpetuar la memoria y honrar el recuerdo, algo que parece incompatible con la
forma de vivir actual, despersonalizada, urgente.
Aunque quizá debamos volver a integrar la muerte en nuestra vida, considerándola, así
como a la enfermedad, algo natural y no extraordinario. Si somos capaces de hacer eso y,
además, de adquirir la certeza de que la vida es lo que hay antes de la muerte y no a la
inversa, estaremos en condiciones de emprender el camino que nos lleva a la búsqueda de la
felicidad.
Bibliografía:
Wild, Oscar. “De profundis” Sirueda, Madrid 87.
Steinbeck, John: “Las uvas de la ira” Tusquets. Barcelona 10.
Dostoievski, Feodor: “El jugador” Alianza. Madrid 80.
Pio Baroja: “Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Baradox” Carro-Reggio. Madrid
72.
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