PACIFICAR A LOS DESAVENIDOS * Horacio Arango, S.J. Provincial de Colombia > El pasado 20 de Febrero, el Presidente de la República declaró terminados los diálogos con las FARC y la zona de distensión. Desde entonces, el país vive en una indescifrable mezcla de esperanza en las acciones militares de las fuerzas del Estado y un clima de zozobra por el escalamiento del conflicto armado interno. Las diversas encuestas de opinión, que circularon en el país, mostraron, en diferentes tonos, una voluntad bastante generalizada de poner fin a un proceso de diálogo entre el Gobierno y las FARC, aparentemente infructuoso e incapaz de generar un nuevo clima de convivencia. Como lo demostró la intención de voto, en el imaginario colectivo de muchos colombianos, y quizás también en algunos de los nuestros, había venido creciendo el convencimiento de que era necesario terminar el Caguán y permitir a las FF. AA., fortalecidas con la ayuda norteamericana, enfrentar con energía las acciones armadas de la insurgencia y derrotarla en campo abierto. El país ha dado vía libre a una confrontación de incalculables consecuencias en la que ambos lados van a demostrar su poder militar con el objetivo de dar el golpe definitivo al enemigo e inclinar la balanza de la confrontación a su favor. Con este propósito ilusorio hemos iniciado una engañosa senda que generará mayores desconfianzas, arraigará los odios, profundizará el conflicto armado, ahondará la destrucción de la infraestructura, extenderá aún más la pobreza y consolidará la presencia de la muerte en todos los rincones del país. Lo más grave de todo es que con la degradación del conflicto se hará mayor la catástrofe ética y espiritual que vive nuestra sociedad. La guerra dejará heridas muy hondas y hará más ardua la tarea de la justicia y la reconciliación nacional. La guerra no sólo arrasará la dignidad humana, sino que aniquilará las esperanzas y los imaginarios de futuro que, en realidad, son los fundamentos que jalonan el desarrollo de un pueblo. En esta situación, más que en el pasado, estamos llamados a afincarnos en los horizontes de convivencia humana que nos propone el Evangelio de Jesús y el patrimonio espiritual de Ignacio que nos pide “contemplar a Dios en todas las cosas” y “en todo amar y servir”. Fácilmente nuestro corazón puede ser infiltrado por el espíritu belicista que se respira en la sociedad y dejar crecer entre nosotros las semillas de la polarización que afecten la unión de los ánimos y la unidad del testimonio de unidad que le debemos a este país profundamente dividido. Nuestra acción apostólica y nuestro anuncio del Evangelio no pueden renunciar, en este contexto, al contenido profético y al aliento ético y espiritual del diálogo como camino para encontrar una salida a los conflictos sociales que atraviesan nuestra sociedad. Aún más, es el momento para experimentar el llamado del Señor a vivir el ministerio de la la reconciliación de los desavenidos. Es la hora de trabajar incansablemente para tender puentes, para unir extremos, para buscar conciliación. En definitiva, cualquiera que sea la suerte de la confrontación, estemos seguros de que la paz sólo se alcanzará con una negociación que ponga fin a este baño de sangre entre hermanos de una misma nación. Insistir en las vías del diálogo y la negociación, en excluir a la población civil del conflicto y en establecer plazos para llegar a los acuerdos que abran paso a las reformas profundas que requiere el país y que estimulen el desarrollo económico es un imperativo espiritual. Nuestras obras apostólicas y nosotros mismos, como actores sociales, estamos convocados en esta hora de la historia a poner todo de nosotros mismos, incluso la propia vida si fuere necesario, por restablecer los canales del entendimiento entre los actores en conflicto. Es también la hora de la solidaridad y cercanía con todos los sectores sociales que se verán afectados con la guerra, especialmente con aquellos que lo perdieron todo, y que esperan una segunda oportunidad sobre la tierra. La “metanoia” que esperamos alcanzar como fruto de la celebración de la Cuaresma y de la Pascua debe darnos el aliento espiritual para no desmayar en nuestros propósitos apostólicos de trabajar por la construcción de una sociedad justa y fraterna. La radical apertura al Señor que queremos alcanzar como Gracia de este tiempo litúrgico ha de darnos actitudes de mayor servicio y disposición a contribuir a la generación de una sociedad reconciliada, capaz de superar la guerra y toda forma de violencia por la vía de la negociación y el diálogo sincero que apunte a la protección de los grandes intereses nacionales. * Editorial de Noticias de la Provincia [de Colombia], Febrero de 2002.