B - Abadia de Montserrat

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SOLEMNIDAD DE CRISTO REY (B)
Homilía del P. Antoni Pou, monje de Montserrat
22 de diciembre de 2015
Dan 7,13.-14 / Ap 1,5-8 / Jn 18,33b-37.
Al término del año litúrgico celebramos la fiesta de Cristo rey. Mientras vamos pasando
año tras año, se nos recuerda que Jesús, la encarnación del amor y la misericordia, es
el verdadero juez del tiempo y de la historia. Es suficiente que miremos el telediario o
escuchamos las noticias para tener la impresión de que la vida es demasiado cruel
para tener sentido: tantas víctimas injustas, tantos sufrimientos, tantos intereses
creados: el comercio de armas, el fanatismo, la especulación financiera sin
escrúpulos... Pero a pesar de todo esto, nuestra fe nos hace decir que la vida guarda
un secreto escondido: la última palabra la tiene el amor y la compasión, no la
deshumanización.
En el diálogo entre Jesús y Pilato que hemos escuchado hoy en el Evangelio, se pone
a debate quien tendrá la última palabra en la historia. ¿Será el poder corrompido,
representado por Pilato y el imperio Romano, junto con los notables y principales
sacerdotes? ¿O será este Jesús, pobre profeta indefenso, defensor de la no violencia,
de la compasión, defensor de la verdad? En el Evangelio de Juan, Jesús es
presentado como la verdad eterna, como Dios mismo que se ha encarnado, y que
camina con cuerpo y vestidos humanos.
Esta manera de ver a Jesús, del Evangelio de Juan, me evoca una película que vi
cuando era niño que se llamaba "El príncipe y el mendigo"; que es una adaptación
cinematográfica de la novela de Marc Twain, "El príncipe y el mendigo". Esta trata del
príncipe Eduardo, hijo de Enrique VIII de Inglaterra, que conoce a un niño que se le
parece muchísimo, y que le propone un juego. Se cambiarán los vestidos, el príncipe
irá de mendigo viajando por todo su reino, mientras que el mendigo estará en el
palacio real, haciendo de príncipe, esperando que el príncipe real vuelva. El príncipe
Eduardo, vestido de mendigo ve el país como realmente es, como los condes y
amigos de la corte, son injustos con los pobres; y cuando indignado les hace frente, es
abofeteado, insultado, escupido y humillado. Vestido de mendigo nadie se da cuenta
de que están maltratando al príncipe. Después de un año, el príncipe vuelve a la corte,
su padre había muerto, y estaban a punto de coronar rey a su amigo mendigo.
Finalmente la verdad sale a la luz y el príncipe es coronado rey, se acuerda de todo lo
que ha vivido. Y lo trastoca todo: los pobres y humildes de buen corazón que le
acogieron como mendigo son recibidos en la corte con todos los honores, en cambio
los duques y condes injustos, son encarcelados y despojados de riquezas y honores.
Volvamos ahora a la sala del interrogatorio, donde habíamos dejado a Jesús y Pilato
hablando sobre la verdad: preguntó Pilato a Jesús: ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?... Y Pilato le
responde: ¿y qué es la verdad? Oh Pilato, pobre desgraciado. ¿Preguntas qué es la
verdad, y no te das cuenta que la tienes delante la nariz? La verdad es el amor. La
verdad es Jesús, icono del amor del Padre.
Consideremos cómo Dios se esconde en la pasión de Jesús, y meditemos cómo Jesús
ahora continúa escondido: en las víctimas del terrorismo, entre los refugiados, entre
los que pasan hambre, entre los que no pueden llegar a fin de mes, los marginados,
los enfermos. Y como también se esconde en cada uno de nosotros: cuando somos
perseguidos por la justicia, cuando estamos necesitados... porque cuando
compartimos su pasión llegamos a ser uno con él. Sí, Jesús, a pesar de sus vestiduras
de pobre mendigo, es rey. Y compartiendo nuestra historia ha conocido la bondad y el
buen corazón de los hombres, como también ha sufrido en su propia carne, la
injusticia y el odio. Por eso en su resurrección ha sido entronizado a la derecha del
Padre, y al final del tiempo hará justicia, desde el amor y la compasión. Mientras tanto,
su semilla de compasión ha sido sembrada en la tierra, y crece como un árbol
frondoso. Que gracias a su Espíritu, lo sepamos reconocer donde está escondido, y
que nos haga partícipes y coherederos de su Reino.
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