Responsabilidad social del traductor Rodolfo Alpízar Castillo "El enunciado "responsabilidad social del traductor" pareciera referirse, a primera vista, a un tema relacionado con las obligaciones del el traductor como ciudadano, y acaso a la importancia de que no deje de cumplir aquellos deberes que le impone el ordenamiento político de la sociedad en que vive. Amén de que, en principio, los deberes ciudadanos son los mismos para el traductor, el albañil, el médico o el cosmonauta, cada cual es libre de entender a su manera tales deberes. De manera que difícilmente este sería un tema para tratarlo aquí. Por tanto, con ese enunciado no me refiero a la "responsabilidad ciudadana" del traductor, sino a aquellas que dimanan del ejercicio de su profesión. Existe una deontología del traductor, de cuya vigilancia se encargan los colegios y asociaciones profesionales, los cuales dedican considerable tiempo, esfuerzo e inteligencia al perfeccionamiento de los códigos de ética y a su aplicación, pues ni todos los traductores entienden su alcance e importancia a largo plazo para el prestigio individual y colectivo, ni, desde luego, todos cumplen al pie de la letra sus obligaciones éticas, las que constituyen una "responsabilidad social" inherente a la profesión que, como es sabido, no pocas veces implica consecuencias legales. Este tema es de gran trascendencia y abarca muchos aspectos, mas no es mi intención extenderme en sus generalidades, sino apenas llamar la atención sobre un punto que, de tan sabido, es casi absolutamente desconocido, y perdonen el juego de palabras. Me refiero al componente lingüístico y cultural de esa obligación ética. José Saramago afirmó en una ocasión que "los escritores hacen las literaturas nacionales; los traductores hacen la literatura universal" , frase que bien puede aplicarse a la traducción que convenimos en llamar "especializada". Bien sabe Saramago lo que dice, pues no solo ha visto universalizado el fruto de su trabajo gracias a la intervención de los traductores, sino también alguna vez se ganó el pan ejerciendo esta profesión. Universalizar la literatura, la ciencia, la tecnología o el derecho es responsabilidad nada pequeña. Seguramente a algunos colegas les basta con que la calidad de su traducción sea suficientemente aceptable como para cobrar lo estipulado en un contrato, pero para muchos ello no resulta suficiente, y cuando están realizando una traducción la enfrentan como la labor de creación que es, con todo el comprometimiento intelectual y espiritual que tal concepto implica. La conciencia de ese compromiso del traductor con su obra forma parte de lo que concibo como "responsabilidad social del traductor" y, por tanto, de su ética. No se trata solo del compromiso que el traductor adquiere con el autor de la obra y con el lector, al afirmar que lo que uno lee responde realmente a lo que el otro escribió, sino también, y esto me parece determinante, de la responsabilidad que asume, en el acto de traducir, con la cultura de partida y con la de llegada. A la responsabilidad asumida con la cultura de llegada, que normalmente es la propia del traductor, me quiero referir en particular. Intencionalmente he dicho "cultura de llegada" cuando lo habitual es decir "lengua de llegada", pues a nadie escapa que hablar de lengua es hablar de cultura, aunque ambos términos no sean sinónimos. La lengua, producto cultural por excelencia, es a la vez vehículo privilegiado de expresión de la cultura de la cual es producto. Sabemos que cuando llevo un texto de otra lengua a la mía (sea literario, sea científico o técnico), no soy apenas el ejecutante de una operación de búsqueda de equivalentes de contenidos entre sistemas lingüísticos diferentes, sino también protagonizo un acto de enriquecimiento cultural. Quiero decir, en consecuencia, que la responsabilidad social del traductor es, ante todo, la que asume en relación con la cultura hacia la cual traduce. La pregunta es, por una parte, si soy consciente de la trascendencia de ese acto, y, por otra, si estoy preparado técnica y espiritualmente para satisfacer las exigencias que ese protagonismo me impone. No pocos opinan que estos son conceptos idealistas, que en la vida diaria lo que ocurre es un proceso económico en que alguien paga por un trabajo y otro lo hace lo mejor posible para garantizar que su participación en la cadena no se interrumpa y así asegurarse el sustento: La traducción concebida como una simple relación material de producción. No objeto la razón de quienes tal afirman, pues es innegable que, si no sostenemos antes su envoltura física, no hay manera de que nuestra vida espiritual perdure (sin olvidar el compromiso de mantener también a nuestra familia, que no es leve), pero me niego a aceptar que en esa mera relación material de producción radique lo esencial en el quehacer del traductor. Por más que se traduzca "para comer", no es posible escapar a la trascendencia del hecho de traducir, de "transpensar", como afirmó José Martí en el siglo XIX. Si no nos damos cuenta de esa trascendencia es por la banalización de la profesión: Se traduce tanto, desde hace tanto tiempo (desde el mismo comienzo de la humanidad), por tanta gente (no siempre capacitada para ello, esté o no esté titulado), que traducir es, en apariencia, un hecho sin relevancia alguna, y los propios traductores están imbuidos de esa generalizada forma de pensar. Si alguien mañana, a partir del extracto de una planta, logra un medicamento que elimina el cáncer de pulmón, su nombre será merecidamente reverenciado, pues habrá hecho un aporte extraordinario a la conservación de la especie. En contraste, tan sin relevancia se considera la traducción, que nada ni lejanamente parecido a ese reconocimiento pasará con el pequeño grupo de personas que universalizará ese descubrimiento y lo pondrá a disposición de la humanidad entera, al traducir la información correspondiente a las lenguas de mayor circulación en el mundo. De hecho, ¿alguien ha oído alguna vez los nombres de los traductores que universalizaron los grandes descubrimientos de los siglos XIX y XX? Está claro que es extraordinario haber logrado sintetizar un extracto que salvará vidas innumerables, pero, ¿qué pasaría si no existieran los traductores que pusieran ese conocimiento al alcance de la comunidad científica internacional? El hecho perdería su trascendencia, al no haber forma de difundirlo masivamente. Se puede objetar que son escasas las oportunidades de traducir algo así, lo que más uno hace es traducir aburridísimos manuales de uso, garantías de equipos, informes técnicos, documentos legales. Alguien puede exclamar: "Imagínese, traducir el manual de instrucciones de una máquina de lavar ropas, ¡qué suceso trascendente!" Cierto, pero…, pregúntenle a la persona que compra su máquina de lavar y cuando va a usarla descubre que no funciona, acude llena de esperanzas a su "banal" manual de instrucciones y se da de narices con que ¡está en un idioma que no domina!..., o supuestamente está en el suyo, pero es ininteligible, porque es producto una traducción pésima, acaso automática. A esa persona, que tiene la ropa mojada dentro de la máquina y no sabe qué demonios hacer (es domingo, el taller está cerrado) díganle que no es trascendente la traducción de su manual de instrucciones. Siendo esto así, qué decir de la traducción de textos como los sometidos a la consideración de los jurados del Primer Premio Panhispánico de Traducción, la mayor parte de los cuales significaba la puesta a disposición de los hispanohablantes de obras llamadas a tener una gran repercusión en diversas esferas de las ciencias. Traducirlos, evidentemente, no fue un hecho intrascendente. En mi opinión, la concepción que se tenga de la trascendencia del trabajo de traducción, con independencia del entorno en que se realice, forma parte de la conciencia que de su responsabilidad social tenga el traductor. Descontando intrusismos (por la gente que hace el trabajo para el cual no está capacitada) y mercenarismos (por la gente que, acaso capacitada, no tiene, ni jamás tendrá, los mínimos éticos que la profesión exige), estoy convencido de que los mejores representantes de nuestra profesión no laboran por el simple afán de ganar el sustento, y se guían por una mística profesional que dirige sus esfuerzos hacia la obtención de un producto que esté en consonancia con la responsabilidad que asumen al tomar un texto y afirmar "esto que les muestro es la traducción exacta de esto otro". Con el valor agregado, como sabemos, de que a partir de ese momento el número de quienes podrán tener acceso a la información contenida en él se incrementa considerablemente. Al igual que no basta pagar impuestos para ser un buen ciudadano, tampoco basta, para cumplir nuestra responsabilidad social, hacer un trabajo solo para que el empleador nos abone la cantidad convenida. Además de los honorarios merecidos y recibidos, debemos tener presente el aporte que nuestro texto pueda significar para la cultura a la cual se incorpora".