123 Al momento, la cabeza comenzó a darle vueltas y a sentir que

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Al momento, la cabeza comenzó a darle vueltas y
a sentir que sus pupilas se le dilataban como si fueran
dos minúsculos océanos sacudidos por una tempestad.
Tenía frío. La lámpara del techo, de cuatro brazos con
cadenetas y lágrimas de cristal llenas de cagadas de
moscas, le pareció que era un tiovivo endemoniado a
punto de caérsele encima. Quiso cerrar los ojos, pero
no pudo. Las imágenes terribles que le venían no estaban insertas en las paredes ni en el techo, no eran de
ninguna película de terror; estaban en su misma frente,
dentro de ella misma: eran pequeñas uñas que le desgarraban el rostro, lentamente, primero la boca, luego
la nariz, hasta sentir cómo miríadas de larvas llegaban
hasta sus párpados y comenzaban a devorarle el celeste purísimo de sus bellos iris.
En ese instante, le entraron unas terribles ganas
de vomitar. Cuando se levantó, parecía estar bajo los
efectos de una buena borrachera. Tropezó con una silla
y no se cayó de bruces porque tuvo la fortuna de apoyarse en el último segundo en la esquina de un mueble. Todo el pasillo, hasta llegar al cuarto de baño, se
le convirtió en un camino tortuoso. En la taza del váter
volcó dentro y fuera de ella lo poco que había comido
ese día. A continuación, se bajó las bragas y se sentó.
Una sensación semejante a un fluido pestilente le hizo
suponer que se estaba diluyendo a través de las cañerías, que navegaba envuelta en inmundicias por un río
de aguas fecales hasta desembocar en lo más profundo
del mar y que allí, de nuevo, era devorada por peces y
crustáceos.
Cuando consiguió incorporarse, el espejo del
cuarto de baño le devolvió una imagen irreconocible.
Tenía los párpados como dos ciruelas arrugadas, los labios agrietados, los pómulos hundidos, el pelo revuelto
y un rictus de tristeza semejante a la peor de las de-
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