En el principio, en la Palabra había vida y la vida era la luz de los

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La sabiduría que nos da Dios es la certeza de que nuestra vida se apoya en él (Eclo 24,16). Por
eso, Dios ha entrado en nuestra historia y la ha llenado de luz; su bondad ha querido hacerse
presente entre nosotros con su gracia y bendición (Ef 1,3). Y por ello el Hijo de Dios se ha
hecho hombre y ha venido a compartir nuestra vida con el proyecto de amor y salvación que
tiene para todos sus hijos (Jn 1,14).
En el principio, en la Palabra había vida
y la vida era la luz de los hombres…
Es decir, que ahora nos hablas tú, Señor,
directamente, sin intermediarios,
sin acontecimientos extraordinarios;
ahora nos hablas tú, Señor, con tu presencia.
En este mundo en que abundan la oscuridad, las lágrimas,
las tinieblas, el dolor, la incertidumbre…
para tantos de nuestros hermanos…
Tú eres la luz, Señor, tú eres la luz de nuestra vida…
La Palabra era la luz verdadera;
al mundo vino y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Tu Palabra, Señor, ha aparecido junto a nosotros,
marcando la ruta definitiva que une el cielo con la tierra,
al hombre con Dios y a Dios con el hombre.
Hoy, al mirar hacia las estrellas,
ya no vemos nubes ni tormentas:
tu luz ilumina la noche oscura de la humanidad.
Hoy miramos el cielo y la tierra con alegría y esperanza.
Y la Palabra se hizo carne,
y acampó entre nosotros.
Y la Palabra se hizo carne viva, sensible y tierna,
cálida y cercana, entrañable,
Dios humanizado, Hijo y hermano, libre y palpable.
Se hizo caricia y gracia, grito y llanto, risa y diálogo,
silencio sonoro, balbuceo de niño, canto alegre,
eco de los que no tienen voz, buena noticia, susurro liberador…
Y Dios se hizo hombre, hermano, compañero de camino,
Dios-con-nosotros para siempre.
¡Gracias, Señor, por la luz de tu Palabra!
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