capítulos vii, viii, ix y x

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David Copperfield
CAPÍTULO 7
Un día, el señor Mell me anunció que el señor Creakle llegaría aquella noche, y
después del té supe que había llegado. Antes de acostarme, el hombre de la
pata de palo vino a buscarme para que compareciese ante el señor Creakle.
Habitaba una parte de la casa mucho más confortable que la nuestra. Cuando
entré apenas me fijé en que la señora y la señorita Creakle estaban en el salón.
No veía más que al señor Creakle, ese señor grueso que llevaba una sarta de
dijes pendientes del reloj, y que estaba sentado en un sillón con una botella y
un vaso al lado.
—Ya veo: aquí tenemos al jovencito, al cual hay que limar los dientes —dijo al
verme—. Hágale dar una vuelta.
Su aspecto era feroz. Sus ojos, pequeños; gruesas, las venas sobre su frente;
la nariz, chata; el mentón, ancho; calvo, sólo tenía algunos pelos grises.
Apenas tenía voz y siempre hablaba muy bajo.
—Venga usted aquí —me dijo.
—Venga usted aquí —repitió, como un eco, el hombre de la pierna de palo.
Me dijo que conocía a mi padre político, y que era bueno que yo lo conociera.
Me aseguró que era un tártaro y que cuando decía una cosa, la hacía.
—Y cuando digo que haré una cosa, la hago. Soy de un carácter decidido. Eso
es lo que soy —agregó—. ¿Volvió a aparecer aquel sujeto? —preguntó al
hombre de la pata de palo—. ¿No? Ha hecho bien. Usted también, amiguito —
me dijo—, debe empezar a conocerme. Se puede marchar. Lléveselo.
Cuando le pedí que se me quitara el cartel que llevaba a la espalda, tuvo la
intención de saltar sobre mí, y yo hui como una flecha hasta el dormitorio, y me
zambullí en seguida en la cama.
A la mañana siguiente regresó el señor Sharp, segundo del señor Creakle y
superior de Mell. Este comía con los alumnos, pero Sharp lo hacía en la mesa
de Creakle. Era un señor de contextura endeble y llevaba siempre la cabeza
inclinada a un lado, como si fuera demasiado pesada para él. Sus cabellos
eran largos y ondulados, pero el primer alumno que regresó me dijo que era
una peluca y que todos los sábados salía para que se la rizaran. Tomás
Traddles fue quien me informó. Me pidió toda clase de informes sobre mí y
sobre mi familia. Fue una gran dicha que llegara el primero. Mi cartel le divirtió
de tal modo que se lo presentó a los demás alumnos conforme iban llegando, y
me evitó la molestia de mostrarlo u ocultarlo. Pero no me miró como admitido
definitivamente en el colegio, hasta que llegó Steerforth. Me llevaron ante él
como si fuera mi juez. Tenía reputación de ser muy instruido, y era muy
buenmozo. Tenía seis años más que yo.
Debajo de un pequeño cobertizo del patio se informó de los detalles referentes
a mi castigo. Luego me preguntó que cuánto dinero llevaba, y cuando se lo dije,
me propuso que compráramos una botella de grosella, almendras y bizcochos,
pasteles y frutas. Le dije que me parecía muy bien, y le pasé el dinero. Metió mi
dinero en su bolsillo y me aseguró que lo guardaría muy bien. Ya en el
dormitorio, y luego que regresó con los manjares, los distribuyó con bastante
equidad y nos repartió la grosella en un vasito sin pie que era suyo.
Hablábamos en voz baja. Estábamos casi todos en la sombra. Contaron toda
clase de cosas sobre el internado y de los que vivían en él. Supe que el señor
Creakle tenía razón cuando se bautizaba con el nombre de tártaro. Era el más
duro y cruel de los maestros. No sabía otra cosa que castigar, pues era, según
Steerforth, más ignorante que el peor alumno. Se había hecho director de
colegio después de quebrar como negociante en lúpulo en un barrio de
Londres. Había hecho negocios, aseguraba Steerforth, gracias a la fortuna
personal de su señora. Supe, además, que el hombre de la pata de palo se
llamaba Tungsby, y que era un bruto sin piedad que, después de haber servido
a Creakle en el tráfico del lúpulo, le había seguido en el negocio de la
enseñanza. Supe, además, que Creakle tenía un hijo, a quien Tungsby odiaba,
y que un día este hijo, al ayudar a su padre en las clases, había osado dirigirle
alguna observación sobre el modo de castigar a los niños, por lo cual su padre
lo había expulsado de la casa.
Pero había un alumno sobre el cual jamás había osado poner la mano, y ese
alumno era Steerforth. Sharp y Mell recibían un salario miserable. Supe esas
cosas y muchísimas otras más. Incluso que todos creían que la señorita
Creakle estaba enamorada de Steerforth. Supe, además, que Mell era un buen
hombre, y que su madre era, de seguro, tan pobre como él y como Job. Y
cuando todos se fueron a acostar, Steerforth me dio las buenas noches.
Metido en mi cama sólo pensaba en él, y me parecía un gran personaje. Los
sombríos misterios de su porvenir no se revelaban en su cara.
CAPÍTULO 8
Nadie en el mundo amaba tanto su profesión como el señor Creakle. El placer
que experimentaba al dar bastonazos a sus alumnos pasaba a la categoría de
una necesidad imperiosa. Una de las mayores dichas de mi vida era ver a
Steerforth yendo a la iglesia del brazo de la señorita Creakle. Me seguía
protegiendo, y su amistad me era de las más útiles, pues nadie se atrevía a
tocar a los que él se dignaba entregar su benevolencia. La severidad de
Creakle tuvo para mí una ventaja: se percató un día de que mi cartelón le
molestaba al pasar por detrás del banco, cuando quería darme un bastonazo, y
me quitó el cartel: no lo volví a ver nunca más.
Cierto día en que me hacía el honor de hablar conmigo durante el recreo, me
atreví a observarle que alguien o algo se parecía a la historia de Peregrino
Pickle. Steerforth no dijo nada; pero al acostarse me preguntó si tenía aquella
obra. Le dije que no. Me preguntó luego si la recordaba, y le contesté que tenía
muy buena memoria.
—Escúcheme, Copperfield —me dijo—. Me va usted a referir esa historia y las
demás que sepa. No puedo dormirme temprano por la noche, y generalmente
me despierto al amanecer...
Este arreglo lisonjeó mi vanidad, y aquella misma noche lo pusimos en
ejecución. Pero esta medalla tenía un reverso, y era que muchas veces me
caía de sueño, y me era muy difícil leer; pero tenía que hacerlo para no
contrariar a Steerforth.
La carta que me había anunciado Peggotty llegó al cabo de algunas semanas
acompañada de una torta escondida entre una provisión de naranjas y dos
botellas de vino. Puse estos tesoros a los pies de Steerforth, y le rogué que se
encargara de distribuirlos. Me dijo que el vino lo guardaría para que me
humedeciera la garganta cuando le contara historias, lo cual me pareció bien.
Si nuestras historias languidecían, no era por falta de historias, y el vino duró
tanto como mis cuentos. Nada era más propio para desarrollar en mí una
imaginación soñadora y romántica, que estas historias contadas en la
oscuridad más profunda. Algo aprendíamos en un internado donde reinaba una
crueldad bárbara, y donde no había peligro de que se aprendiese mucho. Los
alumnos de Salem House no sabían absolutamente nada. Estaban demasiado
atormentados para poder aprender algo.
Cierto día el señor Creakle se quedó en su cuarto, indispuesto. Grande fue la
alegría entre nosotros, y el estudio de la mañana muy desordenado. Era un día
de medio asueto, un sábado. Se nos hizo permanecer en el estudio toda la
tarde. El señor Sharp había ido a que le rizaran la peluca. El señor Mell cuidaba
de nosotros ese día. El alboroto era inenarrable. Una parte de los alumnos
jugaba a la gallina ciega en un rincón. Otros cantaban, bailaban, aullaban.
Algunos saltaban en corro alrededor del profesor.
—¡Silencio! —gritó el señor Mell, levantándose de pronto y golpeando en su
pupitre con el libro que tenía en la mano—. ¡Silencio, Steerforth! —agregó.
—¡Silencio usted también —contestó Steerforth.
El señor Mell se puso tan pálido que el silencio se restableció de inmediato.
—Usted abusa de su posición de favorito, Steerforth —dijo el señor Mell—.
Usted insulta a una persona que no es feliz en este mundo, y que jamás le ha
hecho el menor daño...
No sé lo que iba a suceder, pero en ese momento todos los alumnos quedaron
petrificados. El señor Creakle acababa de entrar, seguido de su señora, de su
hija, de Tungsby. Subió, el señor Creakle, al estrado y se sentó ante el pupitre.
Se volvió a Steerforth, y dijo:
—¿Quiere usted decirme qué significa todo esto?
—¿Qué es lo que ha querido decir el señor Mell con la palabra favorito? —dijo
Steerforth.
—¿Quién ha dicho esa palabra —dijo el señor Creakle, y se le hincharon las
venas de la frente—. Ah, fue él, ¿no? Temo —continuó— que haya estado
usted, señor Mell, en falsa posición en esta casa. No nos queda ya más que
separarnos, y cuanto más pronto, mejor.
—En ese caso será en seguida —dijo el señor Mell—. Adiós a todos, y en
cuanto a usted, Steerforth, algún día se arrepentirá de lo que ha hecho
conrnigo.
Me pasó suavemente la mano sobre el brazo, tomó varios libros que estaban
en el pupitre y su flauta, y salió de la sala.
El señor Creakle dirigió entonces una alocución a los alumnos, dio las gracias a
Steerforth, y terminó dándole un apretón de manos. Creakle dio algunos
bastonazos a Traddles porque notó que lloraba la partida de Mell. Cuando
Traddles se recuperó del castigo, dijo a Steerforth:
—Usted hirió profundamente al señor Mell, y le hizo, además, perder su puesto
de trabajo...
—Ya se consolará. Y pronto —contestó Steerforth—. Voy a escribir a mi madre
para que lo ayude...
Su madre era una viuda muy rica, siempre dispuesta a complacer sus gustos.
Pero confieso que aquella noche, mientras leía una de mis novelas, parecía
sonar en mis oídos el eco de la flauta del señor Mell, con sus tristes acentos.
CAPÍTULO 9
Pronto llegó un nuevo profesor, y antes de entrar en funciones comió un día
con el señor Creakle para ser presentado a Steerforth. Éste le dio su
aprobación.
Una tarde estábamos todos en un terrible estado de ánimo, y el señor Creakle
golpeaba a diestro y siniestro con pésimo humor, cuando entró Tungsby y gritó
con voz estentórea: " ¡Copperfield, tiene visitas!"
Entré en el refectorio, y allí, muy admirado, descubrí al señor Peggotty y a
Ham. Nos dimos cordialmente las manos, y me reí tanto, que tuve que sacar el
pañuelo para limpiarme los ojos.
—Cómo ha crecido usted, señor David —dijo Peggotty—. ¡Vaya si ha crecido!
Pregunté por su madre y por Emilita, y me dijo que estaban sin novedad. Luego
sacó de su zurrón dos enormes cangrejos de mar, una langosta inmensa y un
saco lleno de langostinos, que había cocido la señora Gummidge. En ese
momento, luego de que Ham me había pasado los crustáceos, entró Steerforth,
y el señor Peggotty lo invitó a que visitara su casa–barco en Yarmouth, lo cual
Steerforth aceptó de inmediato.
—Mi casa no es muy bonita, señor Steerforth —dijo Peggotty—, pero estará
toda a su disposición cuando venga a visitarla con el señorito David. En ella
estoy siempre como un caracol. ¡Vamos! —dijo por fin—. Deseo a ustedes
mucha salud y felicidad.
Y nos despedimos del modo más afectuoso. Llevamos nuestros crustáceos al
dormitorio con el mayor sigilo, y con ellos hicimos una estupenda cena, aunque
a Traddles le cayeron mal, y hubo que hacerle que tragara medicinas y píldoras
capaces de matar a un caballo.
El resto del semestre se confunde en mí con la rutina diaria de aquella vida tan
triste. Había acabado el verano y comenzaba el otoño. Hacía frío por la
mañana, a la hora de levantarse, y por la noche, a la de acostarse, más frío
aún. Nuestra sala de estudios no tenía calefacción ni luz; por las mañanas era
un verdadero refrigerador. Pasamos de la vaca cocida a la vaca asada; y del
carnero asado al carnero cocido; comíamos pan con manteca rancia. En la sala
había una mezcla horrible de libros destrozados, pizarras rotas, cuadernos
manchados de lágrimas y puddings agrios. Todo rodeado por una espesa
atmósfera de tinta.
Comenzaban las vacaciones. Subo al coche correo de Yarmouth, y voy a ver a
mi madre.
CAPÍTULO 10
Al clarear el día llegamos al hotel donde se detenía el coche correo. Pasé la
noche en un cuartito donde estaba inscrito el nombre de Delfín, y me dormí
profundamente. Barkis vino a buscarme a las nueve. Me recibió como si nos
hubiéramos separado algunos minutos antes; subí en el coche con mi maleta,
tomé asiento y emprendimos el viaje. Durante el camino me preguntó si había
cumplido el encargo que me había hecho: escribir a Peggoty. Le dije que sí. Me
dijo que todo había terminado allí, y que cuando un hombre dice "que quiere
bien" es natural que espere una respuesta. Me agregó que esperaba una
contestación, y que así se lo dijera a Peggotty. "Barkis quiere bien", repitió.
"Dígale eso"
Me dio un codazo, y concentró toda su atención en el caballo. Sólo al cabo de
media hora sacó de su bolsillo un pedazo de tiza y escribió en el interior de su
coche: "Clara Peggotty".
Volví a mi casa sabiendo que ya no era mi casa. Las desnudas ramas de los
viejos olmos se doblaban al impetuoso soplo de un viento de invierno. Barkis
depositó mi maletín en la puerta del jardín, y se alejó. Tomé el sendero que
conducía a la casa. No vi a nadie. Llegué a la casa. Abrí la puerta sin llamar.
Al entrar en el vestíbulo oí la voz de mi madre. Cantaba en voz baja, como me
cantaba cuando yo era pequeñuelo y reposaba en sus brazos. Entré
suavemente en la habitación. Estaba sentada cerca del fuego amamantando a
un niñito, cuya manita apretaba contra su cuello. No tenía más compañía.
Hablé y lanzó un grito. Me abrazó apretando mi cabeza contra su pecho y al
lado de la cabecita del niño.
—¡David, hijo mío, es tu hermanito! ¡Mi pobre niño! Y me abrazaba y me
estrechaba contra su pecho. En ese momento entró Peggotty, y se arrodilló en
el suelo a nuestro lado, haciendo luego todo tipo de locuras.
No me esperaban tan pronto, y supe que los Murdstone habían ido a hacer una
visita en las cercanías y no regresarían hasta la noche. No había soñado yo
tanta dicha. Comimos juntos, al lado del fuego. Durante la comida le hablé a
Peggotty de Barkis. Mi madre le preguntó si no se quería casar con él, y
Peggotty se tapó con el delantal y se puso a reír a costa del señor Barkis.
Después cogió a mi hermanito de la cuna; retiró, luego, el servicio de mesa, y
volvimos a sentarnos junto al fuego.
Les conté todo lo que había sucedido donde el señor Creakle; les hablé de lo
amable que era conmigo Steerforth y la protección que me dispensaba. Cogí a
mi hermanito en mis brazos para volverlo a dormir, me deslicé después hasta
mi madre y rodeando con mi brazo su cintura apoyé mi cabeza en su hombro.
Qué feliz era.
Después del té, Peggotty atizó el fuego, espabiló los mecheros, y yo leí un
capítulo del libro de los cocodrilos. Eran cerca de las diez cuando oímos rodar
un carruaje, y mi madre me dijo que debía subir a mi cuarto a acostarme. Me
pareció, al entrar en la habitación, donde en otro tiempo estuve prisionero, que
acababa de entrar con ellos, en la casa, un soplo de viento frío que había
arrastrado como una pluma la dulce intimidad del hogar.
A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunarme, me encontré con el señor
y la señorita Murdstone. El señor Murdstone me miró con fijeza, pero sin dar
muestras de conocerme. Le pedí perdón por lo que había hecho, y no pude
impedir lanzar una mirada sobre una mancha roja que aún se divisaba en su
mano. Pregunté a la señorita Murdstone que cómo estaba.
—¿Cuánto tiempo duran los permisos? —me preguntó.
— Un mes —contesté.
—Ah, entonces ya ha pasado un día.
Y así marcó todos los días en el almanaque. Esa misma tarde, cuando entré en
la habitación donde trabajaba con mi madre, me prohibió que tomara a mi
hermanito y que incluso lo tocase bajo ningún pretexto. Mi madre dijo
suavemente que tenía razón. Una noche, después de cenar, el señor
Murdstone me llamó y me dijo:
—David, tiene usted un carácter huraño...
—Es gruñón como un oso —agregó la señorita Murdstone—. No le comprendo.
Es un niño demasiado astuto para mí. Tal vez mi hermano, con su penetración,
lo comprenda...
—Es preciso, David —dijo el señor Murdstone— que usted se corrija, porque
de otra manera trataremos de corregirlo. Exijo maneras respetuosas hacia mí,
hacia mi hermana y su madre. No me gusta que huya de este cuarto como si
estuviera apestado. Siéntese.
Me hablaba como a un perro, y como un perro obedecí.
—A usted le gustan las personas vulgares. Le prohíbo ir a buscar a los criados.
Desapruebo su gusto por la compañía de la señorita Peggotty, y deberá
renunciar a ella. Ya sabe cuáles serán las consecuencias de su desobediencia.
Bien lo sabía. Pasaba largas horas en la misma actitud. No me atrevía a
levantar los ojos. Para entretenerme contaba las molduras de la chimenea y
paseaba mi mirada por los dibujos del papel de las paredes. Qué veladas
aquellas, cuando las luces se encendían y se me obligaba a ocuparme en algo.
No me atrevía a abrir ningún libro divertido. ¡Cómo parecía yo un cero al cual
nadie prestaba atención, y con qué gusto escuchaba la orden de subir a
acostarme a la primera campanada de las nueve! Hasta una mañana en que la
señorita Murdstone exclamó: "Hoy es el último día", y me dio la última taza de
té como final de cuentas.
No sentí partir. Había caído yo en un estado de embrutecimiento del que no
salía sino ante la idea de volver a ver a Steerforth. El señor Barkis llegó
nuevamente ante la verja, abracé a mi madre y a mi hermanito, sintiendo una
gran tristeza. Había subido yo a la calesa cuando sentí que me llamaba. Miré.
Mi madre estaba sola a la puerta del jardín; levantó en los brazos al niño para
que pudiera verlo. Hacía frío, pero el tiempo estaba en calma. Así la perdí. La
volví a ver más tarde, en sueños.
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