Dos fuerzas se unieron para ese resultado en la fitoeconomía: el indio y el español, respetándose ambos, coordinados para crear un mundo mejor. C. CAMINOS DE LAS I N D I A S . — Y si eran grandes las dificulta- des que envolvían en la Península a las materias primas de América, para llegar a su esclarecimiento industrial, mucho más intrincado y obscuro era su proceso, dentro de nuestro mismo continente, para llegar al comercio. Aquí todo estaba emergiendo de la selva ilímite: las ciudades distanciadas, los caminos intransitables, las mentalidades pobladas de fantasmagorías. La averiguación de la verdad requería criterios tan formados, observaciones inmediatas tan asentadas como las de J. C. Mutis; su expresión literaria exigía su nimia diligencia en consultar y en retener los datos; el hallazgo de las aplicaciones imponía ensayos tan sólidos como los que él practicaba, por todos los arbitrios a su alcanceMutis, viviendo en América, con un mundo desconocido al alcance de sus manos y de sus ojos, habitaba con su mente entre los sabios europeos, a quienes emulaba, ávido de superaciones, y se mantenía siempre bajo la mirada celosísima de su rey, bajo el argos de su propia gran responsabilidad ante la humanidad necesitada. Era mucho sentar cátedra científica en Santa Fe, donde, según el dicho de Mutis, eran tales las ideas médicas que corría peligro el entendimiento. Una explotación forestal, como la de las quinas, comenzaba por el esfuerzo y el criterio del indígena, único fuerte, único sufrido, ágil y diestro, para internarse en los bosques solitarios, enmarañados, escarpados y siempre húmedos, donde esos árboles crecen espontáneamente. Sus cortezas, casi siempre envueltas en felpa de musgos, debían ser distinguidas con precisión de las de otros árboles igualmente enmascarados y similares en estructura. Su beneficio, en fin, se hacía sin más testigos que las mirlas, los colibríes, las nieblas y los ecos del propio machete, medio disueltos en el aullido de la ventisca. Después venía el acarreo del producto, en cargas atadas con bejucos, a hombros de los mismos cascarilleros, hasta algún tambo, de esos que se prenden a las laderas de los páramos, sostenidos en estantillos de helecho arborescente, olorosos a humo de leña y tiznados de su hollín. Entonces comenzaba el itinerario de los fardos hasta ponerlos en contacto con las vías del comercio general. Hombres, bueyes, muías, canoas, servían al transporte por los vericuetos del monte o por las sinuosidades de los ríos. El resultado de todo este complejo se adivina fácilmente. Errores del mismo cosechero, sustituciones advertidas de una especie por otra similar, abandonos del producto en el monte, o bien por descuido o bien por pérdida del sendero, o bien por lluvias e inundaciones intempestivas, destrucción excesiva de los árboles, eran consecuencia inevitable de ser éstas las vanguardias de la explotación. Y cuando el indio pensaba hallarse ya en contacto con la civilización, la verdad era que le salía al encuentro otro complejo todavía primitivo. Porque nada más relativo que salir del salvajismo a lo que se considera como civilizado. Los caminos más recorridos por las quinas del Nuevo Reino de Granada fueron tales, que su travesía era, aún a mediados o a fines del ochocientos, aventura de valientes, y sus descripciones pasajes de leyenda. Pero es un hecho que las recuas quineras fueron las avanzadas del sistema vial de los Andes. Tras lucha titánica, chapoteando las muías en los fangales negros, las cargas de corteza llegaban a Honda, a Mompox, a Cartagena, para recibir un acondicionamiento más apropiado a su presentación en el comercio mundial: desecación, selección, empaque, por un personal más consciente y mejor entrenado. De este proceso nos instruyen con minuciosidad el informe de Mutis a S. M. el rey sobre el estanco de las quinas y su HISTORIA DE LOS ARBOLES DE QUINA. También nos hablan de él y de su actualidad F. R. Fosberg en su MANUAL DE QUINAS COLOMBIANAS, publicado en 1944, y M. Acosta Solís en sus CINCHONAS DEL ECUADOR, 2. a edic. Quito, 1951, (Colofón 1946.) D. A ESPAÑA Y MÁS ALLÁ.—Así como en Sevilla y en Cádiz, puertos únicos, por muchos años, del tráfico marítimo con las provincias ultramarinas, se respira todavía ambiente americano, así en Cartagena de Indias, la del Caribe, se siente la presencia inconfundible de España. A fines del XVIII debían ser más vivas estas impregnaciones. Barcos de madera que, en comparación con los actuales de planchas de acero, soldadas autógenamente, nos parecerían de juguete; cuya estructura de bibelots hoy es adorno preferido de las chimeneas, impulsados por velas tan graciosas como débiles, movían las mercaderías a través del océano. Tonelaje reducido, itinerarios imprecisos, naufragios casi todos los años, riesgos sin cuento, eran las cizallas listas a cortar o a debilitar los delgados hilos que mantenían unidas ente sí las economías de las Españas separadas por el mar. A tales dificultades, provenientes de la naturaleza de las cosas, se sumaron en aquellos tiempos las provenientes de las guerras y bloqueos de las naciones adversarias de España, ya que la estructura del Caribe y el estado cultural de sus islas se prestaban, tanto más que el archipiélago Malayo, escenario de tantas novelas, para las acechanzas filibusteras, contra el comercio regular de las Españas. Tanta era la amenaza de los piratas, que en Santiago de Cuba, puerto desguarnecido, las gentes mantenían sus ropas en el monte, para no ser despojadas del todo en caso de ataque (2). Gonzalo Menéndez Pidal, en su IMAGEN DEL MUNDO HACIA 1570, expone con claridad cómo se efectuó por siglos la Carrera de las Indias, mientras los barcos navegaron a la vela. Ya en la segunda mitad del xvi se despachaban del puerto de Sevilla, para las Indias Occidentales, de sesenta a setenta naves cada año. Desde entonces se estableció viajar, como se decía, en conserva, que era acompañando a las naves mercantes otras de guerra que las escoltaban, las precedían y les cerraban la marcha, para su defensa. Desde Sanlúcar se atravesaba primero el Golfo de Yeguas, — llamado así por varias bestias que se lanzaron a ese mar y se perdieron — , y se llegaba a las Canarias en ocho o diez díasDesde allí se atravesaba el océano siguiendo la ruta de Colón en su segundo viaje, es decir, navegando con los alisios del NE. y evitando las calmas de anticiclón noratlántico y el mar de los Sargazos. Así, en veinticinco días, se cubría la distancia entre Canarias y las primeras Antillas, las islas de Barlovento, situadas al W. del Golfo de las Damas. Las flotas destinadas a la Tierra Firme, es decir, a los puertos continentales, situados entre las islas de Barlovento y Yucatán, solían salir en Agosto de Sanlúcar, y su primer contacto con tierra americana se hacía en la isla Dominica o Española. Luego navegaban en busca del cabo de la Vela, de Santa Marta y del puerto de Cartagena, evitando cuidadosamente la desembocadura del río de la Magdalena. Desde allí continuaban viaje hasta Nombre de Dios, rumbo al W. y cortando el Golfo de Darién, de donde volvían a tocar en Cartagena. Para el regreso a Europa, tanto la flota de la Nueva España como la de Tierra Firme, debían reunirse en La Habana, puerto que, desde Cartagena, se alcanzaba normalmente en dieciséis o dieciocho días. Treinta y tres gastó el virrey Ezpeleta cuando vino a posesionarse de su cargo. Siguiendo diferente vía, según fuera (2) Véase: G. Menéndez Pidal, IMAGEN DEL MUNDO HACIA 1 5 7 0 (i944)> pág. 7 2 . Don Francisco Silvestre, Secretario que fué del virreinato con Messia de La Zerda, gobernador de la provincia de Antioquia y después alcalde de Santa Fe de Bogotá, en su libro DESCRIPCIÓN DEL REINO DE S. F. de B., escrito en 1789 y publicado por el Ministerio de Educación Nal., en 1950, según la copia que halló en el Arch. Gen. de Indias, en Sevilla, R. S. Pereira, en 1887, dice así, hablando de los tiempos del virrey La Zerda: Con lo que llegaron a la insolencia los judíos de Curazao, de esperar en las bocas del Magdalena nuestras embarcaciones que entraban y salían por ellas con frutos: tomárselos por la fuerza y darles en cambio los géneros que conducían; bien que era efecto del poco zelo de nuestros guardacostas, que sólo apresaban tal o cual embarcación tortuguera de las extrangeras, y del disimulo de los Ministros de tierra adentro.